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lunes, 26 de agosto de 2019

[DESDE LA RAE] Hoy, con el académico José Hierro



El académico José Hierro


La Real Academia Española se creó en Madrid en 1713 por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. En sus primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. Más adelante, el 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. La RAE ha tenido un total de 483 académicos de número desde su fundación. 

A esta sección del blog iré subiendo periódicamente una breve semblanza de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española. 

Continúo hoy la semblanza de los actuales y pasados miembros de la RAE con la del académico José Hierro (1922-2002), elegido en 1999 para ocupar la silla "G", de la que no llegó a tomar posesión pues murió antes de leer su discurso de ingreso.

José Hierro «dedicó toda su vida a la poesía y fue uno de los miembros de la llamada poesía social y existencial, en los que la huella de la guerra y de la dictadura posterior estuvo muy presente», cuenta Alonso Zamora Vicente en su Historia de la Real Academia Española.

Hierro nació en Madrid, pero a los dos años su familia se trasladó a Santander, ciudad en la que transcurrió su niñez, su adolescencia y gran parte de su juventud. Al poco de terminar la Guerra Civil, fue detenido por pertenecer a una organización de ayuda a presos políticos y a la Unión de Escritores y Artistas Revolucionarios, y estuvo encarcelado durante cinco años, hasta 1944.

Tras salir de prisión y pasar una temporada en Valencia, regresó a Santander. Ahí desempeñó el cargo de redactor jefe de la revista Tierras del Norte y, más adelante, trabajó en otra, Economía Montañesa. En esa época se relacionó con el renovador grupo Proel, editor de la revista poética del mismo nombre en la que publicó, en 1947, su primer libro, Tierra sin nosotros. Con el segundo, Alegría, obtuvo el Premio Adonais. En ellos, en palabras de Zamora Vicente, «recoge la experiencia carcelaria y de la guerra».

Tal y como explica Joaquín Benito de Lucas en el Diccionario biográfico español (DBE, 2011), Hierro se trasladó a Madrid en 1952. Comenzó a trabajar en la Editora Nacional y en la sección del Instituto Cervantes del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, además de colaborar en numerosos periódicos y revistas de literatura y arte. Al año siguiente, en 1953, recibió el Premio Nacional de Literatura.  Desde 1966 hasta su jubilación, en 1987, trabajó en Radio Nacional de España.

Según Alonso Zamora Vicente, tras la publicación, en 1950, de Con las piedras, con el viento, en donde el desamor es el protagonista, Hierro «comienza una introspección poética que le lleva a encontrar nuevos mecanismos diferentes a los del realismo poético que triunfaba en la poesía española del mmento. Ejemplo de ello son Cuanto sé de mí (1957, Premio de la Crítica 1958 y Premio Juan March 1959) y su culminación, El libro de las alucinaciones (1964, Premio de la Crítica 1965), donde la poesía se vuelve más irracional».

Tras este libro, «vendrá una larga temporada de silencio —explica Zamora Vicente— que se romperá con Agenda (1991) y con su última obra, Cuaderno de Nueva York (1998), considerada uno de los mejores libros de la poesía contemporánea».

Entre los numerosos galardones que recibió José Hierro destacan el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1981), concedido «por el intenso valor lírico de su obra, que supone a la vez un testimonio histórico y una actitud ética merecedores de público reconocimiento»; el Premio de las Letras Españolas (1990); el Premio Reina Sofía de la Poesía Hispanoamericana (1995), y el Premio Cervantes (1998). Fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (1995) y la de Turín (2001).

En 2003 se creó en Getafe (Madrid) la Fundación Centro de Poesía José Hierro, «una institución cultural sin ánimo de lucro y dedicada por completo a la creación, difusión y fomento tanto de la tradición poética como de las nuevas promociones literarias».







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miércoles, 31 de julio de 2019

[DESDE LA RAE] Hoy, con el académico Fernando Fernán-Gómez







La Real Academia Española se creó en Madrid en 1713 por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. Tras algunas reuniones preparatorias realizadas en el mes de junio, el 6 de julio de ese mismo año se celebró, en la casa del fundador, la primera sesión oficial de la nueva corporación, tal como se recoge en el primer libro de actas, iniciado el 3 de agosto de 1713. En estas primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. Más adelante, el 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. La RAE ha tenido un total de 483 académicos de número desde su fundación. Las plazas académicas son vitalicias y solo ocho letras del alfabeto no están representadas —ni lo han estado en el pasado— en los sillones de la institución: v, w, x, y, z, Ñ, W, Y. 

En esta sección del blog, que espero tengo un largo recorrido, voy a ir subiendo periódicamente una breve semblanza de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes, hasta llegar a la de su fundador, don Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española. 

Continúo hoy la semblanza de los actuales y pasados miembros de la RAE con la del académico Fernando Fernán-Gómez nacido en Lima (Perú), el 21 de agosto de 1921, y muerto en Madrid el 21 de noviembre de 2007

Fue elegido académico de número el 17 de noviembre de 1998, y tomó posesión de la silla B de la Academia el 30 de enero de 2000 con el discurso titulado Aventura de la palabra en el siglo XX, al que respondió en nombre de la corporación, el también académico Francisco Nieva.

Fernando Fernández Gómez, más conocido como Fernando Fernán-Gómez, fue «uno de los actores más prestigiosos del mundo de la interpretación teatral y cinematográfica española, un director versátil y prolífico, autor de una filmografía densa y variada […], gran autor teatral, escritor, guionista y realizador […] y asiduo colaborador de publicaciones en presa», según explica Cristina Ros Berenguer en el Diccionario biográfico español (DBE, 2011).

Según cuenta Alonso Zamora Vicente en su Historia de la Real Academia Española, «su vinculación con el mundo teatral fue muy temprana», ya que su madre era actriz: Carlota Fernán-Gómez. Su primera oportunidad como actor de reparto se la brindó Enrique Jardiel Poncela en 1940 en su obra Los ladrones somos gente honrada. Dos años más tarde, y tras participar en otras comedias del dramaturgo madrileño, pasó al cine. Debutó en 1942 en Cristina Guzmán, profesora de idiomas, película dirigida por Gonzalo Delgrás. Con ella inició una larga carrera como actor de cine en la que se incluyen más de ciento cincuenta largometrajes.

Fernán-Gómez trabajó a las órdenes de los más destacados directores del cine español, como Édgar Neville, Carlos Saura, Mario Camus, Víctor Erice, Ricardo Franco, Manuel Gutiérrez Aragón, Jaime de Armiñán, Gonzalo Suárez, Juan Antonio Bardem o Luis García Berlanga.

A partir de la década de 1950 empezó a dirigir, realizando, entre cine, televisión y teatro, numerosos títulos, como los destacados La vida en un bloc (1953), El extraño viaje (1964), Mi hija Hildegart (1977), El alcalde de Zalamea (1979), Mambrú se fue a la guerra (1986) y Lázaro de Tormes (2000).

Tal y como explica Zamora Vicente, Fernán-Gómez «compaginó su labor cinematográfica con la de escritor. Fue autor de varias novelas, como El mal de amor (1987), La cruz y el lirio dorado (1998) y Capa y espada (2001). Por encima de todas, destaca El viaje a ninguna parte (1985), […] que él mismo se encargó de llevar más tarde a la gran pantalla con gran éxito. También se convirtió en película su aclamada obra de teatro Las bicicletas son para el verano (Premio Lope de Vega 1978)». Además de esta, fue el autor, entre otras obras teatrales, de La coartada. Los domingos, bacanal (1980), Del rey Ordás y su infamia (1983) y El pícaro. Aventuras y desventuras de Lucas Maraña (1992).

Fue autor, también, de ensayos en los que reflexiona sobre el mundo del cine, como El actor y los demás (1987) y Desde la última fila: cien años de cine (1995). Su poesía está recogida bajo el título de El canto es vuelo (2002). Cabe destacar, asimismo, sus memorias, El tiempo amarillo (1990), que fueron ampliadas en 1998.

Entre los reconocimientos que recibió Fernando Fernán-Gómez por su carrera sobresalen, además de los premios Goya concedidos a su labor de actor, director y guionista, los premios a la interpretación conseguidos en festivales internacionales como Berlín o Venecia, la Medalla de Oro de las Bellas Artes (1981), el Premio Nacional de Teatro (1984), el Premio Nacional de Cinematografía (1989), el Premio Donostia del Festival de Cine de San Sebastián (2000) y la Medalla de Oro de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España (2001).

En 1995 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Artes por ser un «cómico extraordinario que durante más de medio siglo de vida artística y profesional ha construido en España y América —desde la gran riqueza de su personalidad— una meritoria biografía como actor de cine, teatro y televisión, director, autor y, en suma, creador del espectáculo. Su obra, además, es un testimonio crítico de nuestra época». En 2007, a título póstumo, recibió la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio.



Fernando Fernán-Gómez en su toma de posesion académica




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lunes, 8 de julio de 2019

[HISTORIA] ¿Imperiofilia o imperiofobia?





En enero pasado estuve dando una charla sobre historia contemporánea de España a los niños de sexto de primaria del Colegio del Carmen, en Las Palmas. Recurrí para ello a un centenar de diapositivas, de cuadros y fotos significativos de ese período, que me servían de excusa para profundizar un poco más en el tema de cada una de ellas. Una de las primeras preguntas que me hicieron al terminar fue, "para qué" servía la Historia. Mi respuesta, que no sé si les convenció o no, fue que la Historia era la ciencia que investigaba los hechos del pasado, los interpretaba para encontrar su verdadero sentido, analizaba las consecuencias que esos hechos han tenido en el presente y los transmitía a las generaciones siguientes. En cualquier caso, está claro que un mismo hecho histórico es susceptible de interpretación diferente. Ya lo dijo Voltaire: "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura...

El libro Imperiofilia y el populismo nacional-católico (Lengua de Trapo, Madrid, 2019) del profesor José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense​, escribe en El País el historiador y académico de la Real Academia de Historia Carlos Martínez Shaw, denuncia el falseamiento de la historia realizada por la profesora María Elvira Roca Barea en su exitoso Imperiofobia y leyenda negra. (Siruela, Madrid, 2016). Y solo unos pocos días después de dicha reseña, Federico Soriguer, médico y miembro de la Academia Malagueña de Ciencias, escribe en El Mundo un artículo criticando con dureza el libro de Villacañas. 

En octubre pasado publiqué en el blog una entrada elogiosa del libro de María Elvira Roca. Los argumentos que aduce el profesor Martínez Shaw en defensa del libro de Villacañas me han hecho recapacitar sobre algunas cuestiones que recuerdo me provocaron sentimientos encontrados mientras leía Imperiofobia y leyenda negra. Tengo que volver a leerlo de forma simultánea con el de José Luis Villacañas. Ya les contaré...

Desde su propio título, Imperiofilia y el populismo nacional-católico, comienza diciendo Carlos Martínez Shaw en su artículo, el libro de Villacañas se presenta como una lectura crítica de otra obra reciente, la de María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y leyenda negra. Roma. Rusia, Estados Unidos y el Imperio Español. Una obra que, leída en su día, me suscitó algunas preguntas y reflexiones que hasta ahora no había tenido oportunidad de exponer por escrito. Primero, ¿qué significa exactamente imperiofobia? Segundo, ¿qué razón existe para que un libro tan confuso haya tenido tan buena acogida entre el público? Ahora tengo la respuesta elaborada y pormenorizada de estos motivos por parte de un científico social de reconocida solvencia, y (perdón por la efusión personal) me satisface pensar que (sin un análisis tan depurado por mi parte) las conclusiones a las que había llegado por mi cuenta se apartan muy poco de las defendidas por el profesor de la Complutense.

Uno, la primera parte del libro de Elvira Roca (páginas 21-122) es una indigesta elucubración sobre el significado del concepto de imperiofobia, que viene a ser un prejuicio racista (en el que entra el color y la religión) contra los pueblos imperiales (aquí, Roma, Rusia, Estados Unidos y España, aunque, sorprendentemente, nunca Gran Bretaña). Ahora bien, aparte de la dificultad de comprender esta definición (yo no lo he conseguido) y dejando al margen muchas otras asombrosas afirmaciones, José Luis Villacañas señala justamente que la conceptualización deriva directamente de la metafísica y no de la historia, ya que, según la autora, y cito literalmente, el “prejuicio precede a sus justificaciones, las busca y las crea” (p. 121), o sea, hay como una causa incausada y después vienen una serie de causas inventadas para asentar la romanofobia, la rusofobia, la americanofobia o la hispanofobia. Si a esto añadimos que no hay diferencia apreciable entre imperiofobia, antisemitismo y racismo, ya uno se considera irremisiblemente perdido, sin saber si la hispanofobia equivale al antisemitismo, lo cual sería una contradicción palmaria, pues se odiaría al pueblo que más persiguió a los judíos.

Dos, la autora da repuesta a estos interrogantes en la segunda parte (pp. 123-266), pues resulta que finalmente hay causas para la hispanofobia, y esta no es otra que la constante enemistad de los protestantes, especialmente los luteranos alemanes, llevados de su odio al catolicismo, lo cual es en suma la raíz de todo, aunque no se renuncie a las explicaciones metafísicas y esencialistas, pues “no hay esperanza alguna de que decaigan los prejuicios protestantes contra España porque están en el ADN de su identidad colectiva” (p. 90).

Tres, llegamos ahora al verdadero meollo de la cuestión. No solo existe una imperiofobia (en la que España no es la única diana), sino que en el caso hispano esta adquiere unos tintes virulentos y deviene en “leyenda negra”. José Luis Villacañas no entra en la controversia sobre la pertinencia del concepto, pero encuentra inmediatamente las dos sólidas columnas en que se asienta la elaboración por parte de grupos organizados de intelectuales de ese constructo antiespañol: la Inquisición y la conquista y colonización de América. Y así de paso comprendemos que el éxito del libro se debe esencialmente a la denuncia por parte de la autora de las “mentiras” forjadas contra el Santo Oficio y de las “mentiras” forjadas sobre la actuación española en el Nuevo Mundo. Esta demostración para consumo de un público culto (pero no muy informado en historia) es el único motivo de la difusión de la obra, que de otro modo no se entendería. Pues si leemos lo que viene a continuación no encontramos sino una serie de disparates que han desaparecido de cualquier relato histórico científico desde hace ya mucho tiempo. Pongamos los ejemplos más sencillos y evidentes: la Ilustración, un fenómeno europeo (católico y protestante, nórdico y meridional), aparece como “la santa Ilustración, heredera directa del humanismo y sus prejuicios”, al tiempo que Francia (sujeto difícil de integrar en esta exposición) se mimetiza en protestante por ser ilustrada, “sometiendo la fe, el mito y la religión al Estado” (¿?). Otro más: la España actual ha tenido una prima de riesgo más alta que Alemania a causa de la leyenda negra, que sigue actuando porque la opinión pública viene formada (sic) por “el cotarro intelectual protestante”. ¿Para qué seguir? Vayamos ya directamente al corazón de las tinieblas.

José Luis Villacañas empieza su alegato, rigurosamente histórico, preguntándose por qué Elvira Roca habla siempre del “mito de la Inquisición” (fraguado naturalmente por los protestantes), cuando el Santo Oficio es una realidad sólida e incontrovertible. Lo único cierto para la autora es que el tribunal inquisitorial mantuvo ciertas precauciones, tratando de actuar dentro de los límites del derecho natural y canónico, adoptando cierta racionalidad en algunos casos (como el de la brujería) y pronunciando un número de condenas relativamente tolerable. Además de aportar, como era de prever, el argumento universal del tu quoque (el “y tú más”, de tantos debates parlamentarios), lo que se mantiene es el viejo topos de la “razón de la Inquisición”. Ahora bien, los estudios más fiables sobre la Inquisición subrayan el contexto de su nacimiento (la persecución de los criptojudíos), la ampliación de sus cometidos como aparato represivo de las ideas heterodoxas, la evolución de sus enemigos (criptojudíos, sí, pero luego erasmistas, alumbrados, protestantes, etcétera), la multiplicación de sus tribunales (Castilla, Aragón, Granada, Navarra, América), las denuncias secretas (y anónimas para sus víctimas), la prisión preventiva, el empleo de la tortura, la confiscación de bienes y la sentencia pública (que conllevaba la ruina material y la infamia perdurable para los condenados y sus familias, prolongada por los estatutos de limpieza de sangre, y en no pocas ocasiones la hoguera). A lo cual hay que añadir la cohorte de sicofantes (los “familiares” del Santo Oficio) que difundían el terror difuso a la delación, procedimiento que pudo llevar hasta el tribunal a personalidades como San Juan de Ávila, fray Luis de Granada, fray Luis de León, etcétera. A todo lo cual se sumó el Índice de libros prohibidos, que (a pesar de las atenuantes que le procura la autora) se convirtió en el catálogo de las obras más influyentes para el progreso y la modernización de Europa.

Por último, América. Aquí, por supuesto, se silencian hechos reconocidos como los asesinatos de Cuauhtémoc, por Hernán Cortés, o de Atahualpa, por Francisco Pizarro, o la masacre del Templo Mayor de Tenochtitlan y la matanza de Cholula (aunque una línea alude a la matanza de indios como “una cosa natural en tiempos de guerra”). En cambio, se ponen de relieve los hechos positivos ya reconocidos, lo que da como resultado una exposición carente de toda originalidad dentro del discurso de la “obra de España en América”, pero que se justifica por su tergiversación por parte de los detractores de España: la querella de los “justos títulos”, la “lucha por la justicia”, la implantación de la imprenta en 1539, las Leyes Nuevas de 1542, la creación de colegios, universidades y hospitales, el proceso de urbanización, el respeto a las comunidades indígenas…

José Luis Villacañas subraya por último la ideología subyacente en este discurso, que es la del retorno a los presupuestos del nacionalcatolicismo y del sentido imperial de la historia patria impulsado por el franquismo, o sea, la creación de un nuevo proyecto para España que no iría en la dirección del progreso, de la defensa de los valores europeos, sino en la de reivindicar un pasado falseado para proponer un retorno al mismo, en suma, una involución. Como ratificación de este aserto, bastaría con citar una de las últimas conclusiones de Roca Barea (p. 478): “Si privamos a Europa de la hispanofobia y el anticatolicismo, su historia moderna se torna un sinsentido”. Más bien parece que lo que no tiene sentido es este radical reduccionismo.

Pero vamos ahora con la crítica del doctor Soriguer al libro del profesor Villacañas, que comienza con una cita famosa: "La democracia es un magnífico sistema para gestionar el presente pero con serias dificultades para hacerlo con el pasado y con el futuro", decía ya Tocqueville en 1840 en La democracia en América. Nada más cierto para entender este debate a primera sangre que se ha abierto entre Imperiofobia de Elvira Roca Barea (ERB) e Imperiofilia, que es sobre todo la cruzada de José Luis Villacañas contra ERB. Leí el libro de ERB antes de que se convirtiera en un best seller y me gustó. Es algo que comparto con varias decenas de miles de ciudadanos, comienza diciendo Soriguer.

La tesis sostenida por ERB -y la manera de desarrollarla a lo largo del libro- me sorprendió. No soy historiador y no podría asegurar la precisión histórica de sus argumentos, pero los datos no están inventados. Sí, desde luego, interpretados. ¿Es que acaso puede ser de otra forma? A quienes hemos vivido la dictadura se nos indigestó la historia imperial de España. Pero han pasado ya varias décadas desde la muerte de Franco y muchos estamos igual de cansados del acoso y derribo al que ha sido sometido el pasado español, fomentado tras la Transición por unos intelectuales a los que, en su empeño revisionista, no les importó que se les fuera -y se les fue- el niño con el agua sucia de la bañera. ¿Cómo era posible que un pueblo que a finales del siglo XX y en muy poco tiempo se homologara con Europa pudiera tener un pasado tan miserable, esclavista, opresor, reaccionario, imperialista, inculto, clerical (la lista de adjetivos la dejo a discreción del lector)? ¿No había nada que pudiera salvarse?

De ser cierto este relato, iba a ser psicológica y sociológicamente complicado mirar de tú a tú al resto de los pueblos europeos, estos sí al parecer con un pasado glorioso y cuyos pecados históricos, frente al irredimible caso español, la historia no solo los había absuelto sino, en algunos casos, glorificado. El libro de ERB lo que hace es leer la historia de España sin pesimismo. Y esa mirada era una necesidad para muchos españoles, de izquierdas y de derechas. Pero para algunos otros esto ha sido insoportable. Es el caso de José Luis Villacañas. Acabo de terminar su libro, Imperiofilia, una verdadera impugnación a la totalidad del libro de ERB. No deja títere con cabeza. Desde el formato hasta el contenido. Tampoco soy capaz de valorar la credibilidad historiográfica de las tesis sostenidas en el libro de Villacañas, pero sí su estilo y sus formas. Página tras página el autor, filósofo consagrado y fuente de inspiración de algunos de los líderes de Podemos, intenta desmontar no solo los argumentos de Imperiofobia sino a la propia ERB. La tesis de Villacañas es que no existió tal cosa como la leyenda negra, que no existió el Imperio español, que solo fue un juego de tronos, que no hubo un conflicto entre católicos y protestantes, que el Imperio británico fue ejemplar, que todos, absolutamente todos los datos del libro de ERB son o equivocados o inadecuados, cuando no falsos.

He aquí un resumen de las descalificaciones que aparecen repetidas en numerosas ocasiones para catalogar el libro de ERB y a la propia ERB: «Dañino», «peligroso», «ofensiva reaccionaria», «artefacto ideológico», «descarado», «darwinista», «nietzscheana», «supremacista», «reduccionista», «brutal», «antieuropeo», «racista», «alter ego de Steve Bannon», «antiintelectual», «tosca», «ignorante», «libelo populista intelectual reaccionario y malsano», «a mitad de camino entre Buster Keaton y Groucho Marx», «mesiánica», «franquista», «caótica», «imperialista, sobre todo imperialista», «sionista» y «antisionista» (según la página), «sarracena», «proamericana», «antibritánica», «antieuropea», «pintoresca», «descarada», «graciosa», «estrafalaria», «monstruosa», «alarmante», «sádica», «sepulturera», «falta de objetividad, serenidad y discreción de juicio», «incapacidad reflexiva», «delirante», «desfachatada», «desvergonzada», «falsaria», «fundamentalista», «ilusa», «prepotente», «desconsiderada».

Para qué seguir. Nunca había visto nada parecido en un ensayo. Ni mayor reconocimiento a una obra a cuya destrucción se dedica sin desmayo y a tiempo completo a lo largo de 262 apretadas páginas. Me ha resultado entrañable el empeño épico de Villacañas por desmontar todas y cada una de las tesis de ERB, como si le fuera la vida en ello, como si fuera en ello el destino de España, como algo que se debe combatir, pues dice: «No sé por qué se le ha dejado el campo libre a esta autora pues no es una causa perdida sino una batalla cívica necesaria». En todo caso no estaría mal que, en lugar de menospreciar -con un desdén nada seductor- la aceptación que el libro de ERB ha tenido no solo en las capas populares sino también en elites cultas profesionales y políticas, se preguntara por los motivos del masivo reconocimiento del relato de ERB, ese que según sus propias e indignadas palabras «ataca de modo insidioso y grotesco todo lo que he defendido en mi humilde obra».

Lo que es preocupante es que un eminente filósofo, con un currículo académico notable como es el caso de Villacañas, no se haya enterado de algo que ya T.S. Eliot advirtió hace muchos años: que los humanos solo somos capaces de asimilar una dosis razonable de realidad. Ha habido y hay en ciertos medios progresistas una pulsión sadomasoquista que en las últimas décadas ha flagelado a los españoles con un rigor historicista y determinista que a veces más parece un rigor mortis. Así que somos muchos los que le hemos agradecido a ERB que mirara la luna desde la otra cara. ¡Que ya era hora! Una última pregunta dejo en el aire. ¿Si Imperiofobia hubiera sido escrito por un hombre en lugar de por una mujer, habría merecido tal cúmulo de insultos y descalificaciones? Si yo fuera una (un) feminista militante, no tendría ninguna duda de cuál es la respuesta.



Escena de Inquisición, de Francisco de Goya



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lunes, 1 de julio de 2019

[DESDE LA RAE] Hoy, con el académico Luis Mateo Díez







La Real Academia Española se creó en Madrid en 1713 por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. Tras algunas reuniones preparatorias realizadas en el mes de junio, el 6 de julio de ese mismo año se celebró, en la casa del fundador, la primera sesión oficial de la nueva corporación, tal como se recoge en el primer libro de actas, iniciado el 3 de agosto de 1713. En estas primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. Más adelante, el 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. La RAE ha tenido un total de 483 académicos de número desde su fundación. Las plazas académicas son vitalicias y solo ocho letras del alfabeto no están representadas —ni lo han estado en el pasado— en los sillones de la institución: v, w, x, y, z, Ñ, W, Y. 

En esta sección del blog, que espero tengo un largo recorrido, voy a ir subiendo periódicamente una breve semblanza de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes, hasta llegar a la de su fundador, don Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española. 

Continúo hoy la semblanza de los actuales y pasados miembros de la RAE con la del académico Luis Mateo Díez, nacido en Villablino (Castilla y León), el 21 de septiembre de 1942. Elegido el 22 de junio de 2000, tomó posesión de la silla académica "I" el 20 de mayo de 2001 con el discurso titulado La mano del sueño. Consideraciones sobre el arte narrativo, la imaginación y la memoria al que respondió en nombre de la corporación el académico Manuel Seco.

Licenciado en Derecho y funcionario jubilado del Ayuntamiento de Madrid, colaboró entre 1963 y 1968 en la revista poética Claraboya. Con la trilogía formada por El espíritu del páramo, La ruina del cielo y El oscurecer, creó su propio territorio imaginario: el reino de Celama, metáfora rural y «ventana a lo más hondo y misterioso del corazón humano». Celama saltó de los libros a los escenarios con una adaptación teatral, representada en varios festivales internacionales, que obtuvo el Premio Rivas Cherif de la Asociación de Directores Teatrales (2005). En 2000 Luis Mateo Díez fue distinguido con el Premio Leonés del Año y en 2014 fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de León.

Traducida a distintas lenguas, su obra literaria ha sido objeto de tesis doctorales en universidades españolas, europeas y americanas. Entre los galardones que ha recibido figuran el Premio Café Gijón por Apócrifo del clavel y la espina (1972), el Premio Ignacio Aldecoa por Cenizas (1976), el Premio Nacional de Narrativa (1987 y 2000) por La fuente de la edad y La ruina del cielo —con las que obtuvo también el Premio de la Crítica—, el Premio Castilla y León de las Letras (2000), el Premio de la Crítica de Castilla y León por Los frutos de la niebla (2009) y el Premio Francisco Umbral por La cabeza en llamas (2012). Ha publicado sus novelas cortas reunidas en un solo volumen titulado Fábulas del sentimiento. En 2013 donó a la Biblioteca Nacional de España varios manuscritos de novelas y apuntes preparatorios. En 2014 llegó a las librerías La soledad de los perdidos y en 2015 apareció su obra Los desayunos del Café Borenes.

Algunas narraciones de Luis Mateo Díez han sido adaptadas al cine, como el cuento Los grajos del sochantre, recreado en la película de José María Martín Sarmiento El filandón, o la novela La fuente de la edad, rodada por Julio Sánchez Valdés para Televisión Española.

El 22 de diciembre de 2015 fue galardonado con el Premio de Literatura de la Comunidad de Madrid. En octubre de 2016 la Universidad de Alcalá de Henares y la Saint Louis University de Madrid le dedicaron a José María Merino y a Luis Mateo Díez el congreso internacional «El arte de contar». En marzo de 2017 publicó Vicisitudes, presentada el 6 de abril en Madrid. Su última novela, El hijo de las cosas, apareció en febrero de 2018. Fue tesorero de la Junta de Gobierno de la Real Academia entre 2002 y 2009.



Luis Mateo Díez en su toma de posesión académica



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sábado, 22 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Intimidades





Hablo hoy de intimidades de nuevo, pero no de las que comentaba hace unos días en relación con el psiquiatra y académico de la Lengua, Carlos Castilla del Pino, sino de las barbaridades que se perpetran a veces, quizá con la mejor intención, aunque como dice el refrán, el infierno está empedrado de buenas intenciones. Me refiero a la decisión tomada de manera cautelar por la Universidad de Alicante sobre el nombre de una persona que aparece en el sumario del Consejo de Guerra que condenó a muerte al poeta Miguel Hernández en 1940.

La Universidad de Alicante ha tomado la decisión de forma cautelar, que es la forma en que murieron muchos republicanos cuya memoria tampoco se hizo pública, escribe en El País el historiador Jorge M. Reverte.

El secretario del consejo de guerra que sentenció a muerte al poeta Miguel Hernández se llamaba Antonio Luis Baena Tocón y era alférez en el ejército franquista, comienza diciendo Reverte. Al menos, así se llamaba hasta ahora, porque la Universidad de Alicante ha accedido a eliminar su nombre de dos artículos en formato digital del profesor Juan Antonio Ríos Carratalá sobre el asunto. La decisión de la UA se ha tomado a petición del hijo de Baena Tocón, amparándose en la ley de protección de datos. Al parecer, según él y según ha aceptado la universidad, la acción de Baena Tocón era de carácter íntimo.

No está mal lo de la universidad, sobre todo porque abre una enorme posibilidad de intimidades de muchas clases, empezando por la violencia de género. ¿Cabe, por ejemplo, un acto más íntimo que matar a una mujer en un bosque después de violarla? Y no digamos si el asesinato se comete en la habitación conyugal.

Ya era hora de que se pusiera fin a tanto atropello. Antonio Luis Baena Tocón no hacía otra cosa que realizar en la intimidad un oficio que se exigía para que un juicio fuera legal en los tiempos íntimos del franquismo más virulento de la posguerra. La universidad ha tomado la decisión de forma cautelar, que es la forma en que murieron muchos republicanos cuya memoria tampoco se hizo pública. En algunos casos fue tan respetuoso el franquismo con los muertos, que no dijo ni en qué cuneta los tiraban.

Pero volvamos a lo contemporáneo. Vox ha descubierto en Andalucía, y el PP y Ciudadanos pueden ayudarle en el resto de España, la violencia “intrafamiliar”, que no tiene nada que ver con el machismo, como sabemos todos, y las muertas mejor que nadie. Es buena idea lo de las acciones íntimas. Si borramos los nombres de los asesinos, y decimos que se realizaron en la intimidad, se acabó el machismo como problema. Igual que se puede acabar el franquismo como problema, porque, dejando de lado al dictador asesino, nadie va a aparecer en los libros de Historia en relación con los crímenes cometidos durante la posguerra civil.

Atentos, pues, a lo que decida la UA dentro de un tiempo. Su decisión puede ser el momento que marque el comienzo de una nueva era indudablemente más feliz: España sin Historia ni machismo.

No estaría de más saber los nombres de quienes han tomado la decisión en la UA. ¿O era un acto íntimo?



Miguel Hernández en el frente, 1936



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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viernes, 7 de junio de 2019

[DESDE LA RAE] Hoy, con el académico Juan Mayorga





La Real Academia Española se creó en Madrid en 1713 por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. Tras algunas reuniones preparatorias realizadas en el mes de junio, el 6 de julio de ese mismo año se celebró, en la casa del fundador, la primera sesión oficial de la nueva corporación, tal como se recoge en el primer libro de actas, iniciado el 3 de agosto de 1713. En estas primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. Más adelante, el 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. La RAE ha tenido un total de 483 académicos de número desde su fundación. Las plazas académicas son vitalicias y solo ocho letras del alfabeto no están representadas —ni lo han estado en el pasado— en los sillones de la institución: v, w, x, y, z, Ñ, W, Y. 

En esta sección del blog, que espero tengo un largo recorrido, voy a ir subiendo periódicamente una breve semblanza de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes, hasta llegar a la de su fundador, don Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española. Continúo hoy la semblanza de los actuales y pasados miembros de la RAE con la del académico Juan Mayorga (1965). Elegido el 12 de abril de 2018, tomó posesión de la silla "M" de la Academia el 19 de mayo de 2019 con el discurso titulado Silencio, al que respondió en nombre de la corporación la académica Clara Janés.

Juan Mayorga es dramaturgo y director de la Cátedra de Artes Escénicas y del Máster en Creación Teatral de la Universidad Carlos III de Madrid. Es también académico de número de la Real Academia de Doctores de España, socio de honor de la Real Sociedad Matemática Española y miembro del Comité Científico de la Biblioteca Nacional de España. Se licenció en Filosofía en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y en Matemáticas en la Universidad Autónoma de Madrid en 1988. En 1997, se doctoró en la UNED con la tesis La filosofía de la historia de Walter Benjamin.

Ha sido profesor de Matemáticas en centros universitarios e institutos de enseñanza secundaria de Madrid y Alcalá de Henares, profesor de Dramaturgia y de Filosofía en la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid y director del seminario «Memoria y pensamiento en el teatro contemporáneo» en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Asimismo, ha impartido talleres de dramaturgia y conferencias sobre teatro y filosofía en diversos países.

Su amplia obra teatral, en la que destacan las piezas Himmelweg, El chico de la última fila —llevada al cine por François Ozon en la película Dans la maison, ganadora de la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián—, Animales nocturnos, Hamelin, Cartas de amor a Stalin, La paz perpetua y El cartógrafo, ha sido traducida a más de treinta idiomas. La editorial uÑa RoTa ha recogido en Teatro 1989-2014 los siguientes textos: Siete hombres buenos, Más ceniza, El traductor de Blumemberg, El jardín quemado, Angelus Novus, Cartas de amor a Stalin, El Gordo y el Flaco, Himmelweg, Animales nocturnos, Últimas palabras de Copito de Nieve, Hamelin, El chico de la última fila, La tortuga de Darwin, La paz perpetua, La lengua en pedazos, El crítico, El cartógrafo, Los yugoslavos, El arte de la entrevista y Reikiavik. La misma editorial ha publicado posteriormente Famélica, Intensamente azules y El Mago. Sus piezas teatrales breves han sido recogidas por el autor bajo el título Teatro para minutos. Esta selección comprende las obras Concierto fatal de la viuda Kolakowski, El hombre de oro, La mala imagen, Legión, El Guardián, La piel, Amarillo, El Crack, La mujer de mi vida, BRGS, La mano izquierda, Una carta de Sarajevo, Encuentro en Salamanca, El buen vecino, Candidatos, Inocencia, Justicia, Manifiesto Comunista, Sentido de calle, El espíritu de Cernuda, La biblioteca del diablo, Tres anillos, Mujeres en la cornisa, Método Le Brun para la felicidad, Departamento de Justicia, JK, La mujer de los ojos tristes, Las películas del invierno, 581 mapas, Quiero ser enjambre, Pastel de Lagrange, La puerta, EAJ1, Voltaire, Augusto y Margaret, Entre los árboles y Una fracción. El escritor teatral ha versionado también textos clásicos de otros autores como Hécuba (Eurípides), La dama boba (Lope de Vega), Fuente Ovejuna (Lope de Vega), El monstruo de los jardines (Calderón de la Barca), La vida es sueño (Calderón de la Barca), Rey Lear (William Shakespeare), Natán el sabio (Gotthold Ephraim Lessing), Don Juan Tenorio (José Zorrilla), Woyzeck (Georg Büchner), El Gran Inquisidor (Feodor Dostoievski), Un enemigo del pueblo (Henrik Ibsen), Platonov (Anton Chejov), Ante la Ley (Franz Kafka), Divinas palabras (Ramón María del Valle-Inclán) y La visita de la vieja dama (Friedrich Dürrenmatt). Cabe destacar, además, su ensayo Revolución conservadora y conservación revolucionaria. Política y memoria en Walter Benjamin y los recogidos en la colección Elipses.

Juan Mayorga ha obtenido numerosos premios y distinciones, entre los que destacan: Europa Nuevas Realidades Teatrales (2016), Nacional de Teatro (2007), Nacional de Literatura Dramática (2013), Nacional de las Letras Teresa de Ávila (2016), Valle-Inclán (2009), Ceres (2013), La Barraca a las Artes Escénicas (2013), Ojo Crítico de Radio Nacional (2000) y Max al mejor autor (2006, 2008 y 2009) y a la mejor adaptación (2008 y 2013).




El académico Juan Mayorga


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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