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lunes, 19 de febrero de 2018

[A VUELA PLUMA] Redes sociales contra sociedad abierta





La amenaza que representan las redes sociales es la de que hay una posibilidad alarmante en el horizonte: una alianza entre Estados autoritarios y grandes monopolios informáticos que una los incipientes sistemas de vigilancia corporativa con los ya desarrollados sistemas de vigilancia estatal, escribe en El País George Soros (1930), magnate y multimillonario estadounidense de origen húngaro, presidente del Soros Fund Management y fundador de Quantum Fund, y defensor de la filosofía de sociedad abierta, muy influida por el liberalismo del filósofo Karl Popper, que ha donado más de 8000 millones de dólares a causas relacionadas con la educación, la salud pública y los derechos humanos.​

Vivimos un momento aciago de la historia mundial, comienza diciendo. Las sociedades abiertas están en crisis, y están en ascenso diversas formas de dictadura y de Estados mafiosos, de los que la Rusia de Vladimir Putin es un ejemplo. En Estados Unidos, al presidente Donald Trump le gustaría instituir una versión propia de un Estado de tipo mafioso, pero no puede, porque la Constitución, otras instituciones y una activa sociedad civil no lo permitirán.

No sólo está en duda la supervivencia de la sociedad abierta, sino también la de toda la civilización. El ascenso de líderes como Kim Jong-un en Corea del Norte y Trump en Estados Unidos tiene mucho que ver con esto. Ambos parecen dispuestos a correr el riesgo de una guerra nuclear para conservar el poder. Pero la causa principal es mucho más profunda. La capacidad de la humanidad para dominar las fuerzas de la naturaleza, con fines constructivos o destructivos, no para de crecer, mientras nuestra capacidad de dominarnos a nosotros mismos tiene fluctuaciones, y ahora está en retroceso.

El auge de las grandes plataformas de Internet estadounidenses y su conducta monopolista contribuyen poderosamente a la impotencia del Gobierno estadounidense. Estas empresas han tenido muchas veces una actuación innovadora y liberadora. Pero el creciente poder de Facebook y Google las convirtió en obstáculos a la innovación y causantes de una variedad de problemas de los que apenas comenzamos a darnos cuenta. Las empresas generan ganancias explotando su entorno. Las mineras y petroleras explotan el entorno físico; las proveedoras de redes sociales explotan el entorno social. Esto es particularmente perverso, porque estas empresas influyen sobre la forma en que las personas piensan y actúan, sin que estas ni siquiera se den cuenta; interfiere con el funcionamiento de la democracia y la integridad de las elecciones.

Como las plataformas de Internet son redes, tienen rendimiento marginal creciente, lo que explica su asombroso crecimiento. El efecto red es algo realmente inédito y transformador, pero también es insostenible. A Facebook le llevó ocho años y medio alcanzar 1.000 millones de usuarios, y la mitad de ese tiempo sumar otros 1.000 millones. A este ritmo, en menos de tres años Facebook se quedará sin gente a la que convertir.Facebook y Google controlan en la práctica más de la mitad de todos los ingresos por publicidad digital. Para mantener la posición dominante, necesitan ampliar sus redes y aumentar la cuota que reciben de la atención de los usuarios. En la actualidad, lo hacen dando a los usuarios una plataforma conveniente. Cuanto más tiempo pasan estos en la plataforma, más valiosos se vuelven para las empresas.

Además, los proveedores de contenido no pueden evitar el uso de las plataformas y deben aceptar sin más sus condiciones, con lo que contribuyen a las ganancias de las empresas de redes sociales. De hecho, la excepcional rentabilidad de estas empresas deriva en gran parte del hecho de que no asumen responsabilidad (ni pagan) por el contenido presente en sus plataformas. Las empresas afirman que lo único que hacen es distribuir información. Pero su carácter de distribuidores cuasimonopólicos las convierte en servicios públicos, que deberían estar sujetos a una regulación más estricta, con el objetivo de proteger la competencia, la innovación y el acceso justo y abierto.

Los verdaderos clientes de las empresas de redes sociales son quienes pagan por poner anuncios en ellas. Pero está apareciendo de a poco un nuevo modelo de negocios, que se basa no sólo en la publicidad, sino también en la venta directa de productos y servicios a los usuarios. Las empresas explotan los datos que controlan, ofrecen servicios combinados y usan la discriminación de precios para quedarse con una cuota mayor de los beneficios, que de lo contrario deberían compartir con los consumidores. Esto aumenta todavía más la rentabilidad de la empresa; pero los servicios combinados y la discriminación de precios reducen la eficiencia de la economía de mercado.

Las empresas de redes sociales engañan a los usuarios, ya que manipulan su atención, la redirigen hacia sus objetivos comerciales propios, y diseñan deliberadamente los servicios que ofrecen para que sean adictivos. Esto puede ser muy nocivo, en particular para los adolescentes.Hay parecidos entre las plataformas de Internet y las empresas de juegos de azar. Los casinos han desarrollado técnicas para enganchar a los clientes hasta el punto en que se jueguen todo el dinero que tienen, e incluso el que no tienen.

Algo similar (y potencialmente irreversible) está sucediendo con la atención humana en esta era digital. No es sólo una cuestión de distracción o adicción; las empresas de redes sociales están de hecho induciendo a las personas a entregar su autonomía. Y este poder para moldear la atención de las personas está cada vez más concentrado en unas pocas empresas.Se necesita mucho esfuerzo para afirmar y defender aquello que John Stuart Mill llamó la libertad de pensamiento. Una vez perdida esta, a los que crezcan en la era digital tal vez les sea muy difícil recuperarla.

Esto implica consecuencias políticas de largo alcance. Las personas que no tienen libertad de pensamiento son fáciles de manipular. Este peligro no es sólo una acechanza futura; ya tuvo un papel importante en la elección presidencial de 2016 en Estados Unidos. Hay incluso una posibilidad más alarmante en el horizonte: una alianza entre Estados autoritarios y grandes monopolios informáticos provistos de abundantes datos, que una los incipientes sistemas de vigilancia corporativa con los ya desarrollados sistemas de vigilancia estatal. Esto bien puede dar lugar a una red de control totalitario que ni siquiera George Orwe ll hubiera podido imaginar.

Los países en los que es más probable que esas alianzas perversas surjan primero son Rusia y China. Las empresas tecnológicas chinas, en particular, están a la misma altura de las plataformas estadounidenses, y tienen pleno apoyo y protección del régimen del presidente Xi Jinping. El gobierno chino cuenta con poder suficiente para proteger a sus empresas líderes nacionales, al menos dentro de sus fronteras.

Los monopolios informáticos estadounidenses ya tienen motivos para hacer concesiones a cambio de entrar a estos mercados, inmensos y en veloz crecimiento. Y los gobiernos dictatoriales de esos países tal vez quieran colaborar con esos monopolios, para mejorar los métodos de control de sus poblaciones y ampliar su poder e influencia en Estados Unidos y el resto del mundo.

También es cada vez más notoria la relación entre el dominio de las plataformas monopolistas y el aumento de la desigualdad. Esto tiene que ver en parte con la concentración de las carteras de acciones en manos de unos pocos individuos, pero es más importante aún la posición peculiar que ocupan los gigantes informáticos. Han obtenido un poder monopoliista al tiempo que compiten entre sí; sólo ellos son suficientemente grandes para adueñarse de las startups que pudieran llegar a hacerles competencia, y sólo ellos tienen recursos para invadir sus respectivos territorios. Los dueños de las megaplataformas se consideran amos del universo, pero en realidad, son esclavos de la necesidad de mantener la posición dominante. Están librando una batalla existencial para dominar las nuevas áreas de crecimiento abiertas por la inteligencia artificial, por ejemplo los autos sin conductor.

El impacto de estas innovaciones en el desempleo depende de las políticas que adopten los gobiernos. La Unión Europea y en particular los países nórdicos son mucho más previsores que Estados Unidos en materia de políticas sociales. No protegen los puestos de trabajo, sino a los trabajadores. Están dispuestos a pagar el costo de la recapacitación o el retiro de aquellos que pierdan su empleo. Por eso los trabajadores de los países nórdicos se sienten más seguros y son más favorables a las innovaciones tecnológicas que los estadounidenses.

Los monopolios de Internet no tienen ni la voluntad ni el interés de proteger a la sociedad de las consecuencias de sus acciones. Eso los convierte en una amenaza pública; y es responsabilidad de las autoridades regulatorias proteger a la sociedad de ellos. En Estados Unidos, dichas autoridades no son suficientemente fuertes para oponerse a la influencia política de los monopolios. La UE está en mejor posición, porque no tiene megaplataformas propias.

La UE usa una definición de poder monopolista distinta a la de Estados Unidos. Mientras que las autoridades estadounidenses apuntan sobre todo a los monopolios creados mediante operaciones de adquisición, la legislación europea prohíbe el abuso del poder del monopolio sin importar cómo se haya conseguido. La protección de los datos y de la privacidad es mucho más fuerte en Europa que en Estados Unidos.

Además, la legislación estadounidense adoptó una extraña doctrina por la que el perjuicio a los clientes se mide por el aumento del precio que pagan por los servicios que reciben. Pero eso es prácticamente imposible de determinar, porque la mayoría de las megaplataformas de Internet proveen la mayor parte de sus servicios en forma gratuita. Además, la doctrina no tiene en cuenta los valiosos datos de los usuarios que las plataformas van recolectando.

El enfoque europeo tiene su principal adalid en la comisaria europea para la competencia, Margrethe Vestager. A la UE le llevó siete años formular una acusación contra Google, pero su éxito aceleró en gran medida el proceso de institución de normas adecuadas. Además, gracias a los esfuerzos de Vestager, en Estados Unidos se está dando un cambio de actitud inspirado por la visión europea.  Tarde o temprano se terminará el dominio global de las empresas estadounidenses de Internet. La regulación y los impuestos, los medios que propugna Vestager, serán su ruina.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt








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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 11 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Histéricos anónimos, democracia de enjambre





Basta con observar con un poco de interés y curiosidad el funcionamiento de las redes sociales para darse cuenta de que están monopolizadas por una panda de histéricos anónimos que se pronuncian con autoridad supuesta sobre lo que no entienden ni saben. Están en su derecho, indudablemente, lo que ocurre es que si los dejamos pasar sin respuesta, lo único que cabe esperar es una democracia de enjambre, de estilo populista, en la que solo se oirán las voces de aquellos que griten más alto. Ejemplo local, los chicos de la CUP; e internacional, los tuits de Trump o las bravuconadas de Kim Jong-un. 

Manuel Arias Maldonado (1974) es un filósofo, sociólogo, politólogo y ensayista español, profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga, investigador visitante en las universidades de Keele, Oxford, Siena, Munich y Berkeley, que lleva un interesante blog en Revista de Libros en el que suele tratar asuntos de actualidad. En el último número de dicha revista acaba de publicar un interesante artículo refiriéndose al llamado caso Howard Chaykin, un veterano dibujante norteamericano, cuya serie The Divided States of Hysteria –publicadas por Image Comics en Estados Unidos– ha provocado un torrente de críticas y desembocado en el enésimo debate sobre la libertad de expresión en las sociedades liberales. 

Cada día tiene su afán, solía decirse; ahora sería más exacto afirmar que cada día tiene su controversia, comienza diciendo Arias Maldonado. Nuestras sociedades son tan conflictivas, al menos sobre la pantalla del ordenador, que no se entiende el empeño de los agonistas en lamentar los efectos adormecedores del presunto consenso liberal. Esta vez le ha tocado al mundo del cómic, según aprendo en el activo muro digital de mi amigo Pepo Pérez, dibujante y teórico del medio himself. No obstante, se trata de una polémica que trasciende el cómic, a la vez reflejando y amplificando una tendencia preocupante que afecta al conjunto de la esfera pública: aquella que limita la libertad de expresión en nombre del presunto daño que produce su ejercicio. Es un tema que hemos abordado con anterioridad en este blog, atendiendo sobre todo al ejercicio de victimología en que parece haberse convertido la participación en la conversación pública. Pero el caso que nos ocupa invita a contemplar otros aspectos del mismo.

La controversia persigue intermitentemente a Chaykin desde, al menos, la publicación de la serie Black Kiss en 1988: un cómic erótico de aire hard-boiled protagonizado por vampiros transexuales que rondan Hollywood y buscan metraje pornográfico perteneciente a la colección del Vaticano. En esta ocasión, ha concebido una serie cuyo título ya es lo bastante explícito: jugando con el nombre de la república norteamericana, el dibujante describe un país sacudido por el odio racial y el prejuicio político e inmerso, de hecho, en una segunda guerra civil. Si lo hace con éxito o no, lo ignoro, pues no he leído la serie. De hecho, lo mismo puede decirse de la mayoría de quienes han arremetido contra ella, pues el escándalo se ha centrado en una de sus portadas: una superficialidad verdaderamente significativa que remite a la histeria denunciada por el autor. Histeria: reacción desmedida e incontrolable ante un estímulo exterior. Para más detalle, ha sido la portada del número 4 de la serie la que ha provocado un aluvión de protestas que han culminado con su retirada, si bien el primer número ya contenía una escena –el ataque contra un trabajador transexual– que ya generó quejas entre lectores y comentaristas. La cubierta en cuestión muestra a un paquistaní (sabemos que lo es porque su polo muestra la palabra paki en la pechera) que ha sido linchado y cuelga en plena calle con sus genitales visiblemente mutilados. Detrás de él, una marquesina dice irónicamente que se ofrece «final feliz con cualquier almuerzo de la casa».

Image Comics retiró la portada y pidió disculpas por haber ofendido la sensibilidad de los lectores, añadiendo que siendo todos los crímenes de odio horripilantes y deshumanizadores, la intención de la portada era llamar la atención sobre el tipo de sociedad en que nos hemos convertido: una donde los «hechos alternativos» pueden servir de excusa para la agresión racial. Pero la disculpa no ha convencido a todo el mundo: se ha dicho que el comunicado culpa a los lectores por reaccionar impropiamente, desviando la atención de una imagen genuinamente problemática. Al emplear visualmente un crimen de odio «sin añadir nada a la conversación», dice Beth Elderkin, sin contexto ni reflexión, lo único que hace es explotar un asunto escabroso para llamar la atención. Por su parte, Kieran Shiach ha escrito en The Guardian que la respuesta que ha dado Chaykin –quien ha dicho que el problema estriba en que el 45% de los norteamericanos sueña con un acto así– confirma la necesidad de que las editoriales controlen, dentro de su derecho, aquello que publican: «Una portada así no debería jamás ver de nuevo la luz del día». No se molesta en explicar por qué, pero el hecho es que ha bastado la presión ejercida por estas reacciones –multiplicadas hasta el infinito en las redes sociales– para que la editorial haya preferido quitarse el muerto de encima, en sentido literal y figurado, haciendo lo más fácil: sustituir la portada por otra y alejarse del foco público.

¡Menuda historia! Su familiaridad es inquietante: abundan las llamadas a la censura de aquello que resulta incómodo o es etiquetado como inmoral o se identifica como causa de una ofensa. Vaya por delante que la libertad de expresión nunca es ilimitada. Los textos constitucionales de las democracias liberales suelen incluir una cláusula que establece como límite a la libertad de expresión el daño al honor o la intimidad personal, que corresponderá proteger a los tribunales. Y sería deseable que todo aquel que se expresase públicamente observase ciertas normas de civilidad; pero no hacerlo está lejos de ser punible mientras no se sobrepasen los límites arriba señalados. Fuera de esos casos, sin embargo, la limitación de la libre expresión debe encontrarse muy justificada; y raramente lo está. De hecho, como nos recordaba The Economist la semana pasada, la situación es muy distinta en los regímenes no democráticos o sólo parcialmente democráticos, donde el ejercicio de la libre expresión puede tener graves consecuencias: el escritor birmano Maung Saungkha fue condenado a seis meses de prisión por publicar un poema en Facebook que las autoridades consideraron, no sin imaginación, infamatorio para el presidente de la nación. Incluso en la antigua Grecia, como gustaba de recordar Giovanni Sartori, la libertad de palabra no protegía al ciudadano de las consecuencias de sus intervenciones públicas: el mismísimo Sócrates fue condenado a muerte por «corromper a la juventud». Y aunque en las democracias occidentales ya no nos jugamos la cárcel, sí corre peligro nuestra reputación: la esfera pública se ha envilecido tanto que el miedo a exponer las propias opiniones empieza a cundir entre aquellos usuarios que no se escudan en el anonimato. Eso que Byung-Chul Han llama «democracia de enjambre» funciona a pleno rendimiento.

No es éste el lugar para describir en detalle el contraste entre el ideal de la esfera pública y su práctica. Baste señalar que el ideal nos habla de un intercambio razonado de argumentos entre sujetos que se respetan mutuamente y buscan la verdad intersubjetivamente. Por contraste, la práctica siempre ha sido algo menos civilizado. Las falsedades y la cerrazón religiosa o ideológica han dificultado –pero no frenado– esa búsqueda colectiva de la verdad. El concepto de opinión pública encierra así una cierta contradicción: es un ideal democrático que aspira a un ejercicio aristocrático de la razón. Por algo sólo podían participar en ella, originalmente, aquellos que poseían educación y eran capaces de discurrir sobre los asuntos comunes. Eso ha ido cambiando a medida que las sociedades se democratizaban y las redes sociales han terminado por eliminar cualquier barrera comunicativa: quien tenga un smartphone puede emitir opiniones sobre cualquier asunto sin necesidad de presentar credenciales de ninguna clase. Y así debe ser. Pero la falta de civilidad y autocontención ciudadanas están causando problemas inesperados para los que no tenemos aún respuesta.

Es interesante lo que ha sucedido con la publicidad, esto es, con la cualidad de lo público. Tradicionalmente, como puede verse en cualquier película de periodistas, la publicidad era el arma con que podía forzarse a la clase política a responder de sus errores o corrupciones: en cuanto algo llega al conocimiento común, se convierte en otra cosa y los afectados no pueden escapar a la mirada pública. Ahora, la publicidad se ha vuelto tóxica en otro sentido: la conversación colectiva es el espacio donde quien cae del lado equivocado del debate puede ser linchado en nombre del bien común. Hay que evitar todo desliz para poder vivir tranquilo. Por suerte, nadie puede encarcelarnos por hacer un comentario, pero podemos acabar bajo una shitstorm tuitera, e incluso en las páginas de un diario nacional que quiera hacer caja con un titular absurdo. Juan Soto Ivars ha hablado de «poscensura» para referirse a este fenómeno. Y aunque sólo los poderes públicos pueden ejercer la censura, la actitud inquisitorial que tanto abunda en las redes sociales –donde el exaltado siempre tiene razón a base de golpear con ella– conduce fácilmente a una autorrestricción que tiene poco de voluntario.

Por otro lado, como muestra el caso Chaykin, la Red se ha poblado de defensores de la corrección política que enarbolan conceptos tan anticuados como el buen gusto o la moralidad pública para justificar el ataque a las opiniones que les disgustan. Nada hay de malo en una cierta corrección política, rectamente entendida como respeto hacia los demás. Pero lo que contemplamos ahora es un uso espurio de la misma que, en la práctica, conduce a una conversación pública higienizada donde nadie debe poder jamás sentirse ofendido y sólo ciertos discursos poseen plena legitimidad expresiva. Tal como ha señalado Timothy Garton Ash, no es aconsejable que organicemos el debate público a partir de una noción de daño que dependa en exclusiva de la percepción subjetiva del ofendido. Y ello, al menos, por dos razones: porque no es sano constituir una sociedad formada por personas que se presenten habitualmente como víctimas de la ofensa ajena; y porque en un mundo interconectado y heterogéneo, no digamos en la Red, siempre encontraremos cosas que nos ofendan. Es preferible, sostiene, limitar el uso del poder público para restañar los daños reales, objetivables, mientras construimos –esto es un desideratum– una cultura del debate público más cívica y robusta. El pensador británico añade algo obvio: que las palabras y las imágenes tienen un significado abierto que depende en buena medida del contexto. Bajo estas premisas, la retirada de la portada de Chaykin no está justificada.

Este episodio sugiere también que el debate público está experimentando una inesperada regresión hacia la literalidad, que parece anular de golpe todo aquello que la semiótica y la hermenéutica nos han enseñado tras el giro lingüístico acerca de la relación entre la comunicación humana y las comunidades interpretativas. Esta tendencia es algo desconcertante, pues la ironía parecía ser ya un tropo interiorizado por el sujeto contemporáneo: la distancia entre significado y significante, el recelo hacia significados cerrados, la evitación del dogmatismo. En algún momento, un segundo uso de la ironía consistente en el rechazo de cualquier verdad que no sea la propia ha terminado por hacerse más común, invalidando, de hecho, el primer –y mucho más saludable– empleo de la misma. De repente, nos hemos topado con los límites de la ironía: un muro de creencias dogmáticas tanto más fuertes cuanto que se creen llamadas a derribar los dogmas preexistentes y a restañar injusticias seculares. En el caso Chaykin, la seguridad con que se ha fijado el significado de la portada de marras es llamativa: X significa Y. Punto. Es obvio que el dibujo de Chaykin, que forma parte de una obra artística, no es lenguaje literal, sino figurativo. Y, como dice el semiólogo Daniel Chandler, cuando empleamos un tropo, aquello que hemos dicho escapa a nuestro control y se convierte en parte de un sistema de asociaciones mucho más amplio. ¿Quién puede decidir que hemos dicho una sola cosa y determinar además qué es eso que hemos dicho? Para más inri, el significado connotativo de un signo –en este caso, la portada– depende del contexto en que se la recibe: ya sea social o personal. ¿Puede un paquistaní leer esa imagen como la lee un norteamericano blanco o un aborigen australiano? Obviamente, no. Y, por eso, lo connotado está más abierto a interpretación que lo denotado, aunque esas interpretaciones están a su vez condicionadas por el código cultural en cuyo interior se vierte un signo.

Es verdad que los semiólogos no establecen hoy unas barreras tan firmes entre lo denotativo y lo connotativo, pues en fin de cuentas la denotación sólo implica un mayor consenso social (acerca de lo que algo significa) dentro de una comunidad interpretativa. Esto no significa que las connotaciones sean personales: una mesa no es un loro. Pero las connotaciones sí pueden estar marcadas por el estado de una cultura, como lo demuestra, por ejemplo, la alegría con que se aceptaba el esclavismo en el sur de Norteamérica en el siglo XVIII. Esto, aplicado al caso Chaykin, no mejora las cosas, sino que las empeora: la existencia de turbas digitales que se dedican a fijar policialmente qué es correcto o moralmente apropiado, desanimando a los disidentes, puede conducir a una reducción en los significados disponibles y, con ello, a un empobrecimiento de la conversación pública. O, incluso, a un backlash protagonizado por quienes se rebelan contra la dictadura de la corrección política, afirmando su derecho a comportarse deplorablemente: Donald Trump, un suponer.

Pudiera ser, para terminar, que quienes adoptan esta posición restrictiva de la libertad de expresión desde lo que podríamos considerar la izquierda –por oposición a una crítica motivada religiosamente o hecha en defensa de una tradición cultural determinada– estén siendo víctimas de su propia trampa epistemológica. Para entendernos: quien sostiene que las subjetividades son por completo heteronormativas, es decir, que están formadas por los discursos sociales dominantes sin apenas intervención del propio sujeto, no pueden sino aspirar al control de esos discursos para así formar mejores subjetividades. ¡Manufactura de virtuosos! Esto lleva a paradojas inesperadas, como sucede con la posición de aquellas feministas que defienden el derecho al aborto sobre la base de que sólo la mujer puede decidir acerca de su cuerpo, pero se oponen a la maternidad subrogada o atacan a las revistas femeninas por difundir un modelo de feminidad equivocado que termina por determinar qué uso hacemos de nuestro cuerpo. El orden del discurso es entendido así como idéntico al orden de lo real. Timothy Garton Ash cita a la filósofa feminista Catherine MacKinnon: «La pornografía es material masturbatorio. Es usada como sexo. En consecuencia, es sexo». De acuerdo con la misma lógica, la portada de Chaykin que representa un crimen racial es un crimen racial. O no: aunque el decir es un hacer, no es lo mismo decir que hacer. Por ejemplo, decir que mataría a mi vecino es algo muy distinto a matarlo: la diferencia es elemental. Y esa diferencia es la que nos permite representar por escrito o en imágenes aquello que no querríamos ver materializado: como el linchamiento de un paquistaní. Adoptar posiciones paternalistas a estas alturas de la modernidad es un paso atrás, pues es evidente que el ciudadano tiene algo que decir, si quiere hacer el esfuerzo reflexivo correspondiente, acerca de aquello que piensa y siente. 

Estamos lejos de aquellos ordenes sociales unánimes donde la voz de su amo se reproducía heterónimamente en unos súbditos que apenas tenían acceso a voces distintas de la oficial, concluye el profesor Arias Maldonado. Ya sabemos cómo terminan los policías del pensamiento: dejemos que cada uno se haga responsable de sus ideas sin querer imponerle las nuestras.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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viernes, 30 de junio de 2017

[Pensamiento] Utopías. ¿Tienen sentido aún?



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512, Museos Vaticanos)


Utopía: Del lat. mod. Utopia, isla imaginaria con un sistema político, social y legal perfecto, descrita por Tomás Moro en 1516, y este del gr. οὐ ou 'no', τόπος tópos 'lugar' y el lat. -ia '-ia'. Plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización. Representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano (Real Academia Española).

Respeto a todo aquel que piense lo contrario, pero tengo que decir que las utopías me provocan pánico. Las dos utopías sociopolíticas que emergieron en el pasado siglo, comunismo y nazismo, tiñeron de sangre el mundo y deberían habernos vacunado para un largo plazo de tiempo, pero sospecho que no es así. Ahora se llaman nacionalismo y populismo. Me gustaría verlas desaparecer pero soy bastante escéptico al respecto. 


Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Berkeley y completado estudios en Keele, Oxford, Siena y Múnich. Es autor de Sueño y mentira del ecologismo (Madrid, Siglo XXI, 2008) y de Wikipedia: un estudio comparado (Madrid, Documentos del Colegio Libre de Eméritos, núm. 5, 2010). Sus últimos libros son Real Green. Sustainability after the End of Nature (Londres, Ashgate, 2012), Environment & Society. Socionatural Relations in the Anthropocene (Dordrecht, Springer, 2015) y La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI (Barcelona, Página Indómita, 2016). 

Hace unas semanas el profesor Maldonado publicaba en Revista de Libros un interesante artículo titulado Izquierda, capitalismo y utopía: comedia para el fin de los tiempos, reseñando el libro An American Utopia. Dual Power and the Universal Army (Londres y Brooklyn, Verso, 2016), de Fredric Jameson, editado por Slavoj Žižek

«Estoy harto de utopías», exclama Visarión Belinski, crítico literario que formaba parte de la camarilla modernizadora liderada por Aleksandr Herzen y Mijaíl Bakunin durante las décadas centrales del siglo XIX, en un momento de La costa de la utopía, la espléndida trilogía que Tom Stoppard dedica a aquellos exiliados románticos de la Rusia zarista, comienza diciendo Maldonado. En ese hartazgo, nuestro hombre se parece más a nosotros que a sus contemporáneos, impregnados de la esperanza en un futuro de armonía social y abundancia material. Tiene su lógica: aunque la literatura utópica poseía ya entonces una larga solera, su realización histórica no se produciría hasta décadas más tarde con la llegada al poder de los bolcheviques rusos. Es ahora, pasados cien años del exitoso golpe de Estado bolchevique y casi veinte después de la caída del Muro de Berlín, que simbolizó largamente la vigencia de la alternativa comunista, cuando esa ingenuidad nos resulta alarmante: la negra luz de la historia ha debilitado nuestros anhelos utópicos mediante una amarga cura de realidad. ¡Nadie otorga ya crédito a las utopías! O, al menos, eso creíamos.

Y lo creíamos hasta que Fredric Jameson, sigue diciendo, veterano pensador marxista y celebrado teórico del capitalismo tardío, ha dado a la imprenta An American Utopia, que es exactamente lo que su título sugiere: una utopía política comunista concebida para su aplicación en la Norteamérica contemporánea.  Jameson mismo es un experto en pensamiento utópico: a él dedicó un exhaustivo estudio publicado hace poco más de una década. Aquí ha puesto en práctica esos saberes para diseñar una utopía propia, cuyo interés excede con mucho el que dispensaríamos a una simple fantasía política. Entre otras razones, porque el propio Jameson presenta ambiguamente su utopía como un «programa político», difuminando la línea que lo separa de un ideal situado fuera de la historia. Pero también por el carácter sintomático de la obra, que Slavoj Žižek presenta en su prólogo como «ideal para activar un debate sobre posibles e imaginables alternativas al capitalismo global». La estructura de la obra es peculiar: tras un breve prólogo de Žižek, se abre con el largo ensayo de Jameson y continúa con una serie de capítulos de varios autores que hacen las veces de comentario a la propuesta utópica en cuestión, incluido uno del propio Žižek, para cerrarse con un epílogo de Jameson en el que este responde a las críticas. El papel de Žižek como editor del libro, que reúne tras el largo ensayo inicial de Jameson a lo más granado del pensamiento de izquierda radical contemporáneo (Jodi Dean, Alberto Toscano, Agon Hamza e tutti quanti), representa un aval para sus pretensiones y tiende un puente entre dos generaciones separadas por el tiempo, pero unidas por su voluntad de acabar con el capitalismo. Es verdad que muchas de las glosas son severas, pero la discrepancia tiene que ver con los medios y no con los fines. Todos, pues, están de acuerdo con algo que ha dicho Žižek en otro lugar: que la «hipótesis comunista» −así bautizada por Alain Badiou− es el único marco apropiado para el diagnóstico de la actual crisis.

En realidad, comenta, quizá sería más correcto afirmar que sin crisis no habría diagnóstico o, cuando menos, que este tendría menos fuerza, ya que son la Gran Recesión y sus consecuencias sociopolíticas las que han otorgado nueva legitimidad al rechazo integral del capitalismo. Y es que de este provendrían todos los males, al decir de sus críticos, empezando por la deformación de las subjetividades individuales y terminando por la abolición de la política democrática. Jameson tiene claro que democracia y capitalismo son incompatibles, entre otras razones porque «las grandes empresas no pueden operar en una situación en la que los presupuestos y la política fiscal en general sean decididas mediante el voto popular» (p. 32). Se trata de un argumento que la izquierda radical ha sostenido de manera constante, pero que también enarbolan con éxito los populismos de todas las confesiones y que no es extraño a la tradición utopista. En su prólogo a la edición de 1976 de Walden Two, publicada originalmente en 1948, el psicólogo B. F. Skinner presenta su utopía conductista a la luz de una crisis de legitimidad de las democracias que recuerda en muchos aspectos a la contemporánea: «mucha gente [...] ha perdido la fe en un proceso democrático en el que la así llamada voluntad del pueblo es obviamente controlada de manera antidemocrática». Žižek, por su parte, acusa al capitalismo de privar a los individuos «de cualquier mapa cognitivo significativo»: de no proporcionar un sentido capaz de llenarnos afectivamente. Este defecto central se vería agravado ahora que el capitalismo se extiende al resto de civilizaciones. Žižek dice aquí lo mismo que Pankaj Mishra en su celebrado Age of Anger: la globalización no presta a las sociedades no occidentales el tiempo necesario para elaborar culturalmente el impacto de la modernización. Para colmo, el malestar resultante converge ahora con el experimentado en las propias sociedades occidentales. Sorprende, en ese sentido, que Jameson nos presente una utopía nacional en lugar de una global. Aunque se sobreentiende que su hipotético éxito en Estados Unidos, centro de tantos poderes, provocaría un efecto perturbador sobre el resto del complejo liberal-capitalista.

Sea como fuere, añade, el problema teórico estriba menos en la presentación de una crítica frontal al capitalismo −muy engrasada ya− que en la formulación de una alternativa viable que dé expresión al anhelo transformador de la izquierda marxista. A este respecto, como plantea Agon Hamza en su contribución a este volumen, esta misma izquierda se ha convertido en «una fuerza política desmoralizada y desmoralizante» que no es capaz de perturbar a su enemigo (p. 149). Por eso, sostiene, el primer paso para cualquier política emancipadora contemporánea es «abandonar la noción y el concepto de la izquierda» (p. 149). ¡Ahí es nada! Hamza alude con ello tanto a las hipotecas que el marxismo jamás podrá pagar como a un lenguaje autorreferencial cuyo impacto sobre la realidad social −exigible a la luz de la undécima tesis sobre Feuerbach− es casi inexistente. Y ello, en gran medida, porque pese a las chanzas vertidas contra el "Fin de la Historia" anunciado por Francis Fukuyama tras el derrumbe del comunismo soviético, la alternativa sistémica al capitalismo global sigue sin aparecer por ninguna parte. Quizá por eso tiene dicho Jameson que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Es aquí donde entra en juego, para bien y para mal, su utopía estadounidense.

Jameson, dice poco después, arranca su reflexión señalando que ninguna de las vías tradicionales para la política de izquierda posee ya credibilidad alguna: tanto el reformismo socialdemócrata como la revolución tradicional son vías muertas en el camino a la sociedad poscapitalista. Hay, en cambio, un tercer tipo de transición menos reconocida, pero más prometedora, que constituirá el núcleo de su programa político y conducirá a su propuesta utópica: el poder dual. Teorizado por Lenin, el poder dual se dará allí donde una organización política provea de servicios a una comunidad ignorada por el gobierno central, de manera que el poder se desplace gradualmente de uno a otro, hasta que ese poder alternativo se convierta en gobierno de facto sin necesidad de desafiar abiertamente a la estructura legal vigente. Son ejemplos de esta práctica los Panteras Negras y Hamas, pero no Chiapas (donde los zapatistas ocuparon un territorio espacialmente separado del poder estatal) ni insurrecciones explícitas como la Primavera Árabe u Occupy Wall Street. Si este razonamiento resulta familiar al lector español, se debe a que Pablo Iglesias hizo hace unos meses la defensa de los «contrapoderes sociales» que trabajan al margen de lo que disponga un parlamento donde «todo el pescado está vendido y todas las cartas están repartidas», invocando precisamente el ejemplo de los Panteras Negras como proveedores de servicios comunitarios en la Norteamérica de los años sesenta.

Ahora bien, señala el profesor Maldonado, ¿qué institución puede cumplir ese papel en la Norteamérica contemporánea? ¿Desde dónde proyectar ese poder dual llamado a absorber, andando el tiempo, el poder del Estado? Jameson descarta sucesivamente a los sindicatos (dado que entramos en una era de desempleo estructural masivo y el mercado «gris» domina la oferta de empleo), al servicio postal nacional (debilitado institucionalmente, pese a que llegó a cumplir funciones de caja de ahorros en algunos países), así como a las Iglesias (que entiende ligadas a una religión que ningún marxista puede defender, pero a la que concede cierto crédito como fetiche cohesionador en determinados momentos históricos). Nuestro autor se decanta, en cambio, por un candidato improbable: el ejército. Y no por razones utópicas, subraya, sino de orden práctico. En el sistema federal norteamericano, apunta, el ejército es una de las pocas instituciones que trasciende las jurisdicciones estatales, asumiendo de paso funciones de asistencia sanitaria para los soldados veteranos. Jameson tiene en mente convertirlo en un Ejército Universal, que no es una forma de gobierno, sino una nueva estructura socioeconómica. Y el procedimiento para lograrlo comienza con la conscripción forzosa que nos convierte a todos en soldados; una renacionalización que exigirá una previa lucha discursiva que devuelva a esta política su prestigio perdido. Una vez que el reclutamiento se haga obligatorio, integrando en el ejército a todas las personas entre los quince y los sesenta años, el ejército se transformará en una «masiva fuerza popular capaz de coexistir con éxito con un “gobierno representativo” cada vez menos representativo» (p. 28). Jameson trae así a colación a un Jean Jaurès que enfatizaba la importancia sociopolítica de los reservistas y a un Trotski que defendía la «democracia militar» y la función liberadora del «ejército socialista». Todo ello bajo la premisa de que la militarización asegura la disciplina necesaria para construir una sociedad igualitaria. Su previsión es que los hospitales militares se conviertan en una sanidad universal y gratuita, mientras que la propia educación podría reorientarse con arreglo a directrices militares.

Se percibe aquí, añade, hasta qué punto el ejército presenta una ventaja espacial por su mera presencia en todos los Estados federados. Pero Jameson no habla de un acto revolucionario militar, sino del ejército como vehículo para una transformación social que otorgará a lo militar un papel perdurable en la sociedad así transformada. Es a la luz de estas consideraciones como cobran sentido sus críticas al miedo cuasiparanoide que exhibe el foucaultianismo ante cualquier forma de organización social o política y a la propia idea de libertad. A su juicio, el obstáculo principal para la realización de la utopía es el miedo a la utopía misma: miedo existencial a disolver nuestra individualidad en un colectivo más amplio, a mezclarnos con extraños en una institución interclasista como el ejército. Por eso este último es «el primer atisbo de una sociedad sin clases» (p. 61) y la experiencia de la conscripción forzosa da paso a una promiscuidad social que representa el genuino «modo de ser» de una verdadera democracia.

Pero, ¿qué pasa después?, se pregunta. ¿Qué tipo de sociedad produce el desplazamiento del poder a esa institución dual que es el ejército universal? ¿Y de qué manera se organiza? Jameson sostiene que su utopía presupone el fin del Estado y de la política tal como las entendemos, al tiempo que afirma que la productividad y la tecnología «se cuidan solas» aun cuando el sistema motivacional difiera del capitalista. El problema no es la productividad, afirma, sino la distribución. Sobre todo, la del trabajo, debido a la función social vertebradora que cumple el pleno empleo. Una posible solución sería el uso de una lotería que adjudicase los empleos de manera periódica, siguiendo la propuesta de Barbara Goodwin. No hace falta ser economista para percatarse de que esto causaría problemas de especialización y competencia, porque ni siquiera en una sociedad utópica puede cualquiera ejercer como ingeniero. Jameson se desmarca por elevación: el verdadero problema sería el culto a la eficiencia, elemento central a la lógica del capitalismo sin cuya crítica frontal no es posible completar la necesaria transformación de las mentalidades. De manera que un repudio sistemático de la ideología de la eficiencia [...] bien puede suministrar una nueva visión del mundo, donde la naturaleza humana (podemos dar vida al concepto en una suerte de esencialismo estratégico) es entendida no como buena ni mala, sino como esencialmente ineficiente (p. 49).

Hay que suponer, continúa diciendo, que el ciudadano educado en el Ejército Universal aceptará de buen grado esa falta de eficiencia. En todo caso, no se aburrirá: Jameson no incurre en el error de dibujar una sociedad carente de conflictos interhumanos, sino que subraya cómo la desaparición de los antagonismos de clase hará aumentar los antagonismos individuales. Su realismo es saludable, máxime en el marco de una tradición acostumbrada a concebir la revolución como el punto final de todo conflicto:

¿Puede alguien de verdad creer que el disgusto visceral que a veces siente un individuo por otro desaparecerá en un mundo perfecto? ¿O que la rivalidad desaparecerá en las jóvenes generaciones, con independencia de las recompensas que puedan ofrecerse en lugar del dinero y el beneficio? ¿O, incluso, más seriamente, que el conflicto generacional no amenazará perpetuamente la reproducción social (incluyendo la del propio sistema utópico)? ¿O, finalmente, [...] que la envidia [...] dejará de atormentar a los individuos biológicamente incompletos que somos y que no dejaremos de ser, siquiera en el «paraíso»? (p. 64), ironiza Maldonado.

Jameson se apoya aquí, dice más adelante, en el agonismo político de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, pero sobre todo deja ver la influencia de Lacan y su identificación del «otro» como componente interno a nuestra propia subjetividad: envidiamos a los demás porque suponemos que experimentan un goce que a nosotros nos está vedado. La cura es, por ello, imposible y lo más que puede hacerse es abrazar el antagonismo social como rasgo permanente de cualquier colectividad imaginable: todos somos neuróticos en el sentido psicoanalítico y la sociedad, del tipo que sea, no puede ser sino una colección de neuróticos de varios tipos, cuya cohabitación nunca puede ser regulada de manera armónica o utópica (p. 77).

Una sociedad socialista sí sabrá, al menos, fomentar la conciencia individual de esta falta y de su insolubilidad, a diferencia de lo que sucede en una sociedad capitalista, donde ese sentimiento negativo trata de canalizarse hacia el consumo de bienes, afirma. A fin de acabar con la lacra del consumismo, Jameson prevé incluso la desaparición del dinero, que coexistirá en su utopía estadounidense con una redistribución bienes y plusvalías «absoluta». Sólo así podrá solventarse el problema del antagonismo individual y resolverse el obstáculo que representa el federalismo, que crea estructuras políticas separadas y desiguales que resisten toda homogenización.

Otros aspectos destacables de la sociedad futura concebida por Jameson, comenta Maldonado, tienen que ver con el equilibrio entre normalidad y excepcionalidad. Jameson trata aquí de cuadrar el círculo, al enfatizar la necesidad de dejar espacio en la utopía para «la pasión por la estabilidad y la continuidad, para un heideggeriano habitar la tierra» en coexistencia con «el disfrute de la aceleración, la novedad, la destrucción creativa y el movimiento perpetuo» (p. 78). A tal fin, piensa en unas «vacaciones desplazadas» con arreglo a las cuales la población de ciudades enteras intercambia sus lugares de residencia. No menos pintoresca es la solución que encuentra al problema de la criminalidad, entendida como una pulsión inerradicable: adoptar la propuesta del escritor de ciencia ficción Samuel Delaney e instituir un sector «liberado» donde todo esté permitido. Estas vías de escape son las que autorizan a Jameson a descartar el peligro del totalitarismo, a su modo de ver un problema menor al lado del que plantea el federalismo.

No obstante, añade, es en las páginas finales de su bosquejo utópico donde Jameson presenta una institución llamada a reemplazar de manera natural al gobierno y las estructuras políticas: la Agencia de Colocación Psicoanalítica [Psychoanalitic Placement Bureau]. Citando como precedente el «cálculo de las pasiones» ideado por Charles Fourier, nuestro autor atribuye a esta agencia la función de organizar y distribuir el empleo, así como asignar toda clase de terapias individuales y colectivas con el auxilio de sistemas informáticos complejos. Lo que se trata de organizar es un cuerpo social cuyos miembros participan en tareas productivas unas cuantas horas al día, quedando libres para hacer lo que deseen una vez que las concluyan. La existencia de una agencia así se explica por la creencia de Jameson en que la organización económica no plantea demasiados problemas: las horas de producción pueden calcularse, reducirse las horas, garantizarse un salario mínimo anual.

Y este, concluye Jameson, es el lugar donde empezar, una afirmación que ilustra admirablemente el celebrado novelista de ciencia ficción Kim Stanley Robinson en Mutt and Jeff Push the Button, la primera de las glosas que incluye este volumen: un relato breve cuyos protagonistas son dos informáticos que, tras una breve charla sobre las condiciones políticas existentes, deciden apretar el botón que reconfigurará la sociedad.

Se ha apuntado que los últimos años han conocido un resurgimiento de las obras dedicadas al fin del capitalismo, comenta: ensayos de distinto orden dedicados a preverlo, planificarlo o profetizarlo. Desde el poscapitalismo digital de Paul Mason (para quien el progreso tecnológico capitalista no podrá ser asumido por el propio capitalismo) al ejercicio de futurología de Peter Frase (quien dibuja un conjunto de escenarios que van desde el exterminismo al comunismo), pasando por el más riguroso análisis de Wolfgang Streeck (quien, no obstante, sostiene, a la manera clásica, que el capitalismo se derrumbará gradualmente debido a sus contradicciones internas). Sin embargo, ninguna de ellas hace una apuesta formal tan arriesgada como An American Utopia, inscrita en un género de hondas raíces en el pensamiento occidental y nunca desaparecido del todo. Antes de reflexionar sobre lo que nos dice Jameson, pues, hay que preguntarse por qué nos lo dice mediante la forma utópica, que naturalmente forma parte de lo que nos dice.

No hace falta detenerse demasiado en la bien conocida prosapia del género utópico, afirma más adelante, que tiene en la República de Platón una de sus primeras manifestaciones y se enriquece posteriormente con las aportaciones clásicas de Tomás Moro, Tommaso Campanella o Francis Bacon, hasta conocer en las últimas décadas aportaciones tan personales como las de Ursula K. Le Guin, Margaret Atwood u Octavia E. Butler. Interesa más elucidar cuál es el carácter del género, que presenta la imagen mental de una sociedad donde determinados principios ideales son aplicados en la práctica. Abundan las variaciones: si la utopía es la prueba de que esos principios son aplicables, la antiutopía es la afirmación de lo contrario, y la distopía, la figuración de un futuro catastrófico a partir de un presente defectuoso. A diferencia de otras manifestaciones del pensamiento político, la utopía se caracteriza por su atención al detalle: por una minuciosa descripción de la sociedad imaginaria, que a menudo atiende a aspectos marginados por el pensamiento abstracto. Sería un error, sin embargo, creer que las utopías se conciben siempre como modelos para ser aplicados. Más bien, como ha señalado Peter Stillman, pueden servir a distintos fines (reforma, transformación, crítica) empleando una misma estrategia: crear en el lector una sensación de extrañamiento respecto de su realidad que lo empuje a pensar de otra manera, en lugar de aceptar pasivamente la hegemonía del presente. Desde este punto de vista, hacer una lectura literal de la utopía sería una mala práctica interpretativa, por más que la vívida minuciosidad que suele caracterizarlas nos empuje en esa dirección.

Antes de elaborar una utopía propia, sigue diciendo, Fredric Jameson ya había dedicado su atención al género y sus múltiples manifestaciones. Es en su Archaeologies of the Future donde desarrolla una teoría política de la utopía que sitúa en su núcleo la dialéctica entre identidad (la sociedad existente) y diferencia (la sociedad posible).  Escribe nuestro autor: La forma utópica es en sí misma una meditación representacional sobre la diferencia radical, la radical otredad, y sobre la naturaleza sistémica de la totalidad social, hasta el punto de que uno no puede imaginar ningún cambio fundamental en nuestra existencia social que no haya sido antes prefigurado en una visión utópica, como las chispas que deja atrás un cometa.

Por eso atribuye a la «psicología de la producción utópica» una función epistémica colectiva, comenta, e identifica un «impulso utópico» que trasciende a las obras concretas y se manifiesta con fuerza en géneros aparentemente marginales, como la ciencia ficción. Ese impulso habría renacido en los últimos años, después de que la Guerra Fría hubiese «neutralizado» el género por la vía de convertirlo en instrumento anticomunista. Para Jameson, la utopía ha vuelto a cambiar de signo y está de nuevo al servicio de las fuerzas progresistas. No obstante, sugiere en An American Utopia, la utopía no puede limitarse ya a presentar los defectos de la sociedad contemporánea, sino que debe proponer versiones más elaboradas de un sistema social alternativo. Es como si Jameson urgiera a los pensadores de izquierda radical a dejarse de vaguedades y les instase a concretar a qué se refieren cuando hablan de subjetividades alternativas y futuros contrahegemónicos a fin de que podamos evaluar su deseabilidad. Esa concreción es la que lleva él a cabo en la obra que nos ocupa, respondiendo con cierto detalle a aquellas preguntas que resulta más fácil dejar sin respuesta. Tal como escribía Quentin Skinner en el prólogo a su utopía: «¿Qué hay de la economía y del gobierno? ¿No debemos responder también a esas preguntas? Bien, no estoy seguro de que debamos». Honra a Jameson que las aborde; cuestión distinta es que sus respuestas resulten satisfactorias.

Pero tampoco está claro que debamos tomarnos en serio esas respuestas, dice Maldonado. ¿No supondría eso incurrir en una lectura literal de esta utopía estadounidense y reducir con ello el abanico potencial de sus significados? En su contribución al volumen, el filósofo alemán Frank Ruda relata cómo el día en que Jameson presentó su propuesta en el Graduate Center de la City University de Nueva York, el público rompió a reír de manera espontánea. La utopía de Jameson, dice Ruda, es «una utopía cómica» (p. 208). A sus ojos, Jameson formula una propuesta imposible y eso la mantiene arraigada en el género utópico, por cuanto una utopía imaginable cambia inmediatamente de carácter. Su valor reside entonces en hacernos ver que incluso en una sociedad utópica seguiríamos siendo freaks sujetos a deseos irrealizables y envidias permanentes; estamos, pues, ante una terapia. También la filósofa feminista Kathi Weeks apuesta por no leer literalmente −o no del todo− la obra de Jameson, apostando más bien por la función negativa de la utopía como mecanismo de distanciamiento. Podríamos, asimismo, leerla como una ficción: en el epílogo del libro, Jameson sostiene que el socialismo no será posible sin un nuevo cuerpo de fantasías e imágenes capaces de superar las que emanan del capitalismo tardío. Hay que pensar que su utopía tiene por objeto contribuir a la construcción de ese imaginario y dotarlo de fuerza afectiva, aunque Jameson escribe una reflexión teórica y no una narración literaria.

No son pocos los pensadores que se decantan en este mismo volumen por una interpretación más o menos literal, comenta. Saroj Giri encomia a Jameson por haber encontrado una manera de resolver −nada menos− el problema de la relación entre libertad individual y democracia, mientras que Agon Hamza valora sobre todo el «programa positivo» contenido en la obra, que habrá por ello de ser juzgada en función de «los efectos que tiene sobre el pensamiento contemporáneo» (p. 153). Todos los demás, de Jodi Dean a Slavoj Žižek, proceden a discutir las propuestas concretas que Jameson pone sobre la mesa: el ejército como poder dual, la Agencia Psicoanalítica de Colocación, la relación entre trabajo y ocio. Desde luego, es difícil tomarse en serio un organismo llamado «Agencia Psicoanalítica de Colocación», por no hablar del intercambio de viviendas entre ciudades enteras o la instauración de un sector social en el que no rijan las leyes penales: son ideas tan delirantes que quizá sólo puedan tomarse en serio «rebajándolas» a la categoría de ficciones literarias. Pero, si es el caso, ¿por qué leer An American Utopia? Si es una broma destinada a inocular en nosotros una distancia crítica respecto del presente, ¿por qué discutir sus detalles? Si es una alegoría, ¿dónde queda la realidad?

Recordemos que el propio Jameson es ambiguo acerca del estatuto de la obra, comenta, oscilando en todo momento entre la propuesta utópica y el programa político. Y no cabe duda de que el empleo del ejército como poder dual pertenece al segundo, aun cuando el bosquejo de la sociedad resultante se inscriba en la primera. Pero, a su vez, los principios generales que dan forma a la utopía no son utópicos en sí mismos, sino dignos de discusión. E incluso los aspectos más cómicos de la misma, como la Agencia Psicoanalítica de Colocación, han de debatirse como si se planteasen en serio y fueran realizables. ¿No es el como si la instancia fundacional que comparten la utopía y el pensamiento político normativo en sus respectivas meditaciones sobre lo deseable? Aunque la etimología de la palabra ya manifieste con claridad que lo propio de la utopía es presentar un lugar que no existe ni puede existir, la única manera de honrar la propuesta de Jameson es discutirla como si pudiera realizarse.

Allí donde otros autores eligen comunidades pequeñas que sirven como experimentos piloto para construir una sociedad alternativa, señala después, Jameson trabaja a lo grande: su propósito es acabar con el capitalismo y ello exige una considerable concentración de poder, aunque nuestro autor se limite a la transformación inicial de la sociedad norteamericana. Es la necesidad de esa concentración la que explica la elección del ejército como instrumento del poder dual, pues su implantación federal haría posible vencer la resistencia ejercida por las unidades políticas individuales que no desean perder sus privilegios o sacrificar su identidad. En este aspecto, su utopía no se aleja demasiado de los planteamientos comunistas clásicos, por cuanto el cambio social es impuesto mediante un poder centralizado más que decidido por sus protagonistas. Naturalmente, Jameson no habla en esos términos, sino que imagina una transición gradual caracterizada por un desplazamiento de la legitimidad: el ejército la acumularía, el gobierno central la perdería. Es verdad que, como le reprocha Žižek, aquí se desmantela el aparato estatal tradicional. Pero otras facetas de su propuesta delatan la naturaleza coercitiva del proyecto, que no ha pasado inadvertida para los propios comentaristas de izquierda.

Así, señala más adelante, Jodi Dean lamenta que el ejército universal −colectividad en la que uno no elige integrarse− opere en la práctica como mecanismo despolitizador, al generar una población «maquinal» organizada en términos económicos a través de la Agencia de Colocación Psicoanalítica. Tanto él como Hamza prefieren, por eso, un partido universal antes que un ejército. Por su parte, Kathi Weeks plantea la dificultad de concebir un ejército libre de connotaciones masculinas: simbólicamente, es una institución desafortunada. Desde luego, no es la primera vez que alguien defiende la función cohesionadora de la conscripción obligatoria y la subsiguiente creación de un espacio de convivencia entre personas de distinto origen social. Entre nosotros, Rafael Sánchez Ferlosio se opuso a la abolición del servicio militar invocando argumentos de corte republicano, arguyendo que un ejército profesional es un ejército mercenario y no un «ejército de ciudadanos» capaz de oponerse a decisiones políticas injustas. Pero Ferlosio está pensando en sociedades democráticas, y no en el empleo del ejército como herramienta para un cambio social radical. La utopía estadounidense de Jameson comienza así con un acto de coerción: la inclusión forzosa de todos los ciudadanos en una institución militar común a todos. ¿Y cómo podría suceder esto? Según cuenta Žižek, interrogado en el seminario neoyorquino cómo imagina que pudiera llegar a aplicarse su conscripción forzosa, Jameson respondió que probablemente de resultas de una catástrofe ecológica. Y Žižek mismo se plantea si no es triste que la izquierda radical haya de ser salvada por una catástrofe. Tan triste, podemos añadir, como ver aplicado su programa mediante la militarización obligatoria.

Pero los ribetes autoritarios −o antipolíticos− de la utopía jamesoniana no terminan aquí, señala el profesor Maldonado. Recordemos que no será el individuo quien decida qué tipo de contribución hace a la vida productiva, en función de sus gustos o habilidades, sino que esa decisión corresponderá a la Agencia de Colocación Psicoanalítica.  Más aún, esta forma organizativa es burocrática y no política: Jameson incurre en el viejo defecto marxista de suprimir la esfera política, pese a que no es tan ingenuo como para esperar una desaparición de los conflictos individuales en la sociedad sin clases. Si no hay forma de gobierno en la utopía estadounidense, sin embargo, es porque se espera que el fin del capitalismo sea también el fin de los conflictos propiamente políticos. Tiene su lógica: la construcción de un enemigo todopoderoso −el capitalismo tentacular − sólo puede conducir a una sociedad liberada de sus males. Es por eso especialmente llamativo que la crítica frontal al capitalismo no se corresponda con un conocimiento suficiente de su funcionamiento, como queda de manifiesto cuando Jameson esboza los principios organizativos de la «estructura» económica de su sociedad utópica.

El veterano pensador norteamericano, señala, razona como si las virtudes productivas del capitalismo pudieran replicarse en ausencia de las instituciones que lo hacen posible. Así, por una parte, la productividad y la tecnología se dan por supuestas, incluso en ausencia de un sistema motivacional −ligado sobre todo a las recompensas salariales− capitalista. Se nos da a entender que seremos productivos y seguiremos innovando, sin aclararse cómo, porque lo que interesa a Jameson es decidir cómo vamos a distribuir los frutos de ese dinamismo económico. Pero, ¿habrá empresas, competencia, precios? En realidad, ni siquiera habrá dinero: Jameson propone su abolición a fin de suprimir con ello el consumo desordenado de bienes que identifica como principal enfermedad moral del capitalismo. Los bienes y las plusvalías serán redistribuidos de manera «absoluta», aunque no tengamos una noción clara de la procedencia de esas plusvalías, ni se pondere el efecto que una redistribución así tiene sobre las motivaciones individuales; aunque algo sí sabemos gracias a la historia del comunismo soviético. Su concepción del mercado de trabajo no es menos pintoresca: la Agencia de Colocación Psicoanalítica funciona porque se deposita una fe injustificada en la planificación centralizada, que hace posible calcular las horas de producción necesarias y garantizar un salario mínimo anual (pagadero en especie, hay que suponer). Incurre Jameson en la clásica falacia que imputa un número fijo de empleos disponibles a una economía con independencia de lo que suceda en esa economía. ¡No digamos si esos empleos son asignados al margen de nuestras competencias o talentos! Nada de esto tiene mucho sentido, o sólo lo tiene para quien participe de una visión simplista del mercado, pero ya se ha apuntado antes que Jameson guarda un as en la manga: la deslegitimación cultural de la eficiencia.

Su argumento es que la revolución cultural que la utopía presupone y fomenta tiene como tema central una reivindicación de la naturaleza «ineficaz» de los seres humanos, afirma. De qué manera encajan entre sí la crítica de la eficiencia y el elogio de la disciplina militar es algo que no podemos saber. Y aunque no hay nada que objetar a la crítica de los excesos cometidos en nombre de la eficiencia, ¿cree Jameson que la eficiencia es un fin en sí mismo, una herramienta ideológica diseñada para convertirnos en esclavos del sistema económico? Seguramente su cristalización pueda explicarse de manera mucho más sencilla en el marco de la competencia económica e intelectual, como un proceso espontáneo de mejoramiento que debe mucho a la experiencia comparada entre distintos modelos de gestión y manufacturación. En cualquiera de los casos, suponiendo que se creasen aquellos incentivos negativos que fomentasen la ineficiencia, ¿cómo podría hacerse realidad la utopía abundantista de Jameson? Porque se da por hecho que la combinación de productividad y tecnología generará una riqueza que debe ser redistribuida de manera «absoluta», pero simultáneamente se denuesta la eficiencia que la hace posible. En la utopía estadounidense así pergeñada, ¿quién se ocuparía de que las estanterías de los supermercados estuviesen llenas de productos, de la innovación médica, de los rendimientos agrícolas, de garantizar la movilidad individual y colectiva, de la seguridad alimentaria, de la sostenibilidad medioambiental, de la producción editorial, del funcionamiento de Internet, del orden público, de impartir justicia? ¿Sería todo esto hacedero con la ineficacia por bandera? ¿Aceptarían los ciudadanos de esa sociedad un estado de cosas semejante? ¿Cómo se compadece una economía estacionaria con el dinamismo y la aceleración que Jameson admite como parte de la buena vida en su utopía?

Aunque Jameson responde a muchas preguntas que otros dejan en blanco, continúa diciendo, es aún mayor el número de las que esperan respuesta. Tal como expone Gerald Gaus en su reciente trabajo sobre las teorías ideales, cuando una filosofía política pasa de hacer juicios abstractos sobre la justicia a presentar recomendaciones organizativas, no puede limitarse a justificar sus preferencias normativas: tiene que apoyarse en otras disciplinas para exponer seriamente el modo en que su sociedad ideal funcionaría. Y eso Jameson, apoyándose en la naturaleza utópica de su propuesta, no lo hace.

Nos encontramos, señala, así con un programa político consistente en la militarización universal y forzosa de la población, que da paso a una propuesta utópica cuyo aspecto central es el desmantelamiento del capitalismo y su reemplazo por una forma centralizada de organización social. En ella, el empleo es asignado con ayuda de algoritmos y el individuo apenas trabaja tres o cuatro horas al día antes de dedicarse a aquello que le plazca, todo ello en un contexto de abundancia material no reñido con la animosidad interpersonal. Así es, a grandes rasgos, la utopía estadounidense de Fredric Jameson. Y cabe preguntarse: ¿es esta la alternativa que la izquierda marxista opone al capitalismo liberal-democrático en la segunda década del siglo XXI?

Todo depende del punto de vista del observador, comenta. Para Žižek, la propuesta de Jameson es un ejercicio de realismo en la persecución de la sociedad comunista. Es, en otras palabras, «un gran paso en la dirección de la censura de nuestros sueños» (p. 279). La razón es que Jameson se atreve a romper algunos de los viejos tabúes de la izquierda revolucionaria: rechaza por igual el socialismo de Estado de corte leninista-estalinista y la visión libertaria del comunismo como red asociativa, acepta la pervivencia del resentimiento en la sociedad sin clases, y acepta la separación de producción y placer en la sociedad comunista: mañanas productivas, tardes placenteras. Por todo ello, Žižek incluye la utopía estadounidense de Jameson dentro de esas «semillas de la imaginación» (expresión que parafrasea un título anterior de Jameson) que han de plantarse para poder imaginar de nuevo una sociedad comunista. Son, pues, razones internas a una literatura fascinante y esotérica cuya conexión con la realidad social se antoja dudosa. Que la izquierda marxista tiene un sentido peculiar del realismo se demuestra en sus consideraciones sobre el comunismo histórico: Jodi Dean lamenta el final de la Unión Soviética debido a que con ella se derrumbó «el sujeto sobre el que proyectaba la creencia, el sujeto a través del cual otros creían» (p. 127), mientras que Žižek ve en las sociedades comunistas «territorios liberados» del capitalismo totalitario.

¿Qué pensar?, se pregunta. Es patente que nos encontramos, para empezar, con una severa discrepancia en el diagnóstico. Si las sociedades liberal-capitalistas son contempladas −en un mashup de Marx con Foucault− como órdenes injustos y desiguales donde las libertades individuales carecen de contenido real a causa del control social de la subjetividad individual, la utopía estadounidense de Jameson no tendrá mal aspecto. Pero si se arroja sobre nuestra realidad social una mirada más templada y se comparan los datos disponibles −sobre renta per cápita, pobreza, asistencia sanitaria, desigualdad entre regiones y países, acceso a bienes básicos, posición social de la mujer o tolerancia hacia formas de vida alternativas− con los de hace cincuenta o cien años en las propias sociedades liberales, no digamos en las comunistas, el veredicto no puede ser tan negativo.

Desde luego que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, comenta, pero quizá sí en el mejor de los que han existido hasta el momento: esto es poco, pero es algo. Y a la vista de la experiencia histórica, no puede proclamarse tan alegremente que una sociedad comunista mejorará a las sociedades liberales: no se encuentran pruebas de esta afirmación por ninguna parte. Sin duda, el impulso utópico es comprensible, porque la utopía acaso exprese eso tan humano que es la frustración: frustración, a la vista del sufrimiento y las privaciones de tantos, por que las cosas no puedan ser de otra manera. Pero es que hoy, tras siglos de experimentación económica e institucional, sabemos que algunas cosas no pueden ser de otra manera o no pueden serlo inmediatamente; lo que, claro, nos frustra aún más.

Nada de esto quiere decir, concluye su reseña el profesor Maldonado, que no sea legítimo presentar eso que Žižek ha descrito como el problema del bien común, ni que el comunismo sea una idea que deba ser excluida del debate teórico y público. Tampoco que las utopías, entendidas como maniobras de extrañamiento respecto del presente, hayan dejado de ser útiles. Pero no puede ocultarse que el pensamiento anticapitalista atraviesa una notable crisis de credibilidad cuya causa mayor es la ausencia de una alternativa sistémica al capitalismo liberal. Hay críticas y objeciones, así como propuestas de reforma parcial; pero no una idea de sociedad a la vez radicalmente diferente y políticamente viable. Esto puede explicarse por el propio dinamismo del sistema capitalista, por el éxito institucional de la socialdemocracia, por la velocidad del cambio tecnológico, por el fracaso de la alternativa comunista en el siglo XX o por el disfrute (alienante o no) que experimentan los individuos en el capitalismo de consumo. El hecho es que casi treinta años después de que Fukuyama proclamase el fin de la historia, la izquierda marxista no tiene ningún modelo viable que oponer a las sociedades abiertas que combinan democracia representativa, libre mercado y asistencialismo estatal: sólo una enmienda a la totalidad de gran sofisticación teórica y escaso impacto social. Y es éste un vacío que la utopía estadounidense de Jameson, con su militarización universal y su agencia de colocación psicoanalítica, viene involuntariamente a confirmar.




Desfile militar en Corea del Norte



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3593
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)