miércoles, 1 de enero de 2025

De la constitucionalización de la globalización. Especial 1 de hoy miércoles, 1 de enero de 2025

 







Aunque gracias al espectacular desarrollo de la tecnología de la información y las comunicaciones hemos alcanzado un prodigioso grado de interconexión y con ella la conciencia del elevado grado de interdependencia existente entre todas las partes del globo terráqueo, faltan respuestas políticas e institucionales a la altura de la gravedad y urgencia de los retos que afectan a todos quienes compartimos este planeta, escribe en Revista de Libros [Constitucionalismo sin fronteras, 04/12/2024] Juan Carlos Velasco, profesor de Investigación del Instituto de Filosofía del CSIC, reseñando el libro Constitucionalismo cosmopolita, de Constanza Núñez (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2024). Más allá de las emergencias y catástrofes globales que conmocionan el presente y amenazan el futuro próximo, son infinidad los asuntos de la agenda corriente que no conocen fronteras. Gran parte de las decisiones que inciden sobre nuestras vidas ya están deslocalizadas a escala global, pero sin el correspondiente amparo legal y sin el requerido respaldo democrático. Cada vez se echan más en falta la presencia de adecuadas instituciones supranacionales.

Los alarmantes problemas que afectan al conjunto de la humanidad (el aseguramiento de la paz, la defensa de los derechos humanos o el aminoramiento de las desigualdades globales), así como los múltiples riesgos comunes a toda la humanidad (el cambio climático, la ingeniería genética o la inteligencia artificial), sólo pueden ser afrontados a escala supranacional, cuando no global. De esto ya eran bien conscientes quienes en la época helenística pensaron el cosmopolitismo por primera vez. Inseparable de dicha noción es no sólo el supuesto normativo de la igualdad de todos y cada uno de los seres humanos, sino también el de la interdependencia de las vidas de todos quienes habitamos la Tierra. Este multifacético ideal —moral, político, jurídico y cultural— fue recuperado durante la modernidad e integrado como parte inherente de su discurso. El cosmopolitismo constituye una de las piezas más señeras del proyecto político moderno y ello pese a que ha sido y sigue siendo impugnado con vehemencia por toda clase de corrientes nacionalistas. No deja de ser inquietante que, entre los principales tópicos de la actual retórica nacionalpopulista, se encuentre precisamente la animadversión hacia la «élite liberal y cosmopolita».

Desde los tiempos de la Ilustración, y con Kant a la cabeza, los cosmopolitas —con su afán por construir de formas transnacionales de comunidad política y potenciar el papel del derecho internacional y los derechos humanos— se han conjurado para que el ideal no devenga en un estéril divertimento académico o en una mera aspiración moral, sino que se convierta en una guía práctica para la vida de la comunidad humana en su conjunto. De ahí nace el anhelo del iuscosmopolitismo,que no es otro que el de darle la forma más efectiva posible al ideal cosmopolita. Esa labor, en la que se empeñó el mencionado filósofo prusiano, encontró continuidad durante el tormentoso siglo XX en la obra de autores tan preclaros como Kelsen, Bobbio o Habermas. Y en esa estela en la que se sitúa la profesora chilena Constanza Núñez con su magnífico libro. Este magistral trabajo, capaz no sólo de alentar la imaginación institucional, sino de diseñar itinerarios jurídico-políticos transitables, está llamado a ser una contribución de referencia en el sostenido afán teórico y práctico por avanzar en la plasmación del ideal iuscosmopolita y adentrarse en las consecuencias de su institucionalización.

¿A qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de constitucionalismo cosmopolita? A un proyecto o agenda política y académica que identifica y defiende la aplicación de los principios e instituciones del constitucionalismo —en particular, la democracia, los derechos hu­manos y el Estado de Derecho— en la esfera jurídica internacional para mejorar la efectividad y la justicia del orden jurídico internacional. Bajo este sintagma ha de entenderse, dicho aún más brevemente, la ampliación a escala planetaria del paradigma constitucional que limita y vincula a los poderes públicos.

Desbrozar la vía institucional y normativa por la que transitar desde el antiguo mundo de los Estados nacionales a la constelación emergente de un mundo interdependiente representa sin duda un reto de formidable complejidad, pero que, ya se ha apuntado, resulta ineludible. Como bien señaló Habermas en un texto de 2009 sobre la constitucionalización del derecho internacional, quienes pugnen por seguir en esa vía, si no quieren descartar el ideario democrático, se verán «obligados a desarrollar al menos modelos para un arreglo institucional que pueda garantizar una legitimación democrática a las nuevas formas de gobernación de los asuntos en espacios que carecen de fronteras». La monografía que aquí se comenta trata de abordar con todo rigor este enorme desafío.

El libro de Núñez gira en torno a conceptos e ideales, los cuales tienen también héroes que los encarnan. El elenco de personajes, de las «dramatis personae» que aparecen en la obra, no es corto, porque el acopio bibliográfico hecho por la autora es impresionante, pero hay unos cuantos nombres propios que descuellan: ella misma cita en un breve listado (p. 10) a Seyla Benhabib, Nancy Fraser y Mattias Kumm, además de dos personajes mayores, el ya citado Jürgen Habermas y Luigi Ferrajoli. Nuestra autora no sólo ha encarado esta investigación bien pertrechada de lecturas, sino que moviliza con originalidad el potente reservorio argumentativo generado por los pensadores nombrados. Encaramada a hombros de gigantes, logra levantar vuelo por sí misma y alcanzar velocidad de crucero. De destacar es el acierto que supone el haber expuesto de manera consecutiva a cada uno de los autores que convoca, sino en darles entrada al hilo de los conceptos y problemas fundamentales abordados, estrategia que contribuye a trabar la argumentación y dar ritmo a la lectura.

El presente libro va a contracorriente, pero por eso mismo resulta tan necesario como oportuno. Atrás quedó el «optimismo cosmopolita» que, tras el fin de la Guerra Fría y el auge de la globalización, definió toda una época. Por entonces, como señala la propia autora, se vivía, al menos de boquilla, en el tiempo de los derechos, en la expansión de la democracia liberal y la expectativa de un orden mundial regido por reglas reconocibles y aceptadas. Desde entonces ha llovido mucho, empezando por los atentados contra las Torres Gemelas, las guerras del Golfo y las aún en curso en Ucrania y en la vecindad de Israel, además de varias policrisis de alcance global y la dramática pandemia del covid-19. Tales desgracias no acabaron de espolear, como hubiera sido deseable, positivas reacciones colectivas. Más que optimismo cosmopolita habría que hablar de un repliegue nacionalista. No deja de ser paradójico que hoy, cuando más perceptible resulta que la realidad misma se ha hecho cosmopolita, tal como remarcó Ulrich Beck, el ángulo desde el que abordar y gestionar cuestiones que incumben a todos los habitantes del planeta sigue siendo, pese a las apariencias, el proporcionado por el prisma de los Estados-nación.

Aunque me reafirmo en la oportunidad de este libro, no puedo dejar de constatar que no corren buenos tiempos para la lírica que anima su esfuerzo. No se vislumbra una tendencia global y entusiasta hacia la constitucionalización de la esfera internacional. Por el contrario, la evidencia empírica señala un proceso desigual de constitucionalización en varias dimensiones y diferentes regiones del mundo. La cuestión de la realizabilidad de la propuesta es, en este caso, insoslayable y así lo entiende la autora.

La pregunta por la plausibilidad de este proyecto iuscosmopolita recorre este libro desde comienzo a fin y de ahí su concienzuda exploración de las condiciones y posibilidades de ejecución. Pero a su vez, como subraya la autora, este proyecto está dotado de «una vocación transformadora y crítica», rasgos que lo emparentan, sin duda, con las utopías sociales. Es más, en el apartado 4 del capítulo III, Núñez califica su propia propuesta como utopía realista, pues en ella se combina un robusto y ambicioso proyecto normativo de transformación social con el análisis de sus posibilidades en el mundo actual. Esta informada monografía apunta, pues, a la proyección de un futuro distinto, a una utopía ciertamente, lo cual dista mucho de ser motivo de censura. Que un proyecto sea tildado de utópico no significa que sea ilusorio e irrealizable, sino simplemente que describe un estado de cosas deseable que, aunque en las condiciones actuales no se dé, bien podría llegar a ser en algún momento.

Como ha mostrado el sociólogo norteamericano Erik Olin Wright (en Construyendo utopías reales,2014), la utilidad de una utopía no sólo tiene que ver con su deseabilidad, sino también con su factibilidad. Este criterio actúa a modo de un cedazo que criba las propuestas, diferenciando aquellas que no pasan de ser meras desideratas de aquellas otras que adquieren visos de convertirse en realidad con cierta probabilidad. A diferencia de las utopías meramente enunciadas, las utopías concretas y realizables perfilan la sociedad ideal del mañana sin ignorar las características de la sociedad del presente con todas sus dinámicas y contradicciones. En cualquier caso, para poder construir cartografías mentales alternativas se ha de introducir algún elemento disruptivo en el discurso mainstream.

Núñez se empeña con buenos argumentos en demostrar la plausibilidad de su oferta y para ello incluye significativos elementos de la Realpolitik. Y es de destacar uno: la relativización del «mito que identifica las teorías cosmopolitas con la supresión del Estado». En su propuesta, «el Estado no desaparece, sino que se vincula y se le exigen estándares de legitimidad para su actuar también desde una perspectiva cosmopolita» (p. 547). Esta línea con otros modelos formulados recientemente, como serían el «metaconstitucionalismo», el «constitucionalismo global» o el «constitucionalismo multinivel» —términos todos ellos «esencialmente controvertidos» y bastante próximos entre sí, aunque no equiparables— en el presentado por Núñez no se cuestiona la vigente división del mundo en Estados soberanos y ello hace que la propuesta se torne más matizada y accesible y, por ende, más realista. La constitucionalización cosmopolita no se presenta como una receta mágica para problemas sumamente complejos, sino como una opción razonable digna de ser tomada en consideración. La autora nos convence de que su opción es más idónea que otras propugnadas desde posiciones autodesignadas como realistas y que no hacen sino primar el interés nacional en detrimento de las muy reales relaciones de interdependencia que mantenemos todos quienes compartimos este planeta. No obstante, y por mucho que el nuevo marco constitucional global que Núñez nos presenta sea una utopía realista, de ahí no se deduce que sea una propuesta de mínimos.

Núñez insiste, y este es un punto clave de su articulado trabajo, en el insoslayable carácter democrático del constitucionalismo cosmopolita, subrayando sus componentes participativos y deliberativos; con ello, nuestra autora pone sobre la mesa el problema de la democracia más allá de las fronteras estatales y la espinosa cuestión de las exigencias de legitimación del poder en ese ámbito. Plantear esta cuestión supone necesariamente analizar la operatividad de conceptos como los de demos, participación o ciudadanía más allá de los límites de los Estados realmente existentes, que, aún en plena era de la globalización, no son sino Estados territoriales extremadamente celosos de su soberanía. Aunque Núñez examina con interés y en detalle recientes teorías de la democracia cosmopolita, como la desplegada por David Held y Daniele Archibugi, considera que se tornan especialmente problemáticas si se presentan como una especie de república democrática establecida en gran escala y similar en su estructura a los Estados nacionales.

En términos jurídico-políticos, Núñez se situaría en la misma senda abierta recientemente por autores como Jürgen Habermas y Luigi Ferrajoli. Del mismo modo que estos autores, y dado que no se trata de una traslación exacta del modelo del Estado constitucional al plano internacional, lo que en realidad rescata la propuesta de Núñez de un constitucionalismo global sería la lógica de domesticación del poder por parte de un derecho legitimado en base, fundamentalmente, a los derechos fundamentales. Considera que la esencia del constitucionalismo no se restringe a la figura del Estado, sino que su idea-fuerza —la limitación del poder— es en principio aplicable también a instituciones o redes políticas que no están organizadas como Estados, como son las organizaciones basadas en tratados y regímenes del sistema internacional. Con el constitucionalismo cosmopolita, tal como es perfilado por Núñez, se pretende ampliar el ámbito de actuación del derecho internacional, aumentar su rango de autoridad y tomar distancia del consentimiento inmediato de los Estados.

Con lo recién dicho nos adentramos en un aspecto que considero medular del libro que comentamos. Atendiendo a la no siempre pacífica distinción conceptual entre Constitución y Estado que la autora introduce, es preciso aclarar que ella entiende la constitucionalización de la esfera internacional en un sentido peculiar, más bien lato, ya que emplea dicho término sin presuponer entidad estatal alguna en donde se encarne la constitución. En las circunstancias geopolíticas actuales no se dan las condiciones de posibilidad para entender la constitución en sentido estricto, esto es, como un acto de autodeterminación de una comunidad política.

Que no hay coincidencia estricta entre constitucionalidad y estatalidad no es una mera diferenciación conceptual, sino una realidad observable en la actualidad. Cada vez hay más actores internacionales que no sustituyen legalmente, pero sí de facto, las funciones estatales y hacen política global. En realidad, la sociedad internacional ya está densamente institucionalizada. Ejemplos ya clásicos serían el FMI, el Banco Mundial o la OMC, que actúan de forma parecida a un Estado. Dichas organizaciones intergubernamentales han establecido, como señala Hauke Brunkhorst, «un régimen económico mundial, que no sólo está legalizado, sino incluso constitucionalizado”» Cuestión diferente es si estos regímenes constitucionales son de naturaleza democrática. En todo caso, está por ver si la constitucionalización es, como piensa Habermas, la condición requerida para que el derecho internacional deje de ser un mero instrumento de poder en manos de algunas superpotencias y pueda garantizar con eficacia los derechos de todos.

Más allá de las distinciones de la que ya ha sido objeto este libro (como el premio que le otorgó la Sociedad Española de Filosofía Jurídica y Política a la Mejor Tesis Doctoral 2022-2023 o la mención especial concedida por el jurado del Premio Luis Díez del Corral 2022 promovido por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales), tengo para mí que la propuesta de la doctora Núñez prepara el terreno para una comprensión cosmopolita de la esfera internacional sumamente fértil que mejora las propuestas al uso. Mientras que la idea de una democracia cosmopolita se parece demasiado a un Estado mundial y poner las esperanzas en la sociedad civil global demasiado poco, una «tercera vía» para encauzar la aspiración cosmopolita es, como argumenta la autora a lo largo del libro, buscar el desarrollo de una forma de derecho cosmopolita que regule las relaciones entre Estados, proteja los derechos básicos de los ciudadanos y se imponga a los legisladores soberanos como una restricción externa.










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