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sábado, 14 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Poliamor



Fotografía de Javier Barbancho para El Mundo


Los domingos, por el hecho de ser fiesta, prolongamos las sobremesas hasta media tarde. A veces sustituimos la siesta por una tertulia, pero eso lo determina, además del sueño, la fuerza de la actualidad. Que nos enganchemos o no a la charleta dependerá de la disposición de ánimo de los tertulianos, porque los hay que ni borrachos se apean de Sánchez o la Diada.

Por suerte, afirma la escritora Carmen Rigalt, el domingo pasado hablamos en casa del poliamor. Así, en cursiva, para darle carácter de palabro. La iniciativa la tomó una de mis nueras. Convencidos de que sería una confesión íntima, todos nos quedamos expectantes y alborozados. A mí hasta se me secó la boca antes de empezar. No sé si ustedes saben algo del poliamor que nos invade. No me respondan ahora. Háganlo después de la publicidad.

La palabra poliamor tiene una eufonía técnica, continúa diciendo Rigalt, deshabitada de intención. Dices poliamor y es como si dijeras politraumatismo. Recuerdo estos días a Lady Di, de cuya muerte se han cumplido 22 años. Ella hablaba del poliamor sin nombrarlo. Entrevistada en la BBC, dijo una frase que se convirtió en símbolo dada la situación por la que atravesaba su matrimonio. "Tres son multitud", sentenció Lady Di poniendo ojos de cordero degollado. Ella no hacía referencia a una realidad marcada por dos amores simultáneos, sino a un simple adulterio (su marido le ponía los cuernos con Camila Parker). En catalán decimos "hacer el salto". Te saltas al marido de plantilla para acostarte con "otro". Es un término muy apropiado para jinetes.

Hay bastantes parejas que ponen un poliamor en su vida. Para eso se necesita simultaneidad y consenso. La relación es de tres (o de trescientos) y están de acuerdo todos. La forma de poliamor más común es la de tres: la pareja más un comando de apoyo. Con todo lo que digan sociólogos, psicólogos y antropólogos, el poliamor no es para hablarlo sino para hacerlo.

Una actriz de cuyo nombre no quiero acordarme, confesó públicamente que su matrimonio había pasado un bache del que salió reforzado porque su marido y ella habían incorporado un poliamor a su vida. Hubo un tiempo (años 60 y 70) en que se practicaban las orgías. La orgía difería del poliamor cuantitativa y cualitativamente. Primero, en cantidad, pues si bien no se requería un número concreto de participantes (en esos momentos no estás para echar cuentas) siempre se le podía hacer sitio a otro. Y en calidad, porque la orgía tenía carácter sexual. El poliamor, no. En el poliamor se llega al sexo por cariño.





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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miércoles, 14 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Primer amor





Si preguntas a alguien por su primer amor, comenta el periodista e escritor Íñigo Domínguez, se transporta a un verano, en un viaje olvidado que hace mucho que no hacía. Suele ser en verano cuando ocurría, comienza diciendo, conocías gente distinta, una persona nueva. Y por lo que he hablado con amigos, no era como en las películas, si hablamos de la primera vez que se siente y dices: “Ah, conque esto era, lo que sale en las películas”. Eso es lo único que es igual, todo lo demás, no. Lo sientes antes de tener el equipo completo. Tenías conciencia de que eras demasiado pequeño para hacer nada, nada de lo que se veía en las películas, porque aún eras un niño: ir solos al cine, o algo que te parecía aburridísimo pero parecía clave, cenar en un restaurante.

Era una primera sensación compleja: nunca jamás de los jamases nadie se tendría que enterar, y menos ella, era un secreto tuyo, pero al mismo tiempo sabías que lo siguiente era decírselo, era necesario. Te hallabas ante un vacío desconocido donde había que dar un salto, un salto hacia otra persona, estaba relacionado con el valor. Tengo amigos que nunca se lo dijeron, y me incluyo, y todavía hoy no han contado nunca a nadie quién fue ese primer amor. Pasó el verano y ya está. Luego llegan otros.

Que no pasara nada, que la acción fuera nula, tenía que ver con que ocurría en un momento embrionario previo al sexo, en que aún no se había manifestado claramente. Es decir, ya sabías o intuías lo que era, se hablaba de ello, pero te parecía absurdo. Era algo incomprensible e incluso asqueroso que hacían los mayores, quién sabe por qué. La risa que nos daba imaginar las parejas. Me pasé un verano imaginando a los amigos de mis padres haciéndolo (con los míos no era capaz, te estallaba la cabeza), y luego ya a cualquiera que me cruzara por la calle, a los que salían en la tele, al presentador del telediario, a los reyes de España. Los humanos, vistos así, tenían algo de ridículo. Hasta que poco a poco tú mismo te veías haciendo cosas que no podías imaginar, porque no sabías ni cómo se hacían. Te fijabas en los diálogos de las películas, a ver cómo conseguían ellos ligar, pero les llevaba cuatro escenas, y a ti te costaba años solo dirigirle la palabra. Te pasabas el verano pendiente de qué hacía o dónde estaba, y cuando se acercaba de improviso el aire se hacía efervescente. En las sucesivas oleadas de los veranos iba llegando el amor cada vez con más fuerza y en un primer momento te conmovía la belleza, pero si además veías que era buena persona comprendías que estabas perdido. Peor aún si era mala.

Esa conmoción original es a la que uno regresa luego instintivamente para comparar lo que siente. Conrad describe esa impresión así: era una de esas mujeres que cuando entraba en una habitación todos los hombres pensaban que habían malgastado su vida. Si haces los cálculos, la primera vez que sentiste el amor eras un enano de 11, 12 años. No dirías ahora, al ver un crío de esa edad, que todo eso bulle en su interior. Saben más de lo que parece. Pero pasa lo mismo más tarde. En una conversación con una mujer muy mayor, siendo yo muy joven, me confió: “¿Sabes? La gente piensa que se pasa con la edad, pero el deseo nunca se apaga”. Hablábamos de la vida en general, no me lo dijo en ningún plan, creo. Ese deseo que nació hace tantos años, indescifrable y lejano, nos acompaña hasta el último de nuestros veranos, cuando reaparecen los cuerpos y todos estamos más guapos.





La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido pero sí su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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viernes, 26 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Epistolario





Con cierta frecuencia se producen seducciones en la Red que acaban de modo violento, comenta el escritor Félix de Azúa. Suelen aparecer en los papeles como “crimen machista”. Sin embargo, la seducción epistolar tiene una fecunda tradición, casi nunca con un final pérfido mientras las palabras iban en papel. Es como si el medio decretara la maldad del mensaje actual. Aquellos que poseen instinto predatorio han encontrado en Internet un cazadero ideal.

He leído que hace pocos meses se han editado las cartas que remitió Rilke a una desconocida de 18 años, Erika Mitterer, como respuesta a un primer envío de la muchacha en 1924 (Insel Verlag). Rilke, residente en el sanatorio de Valmont, en Suiza, sabía que estaba muriendo de leucemia. Contaba 48 años y duraría unos pocos meses. La diferencia de 30 años no intimidó a la muchacha y el intercambio fue cada vez más abiertamente erótico por ambas partes. Sin duda Erika habría deseado entregarse a Rilke, pero este, por su exigua salud, por respeto a la inmadurez de Erika, o quizás porque en realidad solo le seducía una relación poética, nunca permitió el encuentro. Gracias a esa tensión, en una de sus cartas escribió Rilke el que quizás fuera su último gran poema. No obstante, nada puede oponerse a la terquedad de la pasión, así que en noviembre de 1925 Erika se presentó en el sanatorio sin avisar. Rilke la acogió con agrado, dieron paseos, hablaron, rieron, dice Erika, como niños, y se despidieron para siempre dándose la mano.




Fotografía de Getty Images para El País



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miércoles, 15 de mayo de 2019

[A VUELAPLUMA] El desencuentro





Al final, habrá un largo rastro de descuidos como animales aplastados, comenta la escritora argentina Leila Guerriero. Empieza por la comida. Un día, cuando él regrese tarde del trabajo, váyase a dormir sin dejarle la cena lista, una alteración en el hábito de todos esos años durante los cuales, siempre que él llegó tarde, usted dejó comida hecha. Esa madrugada, cuando él se meta en la cama, despiértese y recuerde cómo, hasta hace poco, cuando eso sucedía usted lo abrazaba como si tuviera hambre o sed. Ahora dígale: “Ponete de costado, así no roncás”. En la mañana, durante el desayuno, pregúntele —intentando que en su voz se note una molestia inexplicable— qué cenó. Escuche cómo él responde sin encono, genuinamente distraído: “Piqué algo en el trabajo. No tenía hambre”. Sienta furia y cansancio. Prepare café sólo para usted y no le ofrezca. Una semana más tarde, olvide el día de su cumpleaños. Recuérdelo a último momento y dígase, irritada, “tengo que comprarle algo”. Interrumpa lo que está haciendo. Vaya al mall. Sienta, mientras compra, que está perdiendo el tiempo. Recuerde la felicidad iridiscente que le producía, años atrás, planificar el regalo, escribir la tarjeta. Elija cualquier cosa, fastidiada. Al pagar, sienta que está desperdiciando su dinero. Ya en su casa escriba, en un papel usado, ¡Feliz cumpleaños! Deje el regalo sobre la mesa, de cualquier manera. Piense: “Cuando llegue lo va a ver, no va a ser una sorpresa”. Piense: “Qué importa”. Un día, perciba que él ya no tiene champú, ni crema de afeitar, ni queso del que le gusta. Cuando vaya al supermercado, no compre nada de todo eso. Piense: “Que se lo compre él”. Una tarde él dirá: “Me duele el cuello”. No se disponga, como siempre, a hacerle un masaje. Dígale: “¿Tomaste ibuprofeno?”. Caiga en la cuenta de que hace meses que él no la llama —“¡Amor, llegué!”— al entrar en la casa. Piense: “Mejor”. Pregúntese cuánto falta.





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miércoles, 20 de marzo de 2019

[A VUELAPLUMA] Los amantes





Un día él se sienta a su lado, la mira, le aparta el pelo de la cara y le dice, por primera vez, “te amo”. Siente que un anzuelo tira desde el exacto lugar donde tiene el corazón. Sonríe, cierra los ojos. Pero sabe que no hay nada más allá de eso que acaba de obtener y que en breve empezará el hastío..., escribe la periodista y escritora argentina Leila Guerriero.

Él está en pareja, comienza diciendo Guerriero, usted también. Se ven desde hace algunos meses. Es la clase de hombre que le gusta, un homme blessé, un animal que se lame cicatrices: huérfano de niño, muerta su primera mujer, lleno de enormes frustraciones, triste. Harto de su matrimonio pero blindado a cualquier afecto. Para usted, estar con él es como comer chocolates a puñados. Siente una atracción corrupta, adictiva. Compre ropa interior nueva, sólo para él, y note que eso, más que excitarlo, lo emociona. Un día, mientras esté mirando la televisión con su pareja, piense en él y pregúntese cómo sería vivir juntos. Fantasee largo rato con eso. Sienta una emoción profunda e, inmediatamente después, reconozca en usted la voz realista y desengañada que le dice que es una fantasía estrafalaria, ridícula, infantil. Pero, cada vez que se encuentren, lleve la conversación, con metáforas y rodeos, hacia la idea de “cómo sería si”. Sienta que de a poco, con movimientos de remero hábil, logra que él comience a pensar seriamente en eso. Él ha empezado a reírse mucho —y le dice que no se reía desde hacía tiempo, y usted siente un regocijo inflamado—, y ha vuelto a escribir —y le dice que no escribía desde hacía tiempo, y usted siente un orgullo insectívoro, perverso—. Cada tanto mírelo largamente, con miradas cargadas de martirio, sin decirle nada. Después, acurrúquese en su abrazo como si dijera “Dios, cómo estamos sufriendo por esto”. Sepa qué ha ido a buscar, espérelo como a un gran pez salido de las profundidades. Un día —están en el hotel, ya vestidos, por irse—, él se sienta a su lado, la mira, le aparta el pelo de la cara y le dice, por primera vez, “te amo”. Sienta que un anzuelo tira desde el exacto lugar donde tiene el corazón. Sonría, cierre los ojos. Sepa que no hay nada más allá de eso que acaba de obtener. En breve empezará el hastío.







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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