viernes, 5 de abril de 2024

De la promesa de un pasado mejor

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Los políticos, afirma en El País el escritor Juan Gabriel Vásquez, no dejan pasar una oportunidad de manipular el ayer con relatos cuya verdad sea difícil de comprobar para el ciudadano medio. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com








La promesa de un mejor pasado
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ
31 MAR 2024 - El País

El debate sobre el pasado y la memoria —que no son la misma cosa— o sobre la historia y la memoria histórica —que también son cosas muy distintas— ha vuelto a la superficie recientemente en España. Ocurre cada cierto tiempo, de distintas formas y con distintas intensidades, pero yo no recuerdo un solo momento de este siglo en que estas tensiones no hayan estado presentes entre los ciudadanos: la ley de memoria histórica, sin ir más lejos, cumplirá 17 años en unos meses. Ahora se trata de la embestida que los partidos de la derecha llevan a cabo en ciertas comunidades contra la Ley de Memoria Democrática, que no ha cumplido dos años todavía. No hay nada nuevo en ello: los políticos siempre han querido apropiarse del pasado. Pero tengo la impresión confusa de que ese interés en dominar nuestro pasado común, lo que llamamos historia, ha cambiado de naturaleza en los últimos tiempos, a veces permitiéndose atrevimientos que a los memoriosos —no somos muchos, por desgracia— nos parecen salidos de viejos manuales que creíamos superados. Y acaba uno recordando una vez más, y con algo de cansancio, el manoseado refrán de 1984: “Quien controla el pasado, controla el futuro. Quien controla el presente, controla el pasado”. Sí, Orwell lo sabía bien, o lo sabían las autoridades de su dictadura ficticia.
Siempre me ha gustado la coincidencia banal entre la publicación de la novela y un episodio breve de la historia colombiana, y no me resisto a anotarla aquí. Por esos años, Colombia se hundía en un estallido de violencia política sin precedentes —y esto dicho de un país que ya cargaba a sus espaldas más de un puñado de guerras civiles—, y los dos grandes partidos empezaron a negociar para acabar como fuera posible con la guerra partidista. Para las siguientes elecciones, en las que se definiría la suerte de ese país estremecido, el partido liberal proponía a Darío Echandía, un liberal moderado que había sido presidente designado en otros momentos críticos; pero pocos meses después, mientras caminaba por las calles de Bogotá como parte de una manifestación de liberales, Echandía fue víctima de un atentado. Sobrevivió, pero murió su hermano. Al día siguiente retiró su candidatura, y de todo el episodio quedó para la historia su frase melancólica: “¿El poder para qué?”. Esto ocurrió en 1949. La novela de Orwell, publicada ese mismo año, contenía una posible respuesta. El poder para esto, señor Echandía: para controlar el pasado. Pues quien controla el pasado, controla el futuro.
Así es: el poder político es, entre otras cosas, la capacidad de imponer en una sociedad determinada una versión de la historia. Siempre ha sido así, como digo, pero fueron los totalitarismos del siglo XX los que mejor lo entendieron, o los que más jugo le sacaron. Lo que ha cambiado en tiempos recientes es, acaso, la facilidad con que lo hacemos o lo podremos hacer. Stalin tuvo que usar una técnica audaz y complejísima para eliminar a TrotskI y a Lev Kámenev de las fotografías que contaban la Revolución; en otro caso se insertó a sí mismo en la foto de un Lenin convaleciente, tratando de probar que lo había visitado en sus últimos días y ganar así derecho a ser su sucesor. Hay una foto fantástica en que Mussolini levanta una espada a lomos de un caballo, y hoy sabemos que hizo borrar al hombre que tenía al caballo de la brida para que nada entorpeciera su viril pose de prócer: como tantos dictadores, Mussolini era un hombre de masculinidad acomplejada. Pero nuestras sociedades entran ahora lentamente en una época peligrosa donde bastará un mínimo conocimiento informático para lanzar al mundo una imagen adulterada, convincente y, lo que es peor, influyente: para cuando se detecte el falseo, si es que se detecta, ya habrá conseguido sus consecuencias políticas.
Pero no es esto, en estricto sentido, de lo que se habla en estos días. Es verdad que ese (no tan) valiente mundo nuevo de la inteligencia artificial me inquieta profundamente, y más me inquieta ver que a nuestros líderes no parece inquietarlos demasiado. Las leyes que regularán la inteligencia artificial no están en pañales: es que no se han concebido. Por supuesto, la ley va por detrás de la realidad, siempre persiguiéndola a marchas forzadas, siempre con la lengua afuera; y en este caso los avisos están claros, y las consecuencias de no actuar a tiempo son —literalmente— inimaginables. Pero nuestro debate de ahora no se refiere a imágenes de ningún tipo, ni a inteligencia artificial, sino a algo más familiar: la guerra por el relato. Alrededor de ella hay preguntas inmensas: ¿cómo se cuenta la historia? ¿Quién la cuenta, o quién debería contarla? ¿Cómo defendernos de los intentos groseros que hacen las fuerzas políticas por imponernos su relato interesado y tendencioso? Bajo todas estas preguntas yace una que, en su simpleza, me resulta conmovedora: ¿por qué es tan vulnerable el pasado?
A eso se reduce todo, me parece. Y la respuesta es vertiginosa y a la vez sencilla: el pasado es vulnerable porque, en cierto sentido, solo existe mientras lo imaginamos. Una novela famosa comienza diciendo que el pasado es un país extranjero, y la metáfora está bastante bien, por lo menos en el libro, pero la realidad es más compleja justamente porque no es así: ya nos gustaría a muchos, pero el pasado no es un lugar físico al cual podamos ir para ver realmente cómo ocurrieron las cosas. Paul Valéry, que tantas veces y tan bien habló sobre estos temas, visitó a un grupo de estudiantes en 1932, y habló con ellos de nuestra relación difícil con los hechos de la historia. Los mismos hechos, les recordó a esos estudiantes, constituían un relato si lo contaba un historiador anticlerical y librepensador (Michelet, por ejemplo) y otro muy distinto si lo contaba un historiador conservador y ultracatólico de tendencias autoritarias (por ejemplo, Joseph de Maistre). ¿Cómo es eso posible? Valéry responde: es posible porque el pasado es “una cosa enteramente mental”. Y enseguida añade: “No es más que imágenes y creencias”.
Desde que se dieron cuenta de las implicaciones que eso tiene, los políticos no han dejado pasar una sola oportunidad de adulterar esas imágenes, de manipular esas creencias. Lo hacen contando relatos cuya verdad sea difícil de comprobar para el ciudadano medio, que no tiene con frecuencia ni el tiempo ni los instrumentos para cuestionar lo que le digan, y con frecuencia no tiene tampoco la voluntad: pues las imágenes y las creencias que le llegan desde sus líderes políticos son siempre mucho más halagüeñas, más placenteras o menos incómodas que las que les proponen los otros. Es por eso por lo que el pasado histórico se está moviendo constantemente, dependiendo de vientos políticos o de inconstantes modas culturales: que se pongan o se quiten placas de mármol de nuestros lugares públicos no es sino la encarnación de esos fenómenos mentales. Hoy mismo parece que los populismos del mundo entero han descubierto, a falta de propuestas para mejorar el futuro de la gente, la inmensa rentabilidad de prometerles un mejor pasado. ¿Qué es un mejor pasado? Un espacio donde se sientan más cómodos, menos culpables, menos responsables. Es un error aceptarlo; es un error doble aceptárselo a los políticos. Sería como aceptar una foto adulterada. ¿Quién decide lo que sale en la foto? Que no sean ellos, por favor. Que no sean ellos. Juan Gabriel Vásquez es escritor.

























[ARCHIVO DEL BLOG] Leer (o no) a Juliette Binoche. [Publicada el 31/08/2019]











Ahora que empieza la temporada de novedades literarias, comenta el escritor catalán Sergi Pàmies, es probable que, en el fragor de la promoción, a los autores les pregunten por qué escriben. Es una pregunta cíclica, dice Pàmies, con una sólida tradición periodística. A partir de esta pregunta, la revista The Paris Review se consolidó, con conversaciones con autores tan conocidos como Vladimir Nabokov o William Faulkner. A menudo los autores esquivaban la curiosidad del entrevistador y acababan hablando más de cómo escribían (a mano, a máquina, tumbados, de pie...) que de por qué. Cambiando el punto de vista, quizá sería bueno preguntarse por qué leemos y, sobre todo, por qué seguimos leyendo cuando la oferta de acceso a la ficción se ha multiplicado tanto. Y una vez hemos adquirido el vicio de leer, ¿cuáles son los estímulos que nos atraen?
En mi caso, hay una corriente principal de curiosidad y de necesidad de alimentar físicamente el vicio –es decir: de conseguir materia prima que pueda transformarse en horas de lectura–. Pero las excusas para comprar un libro u otro son diversas y no siempre racionales. La recomendación es una de las posibles motivaciones. Que alguien con criterio te recomiende un libro no es una apuesta infalible pero sí lo bastante fiable para correr el riesgo. Luego está la elección salvaje, en la que, cual buscador de setas, te mueves por las mesas de novedades alternando contracubiertas, solapas, portadas, fotografías de autor, primeras frases, citas ampulosas de faja y sonoridad de títulos para acabar, o no, con el libro en el cesto. Este tipo de elección tiene más riesgos pero genera subidones a consecuencia de los cuales puedes acabar llevándote el libro porque te gusta la inexpresividad del autor o que tenga un pasado como intrépido sexador de pollos.
Como buscador de libros soy demasiado impaciente y suelo llevarme alguno indigesto, aunque, por suerte, nin­guno mortalmente venenoso. Y a veces constato que la motivación para inte­resarme por un libro es enfermiza. El caso más reciente tiene que ver con una mezcla de envidia y mitomanía. Lisa y llanamente: me gusta Juliette Binoche. Siempre me ha gustado, pero en los últimos años me gusta todavía más. Leí que Binoche había convivido unos años con el argentino Santiago H. Amigorena, escritor, productor, guionista, pintor y actor. También fue el maromo de Julie Gayet, la actriz asediada por los paparazzi cuando se descubrió que tenía una relación con el presidente Hollande. Compré un libro de Amigorena con el furor chafardero de querer saber qué clase de encanto podía tener el hombre capaz de seducir (o ser seducido) a Binoche y Gayet. Elegí la novela 1978, que cuenta la vivencia del hijo adolescente de una familia de argentinos políticos exiliados y su proceso de adaptación al París de finales de los setenta. Lo confieso: deseaba que el libro no me gustara, pero no sólo me gustó sino que me acabó seduciendo. Moraleja: Amigorena ha seducido directamente a Binoche y Gayet y, de un modo indirecto, a un servidor. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












jueves, 4 de abril de 2024

Del amor a la ausencia

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. No existe un lugar de la naturaleza, afirma en El País la escritora Azahara Palomeque, que no haya sido malogrado y contaminado por la acción del mal llamado ‘desarrollo’. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com








Amar la ausencia
AZAHARA PALOMEQUE
29 MAR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Trasteando en los anaqueles de la salita, he rescatado una antología de Juan Ramón Jiménez. Me la regaló un amigo el verano pasado, cuando fui a Moguer a disfrutar unos días de asueto: sin envolver, la dejó sobre la cama pulcra de la habitación de invitados, como si se tratase de una sábana más, y yo pasé las vacaciones cuajada en sus letras, que me transmitían una paz de sueño profundo. Pronto me sorprendieron las referencias del legendario poeta, oriundo de este pueblo onubense, a la naturaleza como fuente de eternidad: mariposas, hojas verdes o arboledas enteras, granos de arena de la playa transitan las composiciones asociándose a una energía lírica con que Juan Ramón pretendía enfrentarse a la muerte e incluso superarla mediante una ambición orgánica, parece afirmar, tan inmutable como la propia Tierra. Ese motivo, recurrente en quienes persiguen la posteridad o simplemente buscan consuelo, se encuentra asimismo en la obra del coetáneo Juan Bernier, rescatada recientemente por sus sobrinos nietos, Rafael y Juan Antonio Bernier, en el documental homenaje Miles in Bello (2024). El viejo Bernier, combatiente en la Guerra Civil y luego miembro del grupo Cántico, se agarra a los paisajes recónditos que la lid le va imponiendo para recuperar, en mitad de la muerte, la belleza de ríos y montañas. Aquí, únicamente, en lo inmarcesible y puro del verdor silvestre y las aguas cristalinas, puede hallarse una trascendencia que venza los horrores humanos.
Leer a estos autores ahora atraviesa la sangre y la coagula en pequeñas cabezas de alfiler, porque no existe un vericueto de la naturaleza que no haya sido malogrado y contaminado por la acción del mal llamado desarrollo, comprometiendo así un solaz que otros juzgaron estable. Aquel estío moguereño mío fue aplastado por sucesivas olas de calor que transformaron el frescor de la apacible brisa marina en un horno irrespirable. En las inmediaciones, un fortísimo olor a gas me remitía al funcionamiento de una refinería ubicada entre frondosos parajes protegidos; a pocos kilómetros, el parque de Doñana desecado hundía sus raíces en el manto de plástico que entolda un mar de fresas y, en el bar, escuché a no pocos hombres enriquecidos gracias a la agricultura alardear de sus visitas al puticlub y el consumo de cocaína. Para esto queríamos la naturaleza, pensé conforme regresaba una y otra vez a los poemas: “Orillas puras del río eterno” que, probablemente, yacerían marchitas y carcomidas de basura. Si bien el fenómeno no es nuevo —para llegar al municipio hube de contemplar primero, desde la carretera, el cauce rojizo del río Tinto, mismo vino tóxico que desencadenó la primera manifestación ecologista de España, allá en 1888, duramente reprimida por las autoridades—, van quedando cada vez menos rincones que denominar “naturales”, y quienes nos sentimos punzados por la solastalgia no podemos sino otear el océano movidos por extrañas preguntas: cuántas especies, abajo en lo inmenso, afrontan una extinción irreversible; qué récord de temperatura batirá hoy el oleaje; cuántos kilos de microplásticos andarán poblando la mojadura de mi baño salado.
Dice la poeta María Sánchez, en su colección Fuego la sed (La Bella Varsovia, 2024), que debemos aprender a amar los lugares que ya no son “con otras formas y afectos”, y yo interrogo su mandato intentando dilucidar si del monte arrasado por un incendio se amaría el follaje o la ceniza. Nuestros enclaves, ya mutados por la crisis climática, se esfuman entre los dedos como fantasmas tenebrosos, los mismos fantasmas en que nos hemos convertido, asegura María, mientras corresponde solo a nuestros mayores abrazar la categoría de ancestros, tal vez debido a que ellos sí se esforzaron en transmitir un legado ecológico a las siguientes generaciones y, por el contrario, los contemporáneos serramos esa herencia para fabricar con las virutas muebles de Ikea. El cambio, por lo tanto, supera lo climático, pues perfora las conciencias hasta el punto de no lograr identificarnos con un pasado reciente que, si acaso nos interpela, es en virtud de la ausencia y no de la continuidad, vaivén histórico inaudito. Quizá el próximo giro cultural no consista en evocar un duelo anclado en la pérdida de insectos y flores, sino en venerar la destrucción fósil cual dios solitario, cuando la memoria de los últimos árboles haya desaparecido completamente. Los poetas, imagino, conjugarán la eternidad de los pesticidas con el fin de asegurarse un nombre, “nuestras vidas son las fumigaciones que van a dar en el cáncer”, y las relaciones, asexuales y distantes, se recrearán en versos que alabarán el coltán de las pantallas infalibles.
Ojalá no ocurra. Mientras terminaba esta tribuna ha comenzado a llover y, atraída por el campanilleo de las gotas sobre el tejado, me he asomado un momento a la azotea simplemente para comprobar cómo el cielo me rebatía. El petricor, ese aroma tan característico del paisaje empapado, señalan los expertos, nace de unas bacterias llamadas actinomycetales, y ahora mismo lo invade todo. Todavía quedan retazos de vida en algún sitio, aquí a mi vera; es posible frenar la máquina, parar la guerra, hilvanar poemas de futuro. Azahara Palomeque es escritora y doctora en estudios culturales por la Universidad de Princeton.
 
























[ARCHIVO DEL BLOG] Lecciones de Italo Calvino. [Publicada el 10/05/2019]










Entre los próximos 23 y 26 de mayo estamos llamados los ciudadanos europeos a elegir a nuestros representantes en el Parlamento de la Unión. Me parece un momento propicio para abrir una nueva sección del blog en la que se escuchen las opiniones diversas y plurales de quienes conformamos esa realidad llamada Europa, subiendo al mismo, de aquí al 26 de mayo próximo, al menos dos veces por semana, aquellos artículos de opinión que aborden, desde ópticas a veces enfrentadas, las grandes cuestiones de nuestro continente. También, desde este enlace, pueden acceder a la página electrónica del Parlamento europeo con la información actualizada diariamente del proceso electoral en curso.
La declinante participación en las elecciones europeas y el auge de los nacionalismos apunta a la necesidad de hallar nuevas ideas. Para ello, quizás la política debe buscar en nuevos lugares, escribe el periodista Andrez Rizzi.
Quedan tres semanas para que unos 350 millones de europeos sean convocados a las urnas para elegir el nuevo Parlamento común, comienza diciendo Rizzi. Partidos de toda Europa afilan sus armas electorales. El cuadro en que esta convocatoria se produce no es halagador para los sostenedores del sueño de integración europea. Cuatro décadas de constante caída de la participación (pese al incremento de las competencias de la Eurocámara) y años de subida del apoyo a las formaciones que abogan por un repliegue nacionalista dibujan un sombrío escenario.
En paralelo, se desenvuelve una gran metamorfosis del panorama político, con el colapso de los partidos tradicionales (nótese como en España acaba de ganar una formación histórica como el PSOE, pero con un apoyo equivalente al de la derrota que hizo dimitir a Rubalcaba en 2011, y que la suma de sus votos con el PP es la más baja de siempre, un 45%).
En este panorama, parece obvio que los partidos europeístas (y los tradicionales) deben ir en búsqueda de ideas radicalmente nuevas. En una interesante entrevista concedida a este diario, el filósofo alemán Markus Gabriel llamaba a sus colegas a un activismo intelectual paneuropeo, a plasmar una filosofía europea que aspire no solo a diagnosticar, sino a reparar. Quizá, del otro lado, los políticos también deben ir más en búsqueda de ideas fuera de los caladeros tradicionales de politología, economía, sociología. Atreverse a pensar fuera de los esquemas. Escuchar a los filósofos. También a poetas, novelistas, artistas. Quizá encuentren ese vuelo que desde luego la ciudadanía no ve en ellos, según el irrefutable epitafio de las urnas.
Las sendas de inspiración pueden estar por doquier. Las propuestas para un nuevo milenio de Italo Calvino, formuladas en 1985, quizá sirvan de ejemplo. Fueron concebidas como un ciclo de conferencias literarias para la universidad de Harvard. Pero, en contraluz, el que quiera, entrevé senderos intelectuales chispeantes que iluminan toda clase de camino, no solo el literario. Incluido la Unión Europea del nuevo milenio.
Calvino enuclea en ellas valores literarios que considera fundamentales para el milenio que se aproximaba: ‘levedad’, ‘rapidez’, ‘exactitud’, ‘visibilidad’, ‘multiplicidad’. Su visión es extraordinariamente actual y seductora. Calvino no descalifica los valores de los conceptos antitéticos y explica porque prefirió estos. ¿Sugieren algo para la política europea de este siglo? Quizás. Sigue un modesto y muy sintético intento de mostrar como la agudeza de la mirada de un titán europeo abre autovías de pensamiento en otro tiempo y otro espacio.
Ante la sensación de un mundo que se petrificaba, Calvino explica que optó por la levedad como antídoto en su literatura. No es ligereza, mucho menos frivolidad. Es restar peso. Evitar que el peso aplaste. Es agilidad del pensamiento y emocional. “Hay que ser ligero como el ave, no como la pluma”, advierte, citando a Paul Valéry. Poder o hacer volar, no ir con el viento (Cabe preguntarse si el abrupto giro de Casado es de ave o pluma…).
Este concepto de Calvino apunta a un lugar interesante en la política actual. Las fuerzas nacionalistas –que por la dureza de sus planteamientos se puede tener la tentación de identificar con el concepto antitético a la levedad: el peso- han logrado una fuerte activación emocional en muchos ciudadanos. Adoptan una retórica vibrante, esgrimen conceptos simples y directos que tocan fibras profundas. Una respuesta puramente racional a sus argumentos a menudo no logra cortocircuitar el bucle emocional. Quizá la respuesta es el ave de Calvino/Valéry, dar con los acordes dialecticos emocionales que hagan volar. El ascenso de Obama tuvo mucho a que ver con esa capacidad inspirativa.
Si para encarar un mundo que se petrifica Calvino opta por la levedad, ante una vida cada vez más veloz, abraza… la rapidez. En una época en la que incluso personas cultas y acostumbradas a profundizar raramente mantienen su concentración más de unos minutos sin volver a poner una yema y dos pupilas en la pantalla de un móvil, la lentitud es un suicidio. Hay que lograr mayor velocidad. Que las cosas avancen, a un ritmo que no genere frustración por el abismo entre compases institucionales y vitales. Pero la verdadera cuestión es, ¿qué tipo de velocidad? La que abraza Calvino no es el estéril picotear entre mil flores que parece ser el signo de los tiempos. No es una reactividad histérica y superficial, “sino entregar(se) a la línea recta en la esperanza de que (nos) convierta en inalcanzable(s)”: calcular bien la línea de fuga y entonces lanzarse en ella como una flecha y desaparecer en el horizonte. Una brutal claridad de objetivos y del camino para conseguirlos en un mundo disperso. Con una velocidad acorde a nuestro tiempo (y que Calvino veía venir en 1985). ¿Ha calculado bien la UE su línea de fuga? ¿Viaja en ella con suficiente rapidez? Defensa y Zona Euro son áreas fundamentales de desarrollo, pero igualdad de género y medioambiente quizá tengan más arrastre en la ciudadanía.
No se trata aquí de la banal visibilidad de la figura de uno hacia fuera en la sociedad –sin duda necesaria en política pero insuficiente-, sino de la capacidad de percepción de figuras de la imaginación que uno tiene dentro y de su representación hacia fuera. “Si he incluido la visibilidad en mi listado de valores que hay que salvar es para advertir del peligro que estamos corriendo de perder una facultad humana fundamental: el poder de enfocar visiones a ojos cerrados, de hacer brotar colores y formas con la alineación de caracteres alfabéticos”, escribía Calvino. El peligro es mucho mayor ahora que entonces, en una sociedad arrastrada por un torrente de estímulos, tentaciones, distracciones exteriores audiovisuales que resecan la vida interior. Es decir, el lugar donde pueden hallarse imágenes/ideas que elevan.
A veces una idea simple, brillante, reconocible construye más que una lluvia de dinero. Piensen en el Erasmus. Un proyecto que con un presupuesto contenido ha probablemente hecho más para la integración de Europa que el descomunal desembolso en la Política Agrícola Común durante décadas. Hecha la UE, queda por hacer los europeos. Piensen cómo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














miércoles, 3 de abril de 2024

Sobre la banalidad del mal

 






El rostro contemporáneo de la banalidad del mal
ESTHER PEÑAS
01 ABR 2024 - Ethic -harendt.blogspot.com

   
Pocos conceptos filosóficos han tenido tanta repercusión, han señalado consecuencias tan terribles o han sido empleados de manera tan insistente como el que acuñó Hannah Arendt en su obra Eichmann en Jerusalén: la banalidad del mal. Fue tal la polémica que suscitó al publicarse en 1963 que incluso su autora fue acusada de haber creado, más que una noción del alma humana, un mero eslogan. Así lo pensaba, entre otros, el experto en mística judía y referente del pensamiento israelí Greshom Scholen.
«La indolencia hecha normalidad es el mal. El que muere en la banalidad del mal y cree vivir jamás entendió la dignidad intrínseca de las personas, y ahí reside su esclavitud y peligrosidad: no saben, no quieren saber, hacen sin conciencia, pero con eficacia de autómata», explica el filósofo Álex Tarantino.
Parece un oxímoron: banalidad del mal. En primera instancia, sorprende la expresión, porque pareciera que el mal, esa palabra monosilábica cargada de una fuerza tectónica, pudiese ser cualquier cosa excepto banal. Banal es un galicismo de la Edad Media que alude a la posesión del señor feudal. Una tierra, un lavadero o un pajar podían ser banales. «La palabra comparte raíz con «bando», que no es lo poseído sino lo proclamado por dicho señor. Por eso los bandos recuerdan las obligaciones de los vecinos… ¡Triste manera de relacionarse con el mundo esa fórmula de ordeno y mando!», comenta el filósofo Jorge Freire.
Arendt, que asistió como corresponsal de la revista The New Yorker al juicio de Eichmann, uno de los principales burócratas del régimen nazi, responsable directo de «la solución final», advirtió que no presentaba el perfil de un psicópata, sino de una personalidad «normal». Así lo certificaron los psicólogos que lo analizaron. Fue una falta de criterio, la falta de pensamiento libre, lo que le impidió siquiera cuestionarse si las órdenes que ejecutaba eran o no justas. Eichmann, como tantos otros, se absolvía de cualquier culpa, arrepentimiento o contrición. No pensar en lo que se hace puede convertirse en una suerte de locura moral tremendamente peligrosa. Cuando se le prestó un ejemplar de Lolita, de Vladimir Nabokov, para que se distrajera en su celda, Eichmann lo devolvió al considerarlo un libro inmoral. «Mi único lenguaje es el burocrático», reiteraba en el juicio. Cumplía órdenes. No le pagaban por pensar. El burócrata, lo explica Arendt, solo conoce una culpa: contravenir las reglas, no cumplir con su deber.
Cuando Arendt -que para mucha gente «no es más que el icono de una mujer que fumaba, la autora de unas cuantas frases y la protagonista de algún episodio biográfico privado», lo cual es «inevitable en los autores verdaderamente importantes», en el decir del filósofo Antonio Valdecantos-, hizo pública su tesis, muchos colegas se indignaron por entender que exculpaba a Eichmann al asegurar que no tenía conciencia de lo que hizo. Porque, ¿puede haber delito sin la conciencia de haberlo cometido? «Lo que estás diciendo es que Eichmann carece de una cualidad humana intrínseca, la capacidad de pensar, de tomar conciencia: la conciencia. Pero, entonces, ¿no es sencillamente un monstruo? Si admites que es malvado de corazón, le estás dejando cierta libertad, y eso nos permite condenarlo», le escribió a Arendt la ensayista Mary McCarthy.
Pero la filósofa recuerda que la capacidad de pensamiento, por tanto, la conciencia, concurre en todos los seres humanos. Es potestad de cada cual ejercerla o no. No hacerlo no nos convierte en inocentes. Así como el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimento, Arendt refuta a Aristóteles cuando describe con palabras lo que cada cual, de algún modo, ya ha experimentado de primera mano: que hay gente mala sin remordimientos. Eichmann, como todos los demás acusados, tuvo la libertad de negarse, de decir no, de no colaborar. Pero no lo hizo. No se trata, explica Arendt, de que en cada uno de nosotros habite un Eichmann latente, pero tampoco se puede decir que Eichmann no está en nadie.
El filósofo y lingüista Noam Chomsky, en su ensayo La guerra de Asia, refiere un caso similar, el de William Calley, el oficial que dirigió la matanza de civiles (más de quinientos) del pueblo vietnamita de My Lai, en 1968. En el juicio argumentó que no había ido a la guerra para usar el sentido común sino para cumplir con el cometido encomendado. Una apatía moral que nos convierte en asesinos, en autómatas, en desalmados. El pensar práctico sustenta la responsabilidad de uno consigo mismo y con los demás.
No ocurrió lo mismo con Claude Eatherly, el piloto norteamericano que conducía el Straight Flush, un avión que participó en los bombardeos de Hiroshima, el 6 de agosto de 1945. Fue recibido como un héroe, pero su sentimiento de culpa lo llevó a cometer distintos delitos para ser juzgado y encarcelado. Necesitaba pagar por lo que hizo, que lo culparan por lo que fuese. Finalmente, enloqueció. La conciencia de lo que había hecho no le permitió vivir como una persona normal.
Arendt descarta en su razonamiento la puerilidad de concluir que el uso del pensamiento garantice distinguir el bien del mal, pero sabe que hacerlo, pensar y actuar con criterio, sí nos libera de asumir cualquier veleidad impuesta, por monstruosa o inofensiva que sea. La vida, ya nos lo enseñó Sócrates, no es moralmente neutra, no puede serlo, siempre está sometida a examen.
Hasta entonces, para la comisión de un delito era requisito indispensable el dolo, la voluntad deliberada de hacer daño, que el sujeto pudiera distinguir el bien del mal. Pero lo que Arendt plantea es algo novedoso de raíz: la responsabilidad no está ligada necesariamente a la intención criminal. Lo que justifica la actitud de Eichmann no fue la maldad ni la locura, sino su desempeño dentro de un sistema establecido basado en el exterminio.
«Uno de los grandes aciertos de Arendt fue mostrar que entre la vida normal y el mal absoluto puede haber solo un pequeño paso. En realidad, si no fuera así, el mal descomunal no existiría. La tesis es sencilla y todo el mundo la entiende, pero, si se toma en serio, puede que impida seguir respirando con tranquilidad», apunta Valdecantos. Asumir una actitud crítica ante la vida no es poca cosa si reparamos en la ambigüedad de muchos criterios por los que se puede atentar contra la vida y la dignidad. Pensar, un proceso en continua actividad y nunca extático, como el tejer y destejer de Penélope, impide adoptar una actitud pasiva, sumisa u obediente hacia lo que digan los demás, venga de donde venga. Es indigno para la condición humana asumir decisiones extremas e indolentes respecto de los otros, como si los otros fueran objetos, cosas, olvidando el principio ético básico de que cualquier ser humano merece respeto.
Eichmann, que fue secuestrado en Argentina por los servicios secretos israelíes, el Mossad, contraviniendo todas las leyes vigentes, fue condenado a la horca. Murió el 1 de junio de 1962. Hannah Arendt respaldó el veredicto.
Arendt fue precursora del fact checking, la verificación de los hechos, hoy tan común ante la proliferación de noticias falsas. Para la filósofa lo espantoso no es la mentira en sí, sino que esta sea creída: «Las mentiras resultan a veces mucho más plausibles, mucho más atractivas que la realidad, dado que el que miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia quiere escuchar». Alentar un contenido que no verificamos es, también, banalidad del mal.
Susan Sontag advirtió que la saturación de imágenes a través de los medios de comunicación provocaba una indolencia espeluznante. Ella distingue entre «sujeto espectador», capaz de interpretar aquello que recibe, y «sujeto consumidor de imágenes», que no se detiene a pensar en el significado de lo que presencia. Es necesario que tomemos conciencia de lo que ocurre en el mundo, pero «todo bien es susceptible de convertirse en mal al banalizarse», apunta Freire.
«Seguimos empeñados en que las personas abominables han de parecerse a Orban, Berlusconi, Aznar, Mohamed VI, Rubiales o Trump, a Boris Johnson y Charles Manson, pero son solo toscos epítomes de una corrupción de marca blanca que está más en la neozelandesa Jacinda Ardern, con su radiante sonrisa, que en esa cohorte de hediondos orcos», asegura el filósofo Ignacio Castro. Argumenta también que «su cálculo silencioso, la obediencia estratégica a una agenda, la capacidad de adaptación a cualquier circunstancia que permita mantenerse en el poder, les convierte antropológicamente en mutantes. Es la punta estadística de una banalidad del mal. Su primera corrupción es que hace —digamos— treinta años que no bajan solos a la calle, sin la compañía de un seguro equipo de asistentes y guardaespaldas. Y ante todo, la sordera de la estrategia partidista y la agenda del día. Arendt denuncia la perversión de la democracia por el automatismo normativo, una nueva élite de expertos que nos expropian el más elemental sentido común, la comunidad y la sabiduría que brota de ella».
«Ver, pero hacer como que no se ve, es el lugar de la patología. Como en Un mundo feliz, de Huxley, vivimos en reservas digitales, como creyentes que confían en el paraíso del engaño, del engañado, tan normal, tan normales, en un mal sin flores… Es esta indolencia normalizada por el neoliberalismo capitalista que hemos de pagar para no ser excluidos de lo social. ¿Quién puede ser valiente en el decir? Solo el ser que se abisma y siente vértigo, solo el que comprende lo trascendente del bien, y lo grita, y lo escribe…», concluye Tarantino. Esther Peñas es escritora.














Sobre la falsa concordia

 









Leyes de memoria histórica y concordia por narices
SERGIO DEL MOLINO
03 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Concordia es una palabra que debió extinguirse del lenguaje el día en que el Concorde se estrelló. Concordia es una plaza de París donde estuvo la guillotina y hoy se erige el obelisco que un virrey otomano de Egipto regaló a Francia en señal de vasallaje y sumisión (y, por tanto, concordia). Concordia es la palabra que pronuncian los que accionan la guillotina cuando se les cansa el brazo, miran el cesto de las cabezas cortadas y calculan que ya hay suficientes y es hora de colocar un obelisco. Entonces, hablan de concordia con el mismo énfasis que antes ponían en la sangre. Concordia es una palabra solemne y cursi, apropiada para brindis al sol de revolucionarios de las revoluciones pasadas y para aliñar homilías arzobispales. Es el equivalente léxico a un palio, una cornucopia o una lámpara de araña demasiado grande para un salón de techos bajos. Puesta en un texto, la concordia estorba, como una antigüedad hortera que no pega con el resto de los muebles. A nadie le gusta —salvo a quien la puso ahí—, pero no se atreven a llevarla al rastro.
Como todas las palabras bibelot, la concordia no solo es un significante vacío, sino que siempre llega tarde y subraya lo innecesario. En relación con el pasado, la dictadura y la represión política, España no necesita concordias como las del título de las leyes que quiere imponer Vox, sino justicias y reparaciones. Ya tuvimos bailes, responsos y abrazos, ya echamos los pelillos a la mar en 1977. De lo que se trataba con las leyes autonómicas de la memoria, que complementan la ley nacional y la hacen operativa, era de enterrar a los muertos. Lo estábamos consiguiendo. Con eones de retraso, haciendo esperar demasiado a los hijos y los nietos de las víctimas, pero estábamos consiguiendo al fin que el Estado se hiciera cargo de la barbarie y que los muertos se enterrasen según los deseos de sus deudos. Sacar sus huesos de las cunetas es un imperativo democrático esencial y ajeno a la discusión ideológica. Puede que las leyes de memoria llevasen demasiada farfolla retórica y que se propasaran un tanto al legislar sobre la discusión historiográfica e intelectual sobre el pasado, que debe ser libre, pero el objetivo fundamental era enterrar bien a los muertos. Y se estaba consiguiendo.
Vox cambia la justicia elemental por la concordia, y lo hace forzando el brazo del PP, al que tanto le costó asimilar esta demanda. Nos quieren plantar un obelisco egipcio que no pega con la plaza. Concordia por narices. Concordia y a callar. Sergio del Molino es escritor.








De la empatía indiscriminada

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. Quien predica la empatía indiscriminada, afirma en El País Semanal el escritor Javier Cercas, no tiene ni idea de lo que es la empatía, o es un demagogo o no la ha practicado. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Mucho ojo con la empatía
JAVIER CERCAS
30 MAR 2024 - El País Semanal - harendt.blogspot.com

Es la palabra de moda, sobre todo entre nuestros políticos, que predican la empatía para todo el mundo, a todas horas y en todas partes. Hace años, cuando nadie usaba la palabra, la reivindiqué en esta columna a propósito de un diálogo entre dos novelistas: J. M. Coetzee y Paul Auster. Natural: empatizar con alguien significa comprenderlo, sentir a fondo con él, ponerse en su piel, y a eso nos dedicamos los novelistas: a identificarnos con todos, incluidas por supuesto las bestias más inmundas. También lo hacen los actores: Laurence Olivier, digamos, con el Ricardo III de Shakespeare; Al Pacino con el Michael Corleone de El padrino; Javier Bardem con el Anton Chigurh de No es país para viejos, o Juan Diego con el señorito Iván de Los santos inocentes (o el Franco de Dragon Rapide). Eso es empatía.
Pero eso es también ficción. En la realidad, las cosas cambian: aquí conviene administrar la empatía, controlarla, fijarle unos objetivos dignos y unos límites razonables, en particular por parte de quienes, a base de tanto practicarla en la ficción, olvidamos que la realidad funciona con otras reglas y que, en ella, lo bueno llevado al extremo casi siempre se convierte en malo. Un ejemplo. Hace años publiqué una novela sobre un periodista fracasado que se llamaba como yo y que encontraba una forma de redención contando las vidas paralelas y contrapuestas de un olvidado jerarca falangista y un anónimo soldado republicano; la novela tuvo un éxito imprevisto, y empezaron a llamarme periodistas fracasados en busca de redención. Feliz con la acogida del libro, yo estaba encantado de cenar con ellos y escuchar sus penas, de compartirlas y solidarizarme con sus fracasos. En vano intentaba explicarles, sin embargo, que aquella novela no era un reportaje, como decía su narrador, sino una ficción —del mismo modo que el inventor de don Quijote y Sancho no es un árabe llamado Cide Hamete Benengeli, aunque el narrador del Quijote diga que sí lo es—; en vano intentaba explicarles que, aunque el narrador de la novela lleva mi nombre, no soy yo —del mismo modo que el yo inventado de un poema no es el yo real del poeta—. Todo inútil: no había forma humana de convencerlos de que el protagonista de la novela no es un servidor, y acabábamos a las cinco de la mañana, yo seguro de ser un periodista fracasado y los dos fundidos en un abrazo, llorando y borrachos como cubas, igual que si fuéramos personajes de Dostoievski. En definitiva: una calamidad que a punto estuvo de hundirme en el alcoholismo. ¿Y qué decir de mis problemas de empatía con Rafa Nadal? Baste recordar que alguna vez he estado hablando sobre literatura ante un público atentísimo y generosísimo mientras, por debajo de la mesa, de vez en cuando consultaba en mi móvil el resultado de un partido de primera ronda entre Nadal y Kudla en el Abierto de Acapulco. ¡Qué vergüenza, Dios santo! Recuerdo la final del US Open 2019, que Nadal jugó contra Medvedev. Rafa ganó los dos primeros sets, pero el ruso lo barrió en los dos siguientes y empezó ganando el quinto, imparable. Era la una de la madrugada y yo estaba tan taquicárdico, viendo que se nos escapaba la final, que pensé que iba a darme un síncope; así que tuve que tomarme un tranquimazín y meterme en la cama, dando por hecha la derrota de Nadal. Pero, pese al ansiolítico, hacia las tres o las cuatro me despertó la ansiedad y, con el corazón en la garganta, consulté el móvil: el cabronazo había ganado, y yo me puse a pegar saltos de alegría en mi dormitorio a oscuras, hasta que desperté a mi mujer, convencida de que acababa de estallar la III Guerra Mundial. Alcaraz, óyeme bien: te va a seguir tu abuela.
Así que mucho ojo con la empatía. En la ficción, ancha es Castilla; pero la realidad, insisto, es otra cosa: aquí, bien dosificada es genial, pero cuidadito con identificarse con monarcas sanguinarios, mafiosos neoyorquinos, psicópatas de pesadilla, señoritos carpetovetónicos o dictadores eternos, que puedes acabar votando a Vox o JuntsxCat. En suma, quien predica la empatía indiscriminada no tiene ni idea de lo que es la empatía: o es un demagogo o no la ha practicado nunca. Javier Cercas es escritor.

















[ARCHIVO DEL BLOG] La guerra civil española, 80 años después. [Publicada el 22/09/2016]













El pasado 18 de julio se cumplieron 80 años del inicio de la última guerra civil entre españoles. Una tragedia que se saldó con cientos de miles de víctimas entre muertos, heridos y desaparecidos, y una postguerra casi más atroz aun en la que los vencedores hicieron gala de una inmisericorde y cruel represión a los vencidos. 
Me resultó curioso que la efeméride no despertara excesivo interés académico, editorial ni periodístico. Esa es la razón de que traiga hoy al blog el interesante artículo que el escritor y crítico literario Rafael Narbona publicaba al respecto en Revista de Libros el pasado día 16. Sencillamente, porque me parece oportuno y ecuánime. Espero que les resulte de interés.
Hace ochenta años, la guerra civil española destruyó la ilusión de una modernización política basada en ideales laicos y republicanos, dice Narbona. La coalición encabezada por Manuel Azaña no pretendía llevar a cabo una revolución, sino consolidar las reformas del bienio reformista. Aunque contaba con el apoyo del sector moderado del PSOE, liderado por Indalecio Prieto, y del Partido Comunista, que consideraba prioritario frenar el fascismo mediante alianzas estratégicas, el Frente Popular planteaba medidas moderadas, no revolucionarias. Su programa –o declaración de intenciones– proponía una explotación más racional e igualitaria del sector agrícola, el acceso al crédito de las capas sociales más desfavorecidas, la erradicación del analfabetismo mediante la creación de nuevas escuelas y una descentralización del gobierno que permitiera mayor autonomía regional. Nunca se habló de Estado plurinacional y, menos aún, del derecho de autodeterminación. A diferencia de los falangistas, la izquierda republicana no preconizaba la nacionalización de la banca o la expropiación de los grandes latifundios, sino el fin de las rentas abusivas y los desahucios, así como el derecho a compra de los antiguos arrendatarios. Los anarquistas no se mostraron hostiles con el Frente Popular, pero es evidente que su programa no satisfacía los anhelos del «comunismo libertario». De hecho, no tardaron en manifestar su decepción, acusando al nuevo Gobierno de aplicar una «política burguesa».
El desencanto de la izquierda revolucionaria no fue tan agresivo como las maniobras de la derecha católica y tradicionalista, añade. Gil-Robles y Calvo Sotelo afirmaron que Azaña y sus ministros trabajaban al servicio de la Unión Soviética, preparando una «revolución bolchevique» cuya finalidad era acabar con Dios y con España. Esas palabras sólo constituyeron el preámbulo de una serie de atentados que intentaron liquidar el orden constitucional. El 12 de marzo, un comando de pistoleros falangistas intentó matar al notable jurista Luis Jiménez de Asúa, diputado socialista y uno de los padres de la Constitución de 1931. No lograron su objetivo, pero acabaron con la vida de su escolta, Jesús Gisbert. El 13 de abril mataron al magistrado Manuel Pedregal, que había condenado a algunos de los falangistas implicados en el atentado contra Jiménez de Asúa. Los revisionistas que justifican la rebelión militar aseguran que la «primavera trágica» de 1936 no dejó otra alternativa, pues era la única manera de restablecer el orden y evitar que España se convirtiera en un «satélite de Moscú». Ese argumento omite que la derecha desempeñó un papel esencial en la desestabilización del incipiente Gobierno del Frente Popular, utilizando la prensa para incitar a la violencia. Falangistas y requetés se limitaron a ejecutar una campaña orquestada para provocar la caída de la coalición liderada por Azaña. La primavera de 1936 fue trágica, pero no se caracterizó por una violencia simétrica. Entre febrero y julio, perdieron la vida doscientas sesenta y dos personas. El mes más cruento fue marzo, con noventa y tres muertes. Ciento cuarenta y ocho víctimas militaban en la izquierda. Cincuenta procedían de la derecha y diecinueve pertenecían a las fuerzas de orden público. Se desconoce la filiación política de cuarenta y cinco. No está de más establecer un paralelismo con una situación de nuestra historia reciente. En 1980, ETA cometió cuatrocientos ochenta atentados y asesinó a ochenta y nueve personas. Su campaña de terror causó –además– cuatrocientos treinta y dos heridos, doscientas explosiones, veintidós secuestros, dos asaltos a cuarteles, más de doscientos cincuenta incendios y al menos cien amenazas de bomba. Es un cuadro sobrecogedor, pero que en ningún caso justifica el fallido golpe de Estado de febrero de 1981. En este caso, la responsabilidad moral recae en el independentismo vasco de ideología marxista-leninista. En la primavera de 1936, la violencia no fue unidireccional, sino múltiple y compleja, pero lo cierto es que el clima de crispación e inseguridad no puede atribuirse a las políticas –apenas esbozadas– del Frente Popular, sino fundamentalmente a la resistencia de la derecha a perder el poder.
La interpretación del pasado es una cuestión esencial para la convivencia, particularmente cuando se trata de hechos históricos que han representado una catástrofe moral para una sociedad, continúa diciendo. Lejos de ser un capítulo cerrado, la guerra civil española ejerce una poderosa influencia en el presente, despertando pasiones y enconos. La paz y la reconciliación no pueden construirse por medio de mitos y mentiras, falsificando los hechos. Desde hace varios años, se intenta rehabilitar la dictadura franquista de una forma más o menos velada. Se presenta la rebelión militar de 1936 como una respuesta necesaria al presunto radicalismo de una izquierda revolucionaria y antidemocrática. Se cuestiona el número de víctimas de matanzas tan escandalosas como la de Badajoz y se destacan los logros económicos del régimen, insinuando que establecieron las bases del cambio político y social. Esa perspectiva sería inimaginable en Alemania e Italia, que vivieron bajo la bota del fascismo durante un período más breve, pero no menos destructivo. Impugnar el revisionismo que absuelve al franquismo de un genocidio, no comporta justificar o ignorar la represión del bando republicano, aduciendo que la masacre del clero y los sectores más conservadores constituyó un fenómeno inevitable en una época marcada por la desigualdad y la explotación laboral del campesinado. Sin embargo, hay indudables diferencias. Según Antony Beevor, «el número de víctimas del terror en zona republicana durante el golpe de Estado y la Guerra Civil sería de unas treinta y ocho mil personas, casi la mitad de ellas asesinadas en Madrid (8.815) y Cataluña (8.352) durante el verano y el otoño de 1936» (La guerra civil española, trad. de Gonzalo Pontón, Barcelona, Círculo de Lectores, 2005, p. 127). En cambio, «la represión franquista durante la guerra y la posguerra podría situarse alrededor de las doscientas mil víctimas, cifra que no desacredita del todo los cálculos del general Gonzalo Queipo de Llano y Sierra, cuando juró “por mi palabra de honor y de caballero que por cada víctimas que hagáis, he de hacer lo menos diez”» (op. cit., p. 139).
Franco declaró que ganaría la guerra a cualquier precio y, una vez en el poder, anunció que la represión duraría hasta aniquilar completamente a al adversario, añade más adelante. El 19 de mayo de 1939 dejó muy claras sus intenciones durante el discurso pronunciado el Día de la Victoria: «No nos hagamos ilusiones: el espíritu judaico que permitía la alianza del gran capital con el marxismo, que sabe tanto de pactos con la revolución antiespañola, no se extirpa en un día, y aletea en el fondo de muchas conciencias». No sabemos hasta dónde habría llegado la represión, sin la derrota del Eje en 1945. En 1940, había casi cuatrocientos mil presos republicanos, condenados o a la espera de juicio. Muchos salvaron la vida gracias al desenlace de la Segunda Guerra Mundial, que convirtió a la España de Franco es una anomalía histórica. Las vengativas arengas de Franco, justificando la represión en aras de la pacificación del territorio conquistado, contrastan con las declaraciones de las autoridades republicanas. El 3 de octubre de 1936, Julián Zugazagoitia, diputado socialista y ministro de la Gobernación entre mayo de 1937 y abril de 1938, aprovechó su condición de director de El Socialista para condenar los crímenes de la retaguardia republicana: «La vida del adversario que se rinde es inatacable; ningún combatiente puede disponer libremente de ella. ¿Que no es la conducta de los insurrectos? Nada importa. La nuestra necesita serlo». Exiliado en París después de la guerra, Zugazagoitia fue detenido por la Gestapo y entregado a las autoridades españolas. Durante el Consejo de Guerra celebrado el 21 de octubre, el fiscal reconoció que no había cometido ningún delito, pero lo acusó de «inducir a la revolución» por el simple hecho de ocupar un cargo político. Notables franquistas, como el escritor Wenceslao Fernández Flórez, el falangista Rafael Sánchez Mazas, la viuda de Julio Ruiz de Alda y Antonio Lizarra, capitán de los requetés carlistas, testificaron que Zugazagoitia había salvado muchas vidas, librando a buen número de monjas y sacerdotes de la violencia de las milicias anarquistas. No sirvió de nada. Zugazagoitia fue fusilado el 9 de noviembre junto con otros catorce republicanos en el cementerio madrileño del Este. Entre sus compañeros de infortunio se hallaba el mordaz periodista Francisco Cruz Salido. Se dice que Franco se negó a conmutar la pena de Salido por el carácter satírico de sus artículos. Ni siquiera se planteó el indulto de Zugazagoitia, pues su intención era descabezar a las fuerzas políticas de signo opuesto. Un desconocido (probablemente, un derechista influyente) encargó y pagó una sepultura para Salido y Zugazagoitia, que consistió en una lápida con un relieve de granito con forma de libro abierto con los nombres de los dos ejecutados. El benefactor registró la tumba a nombre de Sabina Marroquina. Hasta ahora han fracasado todos los intentos para descubrir su identidad.
Ochenta años después del alzamiento militar del 18 de julio de 1936, no hay argumentos sólidos para minimizar las políticas de exterminio de los golpistas, añade. Franco, un general mediocre y tristemente reaccionario, trasladó a España las tácticas de guerra empleadas en Marruecos, inspirándose en la «gesta de la Reconquista». No ofreció tregua ni cuartel, pues su intención era extenuar y aniquilar al enemigo, sembrando el terror. El terror también existió en la «zona roja», con sus checas, paseos y ejecuciones masivas, pero ni los crímenes cometidos por las milicias revolucionarias, ni la responsabilidad de la Junta de Defensa de Madrid en las matanzas de Paracuellos, restan un ápice de horror a una dictadura que torturó y fusiló sin piedad a sus enemigos reales o imaginarios durante cuatro décadas. Franco gobernó mediante el miedo, prolongando el bando de guerra hasta 1948 y proclamando el estado de excepción ante cualquier expresión de protesta. Los piquetes de fusilamiento y el garrote vil funcionaron hasta el último aliento del régimen. No creo que la victoria de la República en la Guerra Civil hubiera desembocado en un Estado totalitario de ideología comunista, pero está claro que sublevación militar exacerbó la impaciencia de quienes reivindicaban una insurrección armada para poner fin a las desigualdades sociales. El pronunciamiento sólo agravó la polarización de la sociedad, impidiendo que nuestro país se convirtiera en una democracia de corte europeo. Incluso hoy perviven las heridas del conflicto en forma de mitos y falacias. La izquierda idealiza la resistencia republicana, eludiendo la cruel represión de la retaguardia, y la derecha intenta limpiar la cara al régimen franquista, rebajando la cifra de ejecuciones y exagerando los problemas de orden público de la España del Frente Popular.
Los ideales laicos y republicanos podrían haber configurado una historia diferente, sin revoluciones ni asonadas castrenses, concluye Narbona. Dicen que Ortega y Gasset votó al Frente Popular, tachando todos los nombres, salvo el de Julián Besteiro. No sé si es cierto o sólo es una leyenda, pero creo que su gesto apunta en la dirección acertada. Desgraciadamente, el reformismo perdió la batalla. Sin embargo, el tiempo le ha dado la razón, mostrando que la convivencia democrática es la única alternativa razonable. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt