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martes, 23 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Imaginarios



Fotograma de la película Taking-off, de Milos Forman (1971)


"Espero que nadie me acuse de falta de respeto o de frivolidad, -escribe el filósofo Manuel Cruz en el A vuelapluma de hoy martes [Aguardando la llegada del Apocalipsis. La Vanguardia, 13/6/20]- por proponer una paráfrasis, de resonancias difusamente orteguianas, del dictum de Marx “la ideología de una sociedad es la ideología de la clase dominante” que lo reformulara en estos otros términos: “El imaginario dominante en una sociedad es el imaginario de la generación domi­nante”.

No pretendo atribuir a las generaciones rasgos y capacidades que, manifiestamente, no les corresponden. Es obvio que el poder, o los poderes, son los que son y están donde están, y nada de ello depende de la fecha de nacimiento de los protagonistas. Pero no es menos verdad que el imaginario colectivo más influyente en un momento dado en una sociedad no se puede entender como el resultado mecánico de la eficacia de estructuras económicas, sociales u otras de análoga importancia, sino que más bien es el efecto, el precipitado final, de una particular y contingente ar­ticulación entre ellas. De ahí que en muchos momentos pueda haberse puesto de moda, pongamos por caso, la estética de un sector social objetivamente marginal o que en materia de ideas u opiniones obtengan una gran difusión algunas que no coin­ciden apenas con los intereses de los más poderosos.

Pero precisamente porque no se da una correspondencia perfecta entre las ideas y las estructuras de poder, tampoco habría que descartar que un discurso generacional que irrumpe en el espacio público con una apariencia y unas formas rompedoras termine dando cuenta de lo existente mejor que alguno de los discursos precedentes que se tenía a sí mismo como el no va más de la adecuación a la realidad. Intentaré ilustrar esta idea con un ejemplo. En la famosa película de Milos Forman Taking off , de 1971, hay una escena, a mi entender, reveladora a este respecto. El joven músico con el que se había fugado la adolescente protagonista, y que termina aceptando la invitación a cenar en el domicilio familiar de ella, no es, como inicialmente pensaba el padre de la chica, un pobre hippy colgado de una guitarra que no entiende cómo en realidad funciona el mundo. Por el contrario, es un tipo inteligente que entiende lo que está pasando mucho mejor que su anfitrión. No solo es alguien que ya ha ganado más dinero que él, sino que, por añadidura, ha detectado que la industria de la música va a ser uno de los grandes negocios del futuro inmediato y, por tanto, le va a permitir un triunfo social y un nivel de vida que aquel que tan desdeñosamente le juzgaba no hubiera podido ni imaginar para sí.

Si algo parece dejar claro el ejemplo es que buena parte de los representantes de aquella generación, aunque ignoraban lo que les iba a deparar el porvenir, tenían hambre de futuro. En ese sentido, bien podría afirmarse, como ya hizo no recuerdo quién, que hemos pasado de la generación del futuro a la generación sin futuro. Porque la cuestión, llegados a este punto, es si la nueva generación que ha irrumpido en todos los ámbitos de la vida social de manera irreversible en los últimos años está consiguiendo imponer su presunto imaginario en el conjunto de nuestra sociedad. Por lo pronto, no parece que dicha irrupción haya venido acompañada de un discurso propio, más allá de la gestualidad disruptiva del 15-M, del que va camino de cumplirse ya una década. De hecho, incluso algunas de sus consignas más exitosas (comenzando por el “Sí, se puede”) no van mucho más allá de un voluntarioso remake de las parisinas de hace medio siglo.

Pero, de ser correcto lo anterior, ni sería una buena noticia ni habría que convertir a las víctimas de una situación en responsables de esta. El reproche que, en todo caso, se les podría dirigir a los que llegaron más tarde no es bajo ningún concepto el de haber generado la realidad actual, sino más bien el de no haberla entendido adecuadamente. En realidad, lo cierto es que a quien le calzan como un guante algunos de los rasgos del imaginario colectivo hegemónico en este momento es, si acaso, a la generación declinante, esa que ya ha empezado a emprender el camino de retirada de la esfera pública. En efecto, se diría que aquellos a los que no les queda futuro en sentido casi literal han terminado por proyectar su percepción sobre el resto. Y, de esta forma, resulta que no solo encontramos debatidas en la agenda pública las cuestiones que más les interesan, sino también, e igualmente significativo, constatamos que prácticamente han desaparecido de esta otras, que ocupaban buena parte de la atención colectiva hasta fechas relativamente recientes.

Así, respecto a esto último, son ya casi residuales en sus espacios correspondientes todos aquellos productos culturales que se esforzaban por anticiparnos cómo sería el mundo dentro de unos años. Es cierto que en parte esto se ha debido a que la enorme velocidad de los cambios tecnológicos amenaza con dejar obsoleta en muy poco tiempo cualquier anticipación, por imaginativa que esta pueda llegar a ser. Hasta tal punto ello ocurre que lo que en su momento eran películas de ciencia ficción, como Star wars o Star trek , han terminado convertidas en productos de consumo en clave nostálgica para muchos.

Pero también parece evidente que la desaparición del espacio público de tales temas, y su sustitución por otros, como podrían ser los suscitados últimamente por la pandemia del coronavirus, responden a las preocupaciones de quienes se ven con menos futuro por delante (y que son los más afectados por dicha pandemia, por cierto). Pues bien, de la misma forma que conviene no incurrir en la adánica confusión, propia del adolescente, de creer que se está inventando aquello que se descubre, tampoco habría que caer en la confusión simétrica, propia del anciano presuntuoso, de pensar que la propia desaparición, como persona o como grupo, equivale al fin del mundo".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 19 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Oxigenada





Decir lo que se piensa y ser visible es un privilegio por el que se paga peaje, comenta la escritora Marta Sanz. Soy una privilegiada porque mis palabras llegan, comienza diciendo. A la vez, mi visibilidad —de dedito tieso—, en este mundo vigilante de casas con paredes de vidrio, cookies,micrófonos ocultos en la barriga del robot chef y periódicos en línea, me hace sentir sobreexpuesta. Por cada parte visible de mi cuerpo aparece un megáfono que me juzga porque tiene derecho. Esa visibilidad —de frente y de perfil— produce un estrés que nace de la falta de fotogenia: hay ciertos discursos poco favorecedores. Nuestros pulmones son piezas envasadas al vacío. Isabel lleva un reloj que mide pulsaciones. El reloj ordena: “Respire”. Isabel, desparpajada, responde: “Pues ahora no me viene bien”. Qué envidia. La gente visible padece ictus: cantantes, políticas y políticos, profesionales de la televisión, editoras y editores. Las enfermedades y muertes de personas invisibles no son objeto de necrológica. En este ecosistema de éxitos volátiles y frustración —falso movimiento— convivimos: quienes quieren alcanzar popularidad por nada, personas espectaculares hasta cuando mueren y ocultos individuos poderosos. A quienes tendrían más motivos de queja los amordaza el miedo y no tienen dinero ni ganas de ponerse a tuitear.

Decir lo que se piensa y ser visible es un privilegio por el que se paga peaje: en la zona de comentarios de un diario conservador me mandaron a tomar por culo. Va en el cargo de privilegiada. Viva. Convendría que las cabeceras de los diarios se preguntasen si el criterio editorial es lo mismo que la censura: lo que les importa a algunos periódicos no es la libertad de expresión ni la apertura de foros donde disentir —en algunos medios alternativos funcionan divinamente—, sino la atractiva posibilidad de que, tras la pantalla, mane la sangre. Porque la sangre hace ruido y caja. El espectáculo de los comentarios insultantes. Todo el mundo dice despreocupadamente: “¡No mires ahí abajo!”. Pero bajo la trampilla del sótano hay personas, y yo no soy una señora que asuma una posición de aristocrática indiferencia. Luego están los que mantienen que esa es la puerta para expresar un rencor legítimo. Sin embargo, si las famélicas legiones nos pusiéramos a hacer otras cositas, puede que otro gallo nos cantara. Porque quizá soltar bilis en los habitáculos internáuticos produzca un efecto ansiolítico que distrae de otro tipo de acciones cívicas y transformadoras.

En La Vorágine, espacio cultural y político de Santander, vivimos una experiencia presencial enriquecedora sin que nadie dijese amén: puede que mirarse a los ojos invite a hablar con respeto. Desde la conciencia del cuerpo en conversación abogo por un humanismo físico. En los territorios virtuales nos rechinan los dientes: le he dicho a esta tía que se vaya a tomar por culo porque esta tía —yo— consigue una tribuna gracias a sus abyecciones. La hipótesis del mérito y las bondades de la educación pública no se valora, y se genera un ámbito en el que el odio y los prejuicios de diferentes tendencias ideológicas y clases sociales se confunden en papilla que suma votos para la ultraderecha planetaria. La piedad se ha vuelto demasiado peligrosa, y, si no tomas la palabra en legítima defensa, estarás despreciando a contrincantes —¿L, XL, XXL, todos de la misma talla?— que te desean invisibilidad y silencio eternos. Me muerdo físicamente la lengua y esbozo un aforismo: La vida es elegir quién prefieres que te insulte. “Respire”, me indica el relojito. Yo lo hago.



Foto de Juan Barbosa para El País


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