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viernes, 26 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Sobre gustos...



El cantante Pau Dones (2018). Foto de Samuel Sánchez para El País


En tantos litigios penosos relacionados con chistes, monólogos y letras de canciones, de la libertad de expresión se considera que hay que defender la libertad y juzgar la expresión, comenta en el A vuelapluma de hoy [Cuéntanos más de ti. El País, 16/6/20] el escritor Manuel Jabois.

"Entre 2013 y 2016, -comienza diciendo Jabois- una chica llamada Cassandra Vera escribió en Twitter unos chistes sobre Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno de la dictadura franquista asesinado por ETA, y fue denunciada por la Guardia Civil. Su defensa fue asumida por un abogado de oficio que informó a su clienta, tras declararse admirador de Carrero Blanco, que basaría su estrategia en que los tuits los escribió en un estado de enajenación mental, algo a lo que ayudaría, se entiende, su condición de transexual. Aquello demostraba que, aunque al principio te puedan ocurrir injusticias como a cualquiera sin estar relacionadas con la minoría a la que perteneces, siempre hay un momento del proceso en que la bolita cae en el número al que nadie quita ojo.

Un nuevo abogado llevó la defensa de Vera. En 2018, después de ser condenada por la Audiencia Nacional a un año de cárcel y siete de inhabilitación, el Tribunal Supremo la absolvió poniendo el listón intratable: si el Tribunal Supremo de España tenía que reunirse por culpa de los chistes de una menor de edad en Twitter, qué nos depararía el futuro. No sólo eso, sino que había algo extraordinario en la absolución, ya que entre los argumentos clamorosos caía esta bolita en el número que todo el mundo esperaba: los chistes eran de “mal gusto”.

El gusto, sobre todo el gusto español (no se sabe ya cuántas veces ha tenido que desmentir Victoria Beckham haber dicho que este país huele a ajo), es uno de los asuntos más importantes de este tiempo que se acaba, dinamitado por el virus. Se asoció, incluso desde las altas magistraturas del Estado, a la libertad de expresión, que es uno de los derechos más necesarios y profundamente desagradables de la democracia. Por eso tantas veces, en tantos litigios penosos relacionados con chistes, monólogos y letras de canciones, de la libertad de expresión se considera que hay que defender la libertad y juzgar la expresión. Una especie de visado de buen ciudadano que se ejercita entre locuciones como “cierto es”, “no obstante” o “dicho lo cual”.

Todo esto lleva degenerando años, particularmente en el ámbito de la política (siempre que hay que alabar al adversario, antes hay que hacerse la PCR ideológica mencionando lo lejos que estás de él; los antipodistas: “Estando como estoy en las antípodas del señor Almeida, cierto es que…”). Y, desde ahí, este fenómeno adquiere una fuerza tan extraordinaria que, a veces, esa información que nadie te pide, pero te sientes obligado a facilitar para darte mérito, parece obra de un sociópata, como cuando un culé destaca su barcelonismo (“aunque soy del Barça”) para añadir que siente mucho la muerte de Lorenzo Sanz, como si lo lógico, debido a su condición, hubiera sido matarlo él mismo.

O, en estos últimos días, los comentarios que se han podido leer en redes sociales sobre la muerte de Pau Donés, similares a los que se suelen hacer cuando fallece un artista: expresar tu dolor añadiendo el personalísimo juicio sobre su obra, como si eso fuese imprescindible para que el muerto vaya en paz. Obligados a contarnos si les gusta o no su música, preferentemente si no, para dar el pésame en libertad, quizá esperando un aplauso; por ejemplo: “tiene mucho mérito que, aunque no te gusten sus canciones, estés a favor de que viva”. Lo cual no deja de ser gracioso porque, a fuerza de publicitar nuestros gustos en cualquier contexto, si uno los calla ya se le etiqueta a trazo grueso, con el júbilo habitual de quienes no tienen que confrontar dos ideas, parecido al júbilo de quien las ofrece. Lo importante, como siempre, es no pensar".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 29 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] El placer de la conversación




Dibujo de Enrique Flores para El País


La libertad de conversación se está perdiendo. Cualquier atisbo de crítica no sectaria, o que no esté concebida para denigrar a alguno de los bandos en liza, ha de hacerse en privado y en voz baja, afirma en el A vuelapluma de hoy [En defensa de la esfera pública. El País, 21/4/2020] el escritor José Luis Pardo.

"Hace ya más de 200 años -comienza diciendo Pardo- que Kant escribió sobre los límites de la libertad de pensamiento, aclarando que esta última no debe ser confundida con las solitarias certezas privadas, presuntamente inalienables, ya que pensar libremente no es otra cosa que poder comunicar libremente a los demás lo que pensamos: no sabemos siquiera si un argumento es verdaderamente sostenible hasta que lo exponemos en público a la crítica de otros. De modo que es eso lo que está en juego en lo que solemos llamar libertad de expresión.

Kant señalaba que el ministro de una iglesia, el funcionario del Estado, el soldado que está sometido a la disciplina militar o el contribuyente —y quizá podríamos añadir: el militante de un partido político— no pueden esgrimir sus críticas hacia las normas que les obligan como motivo para desobedecerlas. Pero —añadía— todos ellos pueden, en cuanto partícipes de la sociedad civil, ejercer su independencia intelectual y dar a conocer libremente su pensamiento, sin importar cuánto choque con las normas de su actividad privada, gracias a la existencia de una esfera pública, una de cuyas funciones es justamente el examen crítico de esos entramados de poder a la mera luz de la razón común.

Esta distinción tan razonable entre el uso privado y el uso público de la razón funciona solamente a condición de que exista realmente eso que acabo de llamar “esfera pública”, lo que parece innegable en las democracias consolidadas, en las que la libertad de expresión está garantizada en el ordenamiento jurídico. Pero algo le está pasando a la esfera pública de nuestra sociedad, algo que, de hecho, no de derecho, restringe la libertad de pensamiento y la independencia intelectual. Yo —espero no ser el único— lo percibo día tras día en mi actividad pública, en mi trabajo como profesor y hasta en la conversación informal con amigos y conocidos. Y la dificultad para explicar públicamente qué es ese algo forma parte de la merma de libertad a la que me refiero.

Para que la esfera pública pueda ser un espacio de crítica libre de los usos privados es preciso que disponga de un margen de autonomía con respecto a esos usos, y ese margen se reduce paulatinamente cuando, como sucede en nuestros días, los intereses privados de los citados entramados de poder —iglesias, empresas, partidos políticos o movimientos sociales— invaden dicha esfera y la someten solapadamente a sus restricciones, disminuyendo así el espacio donde se puede hablar y pensar libremente. Son ejemplos de esta restricción fáctica de la libertad de pensamiento todos aquellos casos (tan abundantes que cada cual podrá escoger los que le sean más familiares) en los cuales resulta imposible exponer una opinión crítica a propósito de esas instituciones sin ser inmediatamente estigmatizado como representante de los intereses privados de alguna otra iglesia, empresa, partido o movimiento que rivalice con la institución criticada.

Y esto significa, hablando en plata, que ya no concebimos la posibilidad de que las opiniones sean otra cosa que expresión de intereses particulares o locales, es decir, que hemos perdido de vista la mera posibilidad de pensar y hablar en función del interés público, porque al parecer pocos piensan que pueda existir tal cosa, y aún menos que pueda ser tal interés el que presida las decisiones judiciales, gubernamentales o legislativas, ya que la mayoría concibe la sociedad como una concurrencia encarnizada entre intereses privados en la que se trata únicamente de elegir el bando que más convenga y comenzar a partir de ese momento a excogitar y a bramar mediante las consignas previamente cocinadas que a tal efecto han dispuesto los respectivos fabricantes de argumentarios. Entre otros muchos ejemplos, las últimas elecciones generales del Reino Unido son un exponente de ello: el voto se concentra en los extremos populistas-nacionalistas, en donde se aglutinan los mensajes más simplones y más llamativos y las opciones más descabelladas, y quienes permanecen en el centro acaban desapareciendo del mapa, después de ser tildados de peligrosos extremistas.

Walter Benjamin escribió en cierta ocasión: “La libertad de la conversación se está perdiendo. Así como antes era obvio y natural interesarse por el interlocutor, ese interés se sustituye ahora por preguntas sobre el precio de sus zapatos o de su paraguas”. Para adaptar a nuestros días esta observación habría que decir que, ahora, ese interés se reduce a la pregunta por el bando particular al que está apuntado cada cual. De manera que, mientras que la posibilidad de denostar al contrario en la esfera pública está muy bien vista e incluso incentivada, cualquier atisbo de crítica no sectaria, o que simplemente no esté concebida en términos de denigración de alguno de los bandos en liza, ha de hacerse, si acaso, en privado, en voz baja y tras cerciorarse de que no habrá filtraciones. Con lo que hemos llegado a la asombrosa paradoja, ilustrada a la perfección por el permanente estado de negociación y desgobierno de la política española, de que la esfera pública está llena de vergonzosas disputas entre intereses particulares, que obscenamente se anteponen al interés público, mientras que cualquier argumentación en términos de interés público queda reservada al cuchicheo más privado que pueda concebirse, pues expresarla públicamente puede tener consecuencias nefastas para la reputación, el empleo o el porvenir de quien la profiera. Sin duda, la libertad de conversación se está perdiendo.

Es habitual acusar de este deterioro a las tecnologías de la comunicación asociadas a Internet y a las llamadas “redes sociales”. Y es cierto que a veces la mera existencia del órgano crea la función, y que estos dispositivos se adaptan como un guante a la exaltación de las privacidades y a la agrupación de sus usuarios en manadas o fratrías de “amigos” y “seguidores” anónimos intensamente dedicados a lanzar improperios a los enemigos mediante consignas diseñadas ad hoc por “desinteresados” community-managers. Pero no podemos culpar de la crisis de la opinión pública a Cambridge Analytica, del mismo modo que no son solo los big data los responsables de los resultados electorales, ya que los votantes y los opinantes son ciudadanos libres y mayores de edad. Y si, como seguía diciendo Kant, eligen actuar como menores tutelados y renunciar a su libertad de pensamiento, solo a ellos puede imputarse tal elección.

Lo preocupante comienza cuando además pretenden imponer esa renuncia a todos los demás, incluidos los que no participan en el carnaval de las identidades enfrentadas. Porque, entre tantos bandos y banderas que hoy inundan las calles, el más injuriado de todos es el de los que no pertenecen a ningún bando (al menos no hasta el punto de dejar de pensar por sí mismos) y defienden la necesidad de la esfera pública por el tan egoísta motivo de que no quieren perder su independencia intelectual y su libertad de pensamiento. Y eso, por lo que parece, es pedir demasiado".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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martes, 18 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] El peligro de prohibir



La diputada socialista Adriana Lastra


"El programa electoral del PSOE incluía la prohibición de la apología y exaltación del franquismo -comenta el escritor Daniel Gascón en el A vuelapluma de hoy martes-. Su vicesecretaria general, Adriana Lastra, ha anunciado que la reforma del Código Penal llevará la modificación. Ha dicho que en democracia no se puede homenajear a dictadores ni a tiranos, aunque hay dirigentes de Podemos e IU que lo hacen con cierta frecuencia.

No se sabe bien en qué consistiría la regulación, ni queda claro qué es la exaltación del franquismo. Es posible que nadie lo sepa. Quizá sea un globo sonda: el Gobierno anuncia una medida, hay un revuelo, se señalan las consecuencias negativas, y cuando no sucede lo peor, porque la medida no llega tan lejos, parece que ha acertado. Entretanto, polarizas y colocas al PP en una posición incómoda.

También puede ser una chapuza. Muchos expertos han manifestado dudas. Según el Tribunal Constitucional, la libertad de expresión “no puede verse restringida por el hecho de que se utilice para la difusión de ideas u opiniones contrarias a la Constitución”, que ampara la “mera adhesión ideológica a posiciones políticas de cualquier tipo”. El límite es la incitación a la violencia. Si queremos proteger la expresión de ideas y opiniones, hablamos también —o básicamente— de la expresión de ideas odiosas. De que puedan circular ideas que nos gustan estamos todos a favor. César Rendueles ha escrito que perseguir ese delito de opinión constituye un homenaje al franquismo. En los últimos años, sin ETA en activo, se han utilizado leyes destinadas a combatir el terrorismo —pensadas para un delito y no una posición— para perseguir a cantantes o tuiteros. Eso ha conducido a situaciones tan injustas como ridículas. Podemos intentar prohibir los discursos que nos resultan antipáticos y complicarle la vida a la gente que nos cae mal. Pero prohibir un discurso puede servir para que luego veten también el tuyo.

Corres el riesgo de regalarle la defensa de la libertad de expresión a la ultraderecha. Y, sobre todo, cuando prohíbes una opinión porque te parece peligrosa para la democracia ya has empezado tú mismo a degradar la democracia. No hace falta que vengan los enemigos reales o imaginarios: has adelantado su trabajo. El franquismo no es ya una amenaza para nuestra democracia. Pero sí puede serlo la pulsión antipluralista, que está bien repartida por el espectro político". 

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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domingo, 25 de agosto de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Érase una vez...



El rapero C. Tangana


No olvidemos, volviendo a Tangana, que el arte es una finalidad sin fin y no un catecismo para la educación de almas bellas, escribe Manuel Arias Maldonado, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Málaga, comentado el acoso mediático al tenor Plácido Domingo y al rapero C. Tangana.
La novena película de Quentin Tarantino, que acaba de llegar a las salas, comienza diciendo el profesor Maldonado, se sitúa en un momento decisivo del pasado siglo: aquél en que el sueño de la contracultura hippie se da de bruces con una realidad brutal. Tras el asesinato de Sharon Tate y sus amigos a manos de la secta de Charles Manson, pudo afirmarse con propiedad que la fiesta ha terminado. Todavía durante los años 70 se mantuvo algo del espíritu emancipador de la segunda posguerra, pero cuando Antonioni filma la destrucción de la civilización americana en los desiertos californianos de Zabriskie Point no sabe hasta qué punto se trata del ocaso de su propio credo marcusiano: las cosas iban a cambiar.

Ahora bien: que cambiarían hasta el punto de que la izquierda aplauda la cancelación del concierto de C. Tangana en Bilbao invocando razones de moralidad pública o, en la misma semana, se lance a la yugular de Plácido Domingo a partir de un frágil conjunto de denuncias en su mayor parte anónimas, eso en cambio no podría haberlo anticipado nadie. Salta a la vista que en estos casos, al igual que en los precedentes y en los que puedan seguirles, se ponen en entredicho dos principios esenciales de la sociedad liberal-democrática: el ejercicio de la libertad de expresión y la vigencia de la presunción de inocencia. ¡Ahí es nada! Pero nótese que la libertad de palabra que se niega al cantante, so pretexto de su sobrenatural capacidad para pervertir a los jóvenes al modo de un Sócrates que hubiera aprendido a cantar trap, es entregada sin filtros periodísticos ni judiciales a un puñado de denunciantes anónimas que carecen de prueba alguna y sin embargo poseen la facultad de arruinar reputaciones.

Quien esto escribe ignora si Plácido Domingo es culpable de algo, pero se niega a aceptar que la manera de averiguarlo sea una campaña pública sin mediación judicial. Por desgracia, el debate sereno sobre estos asuntos es imposible y además será hipócrita mientras no aceptemos que el poder -¡también el poder de la belleza!- no solo puede abusar sino que también atrae: no hay famoso que duerma solo. Es sin duda benéfico que cambien algunas de las normas no escritas que venían regulando las relaciones hombre-mujer; no lo es que sustituyamos el imperio de la ley por la difamación anónima. Ni que olvidemos, volviendo a Tangana, que el arte es una finalidad sin fin y no un catecismo para la educación de almas bellas.






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martes, 6 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] La filosofía y el ridículo


Dibujo de Eduardo Estrada


Hay quienes se pronuncian sobre las cosas desde una presunta superioridad moral, intelectual y política. Tienen el mismo derecho a opinar que cualquiera, pero sus homilías pueden volverse contra ellos, comenta el filósofo y escritor José Luis Pardo. 

Aunque tomaré como punto de partida la publicación, el pasado 30 de mayo, de un artículo de apoyo a Josu Ternera en el diario francés Libération, comienza diciendo Pardo, firmado por Alain Badiou, Étienne Balibar, Jean-Luc Nancy, Toni Negri, Jacques Rancière y Thomas Lacoste, no pretendo actuar como azote de estos ilustres pensadores a quienes ya me he referido colectivamente en alguna ocasión. Por el contrario, defiendo sin matices su libertad para opinar sobre cualquier materia pública según su mejor saber y entender: en nombre de la libertad de expresión, defendí en su día el derecho de los dibujantes de Charlie Hebdo a ridiculizar a los profetas, y por el mismo motivo defiendo ahora el derecho de los profetas a hacer el ridículo. Sobre lo que quiero llamar la atención es sobre la condición de filósofos que ostentan los cinco primeros aludidos, que el citado diario destaca en la cabecera del artículo.

¿Qué efecto social puede tener, sobre la percepción pública de la filosofía, el hecho de que un artículo de este tipo esté firmado por cinco de sus más eminentes representantes en el escenario internacional? Todos los profesores de filosofía sabemos perfectamente que la formación académica que hemos recibido no nos habilita para inferir (en el sentido serio de este verbo), a partir de las consideraciones teóricas propias de nuestra disciplina, una posición política como la expresada en el citado artículo. Es decir, sabemos que estas afirmaciones no las hacen los aludidos en cuanto filósofos, sino sencillamente en cuanto ciudadanos, como podría hacerlas un titulado superior en química o un barrendero.

Sin embargo, los ajenos a nuestro gremio no tienen por qué tener tan clara esta circunstancia. Existe un prejuicio social muy extendido acerca de la filosofía —reforzado cuando se agolpan tantos apellidos de filósofos como en este caso—, en el sentido de que el filósofo tiene derecho a expresar este tipo de opiniones desde la autoridad que le confieren los conocimientos propios de su disciplina, porque él sabe algo más que los abogados, los filólogos o los numismáticos. Este prejuicio arraiga en el pasado histórico de la filosofía, cuyo detalle no es este el lugar para desgranar, pero en el cual hubo dos momentos en los que se tomó a sí misma por algo así como una superciencia: uno, en los siglos XVI-XVII, cuando se creyó capaz de utilizar el método matemático para resolver cuestiones como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma; y otro, en los siglos XIX-XX, cuando se confundió con la historiografía científica y con las que ahora llamamos ciencias “sociales” o “humanas” y pretendió disponer de un saber acerca de los fines últimos de la historia de la humanidad.

Aunque siempre hay resistencias irreductibles (del mismo modo que quedan personas que practican la magia negra o creen en la astrología), la primera confusión —la de que la filosofía tiene algo que decir acerca de la naturaleza que supera el saber de la física matemática o de la biología— ha quedado felizmente descartada como una ilusión. La segunda —la de que la filosofía tiene algo que decir acerca de la sociedad que es más profundo y verdadero que lo que dicen las ciencias sociales— también, pero esta última noticia no se ha divulgado tanto como la primera, y el reducto de los resistentes es más numeroso y tenaz. La razón de ello es fácil de comprender. La distinción entre filosofía y ciencia es uno de los motivos de la merma de relevancia social de la filosofía y del ninguneo que esta padece a menudo tanto en el ámbito cultural como en el académico, fuente de un cierto complejo de inferioridad que quienes nos dedicamos a la filosofía llevamos incorporado a nuestro ethos profesional.

Así, cuando se nos recrimina que nuestros presuntos conocimientos acerca del Bien, la Verdad y la Belleza están muy lejos de los que sobre estas materias dispensan las leyes, las ciencias y las artes, algunos filósofos se defienden con la siguiente excusatio vulpina: vivimos en un mundo que se ha alejado de los verdaderos fundamentos de la vida humana, que se conforma con explicaciones superficiales y desprecia el verdadero rigor intelectual y moral, y frente a ese mundo (que sólo se guía por criterios de rentabilidad inmediata) la filosofía —y no la química, la antropología o la musicología— representa el denostado pabellón de la razón pura, atenta únicamente a los intereses genuinos de la humanidad; en un mundo malo, feo y falso (vulg. “capitalismo”), lo normal es que el Bien, la Belleza y la Verdad no estén sólo desacreditados, sino perseguidos.

Con este argumento consiguen estos filósofos explicar su inferioridad como un estigma que la sociedad les impone justamente debido a su superioridad moral e intelectual y al carácter políticamente revolucionario de sus conocimientos. Ellos pueden criticarlo todo (tienen el monopolio del espíritu crítico), pero nadie puede criticarles a ellos sin colocarse inmediatamente en el bando de los malvados. Así que, incluso cuando dicen barbaridades, los fundamentos y motivaciones de su palabra parecen estar más allá de toda sospecha.

Como ya he dicho, todos los profesores de filosofía, incluidos los firmantes del artículo antes nombrado, sabemos perfectamente que esa concepción de la filosofía es filosóficamente injustificable, y que los compromisos políticos que los firmantes han contraído nada tienen que ver con la filosofía. Pero también sabemos que muchos lectores —incluidos muchos profesores y estudiantes de filosofía que se sienten atraídos por este modo tan original de prestigiar su disciplina— percibirán su discurso como pronunciado desde esa presunta —pero falsa— superioridad moral, intelectual y política. También he dicho ya que estos pensadores tienen el mismo (pero no más) derecho a opinar que cualquiera. Pero es casi inevitable que sus homilías puedan acabar afectando a la reputación social de la filosofía, e incluso a la consideración de lo que las propias obras filosóficas de estos autores puedan tener de valor, como ha sucedido notoriamente en casos —ciertamente muy alejados de los aludidos— como los de Sartre o Heidegger, debido a sus conocidas y lamentables defensas públicas del totalitarismo.

Por tanto, es posible que la peor parte del descrédito que padece la filosofía, y del que tanto nos quejamos sus profesionales, no proceda exactamente de la animosidad del capitalismo contra Aristóteles o Gottlob Frege, sino de una mala digestión por parte de algunos pensadores de las restricciones que la razón crítica ilustrada impuso a la teología, que también aspiraba al título de superciencia y a dirigir las conciencias de sus súbditos hacia el bien supremo. Estas restricciones hicieron posible institucionalizar la libertad de pensamiento en virtud de la cual los firmantes del artículo en cuestión han podido expresar su santa opinión, a pesar de que sea un despropósito.






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martes, 23 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Cuidado con las palabras que terminan en fobia





Cuidado con las palabras que terminan en “fobia”. El uso de ese elemento indica que se quiere ganar en la retórica lo que se sabe perdido en la argumentación, escribe la filósofa Amelia Valcárcel. 

Cuando queremos comprender algo, comienza diciendo Valcárcel, nos servimos de conceptos. Tenemos un buen arsenal para abordar las realidades que se nos vayan presentando. De hecho estamos, desde que la democracia preside nuestro campo de lenguaje, conceptualizando sin tregua. Cuando comparece el concepto, cambia lo que había. La “corrección marital”, esto es, golpear a la mujer propia, se convierte en “violencia doméstica”, y lo que antes se admitía, ahora se reprueba. El “piropo” y las “bromas” sexuales ahora son acoso en el ámbito público, y así sucesivamente. Los conceptos no se producen sin publicidad o debate. Ese es su modo normal de venir a la existencia. Han de ganarse el uso.

Otras expresiones, sin embargo, tienen diferente origen y vienen por otros caminos. Son lo que puede llamarse “expresiones felices”. Vienen de la creatividad lingüística. A veces han sido cuidadosamente pensadas y acuñadas en lugares expertos. Lakoff nos enseñó bastante sobre el asunto. Se fabrica una expresión feliz y se lanza al ruedo. Es un neolenguaje que busca tener efectos sin necesidad de padecer el debate de su formación. Bajas los impuestos a los ricos y lo llamas “alivio fiscal”, por ejemplo. Y así, a cada medida contraria a lo socialmente fácil de aceptar se le inventa un nombre que la encubra lo bastante. En realidad ya lo había visto Orwell, que nombró a los ministerios de su tremenda distopía con nombres perfectamente contrarios a su verdadera función. El ministerio de la verdad fabricaba mentiras. El del amor torturaba.

Pues algo hay ahora: cada vez que alguien sueña con mantenerse por encima de la opinión bien formada o del debate moral toma una venerable palabra médica, “fobia”, y la hace aparecer al final del asunto que quiere amurallar. Así hemos ido oyendo que existe la “islamofobia”, la “pornofobia”, la “transfobia” y hasta la “putofobia” y la “surrofobia”. De esa mineralogía tenemos varias palabras. La máquina puesta en funcionamiento parece haber entrado en galope y estar a término de desbocarse. Porque la palabra “fobia” tiene un claro contexto de uso, el directamente médico. Es una fobia el miedo irracional que se manifiesta violentamente y cuyas consecuencias físicas son perceptibles: sudor, temblor de manos, boca seca son sus síntomas primarios. Las tres características del miedo extremo. Es una reacción desorbitada a algo que no la merece. Hay fobias conocidas: aracnofobia, claustrofobia, la fobia a los espacios abiertos, fobia y ahogo cuando se está entre multitudes, fobia a la visión de la sangre. Otras menos, amaxofobia, miedo a conducir. Siempre miedo irreprimible a algo que, sin embargo, no presenta un peligro verdadero. El asunto de la fobia es la carga emocional.

Pues bien, fuera de tal contexto, de marcas claras, el uso de “fobia” o palabras que la contengan es meramente retórico. Por raro que parezca, se usa para fobizar. Significa directamente una disuasión. Hay gente que cuando quiere impedir un debate, hablar a fondo sobre una cuestión importante, decide evitarlo usando un concepto nuevo que resulte fóbicofeliz. Se pronuncia “fobia”, asociada al objeto escamoteable, y se espera el resultado. En las sociedades abiertas, por supuesto. En otras me temo que no tenga caso. Porque prohibir un debate en las sociedades abiertas no es fácil. Pero la acusación de falta de respeto o de tolerancia sí es una de las severas. De ahí el uso sustitutivo de ese venerable término médico. Con él se apunta a esas dos prohibiciones y además se insinúa falta de raciocinio. Acusas a alguien de una insensata conducta irracional contra algo que no da motivo y, por tanto, avisas de que sus palabras deben impedirse. Es un “cállate”. Casi un ejecutivo austineano. Un “cállate” absoluto. Si algo no te gusta o no te convence, nada de criticar, cállate.

Pero en una sociedad abierta, mandar callar casi no entra dentro de las atribuciones de nadie. Es casi imposible. Las ideas, religiosas y no religiosas, no son de suyo respetables; las respetables serán, en todo caso, las personas que confiadamente las mantienen. El negocio de los gabinetes publicitarios es la fabricación de términos, expresiones felices y eslóganes. Para ello usan las palabras forzando su contexto. O decididamente las inventan. Es un asunto entre la publicidad y el debate moral abierto. Pero la democracia no pica. La palabra “fobia”, fuera de su contexto, no es una cerradura, sino la señal de que existe una prohibición de libertad de palabra que se hace por las bravas y sin fundamento. Indica que se quiere ganar en la retórica lo que se sabe perdido en la argumentación.


Protesta en apoyo de Mmame Mbage (Foto de Marcos del Mazo)



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viernes, 19 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Oxigenada





Decir lo que se piensa y ser visible es un privilegio por el que se paga peaje, comenta la escritora Marta Sanz. Soy una privilegiada porque mis palabras llegan, comienza diciendo. A la vez, mi visibilidad —de dedito tieso—, en este mundo vigilante de casas con paredes de vidrio, cookies,micrófonos ocultos en la barriga del robot chef y periódicos en línea, me hace sentir sobreexpuesta. Por cada parte visible de mi cuerpo aparece un megáfono que me juzga porque tiene derecho. Esa visibilidad —de frente y de perfil— produce un estrés que nace de la falta de fotogenia: hay ciertos discursos poco favorecedores. Nuestros pulmones son piezas envasadas al vacío. Isabel lleva un reloj que mide pulsaciones. El reloj ordena: “Respire”. Isabel, desparpajada, responde: “Pues ahora no me viene bien”. Qué envidia. La gente visible padece ictus: cantantes, políticas y políticos, profesionales de la televisión, editoras y editores. Las enfermedades y muertes de personas invisibles no son objeto de necrológica. En este ecosistema de éxitos volátiles y frustración —falso movimiento— convivimos: quienes quieren alcanzar popularidad por nada, personas espectaculares hasta cuando mueren y ocultos individuos poderosos. A quienes tendrían más motivos de queja los amordaza el miedo y no tienen dinero ni ganas de ponerse a tuitear.

Decir lo que se piensa y ser visible es un privilegio por el que se paga peaje: en la zona de comentarios de un diario conservador me mandaron a tomar por culo. Va en el cargo de privilegiada. Viva. Convendría que las cabeceras de los diarios se preguntasen si el criterio editorial es lo mismo que la censura: lo que les importa a algunos periódicos no es la libertad de expresión ni la apertura de foros donde disentir —en algunos medios alternativos funcionan divinamente—, sino la atractiva posibilidad de que, tras la pantalla, mane la sangre. Porque la sangre hace ruido y caja. El espectáculo de los comentarios insultantes. Todo el mundo dice despreocupadamente: “¡No mires ahí abajo!”. Pero bajo la trampilla del sótano hay personas, y yo no soy una señora que asuma una posición de aristocrática indiferencia. Luego están los que mantienen que esa es la puerta para expresar un rencor legítimo. Sin embargo, si las famélicas legiones nos pusiéramos a hacer otras cositas, puede que otro gallo nos cantara. Porque quizá soltar bilis en los habitáculos internáuticos produzca un efecto ansiolítico que distrae de otro tipo de acciones cívicas y transformadoras.

En La Vorágine, espacio cultural y político de Santander, vivimos una experiencia presencial enriquecedora sin que nadie dijese amén: puede que mirarse a los ojos invite a hablar con respeto. Desde la conciencia del cuerpo en conversación abogo por un humanismo físico. En los territorios virtuales nos rechinan los dientes: le he dicho a esta tía que se vaya a tomar por culo porque esta tía —yo— consigue una tribuna gracias a sus abyecciones. La hipótesis del mérito y las bondades de la educación pública no se valora, y se genera un ámbito en el que el odio y los prejuicios de diferentes tendencias ideológicas y clases sociales se confunden en papilla que suma votos para la ultraderecha planetaria. La piedad se ha vuelto demasiado peligrosa, y, si no tomas la palabra en legítima defensa, estarás despreciando a contrincantes —¿L, XL, XXL, todos de la misma talla?— que te desean invisibilidad y silencio eternos. Me muerdo físicamente la lengua y esbozo un aforismo: La vida es elegir quién prefieres que te insulte. “Respire”, me indica el relojito. Yo lo hago.



Foto de Juan Barbosa para El País


Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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viernes, 28 de junio de 2019

[PENSAMIENTO] El valor de las palabras en democracia





Para comprobar que las palabras importan, basta con atender a uno de los aspectos que más han centrado la atención de la opinión pública española desde que hace dos años se publicase la sentencia que condenó por abuso sexual a los miembros de La Manada cuya condena acaba de ser elevada por el Tribunal Supremo, comenta en Revista de Libros el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado. 

Ha entendido éste que puede darse por probada la intimidación que sus colegas de la instancia inferior no llegaron a contemplar, al subsumir los hechos probados dentro del abuso por prevalimiento. Se trata de tecnicismos, claro: los que se espera que contenga el Código Penal de una sociedad avanzada que refina en la mayor medida posible la distinción –y el castigo– entre conductas. Pero lo interesante del caso es que ya desde las primeras manifestaciones públicas la protesta fue unánime: «¡No es abuso, es violación!» A pesar de que, como se esforzaron por explicar incontables penalistas, tanto el abuso como la agresión son variantes de la violación. De ahí que una de las exigencias que se plantean a los expertos que debaten la reforma del Código Penal «con perspectiva de género» es que se reintroduzca en éste, con todas las letras, el delito de violación, que había desaparecido del mismo con su última reforma progresista.

Dado que esa contrarreforma no se ha aprobado todavía, resulta desconcertante que la decisión del Tribunal Supremo que interpreta el siniestro episodio pamplonica como agresión en vez de abuso haya conducido a no pocos medios de comunicación, así como al mismísimo presidente del Gobierno a través de un tuit, a sostener que con ello queda finalmente confirmado que «fue violación». ¡No nos enteramos! O no queremos enterarnos: ya era una violación en la primera sentencia, cuando los hechos se calificaron como constitutivos de «abuso», y no son más violación ahora que antes por el hecho de pasar a entenderse como «agresión». Pero, ¿cabe la posibilidad de que la opinión pública española se hubiese conducido de otra manera si la primera sentencia hubiese podido condenar por «violación», conforme a un imaginario Código Penal, aunque la pena hubiese sido la misma? No es descartable: la potencia simbólica de la palabra «violación» así lo sugiere.

De aquí pueden deducirse muchas cosas, pero una de ellas es que elegir bien las palabras posee una importancia crucial. Y tal es, precisamente, el tema del ensayo con que el filósofo barcelonés Daniel Gamper ha obtenido el último Premio Anagrama de Ensayo. Aunque, en el subtítulo, Gamper hace una concesión al uso común de la lengua –o del habla– refiriéndose a la «libre expresión», luego matiza que él prefiere hablar de «palabra libre». De ahí el título: nos habla Gamper de las mejores palabras, que de algún modo sería lo contrario de una palabra cualquiera, pero tampoco es lo mismo que las buenas palabras, y menos aún que unas palabras bonitas. Hay aquí, por tanto, implícito un claro componente normativo, prescriptivo: nos toca esforzarnos para dar con la mejor palabra, pues es responsabilidad nuestra no salir del paso de cualquier manera. Nos recuerda Gamper que, si la palabra puede devaluarse, es porque tiene un valor. Y presenta, a partir de la idea contraria de que hemos de recuperar el valor de la palabra, una sucesión de brillantes meditaciones sobre los momentos en que tal cosa puede suceder.

A mí me interesa aquí, principalmente, seguir el hilo que tiene que ver con la esfera pública y la democracia: con la valencia política de las palabras. Gamper empieza señalando sobre esto que las democracias vienen a exigir tácitamente que todos puedan opinar sobre asuntos de los que no saben nada. Pero nótese que demandar una opinión (obligarnos a formárnosla) no es lo mismo que hacer posible su formulación pública (dar la oportunidad de expresarla). Por lo demás, Gamper adopta una inteligente cautela cuando señala que «lo humano sólo existe en cautividad y la libertad que ahí se puede dar es toda la libertad posible», aplicando este razonamiento a la propia libertad de palabra. Una palabra completamente libre es siempre utópica, porque jamás se darán las condiciones para ella: la comunicación se desarrolla siempre dentro de una comunidad en la que hay un horizonte de expectativas compartido. Robinson Crusoe puede hablar libremente mientras se mantiene solo en la isla, pero es como si no dijera nada: nadie le ha oído decir.

Esta idea de una comunidad con un horizonte de expectativas compartido se torna más problemática, sin embargo, cuando conjugamos nación con lengua y democracia. Acierta Gamper cuando apunta que el demos suele aglutinarse en torno a una comunidad de lenguaje y que una de las debilidades del proyecto europeo es la división de esferas públicas nacionales, cada una con su lengua propia. Estas dificultades, añade, se reproducen en los Estados plurinacionales –podemos dejarlo en federales– donde las lenguas minoritarias luchan por ser reconocidas y sólo podrán tener éxito cuando conquistan los canales institucionales. Sin duda: ahí están las diferencias entre Francia y España o Suiza. Pero recuérdese que los promotores de la lengua minoritaria pueden poner ésta al servicio de un proyecto de nacionalización forzosa de sus ciudadanos, a la manera de esa «captura de las subjetividades» de la que hablan los teóricos políticos de inclinación psicoanalítica. En ese caso, las bellas palabras de una lengua minoritaria pueden convertirse en las peores palabras del ingeniero social. Daniel Gamper desliza una solución discreta: un apoyo institucional a la lengua más pragmático que chovinista. De qué manera pueda esto lograrse sin que quienes manejan los resortes institucionales caigan en la tentación de pervertir políticamente la lengua es asunto distinto que aquí no se resuelve. Y Cataluña es, tristemente, el ejemplo perfecto.

En último término, la reflexión sobre las mejores palabras tiene que ser, por fuerza, normativa: se refiere al modo en que habríamos de conducirnos lingüísticamente. De ahí que Gamper pida mucho, sin que podamos saber si pide demasiado: «Para que el espacio público sea habitable, los ciudadanos deben ser capaces de articularse de maneras mínimamente sofisticadas». Esto incluye una razonabilidad de corte rawlsiano, esto es, la capacidad de distinguir entre lo que rige en el grupo al que uno se adscribe y la validez general de un argumento, así como la capacidad de relacionarse críticamente con las propias convicciones. ¡Ahí es nada! Se incluye aquí implícitamente la exigencia de que el ciudadano diga palabras propias en lugar de limitarse a repetir las palabras de otros, que es lo que suele suceder: no somos mejores que nuestras palabras. Gamper escribe: «Todos somos filólogos en la medida en que, más que a los hechos, prestamos atención a lo que se puede decir y a cómo se dice». Pero lo cierto es que todos hablaríamos mejor si ejerciéramos como filólogos, sobrevolando la lengua e identificando la procedencia e intención de los mensajes que nos llegan en lugar de entenderlos de manera literal. Acaso porque no pide tanto a los ciudadanos, señala Gamper, el liberalismo político es una «utopía factible»: su preocupación es la estabilidad y, por tanto, la gestión eficaz del conflicto social.

Ocurre que John Stuart Mill es un autor liberal y, también, referencia ineludible para cualquiera que desee abordar el estatuto político de la palabra libre. Gamper no es una excepción y subraya el modo en que Mill defiende la libre expresión: como un derecho de los oyentes a no verse privados de todos los pareceres y opiniones. Da igual lo que persiga el hablante: la libre manifestación del pensamiento tiene una finalidad –una «utilidad»– cognitiva y política. Por eso Gamper prefiere hablar de «palabra libre» en el sentido de no interferida, sin que nadie pueda garantizarnos que van a prestarnos la atención que creemos merecer. Pero allí donde Mill elogiaba al excéntrico que permitía imaginar otras formas de vida en la sociedad victoriana, Gamper advierte de que ser excepcional –de un modo trivial– está al alcance de todos, y la disidencia en los gustos no puede convertirse en norma a riesgo de privar de todo sentido a la auténtica disidencia. Cuál sea ésta, sin embargo, no queda del todo claro fuera de los contextos en los que se combate un poder autoritario e injusto. ¿Son disidentes quienes hoy arremeten contra el neoliberalismo o el patriarcado? Difícilmente; aunque ellos lo crean.

Para Gamper, existe en el fondo una inevitable disonancia entre la necesidad de orden y la capacidad desestabilizadora de la palabra libre. Y de ahí que las democracias liberales no vean con entusiasmo las experiencias de la democracia participativa y deliberativa, promoviendo, en cambio, una relación «unilateral» con la ciudadanía. En esto, Gamper quizá sea injusto con la democracia liberal-representativa, máxime cuando él mismo defiende la «polifonía» conceptualizada por Jürgen Habermas como componente necesario de nuestras esferas públicas e invoca la ciudad plural de Aristóteles frente al organicismo de Platón. Nuestras sociedades liberales son plurales y se caracterizan por una conversación pública a la vez desordenada y cacofónica donde, como se señalaba más arriba, todos pueden opinar sobre asuntos acerca de los que no saben nada: es una conversación democrática que –hete aquí el cortafuegos liberal– no se comunica directamente con el proceso de toma de decisiones. Pero deducir de aquí que las palabras allí utilizadas son inservibles sería injusto: por supuesto que los climas de opinión se transmiten a las elites políticas. ¿Acaso no tratan esas mismas elites de influir en su favor sobre los climas de opinión? Por algo será.

Dicho esto, es evidente que las redes sociales nos muestran un diálogo en el que las palabras rara vez son las mejores, en el sentido en que Gamper entiende este adjetivo. Pero, como Habermas mismo se resiste a admitir, la escala de la conversación es decisiva para su calidad. Y ni siquiera la pequeña escala, como han mostrado innumerables estudios, garantiza que se imponga esa fuerza sin violencia del mejor argumento de la que habla el ya nonagenario filósofo alemán. En realidad, Gamper se apoya aquí más en Rawls, y lo hace para desacreditar la idea de que pueda o deba limitarse la libertad de palabra en nombre de la estabilidad social. Escribe Gamper: el discurso subversivo y el libelo sedicioso se permiten, toleran o alientan porque es muy improbable que consigan subvertir el orden, porque no lograrán concitar la adhesión de la mayoría de la ciudadanía.

Y ello, nos explica, porque el liberalismo ya cuenta con otros mecanismos que garantizan la fidelidad de los ciudadanos a la arquitectura institucional. Esto, sin embargo, quizá sea demasiado optimista: bien pueden proliferar malestares de distinto tipo que expresen, con variado andamiaje teórico, el rechazo al orden existente, de tal manera que su suma no resulte desdeñable. Dicho de otro modo: no sobrevaloremos la capacidad de unos regímenes políticos desencantados para sostenerse a sí mismos de manera indefinida. Esto no significa que haya de prohibirse el libelo sedicioso; pero no estaría de más atender periódicamente al tamaño de su tirada. Si no, podríamos decir a la democracia lo mismo que Cefisa a la Andrómaca de Racine: «Demasiada virtud podría haceros culpable».

En el último tercio del ensayo, el inteligente filósofo que es Daniel Gamper parece dejarse arrastrar por un cierto pesimismo acerca de la situación de la democracia y los derechos cívicos en las sociedades occidentales: aunque quizá sea yo quien abuse del optimismo. Pienso en la metáfora de la Torre de Babel que empleaba Peter Sloterdijk para dar cuenta de la dificultad intrínseca a una vida política que se hace entre personas que quieren distintas cosas, y a la que puede darse la vuelta: desde que se dispersasen las lenguas humanas, hemos avanzado de manera extraordinaria en la creación de una koiné con la que comunicarnos y en la adhesión a un conjunto de normas y derechos que modelan un mundo imperfecto pero mejorable. Tiene razón Gamper cuando nos llama a utilizar las mejores palabras, haciendo un esfuerzo por encontrarlas. Pero también nos advierte, en varias ocasiones, acerca de quienes «deciden no oír» y sobre el error que cometemos cuando pensamos que hay alguien que escucha en general. Es un asunto del máximo interés: porque está quien habla y está quien escucha. Y quien habla suele pararse a escuchar y viceversa, al menos en el curso de una conversación. De manera que las mejores palabras serán al menos tan importantes como los buenos oídos, pues sin personas dispuestas a tomar en serio nuestros argumentos y a darles la interpretación más generosa –en lugar de la más maliciosa–, poca democracia puede construirse. A este asunto dedicó Andrew Dobson un libro que aún espera traducción a la lengua española, en el que lamentaba la atención casi exclusiva que la teoría política ha venido dando al habla por delante de la escucha. A su juicio, la conversación democrática debería ser más rigurosamente dialógica, es decir, una relación en la que se diese igual peso a hablar y a escuchar, regulándose con el mismo ahínco el esfuerzo dedicado a ambas actividades.

En ambos casos, haciéndonos cargo de las palabras que pronunciamos, y prestando atención consciente al hecho de que también nos toca escuchar al otro, estaremos ganando autoconciencia: como hablantes y como oyentes. Esto trae consigo una mala noticia: ni siquiera esta disposición favorable garantiza la desactivación de nuestros sesgos tribales e ideológicos. Y una buena: no pueden desactivarse de otro modo.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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