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miércoles, 13 de marzo de 2019

[A VUELAPLUMA] Yesterday...





La felicidad de que buena parte de la izquierda española se haya olvidado de Franco no compensa la posibilidad de que en la derecha se actúe como si nadie se acordase de él, escribe el periodista y escritor español Manuel Jabois.

Danny Boyle, comienza diciendo Jabois, el director de Trainspotting, aquella película generacional que narraba, a modo de distopía, el impacto que tuvo el retorno de la extrema derecha a las calles de España y la conmoción del centro y su tentación de aceptar sus votos al menos una vez “para ver qué se siente”, estrena una película nueva que profundiza en la política española: Yesterday. En ella, el mundo olvida por completo a los Beatles: no solo no recuerda que existieron, sino que no hay prueba sonora alguna de que una vez, en este planeta, hubo algo conocido con ese nombre. ¿Todo el mundo? No, un músico aficionado sí los recuerda perfectamente, a ellos y a Hey, Jude; Yesterday, She Loves You o Let It Be. Imaginen el festín que se pega: como pescar con dinamita.

Al contrario que en la mencionada Trainspotting o La playa, en la que se disimulaba el retrato de la búsqueda del paraíso envuelto en pureza ideológica por parte de un joven votante de Podemos (Leonardo DiCaprio) y su desconcertante resultado, en Yesterday las claves son mucho más obvias por grotescas. Los Beatles funcionan como metáfora de Francisco Franco; de repente nadie recuerda ya al dictador, la historia de España es pasado cerrado a cal y canto, resulta imposible reabrir las heridas, no hay muertos de “no sé quién” en las cunetas y la Transición ha funcionado como un perfecto elixir según el cual no hay prueba alguna de que una vez, en un lugar llamado España, existió algo llamado Franco. Semejante vacío es aprovechado por un político aficionado (interpretado por Himesh Jitendra Patel; por nombre podría pensarse que milita en Vox, pero su ascensión y métodos recuerdan a Pablo Casado) que no olvida aquel país y muchos de sus greatests hits; imaginen su festín.

La película tardará todavía un tiempo en llegar a la cartelera española, pero la promoción empieza a resultar insoportable. La felicidad de que buena parte de la izquierda española se haya olvidado de Franco no compensa la posibilidad de que en la derecha se actúe como si nadie se acordase de él. Porque todo lo que se olvida, como sabe el músico aficionado, se repite: si no lo repites tú, lo repiten otros. Y así se empiezan a oír los mismos discursos de entonces, la misma nostalgia de aquella moral y aquel miedo, entre la indiferencia de unos, el aplauso de otros y el horror de unos cuantos que todavía recuerdan, como un eco lejano, las viejas canciones.

El riesgo argumental de ese “dejadlo todo como está que nunca ha estado tan bien” y el “hubo muertos en los dos bandos” que obvia que solo se enterraron los de uno, es que lo siguiente sea empezar a imitar aquí y allá, en plan a ver si no se nota. Por eso el músico aficionado que recuerda perfectamente a los Beatles asume como suyos los votos de Vox y reclama su patente, mientras la orquesta del centro que venía a regenerar España le planta un muro al PSOE y la puerta de Imaginarium a la extrema derecha: que pasen, pero sin hacer ruido. “Ya no le quedan tumbas que visitar ni brechas que abrir entre españoles”, les dijo Casado a sus diputados en referencia a una visita del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, a la tumba de Antonio Machado. Machado, muerto en el exilio y enterrado allí, no había recibido nunca los honores de ningún presidente; tener esos honores es abrir brechas. Casado, que pide olvidar a Franco para mirar por fin hacia delante, cada vez que abre la boca mira para atrás. Recordando otra celebrada película de Boyle, Slumdog Millionaire, inspirada en sus años de la Cardenal Cisneros: un chico en el concurso ¿Quién quiere ser licenciado? mientras evoca con tenebrosos flashbacks los exámenes que le llevaron hasta allí.







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




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jueves, 2 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] El doctor 155 y mister DUI





Hacerle caso al Gobierno cuando el Gobierno actúe como tú quieres, hacerle caso a la justicia cuando se ponga a tu servicio, esa es la idea de democracia de los independentistas catalanes, comenta en El País el periodista y escritor Manuel Jabois.

El jueves 26 de octubre, en Barcelona, Carles Puigdemont no abortó la declaración de independencia de Cataluña porque no le garantizaron, desde el Gobierno, que la justicia atendería sus demandas. Dos veces quiso anunciar elecciones y olvidar su promesa de acatar “el mandato del pueblo catalán”; dos veces dio marcha atrás al no tener lo que él llamó “garantías” y que eran exactamente eso: las garantías de que él no era un ciudadano con los mismos derechos y los mismos deberes que otro, sino alguien con privilegios gracias a una posición de fuerza obtenida fuera de la ley.

El martes 31 de octubre, en Bruselas, Carles Puigdemont dijo que no regresaría a España hasta que no obtuviese “garantías de un juicio justo”. Una semana después de negociar una justicia a la carta como elemento de chantaje al Estado, Puigdemont reclamó una justicia que no dependiese delictivamente del Gobierno español sino que fuese homologada por un Govern destituido, al que hay que consultar para que el juicio tenga las garantías que demanda su autoproclamado presidente en el exilio.

Hacerle caso al Gobierno cuando el Gobierno actúe como tú quieres, hacerle caso a la justicia cuando se ponga a tu servicio. La ley es la violencia; su incumplimiento es la paz. El Govern da ejemplo al mundo al privar de derechos a la mitad de sus ciudadanos imponiendo su mayoría por encima de la ley; el Estado ejerce “extrema agresividad”, “máxima beligerancia” y “violencia institucional” al restaurar la legalidad. El expresidente de la Generalitat es una víctima perseguida que busca auxilio en el extranjero; España tiene un problema de “déficit democrático” al empeñarse en hacer cumplir la Constitución que la ha convertido en democracia.

Desde hace siete años, cuando Mas advirtió de que el Parlament incumpliría la ley al iniciar un proceso constituyente, hasta ahora, cuando Puigdemont ha terminado su trabajo con el resultado esperado (unos señores fingiendo que trabajan en Barcelona y otros en Bruselas fingiendo que no les dejan trabajar), el soberanismo ha exigido siempre “garantías”. Garantías de que su situación era diferente, de que su voluntad sería respetada por encima de la voluntad de los demás, de que el Parlamento ha de plegarse a sus deseos, y ahora la justicia, y después cualquier cosa con tal de jugar sobre seguro, garantizándoles que nunca van a perder.

No basta con hacer lo que te da la gana: los demás tienen que reconocer que puedes hacerlo. Por tanto no se asume ni la responsabilidad de acabar con el adversario: se le pide al adversario que se ejecute a sí mismo. Una jugada maestra si hubiese un maestro detrás, y millones de tontos delante.



Celebrando la independencia


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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domingo, 20 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Dinero ético





La igualdad que se consigue agachándose solo sirve para que algunos bajos crean estar a la altura, dice Manuel Jabois en un reciente artículoEs sabido que una de las derrotas más clamorosas de los trabajadores es creer que son privilegios lo que antes eran derechos: derrota porque el trabajador se considera afortunado; clamorosa porque la fortuna siempre crea mala conciencia, dice más adelante. Se trata de una ejecución singular, consecuencia de una clase depredadora que se encontró en la crisis con las condiciones idóneas para que 1) un puesto de trabajo entre tantos parados fuese una suerte, 2) un contrato fijo entre tantos temporales, un milagro, 3) 1.000 euros entre tantas prestaciones por desempleo, un lujo, y 4) vacaciones, algo de otro tiempo.

Es sabido también, porque al final en los pueblos todo se sabe, que ese círculo vicioso tiene unas consecuencias escandalosas, la más siniestra de todas la de que entre los propios trabajadores se reprochen los privilegios, como cuando a muchos les parece más insulto el sueldo de un estibador que el de ellos mismos. Hay otras, estas más previsibles, producto del funcionamiento extraordinario en España que tiene el mantra de que otros están peor que tú; aquella fábula, cuento o canción que decía que no te quejes de que tus zapatos estén rotos porque hay otros que se están comiendo las suelas.

Así que estos días, cuando tantos no responden o evitan responder que tienen un mes de vacaciones porque lo consideran inmoral, se publica que en el partido político Barcelona en Comú no funciona el llamado “salario ético”, una nómina que se pretendía ejemplificadora para la clase política bajo otro mantra innecesario: no se necesita más. Los comunes de Ada Colau, meses después, han descubierto que siempre se necesita más; la nueva política empieza a comprender que lo ético es ganar lo que uno merece sin apropiarse de lo que no es suyo, y que los sueldos altos, en lo público y en lo privado, están justificados si uno se hace acreedor de ellos.

Así que por un lado aparece una nueva izquierda denunciando la precariedad laboral y el traspaso semántico de derechos a privilegios, pero ella misma se aplica unas restricciones que dan la razón a los que defienden que hay que ganar lo justo para vivir, aunque ni eso cumplen. Se ha enquistado, desde hace tiempo, un pensamiento envenenado: el que tiene menos tiene más razón, y su defensa de las convicciones es más pura. Solo hay que recordar en los debates a los candidatos peleándose para ver quién cobra menos, y organizando ejercicios de transparencia con el objetivo de celebrar al que menos dinero tenga. Olvidando un asunto fundamental, el primero sabido de todos ellos: la igualdad que se consigue agachándose solo sirve para que algunos bajos crean estar a la altura.



Ada Colau, alcaldesa de Barcelona



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