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martes, 9 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] De una a otra izquierda





En esta era de globalización imparable, cuando se resquebraja la noción de soberanía absoluta y cualquier problema serio se plantea en términos transnacionales, hay quienes aún siguen aferrados a excepcionalismos y mitologías autorreferenciales, señala en El País el historiador José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales en la Universidad Complutense de Madrid.

Barcelona, otoño de 1907. Aparece el primer número de Solidaridad Obrera, órgano del nuevo sindicato de ese nombre, embrión de la futura CNT. Su grabado de portada nos presenta a un trabajador adormecido bajo los efectos del opio. Pero su opio no es la religión. Su ensueño está presidido por una opulenta diosa-matrona tocada con una barretina que enarbola un escudo con las cuatro barras y una senyera con la inscripción: “Autonomía de Cataluña”; alrededor de ella, un grupo típicamente ataviado baila una sardana. Otra figura femenina, presentada como real, intenta despertar al inconsciente obrero y atraerle hacia otra habitación, donde debaten sus compañeros de clase. El grabado se titula: “¡Proletario, despierta!”.

Desde el día mismo de su nacimiento, el sindicalismo antipolítico que encarnaría la CNT se enfrentó con el nacionalismo catalán. Hasta el nombre de su primera organización era una réplica de Solidaridad Catalana, alianza parlamentaria del año anterior que integraba, de carlistas a republicanos, a todo el arco político catalán menos al radicalismo lerrouxista.

La izquierda antiparlamentaria también se quedó al margen, porque por entonces era internacionalista. Oponía la solidaridad de clase a la mística nacional, y las clases eran universales. Tras la revolución, las patrias desaparecerían y, según el sueño ilustrado, toda la humanidad se fundiría en una organización política fraternal. El primer grupo obrero español que se integró en la AIT de Marx y Bakunin, durante la revolución de 1868, se llamó Federación Regional Española. Es decir, negó a España la categoría de nación, rebajándola a “región”. Puestos a descender de peldaño, Cataluña se quedó en “comarca” y, dentro de la Regional Española, se creó la Federación Comarcal Catalana. Renunciar al rango de nación, casi sacrosanto por entonces, era un generoso acercamiento a los vecinos, un reconocimiento de la gran familia humana y un indicio de la intención de integrarse algún día en una organización superior, europea primero y mundial más tarde. No era mala idea: en vez de querer ser todos nación, renunciar todos a serlo. Podríamos relanzarla hoy.

Pero la vida da muchas vueltas y la visión progresista de la historia se equivocó en sus previsiones. En la dura competencia entre clase y nación, la última derrotó a la primera. La prueba fue julio de 1914, cuando, al acumularse los nubarrones que anunciaban la gran tormenta bélica, los partidos socialistas francés y alemán se vieron obligados a optar entre sumarse a la fiebre patriótica o declarar la huelga general, como habían anunciado que harían ante cualquier guerra imperialista. Los obreros franceses o alemanes demostraron sentirse más franceses o alemanes que obreros.

Perdida la pureza revolucionaria por la socialdemocracia, vino a sucederla, como alternativa radical, el comunismo. Tras tomar el poder en la Rusia zarista, se propuso exportar la revolución al resto del mundo. Pero la dificultad de la tarea le hizo renunciar a ello y conformarse con construir el paraíso obrero en un solo país. Al final, ya se sabe, el Kremlin acabó rindiendo mayores honores a la gran patria rusa que al proletariado universal.

En el período de intenso nacionalismo vivido por la humanidad entre finales del siglo XIX y primera mitad del XX, la suprema ambición de cualquier comunidad humana fue alcanzar la categoría de nación, base de la soberanía y los derechos políticos. Al revés que los internacionalistas españoles de 1868, nadie aceptó ya renunciar a tan prestigiosa etiqueta.

La izquierda, en general, se sumó a esa operación, siempre que se tratara de nacionalismos estatales. Era comprensible, porque su ambición era conquistar el poder y transformar, desde él, la estructura social. El Estado, la palanca que le permitiría llevar a cabo su proyecto redistributivo, debía ser fuerte y para ello había que consolidar la base de su legitimidad, el sentimiento comunitario —fuera este pueblo, nación o clase—. La izquierda revolucionaria no era liberal; le preocupaban poco las libertades individuales o los derechos de las minorías culturales. Y en nombre del pueblo, la patria o el proletariado, regímenes socialistas o populistas tomaron múltiples medidas autoritarias, despóticas hacia los individuos o las minorías, pero indispensables para transformar revolucionariamente la jerarquía social.

Los defensores del Antiguo Régimen, en cambio, se resistieron tanto al ideal igualitario como al nuevo culto al Estado-nación y se refugiaron, contra ambos, en las viejas identidades geográficas o corporativas. Incluso se alzaron en armas contra los nuevos proyectos estatales, como hizo el carlismo español, una de cuyas banderas fue el foralismo. Los más sofisticados pudieron presentarse como adalides de la “sociedad”, frente al Estado, o de la “libertad” frente a la arrasadora igualdad del jacobinismo y luego del leninismo; aunque frecuentemente llamaron libertades a los privilegios y derechos procedentes de siglos pretéritos que protegían situaciones excepcionales. Algunas de esas defensas de las singularidades se acabaron fundiendo con los nacionalismos periféricos o secesionistas, aspirantes a crear unidades políticas étnicamente homogéneas y resguardadas frente a tormentas exteriores.

La izquierda española, o al menos parte de ella, no ha sido la única pero sí una de las pocas que han evolucionado en sentido contrario. Porque, en lugar de intentar reforzar el Estado central, y el sentimiento comunitario que lo legitima, se alineó con los nacionalismos periféricos. Ocurrió ya entre algunos republicanos durante la Guerra Civil y se aceleró bajo el franquismo. Era comprensible, dado el ultraespañolismo de la dictadura y el peso del catalanismo y el vasquismo entre las mitologías movilizadoras de la oposición. Pero dejó de serlo tras la consolidación de la democracia y la integración en la Unión Europea.

En esta era de globalización imparable, cuando se resquebraja la noción de soberanía absoluta, desaparecen fronteras y monedas y cualquier problema serio se plantea en términos transnacionales, los enemigos de la unidad europea, única utopía viva que aspira a superar el Estado-nación, son las derechas nacionalistas, defensoras de las viejas identidades soberanas. La izquierda española, caso raro, las acompaña en las trincheras de los excepcionalismos y las mitologías autorreferenciales. Lo cual rompe con su internacionalismo de raíz ilustrada. Y no es coherente con La internacional, ese himno que sigue aún cantando en sus mítines y manifestaciones y que clama por la unidad del género humano para su emancipación final.


Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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jueves, 9 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Enterrar el franquismo de una vez por todas





Habría que enterrar el franquismo de una vez por todas en el debate político español. Lástima que no podamos hacer lo mismo con el nacionalismo identitario, mentiroso y ombliguista y con el populismo fascistoide de izquierdas  que nos asola. Eso si que sería un verdadero progreso... El relato de un Estado autoritario bajo la sombra del dictador resulta ridículo si se tienen en cuenta los ‘rankings’ sobre la calidad de la democracia española, comenta el periodista Teodoro León Gross en El País.

Tener un protagonista en la campaña del 21-D muerto hace 42 años, comienza diciendo, no hace sino acentuar los mimbres delirantes del procés. El protagonismo de Franco es una anomalía asumida, sin embargo, con toda naturalidad. Sin güija. Y desde luego no sucede por un capricho del destino sino por tacticismo oportunista, y en todo caso por la irresponsabilidad de todos, en particular la resistencia de la izquierda a abandonar un fetiche muy rentable pero también la miopía de la derecha a entender que no caben medias tintas. Unos y otros, entre todos, están causando un daño muy considerable a España y fomentando un lastre que nos pesará a todos durante años.

Estas últimas semanas, Franco parece más vivo que nunca. Cuando menos se le mantiene vivo con un respirador ideológico. Incluso en el entorno internacional, donde acaba de mencionarlo arbitrariamente el presidente de los socialistas belgas Elio di Rupo, con un tuit de una profundidad a la altura de su prestigio. Pero sobre todo en el plano doméstico, donde el nacionalpopulismo percute una y otra vez. Puigdemont pedía el voto para redactar una Constitución “sin militares franquistas”. Junqueras ha abundado en la inercia del “Estado autoritario”, identificando los tribunales con el Tribunal de Orden Público del franquismo. Rufián advertía: “El franquismo no murió el 20 de noviembre de 1975 en una cama en Madrid, morirá el 1 de octubre de 2017 en una urna en Cataluña”. Después ha hecho saber que sigue vigente. Marta Rovira: “Esto recuerda a los tics del franquismo, hemos vuelto a 1975”. También Tardá, y suma y sigue mientras en las calles de Barcelona prolifera el grafiti de Franco ha vuelto. Y el mantra ha traspasado fronteras, con la prensa de correa de transmisión.

Todo esto ha servido, por supuesto, de alpiste para los pollos. Y sobre todo entre los anglosajones que han evolucionado sus visiones del romanticismo orientalizante al franquismo sociológico. “El fascismo de Franco está muy vivo en España”, escribía Jake Wallis Simons, nacido en 1978, para The Spectator. En la carta abierta de setenta académicos e intelectuales contra la represión en el referéndum privando a Cataluña de libertad de expresión —desde el inevitable Noam Chomsky a la decepcionante Saskia Sassen— mencionan, cómo no, a Franco como referencia de los acontecimientos actuales. Jon Lee Anderson, con un dogmatismo delirante, ha insistido en el peso del franquismo en España. Incluso escritores que han decidido vivir en España caen en el tópico. ¿Les gusta vivir en una mala democracia o les gusta disfrutar de ese espíritu colonial supremacista de sentirse entre inferiores a los que aleccionar?

Esto de la mala democracia naturalmente debería ser revisado, en el supuesto de que les interesara lo más mínimo la realidad. Según el reputado ranking Democracy Index de The Economist, España está en el grupo de Full Democracy igualada con el Reino Unido, poco detrás de Alemania, y supera a países, ya en la segunda categoría de Flawed Democracy, como Estados Unidos, Francia, Italia, Portugal y, mon dieu!, Bélgica. Para Freedom House, España obtiene cuatro puntos más que Francia, cinco sobre Polonia, seis más que Estados Unidos o Italia. Sobre libertad de prensa, para quienes dan lecciones, RSF sitúa a España en el segundo nivel tras centroeuropeos y nórdicos, más de diez puntos por delante de Reino Unido o Estados Unidos.

Por supuesto se trata de una democracia imperfecta. Pues claro, todas lo son. De hecho sigue teniendo validez la máxima de Churchill: “Democracy is the worst form of government except all those other forms that have been tried”. La calidad democrática de España, más allá de sus debilidades, que en la administración de Justicia son notorias, está reflejada en esos rankings. Es homogénea con los estándares europeos. Por eso resulta tan ridículo el relato del Estado autoritario bajo la sombra de Franco, que, por lo visto, en esta reencarnación permite todo lo que antes estaba prohibido. Qué curiosa sociedad franquista esta que encabeza rankings de integración racial y tolerancia con la homosexualidad, donde los nacionalistas son hegemónicos en sus territorios desde donde desafían el Estado, y hasta el Barça es el club más favorecido por los árbitros. Pero se ve que algunos contra Franco viven mejor, aunque lleve más de cuarenta años, más de un franquismo, muerto.

En España habrá que tomar alguna vez conciencia del inmenso perjuicio colectivo de todo esto. Hasta cierto punto con el nacionalismo se puede descontar: su objetivo es manifiestamente romper con España, y eso pasa por el desprestigio de ésta con técnicas de propagandismo impropias del juego democrático. Respecto al populismo, es más dudoso, aunque los Iglesias, Echenique, Montero o Garzón, siempre activísimos contra Franco, se rijan por la consigna de "el fin justifica los medios". Si hay que acusar de fachas a Sartorius o a Paco Frutos, perseguidos por el franquismo real, pues se les acusa. La izquierda en general no acaba de entender que donde hoy ven un beneficio rentable para degradar al PP, en realidad se degrada a España, léase a todos los españoles, y se contribuye a prolongar tópicos siniestros y desprestigiar todo lo que lleva la Marca España. Resulta desmoralizador. Alguna vez esto merecerá, definitivamente, un pacto contra el franquismo para enterrar esa sombra y desterrar semejante oportunismo de la conversación pública.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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viernes, 3 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Hispanofobia española





En un momento crítico, Iglesias y sus aliados emprenden una operación de sabotaje al Estado español que retoma las viejas pulsiones autodestructivas. La operación de fondo consiste en renegar de la Constitución, de la bandera ‘rancia’ y del ‘sistema‘, comenta en el diario El País el periodista y escritor Rubén Amón.

La simplificación del procés —o el proceso, en sentido kafkiano— a un conflicto entre Cataluña y España tanto subordina el escenario principal —la división de Cataluña misma— como subestima la operación de sabotaje de España a la propia España. La sugestión de una emergencia nacional tendría que haber privilegiado el deber patriótico respecto al ventajismo político, pero el Gobierno de Rajoy, muchas veces negligente en la gestión del caos, ha sido expuesto a un escarmiento de la deslealtad que aspira a la implosión de la sociedad en una crisis de identidad nacional.

El pretexto es el antimarianismo, la fobia al PP, la maldición de Génova, pero esta misma bandera exorcista ha introducido confusión y felonía. Confusión porque los detractores de España en su realidad contemporánea —los indepes, Pablo Iglesias, los otros nacionalismos— sobreponen el Estado y el presidente del Gobierno conscientes del desprestigio de Rajoy. Y felonía porque la operación de fondo no consiste tanto en provocar la caída de un Ejecutivo como renegar de la Constitución, del “frente monárquico”, de la bandera rancia y del “sistema”, cuyo pecado original digno de expiarse sería el linaje franquista y la derivada del régimen del 78.

Ninguna manera más eficaz de probar semejante corrupción que la represión brutal de los tricornios, la coacción electoral del 1-O, el confinamiento de presos políticos —Jordi I y Jordi II— y el sesgo tiránico, “golpista”, con que se ha interpretado la aplicación severa del artículo 155.

La crónica frívola del victimismo indepe ha incorporado todas estas falacias como extremos inequívocos de la opresión y como síntomas de una supresión de derechos. El problema es la celeridad con que han asumido este mismo discurso incendiario otras formaciones del parlamento nacional. Y no Bildu o ERC en la connivencia oportunista del separatismo, sino el PNV desde el chantaje a los presupuestos generales y, sobre todo, Podemos, cuyo líder ha estimulado las conexiones en Bruselas para denunciar en la instancia de la Comisión Europea la violencia del Estado español. Exigía la formación morada, incluso, activar contra la credibilidad y estabilidad de su propio país el artículo 7 del Tratado de la UE. Habría España infringido el capítulo de “valores fundamentales”. Y se le debería escarmentar sustrayéndola del voto y de otras funciones capitales en el organismo supremo e intergubernamental del Consejo Europeo.

La iniciativa no ha prosperado más allá de su propio exotismo, pero es ilustrativa no sólo del insólito fervor comunitario que parece haber descubierto la euroescéptica Podemos, sino de la conspiración que España urde contra sí misma en un frente abierto e inesperado cuyas energías desestabilizan la concentración en la prioridad histórica de la crisis catalana.

Se diría que el españolismo se ha convertido en un folclorismo anacrónico. Y que cualquier escrúpulo hacia la Constitución o hacia la incolumidad del Estado se interpreta desde Podemos y sus satélites —Ada Colau, por ejemplo— como una trasnochada veneración sentimental. Ha prosperado no en Barcelona, sino en Madrid, un ajuste de cuentas que indistintamente denuncia el genocidio indígena, que maldice los Pactos de la Moncloa y que reconoce la adanista, pura, identidad de los pueblos, siempre y cuando esa identidad no consista precisamente en la española ni se revista de la bandera roja y gualda o incurra en una autoestima patriótica.

Reaparece así una antigua tradición autodestructiva que el historiador Stanley Payne describió desde la academia y la equidistancia. La peculiaridad de la leyenda negra de España —su ferocidad imperialista, su pulsión inquisitorial, su esclavismo, su oscurantismo intelectual— no consiste sólo en que la fomentaran las potencias rivales desde la propaganda y la hegemonía geopolítica, sino que le otorgase musculatura la propia intelectualidad y progresía nacionales. Fue necesario incluso crear un neologismo hiperbólico, el “excepcionalismo”, para definir la propensión a la vergüenza patriótica que ha adquirido impostura teatral estas semanas de camisetas y banderas blancas.

Ya lo escribía la historiadora Elvira Roca Barea: los intelectuales españoles han tenido que ser hispanófobos para alcanzar una posición de prestigio. Sucedió con la pérdida de Cuba y de Puerto Rico en el desmantelamiento del imperio colonial. Ocurrió en el primer brote del nacionalismo decimonónico. Los rivales de España estaban fuera y estaban dentro. Y más dentro que fuera están ahora, toda vez que la campaña de desprestigio que encabeza Pablo Iglesias desde el derecho de autodeterminación y la aquiescencia de una cierta izquierda mediática, aspira a desfigurar el modelo de convivencia, incluso a abjurar de un milagro político, la transición, que se estudia y observa en ultramar como una proeza de responsabilidad, audacia, cesión y consenso.

No termina de superarse el cainismo celtibérico. La riña a garrotazos de Goya representa un símbolo cultural y antropológico que exige periódica renovación de sudor y de sangre. Pero no estamos en la pugna de una España contra otra España, a la usanza del guerracivilismo ni de las antiguas implicaciones ideológicas, sino en una hispanofobia de matriz española cuyos exégetas instan a avergonzarse de la nación, balcanizarla y caricaturizarla como un parque temático donde están proscritos los sentimientos de pertenencia a un proyecto común.

Ser español no significa emocionarse con Manolo Escobar, por mucho que el difunto mito almeriense haya resucitado como una insólita expresión de la canción protesta. Significa reconocerse en un país que ha prosperado sin rencor, que ha superado la aberración del terrorismo etarra, que se ha adherido al proceso de construcción europeo, que ha progresado en la tolerancia y en la conquista de derechos sociales, que se ha descentralizado, que es solidario y generoso —la donación de transplantes, las manos blancas—, que ha extirpado de su naturaleza política la extrema derecha y cuya idiosincrasia plural, compleja caleidoscópica no consiste en la restricción ni en la exclusión, sino en una concepción de la identidad enriquecida a la que pretende devorar el oso cavernario apretando las fauces del populismo y el nacionalismo.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



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miércoles, 1 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Las tres vidas del socialismo español





El PSOE tiene tantos motivos para celebrar un pasado rico en experiencias como para sentir desasosiego por encontrar un rumbo claro. Es dudoso que el equipo dirigente actual pueda aclarar qué quieren decir cuando dicen “somos la izquierda”, comenta en El País el historiador y sociólogo Santos Juliá, doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense, catedrático del Departamento de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED, y autor de numerosos trabajos sobre historia política y social de España durante el siglo XX, así como de historiografía.

Llegaron al poder, hoy hace 35 años, comienza diciendo, cabalgando sobre las expectativas levantadas por la convicción de que todo, a partir de ese momento, iba a cambiar. Comenzaron ellos mismos, o mejor, culminaron el cambio iniciado desde el congreso extraordinario de 1979, cuando Felipe González llegó a la conclusión de que había sido un error para el PSOE haberse declarado marxista. En el socialismo francés, Michel Rocard reconocerá lo mismo cuando escriba que, en 1981, la cuestión principal era de qué modo romper con el capitalismo y que, dos años después, de lo que todo el mundo hablaba era de modernización. La experiencia francesa fue clave para todo el socialismo del sur, que de anticapitalista se convirtió en modernizador.

En España, con la memoria aun fresca del intento de golpe de Estado, con ETA en la cima del terror y en medio de una crisis general de los partidos políticos, el discurso de transición al socialismo, de sociedad sin clases y de nacionalización de la banca y de las industrias estratégicas, fue desplazado por el de consolidación de la democracia, vertebración de España, ajuste económico, incorporación a Europa. Tuvieron éxito y diez años después de su llegada al poder, en 1992, pudieron contar la reciente historia como un logro en todos los sentidos, mostrándola al mundo en los fastos de Sevilla y Barcelona. España funcionaba.

Presumieron además de ser los portadores de una nueva ética política, de un proyecto de regeneración moral del Estado y de la sociedad. Y aquí fue donde perdieron la batalla, porque al cabo de una década en el poder, los escándalos de corrupción derivados de la financiación irregular y de las redes clientelares crecidas al calor de la fuerte expansión económica, escindieron al partido desde la cima a la base: González, personificación del Gobierno, dimitió como secretario general y arrastró con su marcha a Guerra, personificación del Partido. La frustrada candidatura de Josep Borrell a la presidencia del Gobierno y su sustitución por el perdedor de aquellas primarias, Joaquín Almunia, culminó, como era previsible, en el peor resultado de la reciente historia socialista, favoreciendo así, con la huida del voto joven y urbano, el primer triunfo por mayoría absoluta del Partido Popular.

La doble derrota de Borrell, ante el aparato de su partido, y de Almunia, ante los electores, abrió en el PSOE una brecha generacional, con la formación de Nueva Vía, un grupo de cuadros que llevó en volandas a José Luis Rodríguez Zapatero a la secretaría general en junio de 2000. Todo era nuevo en el primer programa elaborado por este grupo generacional: los tiempos, la política, los retos, las respuestas, los derechos, las ciudades, los municipios. Nada de extraño que procedieran al ritual de la muerte del padre proclamando bien alto que se sentían libres de ataduras con el pasado y disolvieran la identidad socialdemócrata de sus mayores en la nueva gramática con que expresaron sus ideas políticas, el republicanismo cívico, capaz de atraer al electorado perdido.

Lo atrajeron, rebasando de nuevo la cota del 40%, como en los mejores tiempos de la socialdemocracia europea. Y como la economía, y España entera, iban bien, el foco comenzó a proyectarse, y las leyes a sucederse, sobre cuestiones relacionadas con los derechos y la cultura: la mujer, los homosexuales, las personas dependientes, los discapacitados, el divorcio, los plazos para el aborto, la memoria histórica, la violencia de género y tantas otras. Éramos ricos y crecíamos a tasas superiores a la media europea, con un sistema financiero envidiado por su solidez en Berlín y en Washington, con una economía asentada en firmes cimientos, solo nos quedaba dar un paso más para superar a la vieja Alemania.

En el marco de este republicanismo cívico habría de encontrar también su respuesta definitiva la cuestión territorial, con las clases políticas de las comunidades autónomas, ya consolidadas, transformando en los estatutos de nueva planta las nacionalidades en naciones y las regiones en nacionalidades o comunidades nacionales. Al cabo, nación era un término tan polisémico que nadie podía concretar qué diferencia existía entre ella y nacionalidad: todo cabía en la España Plural, un sintagma del que se esperaban maravillas tanto en Madrid como en Barcelona, un talismán que transmutaría las comunidades autónomas en naciones sin tocar la Constitución.

Y en esas estábamos cuando, súbitamente, se acabó la fiesta. En un reportaje que sonó como una enmienda a la totalidad, The Economist reprochaba al presidente del Gobierno haber despilfarrado su primera legislatura en guerras culturales contra la derecha olvidando acometer la reformas de fondo por miedo a que los sindicatos se le echaran encima. Y lo que se echó encima fue la gran recesión que dejó literalmente mudo al Gobierno: si en enero de 2010 Zapatero anunciaba que ese sería el año de la recuperación, en mayo no supo qué decir después de la noche triste en las que se vio obligado a someterse al dictado de la famosa troika, reconociendo en la práctica que carecía de una política socialdemócrata para salir de la crisis. Ya no volvería a levantar cabeza.

El recurso al político mejor dotado de la vieja guardia, un superviviente cargado de méritos entre los que sobresalía su papel en la derrota de ETA, Alfredo Pérez Rubalcaba, profundizó la amenazante catástrofe electoral, con la pérdida, en noviembre de 2011 de 4,3 millones de votos, la peor de la reciente historia. Agonizaba así la segunda vida del PSOE, sin que apareciera en el horizonte nadie capaz de insuflar al paciente la energía necesaria para no seguir cediendo terreno en un campo que, mientras tanto, había experimentado un cambio radical, con la eclosión de dos nuevos fenómenos políticos: la transformación del catalanismo conservador en soberanismo independentista y la irrupción de dos nuevos partidos que mordían en el espacio electoral del PSOE tanto por la izquierda como por la derecha.

Desde entonces, todo ha sido como un quiero y no puedo recuperar el terreno perdido. Quemados los programas modernizador y republicano-cívico, y finiquitado el sistema de partidos en el que siempre ocupó el PSOE un espacio bien definido, el nuevo secretario general, Pedro Sánchez, ha identificado, en su segunda navegación, socialismo con izquierda, pero es algo más que dudoso que el actual equipo dirigente esté en condiciones de aclarar qué quieren decir cuando dicen “somos la izquierda” sin utilizar palabras vacías de sentido. En todo caso, a los 35 años de su llegada al Gobierno, el PSOE tiene tantos motivos para celebrar un pasado rico en experiencias y realizaciones políticas, pero también en frustraciones y derrotas, como para sentir cierto desasosiego por encontrar un rumbo claro y una unidad de propósito en estos tiempos turbulentos, cuando el Estado que tanto debe a sus años de gobierno y oposición sufre el doble asalto de una “voluntad colectiva nacional-popular” (que diría Gramsci) desde el interior de sus propias instituciones.




Dibujo de Eduardo Estrada para El País



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domingo, 29 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Izquierda y autodeterminación





Hoy, en ausencia de colonialismo y dentro de un país de la Unión Europea, el derecho a la autodeterminación es una reivindicación reaccionaria, incluso involucionista, impropia de partidos o sindicatos progresistas, comenta Nicolás Sartorius (1938), vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas, aristócrata, abogado, político y periodista español, cofundador del sindicato de trabajadores Comisiones Obreras (CCOO) y miembro del Partido Comunista de España (PCE) hasta su marcha a las filas de la socialdemocracia.

Sartorius inicia su artículo con una cita de Bertold Brecht, difícil de entender a los jóvenes, ilusos y enajenados, que pasean por las calles de Cataluña envueltos en banderas estrelladas: "El nacionalismo de los de arriba sirve a los de arriba. El nacionalismo de los de abajo sirve también a los de arriba. El nacionalismo cuando los pobres lo llevan dentro, no mejora, es un absurdo total”.

Desde el principio se sabía que el famoso “derecho a decidir” era un hábil eufemismo con el fin de enmascarar el inexistente, en condiciones de países democráticos, derecho de autodeterminación de “los pueblos”, comienza diciendo. Este derecho tiene una larga historia que merece algunas reflexiones.

Es conocido que la socialdemocracia internacional reconoció este derecho ya en 1896, en un Congreso celebrado en Londres, en el sentido de que se trataba de un derecho político a la independencia o secesión de la nación o imperio opresores. Este criterio lo adoptaron casi todos los partidos pertenecientes a la 2ª Internacional, incluyendo el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, del que emanaría el partido bolchevique de Lenin. Con el triunfo de la revolución de 1917 —de la que se conmemoran los 100 años—, la libre autodeterminación y la posibilidad de formar un Estado separado se recogió en la declaración de Derechos de los Pueblos de Rusia y, después, en la Constitución de 1924. No obstante, esta posición no fue nada pacífica en los debates de la época. Mientras Lenin, Trotsky, Kautsky y otros defendieron con ardor la consigna autodeterminista, otros como Rosa Luxemburgo, Bujarin y los llamados bolcheviques de izquierda se opusieron con igual empeño. Los primeros, argumentaban que el nacionalismo era una fuerza revolucionaria en la época de las colonias y de los imperios, “cárceles de pueblos”, mientras que los segundos sostenían que en la era de los imperialismos modernos era una antigualla defender las fronteras nacionales y, sobre todo, que el nacionalismo había estado en el origen de la espantosa guerra del 14, cuando incluso una parte de la izquierda había votado los créditos de guerra, costándole la vida al socialista francés Jean Jaurès al oponerse a ellos. Prevalecieron entonces las tesis de Lenin y de otros dirigentes de la izquierda, pues era cierto que la libre determinación tenía sentido en el proceso de descolonización e, igualmente, la independencia de naciones sojuzgadas por los imperios que fueron derrotados en aquella carnicería: el austro-húngaro; el de los zares; el otomano y el del káiser Guillermo. Quedaron en pie el británico y el francés que durarían unos años. En el fondo, las teorías de Luxemburgo y Bujarin se compadecían más con las de Marx, que en su análisis del desarrollo del capitalismo veía más conveniente para la causa de los trabajadores la federación de las naciones con el fin de lograr entidades políticas más fuertes.

Cuando concluyó la Gran Guerra llegó a París el presidente Wilson con sus no menos famosos 14 puntos, entre ellos el derecho de autodeterminación, sobre todo de las naciones que conformaban el imperio de los Habsburgo. Wilson procedía de la tradición anticolonial de EE UU, no le gustaban los imperios europeos y tampoco le interesaba dejar esa bandera en manos de un bolchevique como Lenin. A París fueron en peregrinación todos los nacionalismos irredentos con la finalidad de que el presidente americano les diera su bendición. Aun así, se cuenta que cuando se trató, también, el caso de Cataluña, el presidente francés Clemenceau se limitó a decir “pas des bêtises” (nada de tonterías) y ahí acabó la discusión. El resultado de todo ello fue que el mapa de Europa quedó cual manta escocesa, surgieron múltiples pequeñas naciones y en especial en los Balcanes, origen de múltiples conflictos.

En la actualidad, las condiciones han cambiado radicalmente y sería trágico que la izquierda no se diera cuenta de lo que eso significa. Comprendo que, a veces, no es fácil entender los vericuetos de la dialéctica de los procesos, pero este es un ejemplo de cómo un derecho progresista o liberador, en una fase histórica, se puede transformar en su contrario en otra etapa diferente. Esta es la razón por la cual Naciones Unidas —donde no sé si abundan los dialécticos— ha concretado su doctrina sobre este tema señalando que debe respetarse la libre determinación sólo en los casos de dominio colonial o en supuestos de opresión, persecución o discriminación, pero en ningún caso para quebrantar la unidad nacional en países democráticos.

En las condiciones creadas por la globalización, con mercados y multinacionales globales, inmersos en la revolución digital, cuando ya no existen situaciones coloniales generalizadas ni imperios “cárceles de pueblos”, el derecho de autodeterminación es una reivindicación reaccionaria, impropia de partidos o sindicatos de izquierda. Todavía más involucionista si cabe en el supuesto de los países pertenecientes a la Unión Europea, inmersa en un proceso de integración cada vez mayor, imprescindible para poder medirse, desde la democracia, con los grandes poderes económicos y tecnológicos. Una transformación de actuales regiones o autonomías en Estados independientes haría inviable el futuro de una unión política europea.

Es verdad que durante el periodo de los movimientos anticoloniales, véase la posición contra la guerra de África del PSOE de Iglesias, o durante la última dictadura franquista, la reivindicación de la libre autodeterminación tenía un sentido y así se recogía en los programas de los partidos y sindicatos de izquierda españoles; eso sí, siempre en aquel contexto y supeditado a la unidad de los trabajadores. Pero en condiciones de democracia, en la mundialización y la construcción europea no hay nada más contrario a los intereses de los trabajadores que romper un país. Ese acto profundamente insolidario —en especial cuando los que quieren romper son de los más ricos— divide a los sindicatos; quiebra la caja única de la Seguridad Social, garantía de las pensiones; parte la unidad de los convenios colectivos y el sistema de relaciones laborales, en un espacio de mercado único que, de quebrarse, dejaría a la intemperie a trabajadores y empresas.

En consecuencia, los partidos y sindicatos de izquierda deberían revisar esta cuestión, superar viejas inercias y concluir que en las condiciones actuales lo que antaño era progresista hogaño es retrógrado y antisocial, propio de fuerzas nacionalistas radicales y/o populistas que no tienen nada que ver con los intereses de las mayorías sociales.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 29 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Sobre la verdad en democracia





Decía hace ya un tiempo mi buen amigo François-Marie Arouet, (Voltaire, para los íntimos), que la verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura... Creo que tiene razón, aunque el escepticismo sobre las bondades de este mundo y de quienes lo habitan no nos impida intentar gozar de esta vida dadas las grandes posibilidades de que no haya otra. 

La democracia, una de esas bondades que deberían hacer nuestro paso por este mundo mucho mejor, no protege una verdad, sino la posibilidad de que convivan muchos puntos de vista, comenta la profesora de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, Máriam Martínez-Bascuñán, doctora en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París y profesora visitante en la Universidad de Chicago, la Universidad de Columbia en Nueva York y el Instituto de Estudios Políticos de París. 

Hoy en día es poco frecuente, comienza diciendo, salvo por los sacerdotes, encontrar a personas que se crean en posesión de la Verdad. No así Junqueras, quien en un tuit de agradecimiento a Assange por el apoyo a la causa independentista decía: “Gracias Julian por arrojar luz sobre la verdad en estos días decisivos”. Será que, como dice la Biblia, quien es de la Verdad oye su voz. Aunque la cosa llevada al terreno político es arriesgada pues, si existe una verdad, ¿significa esto que sólo hay una respuesta para las preguntas políticas?

Lo decía Arendt al señalar a la Verdad como la muerte de todas las disputas: cualquier acto político desplegado en defensa de un credo que se piensa incontrovertible cierra el pluralismo. Por eso “arrojar luz sobre la verdad” no es más democrático que tener libertad para narrar el mundo de una manera alternativa. La democracia no protege una verdad, sino la posibilidad de que convivan muchos puntos de vista. Y un presidente como Rajoy, convertido en sacerdote de la ley, puede terminar por interiorizarla como un mero seguimiento de reglas.

Por mucho que ambos se empeñen, el acceso al mundo político que garantiza la ley se da a través de la conversación, donde incluso caben nobles voces iluminadas que, como la de Assange, emergen elevadas de la ordalía del exilio. Ya sabemos que tan pronto pueden borrar la ignominia del mundo apoyando a Trump o a Le Pen, como adoptar ese tono clerical para honrar una verdad y una justicia que por lo visto conocen con seguridad y que harán triunfar a toda costa. Lo curioso es que Assange se encerró en la Embajada de Ecuador huyendo de otra verdad más objetivable: la verdad judicial del Estado sueco. Esto sí es un hecho incontestable, no una opinión. Por eso llama la atención que alguien pueda dar crédito a quien por su actitud se ha desautorizado.

Lo terrible es que no se busca la verdad de los hechos sino la aquiescencia de quienes comparten “nuestras razones”. Y por eso da igual que el Estado español sea comparado con la dictadura China responsable de la masacre de Tiananmén. Mientras se sume al carro de los nuestros todo lo demás no importa. Hay, desde luego, una izquierda que debería hacérselo mirar, concluye diciendo. 






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt






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sábado, 26 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Entre la impunidad y el mito





Entre la impunidad y el mito, la izquierda se ha arrogado durante años el papel de comisaria moral del espectro político, comenta en un reciente artículo el escritor peruano Jorge Eduardo Benavides. Durante casi ochenta años, comienza diciendo, la extinta Unión Soviética levantó, a base de exterminios, cárceles, gulags y cientos de miles de kilómetros de alambres de púas, el paraíso comunista que extendía sus fronteras hasta la mitad de Europa. Durante todo ese tiempo, una gran parte de los llamados intelectuales de izquierda del mundo occidental miraron con anuencia todo aquel inventario de atropellos y asesinatos, a veces simplemente negando su existencia o, si eran puestos contra las cuerdas por la tozuda realidad, explicando la serie de males necesarios que se requerían para luchar contra el perverso capitalismo.

En su ensayo Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses (1944-1956), Toni Judt reflexiona con minucia sobre el carácter ambivalente de muchos de estos intelectuales y la pasmosa relajación moral de algunos de ellos, como Emmanuel Mounier, quien escribe, a propósito del golpe de Praga de 1948, que “no hay progreso que no tuviera su comienzo en una minoría audaz, ante la instintiva pereza de la mayoría”. No fue el único ni sería el último de los muchos intelectuales europeos —Sartre, Brecht, Debray…— que durante décadas persistieron empeñados en que el comunismo soviético era un sistema per se bondadoso y libertario. Lo mismo ocurrió con la Cuba castrista: escasos fueron los intelectuales de ese entonces que no cantaron loas a Fidel Castro y escribieron ruborosos elogios a la revolución mientras sus colegas eran silenciados, asesinados o encarcelados. De hecho, nuestro tan querido boom literario estaba compuesto por los principales legitimadores del castrismo y la revolución, como bien sabemos.

Durante mucho tiempo nos han dicho que eran gentes de buena fe engañadas por la maquinaria propagandista de aquellos regímenes. Que en realidad nadie sabía lo que estaba ocurriendo realmente tras las fronteras de Cuba, la Unión Soviética o China. Pero ese sapo yo no me lo trago, pues era gente informada y con acceso a lo que ocurría en el mundo. Por desgracia, creo que la explicación más probable es más simple y también más siniestra: querían creer. Empeñados en las bondades del comunismo, aquellos intelectuales le dieron la espalda a su primera responsabilidad con la verdad y avalaron así a todos quienes los leían y los tenían por referentes morales, cegándolos ante la desventura y el horror que sufrían sus congéneres. Lo cuenta muy bien el escritor cubano Jacobo Machover en El sueño de la barbarie: la complicidad de los intelectuales con la dictadura castrista.

Pues bien, con ese auspicioso saldo moral en sus cuentas han funcionado durante décadas los partidos comunistas y las izquierdas unidas de todo el mundo y se han disculpado todos los atropellos, todos los encarcelamientos y toda la brutalidad de los regímenes que ensayan la senda del totalitarismo y que son modelo de estos partidos, que funcionan gracias a la democracia que quieren destruir. Basta leer los tuits en los que el vergonzante Alberto Garzón despide —con la emoción de una colegiala— a Fidel Castro (“Su ejemplo y pensamiento pervive”, dice) y elogia el destrozo que está haciendo el chavismo en Venezuela hoy mismo; empeñado en negar la clamorosa evidencia de que nadie que dure en el poder 50 años puede considerarse demócrata ni que un régimen que se enquista a sangre y fuego es modelo de democracia. ¿Es eso lo que propone Izquierda Unida para España o se trata solo de una aspiración mística-ideológica?

En todo caso, esto ha sido así porque durante años la izquierda se ha arrogado el papel de comisaria moral del espectro político, de airada detentadora de la progresía y la bondad. Y los demás nos hemos dejado chantajear y hemos dado por bueno que ser de izquierdas (de esa izquierda) es estar intrínsecamente del lado de los desfavorecidos. De lo contrario uno era —y es— acusado de fascista. Y no, no concede crédito democrático que los comunistas se hubieran enfrentado a Franco aquí en España, porque no hay ningún valor en enfrentarse a una dictadura en nombre de otra.

No nos engañemos: no hay ninguna deriva en la Izquierda Unida ni en el planteamiento de Podemos —los verdaderos campeones del cinismo— ni en general en las izquierdas de todo el mundo que tienen como modelo a Stalin, a Castro o Chávez, a quienes elogian con impunidad o justifican con vacilantes balbuceos y desplantes retóricos. Esa izquierda siempre ha defendido los regímenes totalitarios y es lo que buscan instaurar en nombre de un mundo mejor y de una sociedad perfecta. Tal es su naturaleza.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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