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jueves, 21 de enero de 2016

[Pensamiento] Entre el pasado y el futuro: Montaigne, Arendt, Bauman







Como confiaba, los Reyes Magos me trajeron el 6 de enero la edición bilingüe francés-español de los Ensayos (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015) de Michel de Montaigne: 2393 páginas de apretado texto en papel biblia. Cada día intento leer un capítulo completo: primero en francés y luego en español, y aunque acabo bastante deprimido por mi lamentable y defectuoso conocimiento de la lengua francesa, estoy disfrutándolo sobremanera y ya voy por la página 335... La edición me parece muy buena y los primeros días la iba cotejando con la que ya había leído anteriormente de Cátedra, en tres tomos, de 1993, pero he dejado de hacerlo -no conduce a nada- y me centro ahora en la edición de Galaxia Gutenberg. El problema es que es demasiado voluminosa para irla leyendo en la guagua.

Una de las ventajas de no tener coche propio es que me permite leer durante los trayectos urbanos, de ahí que siempre salga de casa con un libro entre las manos. Antes, en otros momentos de mi vida no muy lejanos, era capaz de caminar por la calle y leer al mismo tiempo un libro o un periódico sin tropezar con persona o farola alguna. Ahora, lo reconozco, no me atrevo, y aunque sigo saliendo de casa, siempre, con el citado libro bajo el brazo, solo lo abro en la guagua. Ya sea el trayecto corto o largo, lo aprovecho para leer.

Ayer tuve que salir de casa en dos ocasiones, y aunque me apetecía, no podía llevarme a Montaigne, así que en una rápida ojeada a la estantería arramblé con un pequeño librito que he leído al menos en tres ocasiones y utilizado como referencia en otras muchas: Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, de Hannah Arendt, en su edición de Península (Barcelona, 2003). La última vez que lo leí completo fue en abril de 2013; la primera en febrero de 2003, un mes después de su publicación.

No es un libro difícil de leer como otros suyos. Y reconozco que en cada lectura sucesiva le voy sacando cada vez más provecho y de más actualidad me parece lo que en él dice mi admirada Hannah Arendt. Como es habitual lo tengo subrayado en párrafos enteros y lleno de notas al margen de las páginas con acotaciones, signos de admiración e interrogación, sugerencias e ideas a desarrollar o plasmar en otros ámbitos.

Recordé, mientras lo releía a pasajes sueltos en la guagua, que en uno de los primeros números de Revista de Libros había aparecido una reseña sobre él, y efectivamente, nada más volver a casa encontré la crítica que del mismo había hecho el profesor Rafael del Águila en el número 2 de la misma, en febrero de 1997, que tituló Entre la acción y la reflexión. Pueden leerla completa en el enlace anterior.

Es realmente sorprendente -dice al comienzo de su reseña- que este libro haya tenido que esperar más de cuarenta años para ser traducido. Máxime cuando el resto de la obra de Hannah Arendt ha sido vertida al castellano prácticamente al completo. Es verdad que éste es un libro complejo y en cierta medida fragmentario. También que, políticamente hablando, se trata de un libro extraño pues su objetivo declarado no es prescribir qué debemos pensar o qué verdades hemos de sostener, sino uno más modesto y difícil: «Adquirir experiencia en cuanto a cómo pensar». Pero, tal vez debido a estos rasgos peculiares, es también un libro magnífico.

La autora, sin duda -sigue diciendo- uno de los más importantes pensadores políticos del siglo, nos invita a un viaje reflexivo a través de conceptos problemáticos (tradición, autoridad, libertad, verdad y política, etc.) y lo hace sugiriéndonos la compañía de autores y enfoques que la mayoría de los libros sobre estos asuntos suelen dejar de lado. El fuerte peso de las tradiciones de pensamiento liberales hace que en la actualidad, con contadas excepciones, el tratamiento teórico se reduzca a un elenco de autores y problemas más bien reducido y estrictamente circunscrito a una corriente de pensamiento. Sin embargo, Arendt, cuyo conocimiento de los clásicos del mundo antiguo es sencillamente aplastante, nos plantea otra forma de pensar aquellos conceptos. 

El interés en el pasado de Harendt -concluye el artículo- es el interés por la acción política ante una situación contemporánea que parece promover, junto con el olvido, la pérdida de una dimensión humana esencial: la libertad política, tan diferente del pensamiento técnico-instrumental como del libre albedrío individualista y de todo aquello que ocurre en ese «oscuro lugar» que es el corazón humano. El triunfo de la fabricación y del homo faber sobre la acción política, tema tratado por Arendt en otros lugares de su obra, ocupa pues, de nuevo aquí, el centro de su interés. Y sus ideas al respecto son tan fuertes y tan pregnantes que sugieren, una y otra vez, nuevos enfoques y nuevas descripciones. Es éste un buen ejemplo de esa extraña cualidad humana que es pensar desde la brecha del tiempo y apegado a la experiencia viva: «única región en la que, quizá, al fin aparezca la verdad».

El libro de Hannah Arendt describe la crisis paralizante con las que se enfrenta la sociedad debido a la pérdida de sentido de palabras clave de la política: justicia, razón, responsabilidad, virtud, gloria... En él, en su libro, Hannah Arendt nos muestra como poder volver a destilar la esencia vital de esos conceptos tradicionales y usarlos para valorar nuestra posición actual y recuperar un marco de referencia para el futuro.

Por cierto, hoy he retirado de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas el libro del que les hablé hace unos días: Estado de crisis (Paidós, Barcelona, 2016), de Zygmunt Bauman y Carlo Bordoni. Espero que tengamos ocasión de comentarlo.

Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Arendt, Montaigne y Bauman (citados por orden de afecto)



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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

viernes, 4 de diciembre de 2015

[A vuelapluma] El sentido de la vida. 40 años sin Hannah Arendt




Hannah Arendt (1906-1975)


Las asociaciones involuntarias de ideas me provocan perplejidad. Lo mismo que los sueños. No entiendo muy bien el mecanismo que produce unas y otros, pero me encantan. Si morir es un sueño eterno, no deberíamos tenerle excesivo miedo a la muerte. Yo, desde luego, no se lo tengo. Si acaso me produce cierta angustia el dolor físico y el deterioro mental que puede precederla. Y sobre todo el sentimiento de pérdida y la pena que provoca la ausencia en los que te amaron y a los tú también quisiste. 

Hoy hace cuarenta años que murió en Nueva York, a los sesenta y nueve de edad, mi admirada Hannah Arendt. Imposible sustrarme a la tentación de recordarlo. Quería escribir algo sobre la efémeride, y ahí cuadra lo de las asociaciones de ideas, y me encuentro con un hermoso artículo del profesor Rafael Narbona en su blog Viaje a Siracusa, titulado "Esperando al 21", que refleja muy bien lo que yo hubiera deseado contar. 

Es un texto muy bello, en el que "un recuerdo de Madrid", un determinado recuerdo de un determinado hecho de un determinado Madrid de una determinada época, que ya pasó, se convierte en el hilo conductor del relato. 

Antes de reseñarlo, permítanme un breve ejercicio de nostalgia. Llegué por vez primera a Madrid, en tren, con mis padres y hermanos, una fría mañana de invierno pocas semanas antes de cumplir los cuatro años. Tengo muy claro el recuerdo de ver por la ventanilla del vagón pasar los árboles cubiertos de escarcha. Nos afincamos en el barrio de Delicias, en el entonces distrito de Arganzuela-Villaverde, y siete años después nos mudamos al barrio de Hispanidad, en el distrito de Chamartín. Casi de un extremo a otro de la ciudad. Allí viví once años más. Y de Madrid a Canarias, donde sigo viviendo a punto de cumplir los 70.

En Madrid se quedaron mis padres, mis hermanos y una numerosísima familia de primos y tíos. Y a Madrid habré vuelto un centenar largo de veces desde entonces. Solo, con mi mujer y mis hijas, por placer, por estudios, por trabajo y por tristes acontecimientos familiares. La última, hace apenas unos meses. Y reconozco que "este Madrid" no es el Madrid de mi infancia, de mis recuerdos y mi añoranza. No digo que sea mejor ni peor; simplemente, no es el mío. Y no me gusta tanto como aquel de mi niñez y juventud.

Pasé mi niñez y mi primera juventud, dice Narbona en su relato, en el barrio de Argüelles. Mi dormitorio era amplio y luminoso. Tenía un pequeño balcón desde el que podía contemplarse el Parque del Oeste y la Casa de Campo. Apoyado en una barandilla de hierro, observaba al funicular que sobrevolaba las encinas y las jaras, adentrándose en una campiña de suaves colinas y pequeños cerros. Desde un sexto piso, el Manzanares parecía un río de un azul melancólico, que espejeaba bajo el sol, acompañando a la Almudena durante los crepúsculos granates y los amaneceres fríos, cristalinos. El Palacio Real, con sus simetrías y exactitudes, borraba cualquier ensoñación romántica. La fachada orientada hacia los Jardines de Sabatini insinuaba que la razón es un ardid del ingenio humano para aplacar el desorden de la naturaleza. Lo caótico y desmesurado nos infunde temor. La proporción y la medida nos hacen sentir que el mundo puede someterse al tamaño del hombre, espantando nuestros miedos. 

En otoño, sigue diciendo, levantaba las persianas y el paisaje cambiaba. Los árboles del Paseo de Rosales se quedaban desnudos, alfombrando las aceras de amarillo y rojo. El otoño, la mejor estación del año en Madrid, añade, era un paraíso cercano, con mañanas tibias y transparentes, que propiciaban la contemplación y el ensimismamiento. Cuando regresaba de la universidad, bajaba por el Paseo de Moret, con una indecible paz interior, observando las ramas que se enlazaban sobre mi cabeza. No hacía falta mucha fantasía para convertirlas en los arcos de una bóveda natural e imaginar que recorría un interminable claustro. Mi serenidad conventual se desplomaba cuando llegaba a la altura de Marqués de Urquijo y el tráfico, con su estrépito de bocinas y plebeyos tubos de escape, avivaba la rutina de la ciudad.

En las grandes aglomeraciones urbanas, cuenta poco después, la poesía se guarece en las esquinas, tímida y silenciosa. En aquella ocasión, añade, la poesía fue para él, era una anciana que esperaba al autobús de la línea 21 de la EMT. Al lado de la estatua del pintor Rosales, se levantaba una marquesina. La anciana había superado los ochenta años, pero no había perdido su belleza. Con los ojos azules y el pelo blanco recogido en un moño, su rostro evocaba a las actrices de otra época, que sólo necesitaban mirar a la cámara para crear una atmósfera sensual y mágica, sin realizar ninguna concesión a la vulgaridad. Delgada y alta, su pequeña nariz recordaba la perfección de las estatuas clásicas, con sus rasgos armónicos y sin estridencias. En su mirada se advertía una niñez que se resistía a morir. No respetaba horarios, añade. Su presencia en la marquesina del 21 era imprevisible, pero recurrente. Solía encontrarla hacia las dos de la tarde, a las seis, a las nueve, o a primera hora de la mañana, incluso en invierno, cuando el frío estremecía los huesos y madrugar parecía una medida disciplinaria. Muchas veces llevaba un abrigo beige combinado con un fular amarillo, que anidaba al cuello con gracia y delicadeza. Había algo de emperatriz china en su expresión enigmática. Durante las mañanas soleadas, paseaba por el parque con un canario en una jaula. Se sentaba al lado de una fuente, escuchando el sonido del agua, mientras el pájaro cantaba alborozado. Nunca me atreví a dirigirle la palabra, pues con veinte años la vejez parece algo remoto y ajeno, pero muchas veces viajamos juntos. Yo casi siempre iba de pie; ella, invariablemente, se sentaba y nunca dejaba de mirar hacia el exterior, como si quisiera atrapar y atesorar en su memoria cada imagen, cada instante. Yo me bajaba antes que ella, preguntándome cuál sería su destino. Pensaba que tal vez tenía un hijo en un barrio alejado, pero en una ocasión escuché a dos conductores de la EMT comentando que se hacía la ruta completa del 21 varias veces al día. Ambos especulaban con que tal vez era una viuda sin hijos, incapaz de soportar la soledad de un hogar vacío. Esa conversación convirtió mi simpatía en ternura. Pensé en decirle algo, pero temí importunarla y me limité a continuar observándola. Me preguntaba si mi vejez se parecería a la suya, pues ya entonces pensaba que no tendría hijos. Vivía en un piso de renta antigua y presumía que algún día me marcharía de Argüelles, dejando atrás infinidad de recuerdos.

Cuando pasaron varios días sin cruzarme con ella, prosigue diciendo, empecé a pensar que había muerto, pero no me atreví a investigar. Preferí no saber nada, imaginar que seguía esperando al 21, pero a otras horas y que de vez en cuando paseaba al canario, feliz de escuchar su canto cerca de la fuente. Hace mucho que me mudé a las afueras de Madrid, y que no subo al 21, nos cuenta, pero cuando me he acercado a Madrid y lo he visto bajar hacia el Parque del Oeste, he sentido que mi vida viajaba en él, quizá con la de aquella anciana que esperaba a la muerte con los ojos muy abiertos, complaciéndose con las estampas de una ciudad que nunca amé y que ahora añoro, porque en ella está parte de mi existencia. Nos gustaría que lo que amamos viviera para siempre, pero tarde o temprano todo se desvanece. Vivir es despedirse una y otra vez, decir adiós con pena, impotencia y perplejidad. Siempre he deseado creer en Dios, siempre he sentido que me llamaba desde una casa encendida, invitándome a pisar el umbral, pero siempre ha surgido algo que me ha detenido: la muerte prematura de un ser querido, la sonrisa triunfal de la crueldad, las ásperas objeciones de la razón, tan obstinada como precisa. Quizás esa anciana cuyo nombre ignoro esperaba al 21 porque había aprendido que es mejor aplazar cualquier pregunta y limitarse a contemplar el mundo con asombro y gratitud.

Hasta aquí, un resumen del hermoso artículo de Rafael Narbona que les animo a leer completo en el enlace de más arriba. Yo, al hacerlo, no he podido evitar pararme a reflexionar una vez más sobre el sentido de la vida, en general, y de la nuestra, la de cada uno en particular. Y recordé una frase de Hannah Arendt al respecto, que cito de memoria así que puede no ser exacta en su transcripción literal: "la muerte es el pequeño precio que tenemos que pagar por la dicha de haber vivido".

Me gustaría creer que nos equivocamos los que pensamos que la vida no tiene ningún sentido y que estamos aquí por Azar, permítanme escribirlo con mayúscula quizá contradiciéndome a mí mismo, y que la historia de la evolución, desde el Big Bang para acá, es esa flecha lanzada hacia el Infinito de la que tan poéticamente hablara Pierre Teilhard de Chardin. Pero sé que mucho antes de lo que querríamos desapareceremos para siempre, y que cuando desaparezcan a su vez aquellos a los que amamos y nos amaron, no quedará nadie que guarde recuerdo alguno de nosotros. Y que mucho más tarde aún también desaparecerá todo vestigio de los seres que un día poblaron esta casa común que es la Tierra. 

Y aun así, como dijo Hannah Arendt, vivir habrá merecido la pena. Porque habremos visto salir el sol e iluminarse el cielo de estrellas; encontrado el amor y nacer y crecer a nuestros hijos y nietos; leído a Homero, Cervantes y Shakespeare y oído a Mozart, Beethoven y Los Beatles; y luchado en la medida de nuestras fuerzas y capacidades por lo que nos ha hecho humanos: la libertad de pensar y de elegir.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Catedral de N.S. de La Almudena y Palacio Real (Madrid)




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 9 de noviembre de 2015

[Política] Sobre el amor a la patria



Alegoría de España (Biblioteca Nacional, Madrid)


Las campañas electorales me ponen de los nervios, lo confieso. Y en algunas ocasiones hasta me hartan. En época de elecciones se suelen exacerbar los sentimientos patrióticos, y las alusiones a la Patria, la Nación, el País o el Estado, así, con mayúsculas, se convierten en el pan nuestro de cada día. 

Desconfío, por decirlo suavemente, de todos aquellos que hablan de la Patria, la Nación, el País, el Estado, la Justicia, la Democracia, el Pueblo o Dios (y más cosas) en primera persona, con mayúscula, y poniéndolos siempre por delante como justificación de sus acciones. Me dan miedo. Y de vez en cuando me repelen. Sobre todo cuando suenan a oportunismo electoral.

Es difícil entenderse, aunque sea en el mismo idioma, cuando no compartimos el sentido de las palabras que empleamos. Así pues, para que se me pueda entender, y replicar, reproduzco las acepciones, tomadas del Diccionario de la lengua española de la RAE (2014) que me son más cercanas de algunas de las palabras empleadas en esta entrada.

1. estado: 6. m. Forma de organización política, dotada de poder soberano e independiente, que integra la población de un territorio.

2. nación: 1. f. Conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno.

3. país: 2. m. Territorio, con características geográficas y culturales propias, que puede constituir una entidad política dentro de un Estado.

4. patria: 2. f. Lugar, ciudad o país en que se ha nacido.

5. patriota: 1. m. y f. Persona que tiene amor a su patria y procura todo su bien.

6. patriotismo: 2. m. Sentimiento y conducta propios del patriota.

7. pueblo: 3. m. Conjunto de personas de un lugar, región o país.

El escritor y académico Javier Marías en un artículo de hace unos años en El País Semanal titulado "Cómo se llamará esta afección", escribía: "Siempre me ha costado mucho entender el patriotismo. Las proclamas del tipo "Amo España" (o Inglaterra, Escocia, Italia, Cataluña o Galicia, lo mismo da) me han sonado falsas y huecas, además de inverosímiles, porque nadie está capacitado para "amar" así, en bloque, un país entero, menos aún una metáfora o un concepto. Uno ama, como mucho, a unas cuantas personas a lo largo de su vida, sin que nos importen su lugar de nacimiento ni la lengua que hablen. Casi siempre se pertenece a un sitio por accidente. A ese sitio nos acostumbramos, sí, y durante un tiempo es nuestro único mundo. En él desarrollamos nuestros primeros afectos: creamos vínculos fuertes con algunas personas y paisajes, adquirimos hábitos que nos son gratos y que hasta pueden llegar a sernos indispensables. Por lo general nos sentimos cómodos, y bastaría con que nos viéramos condenados al exilio -como ha sucedido a tantos españoles a lo largo de la historia- para que echáramos desmedidamente en falta esos paisajes y esos hábitos. La mayoría de la gente vive donde vive porque se encontró allí al nacer y se incorporó a lo que ya estaba en marcha. Se instaló naturalmente y ya no se plantea moverse, a no ser que sienta un profundo descontento o aburrimiento, o sea inquieta y quiera hacer lo que antes se llamaba "conocer mundo", o vea que su lugar no es el adecuado para abrirse camino en su profesión. Pero todo es principalmente una cuestión de costumbre, y el amor tiene poco que ver en ello".


El artículo completo de Marías, que pueden leer en el enlace de más arriba, me pareció desgarrador, y quizá, excesivo. En todo caso comparto con él ese sentimiento de "patriotismo negativo" al que alude en su texto: aquel que nos hace avergonzarnos de muchos de nuestros compatriotas y de muchas de las cosas que se han hecho y dejado de hacer en nombre de la patria.

Leyéndolo he recordado un libro del también escritor e ilustre filósofo, Fernando Savater, que me impresionó sobremanera cuando lo leí, por su atrevimiento y la dureza de sus planteamientos, contra el propio concepto de nación. Se titulaba "Contra las patrias" (Tusquets, Barcelona, 1987), y no sé si don Fernando seguirá sosteniendo lo que en el decía contra "todas" las patrias"; supongo que sí, porque el concepto de "patria", como se vé en las definiciones del Diccionario de la RAE, no es unívoco.

También ignoro si Javier Marías había leído cuando escribió su artículo la magnífica biografía de Hannah Arendt de la periodista y escritora francesa Laure Adler, titulada "Hannah Arendt" (Destino, Barcelona, 2006). Me gustaría pensar que sí por la coincidencia casi literal entre lo que escribe Marías sobre el "amor patrio" y lo que pone Laure Adler en boca de su biografiada (página 426), sobre ese mismo concepto de amor a la patria, o al pueblo: "Tiene usted toda la razón: no me anima ningún amor de esa clase, y eso por dos motivos: jamás en toda mi vida he amado a ningún pueblo, a ninguna colectividad; ni al pueblo alemán, ni al francés, ni al norteamericano, ni a la clase obrera, ni nada de todo eso. Yo amo únicamente a mis amigos, y la sola clase de amor que conozco y en la que creo es en el amor por las personas."

¿Plagio inocente e inadvertido o simple coincidencia de sentimientos? Cualquiera de los dos hechos son posibles. No me preocupa. Como Marías, yo también me pregunto como se llamará "esa afección que nos hace incapaces de enorgullecernos junto a la capacidad de avergonzarnos por lo ajeno vecino". En todo caso, como él, estoy seguro de que no somos los únicos españoles que la padecemos.

Mi paisano Nicolás Estévanez, (1838-1914), militar y político de prestigio, y sobre todo poeta, escribió un hermosísimo poema sobre el mito de la patria titulado "La sombra del almendro". Les dejo con él. 

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




LA SOMBRA DEL ALMENDRO

La patria es una roca,
la patria es una fuente,
la patria es una senda y una choza.

Mi patria no es el mundo;
mi patria no es Europa;
mi patria es de un almendro
la dulce, fresca, inolvidable sombra.

A veces por el mundo
con mi dolor a solas
recuerdo de mi patria
las rosadas, espléndidas auroras.

A veces con delicia
mi corazón evoca,
mi almendro de la infancia,
de mi patria las peñas y las rocas.

Y olvido muchas veces
del mundo las zozobras,
pensando de las islas
en los montes, las playas y las olas.

A mi no me entusiasman
ridículas utopías,
ni hazañas infecundas
de la razón afrenta, y de la Historia.

Ni en los Estados pienso
que duran breves horas,
cual duran en la vida
de los mortales las mezquinas obras.

A mi no me conmueven
inútiles memorias,
de pueblos que pasaron
en épocas sangrientas y remotas.

La sangre de mis venas,
a mi no se me importa
que venga del Egipto
o de las razas céltica y godas.

Mi espíritu es isleño
como las patrias rocas,
y vivirá cual ella
hasta que el mar inunde aquellas costas.

La patria es una fuente,
la patria es una roca,
la patria es una cumbre,
la patria es una senda y una choza.

La patria es el espíritu,
la patria es la memoria,
la patria es una cuna,
la patria es una ermita y una fosa.

Mi espíritu es isleño
como las patrias costas,
donde la mar se estrella
en espumas rompiéndose y en notas.

Mi patria es una isla,
mi patria es una roca,
mi espíritu es isleño
como los riscos donde vi la aurora...

Nicolás Estévanez




Javier Marías, Nicolás Estévanez y Hannah Arendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 26 de octubre de 2015

[De libros y lecturas] "Crisis de la república", de Hannah Arendt







Fue en 1990 cuando leí por vez primera "Crisis de la república", de la filósofa y teórica política estadounidense de origen alemán Hannah Arendt (1906-1975), en la edición de Taurus. Hoy termino de releeerla, gracias de nuevo a la inestimable colaboración de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, en la nueva edición, magnífica, de Trotta (2015). Los trabajos reunidos en "Crisis de la república", pertenecientes a la última etapa de la producción de Hannah Arendt (fueron escritos entre 1969 y 1972), son genuinos ensayos de comprensión que analizan asuntos controvertidos de la vida política en Estados Unidos en el periodo de distensión de la guerra fría, y en pleno auge de los movimientos pacifistas y de protesta de la rebelión estudiantil. Pero son ante todo una brillante reflexión sobre la formación del juicio en política, la capacidad de aprendizaje a partir de los acontecimientos y el sentido de la acción, eje central este de toda la concepción de la política en Hannah Arendt.

El libro, que no llega a las 190 páginas, se lee con enorme facilidad, pues está escrito con un lenguaje llano sin perder un ápice de su rigor conceptual ni crítico, reune cuatro estudios de Arendt publicados, como señalé anteriormente, entre 1969 y 1972. 

El primero de ellos, "La mentira en política. Reflexiones sobre los documentos del Pentágono", que se inicia con unas palabras del que fuera secretario de Defensa durante la presidencia de John F. Kennedy, Robert S. McNamara: "No es agradable contemplar a la mayor superpotencia del mundo, matando o hiriendo gravemente cada semana a millares de personas no combatientes mientras trata de someter a una nación pequeña y atrasada en una pugna cuya justificación es ásperamente discutida", constituye una meditación sobre el engaño, el autoengaño, la elaboración de imágenes, la ideologización y el apartamiento de los hechos como elementos que determinaron la gestión de la administración estadounidense en relación con la guerra de Vietnam.

El segundo de los ensayos está dedicado a la "Desobediencia civil", y en él, Arendt se hace cargo del tema de la relación moral del ciudadano con la ley en una sociedad de asentimiento. Con referencias a Sócrates y Thoreau, pero también a Locke, Montesquieu y Tocqueville, entra en el debate generado por el desafío a la autoridad establecida proponiendo entender la desobediencia civil en términos de asociaciones voluntarias o minorías organizadas, es decir, como grupos de protesta que gozan de legitimidad constitucional. Estudio que comienza intentando dar respuesta a la pregunta con que el Colegio de Abogados de la Ciudad de Nueva York: "¿Ha muerto la ley?", celebró el simposio de su centenario en 1970.

El tercero de los estudios recogidos en "Crisis de la república" lleva el título de "Sobre la violencia". Estudio (con XVIII anexos) que parte de la constatación, apenas advertida, dice la autora, de que cuanto más dudoso e incierto se ha tornado en las relaciones internacionales el instrumento de la violencia, más reputación y atractivo ha cobrado en los asuntos internos, especialmente en cuestiones de revolución, aportando una clarificadora distinción entre las nociones de poder, potencia, autoridad, fuerza y violencia, que no siempre son bien entendidas en sus justos términos. 

El cuarto y último de los capítulos del libro "Pensamientos sobre política y revolución. Un comentario", está basado en una famosa entrevista que Hannah Arendt concedió en el verano de 1970 (veinte años antes de la caída del Muro de Berlín) al escritor alemán Adelbert Reif. De toda esta larga entrevista he escogido un solo apartado, que me parece significativo de la insobornable independecia política del pensamiento de Arendt, que es aquel en el que el entrevistador le pregunta por las diferencias entre capitalismo y socialismo, y sobre, si en su opinión, existe alguna otra alternativa.

La pregunta exacta de Reif fue la siguiente: "Los filósofos y los historiadores marxistas, y no simplemente quienes son considerados como tales en el sentido estricto del término, opinan que en esta fase del desarrollo histórico de la humanidad hay dos alternativas posibles para el futuro: capitalismo y socialismo. ¿Existe en su opinión otra alternativa?".

No veo tales alternativas en la historia, responde Hannah Arendt; ni sé qué es lo que hay allí disponible. Vamos a dejar de hablar de temas tan altisonantes como el "desarrollo histórico de la humanidad": muy probablemente, añade, adoptará un giro que no corresponderá ni a uno ni a otro y esperemos que así sea para nuestra sorpresa. Pero examinemos históricamente por un momento, sigue diciendo, esas alternativas; con el capitalismo se inició, al fin y al cabo, un sistema económico que nadie había planeado ni previsto. Este sistema, como se sabe generalmente, debió su comienzo a un monstruoso proceso de expropiación como jamás había sucedido anteriormente en la historia en esta forma, es decir, sin conquista militar. Expropiación, continúa diciendo, como acumulación inicial de capital, que fue la ley conforme a la cual surgió el capitalismo y conforme a la cual avanzó paso a paso. No conozco lo que la gente imagina por socialismo, añade. Pero si se mira lo que sucedió en Rusia, puede advertirse que el proceso de expropiación fue llevado aún más lejos; y puede observarse que algo muy similar está sucediendo en los modernos países capitalistas donde parece que hubiera vuelto a desencadenarse el antiguo proceso de expropiación. ¿Qué son, se pregunta Arendt, la superimposición fiscal, la devaluación "de facto" de la moneda, la inflación unida la recesión, sino formas relativamente suaves de expropiación?

Solo que en los países occidentales, sigue diciendo, hay obstáculos políticos y legales que constantemente impiden que este proceso de expropiación alcance un punto en el que la vida sería completamente insoportable. En Rusia no existe, añade, desde luego, socialismo, sino socialismo de Estado, que es lo mismo que sería el capitalismo de Estado, es decir, la expropiación total, que sobreviene cuando han desaparecido todas las salvaguardias políticas y legales de la propiedad privada. En Rusia, por ejemplo, dice, ciertos grupos disfrutan de un muy elevado nivel de vida. Lo malo es solo que todo lo que tales gentes tienen a su disposición -vehículos, residencias campestres, muebles caros, coches con chófer, etc.- no es de su propiedad y cualquier día puede serles retirado por el gobierno. No hay allí, añade, un hombre tan rico que no pueda convertirse en mendigo de la noche a la mañana -y quedarse incluso sin el derecho al trabajo- en caso de conflicto con los poderes dominantes. (Un vistazo a la reciente literatura soviética, dice, donde se ha empezado a decir la verdad, atestiguará estas atroces consecuencias más reveladoras que todas las teorías económicas y políticas).

Todas nuestras experiencias, continúa diciendo, -a diferencia de las teorías y de las ideologías- nos dicen que el proceso de expropiación, que comenzó con la aparición del capitalismo, no se detiene en la expropiación de los medios de producción; solo las instituciones legales y políticas que sean independientes de las fuerzas económicas y de su automatismo, pueden controlar y refrenar las monstruosas potencialidades inherentes a este proceso. Tales controles políticos, añade, parecen funcionar mejor en los "Estados-nodriza" tanto si se denominan a sí mismos "socialistas" o "capitalistas". Lo que protege la libertad es la división entre el poder gubernamental y el económico, o, por decirlo en lenguaje de Marx, el hecho de que el Estado y su constitución no sean superestructuras.

Lo que nos protege en los llamados países capitalistas de Occidente, dice, no es el capitalismo, sino un sistema legal que impide que se hagan realidad los ensueños de la dirección de las grandes empresas de penetrar en la vida privada de sus empleados. Pero este empeño se torna realidad allí donde el gobierno se convierte a sí mismo en patrono. No es un secreto, continúa diciendo, que el sistema de investigación que sobre sus empleados realiza el gobierno americano no respeta la vida privada; el reciente apetito mostrado por algunos organismos gubernamentales de espiar en las casas particulares podría ser un intento del gobierno de tratar a todos los ciudadanos como aspirantes en potencia a funcionarios públicos. ¿Y qué es el espionaje sino una forma de expropiación?, se pregunta Arendt. El organismo gubernamental, sigue diciendo, se establece como un género de copropietario de las viviendas y de las casas de los ciudadanos. En Rusia, añade, no necesitan delicados micrófonos ocultos en las paredes; de cualquier manera hay un espía en la vivienda de cada ciudadano.

Si tuviera que juzgar esta evolución desde un punto de vista marxista, añade, diría: quizá la expropiación está en la verdadera naturaleza de la producción moderna, y el socialismo, como Marx creía, no es más que el resultado inevitable de la sociedad industrial iniciada por el capitalismo. Entonces, continúa diciendo, lo que interesa es saber lo que podemos hacer para mantener bajo control este proceso y evitar que degenere, con un nombre u otro, en las monstruosidades en que ha caído en el Este. En algunos países de los llamados "comunistas", añade, -en Yugoslavia, por ejemplo, pero incluso también en Alemania Oriental- ha habido intentos para sustraer la economía a la ingtervención del gobierno y descentralizarla, y se han realizado concesiones muy sustaciales para impedir las más horribles consecuencias del proceso de expropiación, que, afortunadamente, añade, también habían resultado ser muy insatisfactorias para la producción una vez que se había alcanzado un determinado grado de centralización y de esclavización de los trabajadores.

Fundamentalmente, continúa diciendo, se trata de saber cuánta propiedad y cuántos derechos podemos permitir poseer a una persona, incluso bajo las muy inhumanas condiciones de gran parte de la economía moderna. Pero nadie puede decirme, añade, que exista algo como la "propiedad de las fábricas" por parte de los trabajadores. Si usted reflexiona, le dice al entrevistador, durante un segundo advertirá que la propiedad colectiva constituye una contradicción en sus propios términos. Pertenencia es lo que yo tengo; propiedad se refiere a lo que es propio de mí por definición. Los medios de producción de otras personas no deberían desde luego pertenecerme. El peor propietario posible sería el gobierno, a menos que sus poderes en la esfera económica sean estrictamente controlados y frenados por una judicatura verdaderamente independiente. Nuestro problema en la actualidad, añade, no consiste en expropiar a los expropiadores sino, más bien, en lograr que las masas, desposeídas por la sociedad industrial en los sistemas capitalistas y socialistas, puedan recobrar la propiedad. Solo por esta razón, añade, ya es falsa la alternativa entre capitalismo y socialismo, no solo porque no existe en parte alguna en estado puro, sino porque lo que tenemos son gemelos, cada uno conn diferente sombrero.

Puede contemplarse toda la situación, sigue diciendo, desde una perspectiva diferente -la de los mismos oprimidos- , lo cual no mejora el resultado. En este caso uno debe decir que el capitalismo has destruído los patrimonios, las corporaciones, los gremios, toda la estructura de la sociedad feudal. Ha acabado con todos los grupos colectivos que constituían una protección para el individuo y su pertenencia, que le garantizaban un cierto resguardo, aunque no, desde luego, una completa seguridad. En su lugar, añade, puso "las clases", esencialmente solo dos: la de los explotadores y la de los explotados. La clase trabajadora, simplemente porque era una clase y un colectivo, proporcionó al individuo una cierta protección y más tarde, cuando aprendió a organizarse, luchó por conseguir, y obtuvo, considerables derechos para sí misma. La distinción principal hoy, añade, no es entre países socialistas y países capitalistas, sino entre países que respetan esos derechos, como por ejemplo, Suecia de un lado y Estados Unidos de otro, y los que no los respetan, como por ejemplo la España de Franco de un lado y la Rusia soviética de otro.

¿Que ha hecho entonces el socialismo o el comunismo, se pregunta, tomados en su forma más pura? Han destruído esta clase, sus instituciones, los sindicatos y los partidos de trabajadores, y sus derechos: convenios colectivos, huelgas, seguro de paro, seguridad social. En su lugar, estos regímenes han ofrecido la ilusión de que las fábricas eran propiedad de la clase trabajadora, que como clase había sido abolida, y la atroz mentira de que ya no existía el paro, mentira basada tan solo en la muy real inexistencia del seguro de paro. En esencia, concluye Hannah Arendt su respuesta, el socialismo ha continuado sencillamente y llevado a su extremo lo que el capitalismo comenzó. ¿Por qué iba a ser su remedio?, se pregunta...

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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miércoles, 14 de octubre de 2015

[Pensamiento] Homenaje a Hannah Arendt (en el 109 aniversario de su nacimiento)




Hannah Arendt


Hoy, 14 de octubre se cumplen ciento nueve años del nacimiento de Hannah Arendt. Nacida en Hannover (Alemania) el 14 de octubre de 1906, Hannah Arendt comienza sus estudios de Filosofía en la Universidad de Marburgo, donde tiene como profesores a Martin Heidegger, Nicolai Hartmann y Rudolf Bultmann, estudios que continúa en la Universidad de Friburgo con Edmund Husserl y que culmina con su doctorado en la Universidad de Heidelberg bajo la dirección de Karl Jaspers. A pesar de su impresionante currículo académico filosófico, ella nunca se considero a sí misma como filósofa sino como teórica de la política, a cuyo estudio dedicó prácticamente toda su vida como pensadora y profesora en las universidades estadounidenses de Princeton, Chicago y Berkely,  a donde se trasladó en 1941 huyendo del régimen nazi que la había privado de la nacionalidad alemana por su condición de judía. 

Murió el 4 de diciembre de 1975 en la ciudad de Nueva York, donde residía. Una de sus biógrafas, la profesora francesa Laure Adler, cuenta en su libro que la tarde de aquel día había invitado a su casa a unos amigos para los que preparó la cena ella misma. Terminada esta, pasaron a un saloncito de la casa para charlar, pero nada más sentarse, dio un profundo suspiro y murió a causa de un infarto de miocardio. Tenía 69 años recién cumplidos. Está enterrada en el campus universitario del Bard College, en la ciudad de Annandale-on-Hudson, Nueva York, en el que su esposo, Heinrich Blücher, había sido profesor. Y que es la institución que guarda el legado de Hannah Arendt.

Mi primer contacto académico con la persona y la obra de Hannah Arendt tuvo lugar cuando cursé la asignatura de Teoría Política, en la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED, a través de la serie de libros de "Historia de la teoría política" del profesor Fernando Vallespín. Yo había oído hablar de Hannah Arendt con anterioridad, pero no había leído ninguna de sus obras. Es ahora, cuando lo que hasta ese momento era una obligación académica se va a convertir en una pasión. Y tras "Sobre la revolución", el primero de sus libros que leí, le siguieron (no por el orden en que los cito): "Los orígenes del totalitarismo", "La condición humana", "Eichmann en Jerusalén", "Entre el pasado y el futuro", "¿Qué es la política?", "Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental", "La promesa de la política", "Tiempos presentes", "Crisis de la República", "Hombres en tiempos de oscuridad", y algunos otros que me dejo en el teclado... Y por supuesto, las dos espléndidas biografías que sobre ella escribieron Elizabeth Young-Bruehl y Laure Adler.

El catedrático de filosofía Fernando Savater le dedicó en la presentación  de la edición para el Círculo de Lectores del libro de Hannah Arendt quizá más emblemática, "La condición humana", unas páginas no por breves menos admirativas hacia su persona y su obra, que reproduzco literalmente a pesar de extensión: "A Hannah Arendt, dice sobre ella el profesor Savater, le debemos la reflexión filosófica sobre política más genuina de este siglo. Digo genuina, no simplemente acertada o sugerente. Por supuesto, su gran libro sobre los orígenes del fenómeno totalitario, su comparación entre la revolución americana y la francesa a la luz de las libertades públicas, sus esbozos sobre la violencia o sobre la crisis de la educación, están siempre llenos de originalidad inspiradora incluso para quienes menos comparten su análisis (¡con la posible excepción de sir Isaiah Berlin, que siempre le tuvo una ojeriza teórica sin desmayo!). Pero su filosofía política, continúa mas adelante, es genuina porque no aspira al final de la política, sino a su esclarecimiento y prolongación. Me explico, dice, el filósofo que se dedica a la epistemología no ansía llegar a una visión del conocimiento capaz de cancelar su progreso ulterior, ni el que piensa sobre moral pretende que llegue el momento feliz en que la moral sea cosa del bárbaro pasado... ¡aunque fuese gracias a la victoria definitiva del Bien! Pero el noventa por ciento de los filósofos políticos parecen considerar que la actividad política misma, su agitación, sus constantes cambios de proyecto o ideal, etcétera, son algo a erradicar cuanto antes. El ejercicio contradictorio de la política (necesariamente contradictorio, porque si no faltaría la libertad que lo hace posible) proviene para ellos de ambiciones, caprichos o accidentes igualmente detestables. De ahí su empeño por promulgar el "final de la historia" o la "utopía", objetivos simétricos aunque el primero sea conservador y el segundo, supuestamente revolucionario. En ambos casos (y en otros adyacentes, aunque menos graves) se da a entender que la culminación de la política llegará cuando ya no sea necesario hacer política. Por el contrario, Arendt permanece siempre estusiástica y lúcidamente fiel a la política como actividad. Y la vincula en cuanto tal a la concepción de la vida humana como algo más que la acumulación de labores reproductivas o fabricación de objetos. Para ella, creo que acertadamente, hacer política es también hacer humanidad. Desde el punto de vista genérico de esta colección, La condición humana es particularmente interesante porque muestra las posibilidades del ensayo para abordar de una manera casi "aérea" perspectivas amplísimas que un tratadista minucioso no lograría agotar satisfactoriamente salvo que perpetrase toda una biblioteca de agobiantes volúmenes. Y desde luego porque en este caso el resultado de tal perspectiva sintetizadora merece realmente la pena".

Concluyo esta entrada de hoy, rendido homenaje de admiración a la personalidad y la obra de Hannah Arendt en el aniversario de su nacimiento, invitándoles a la lectura de la reseña crítica que de las dos biografías citadas más arriba, titulada "Amistad y amor mundi: la vida de Hannah Arendt", realizara en su día en Revista de Libros el profesor Jordi Ibáñez Fanés. Estoy convencido que les resultará más que interesante. 

Y por mi parte, les invito a leer y descargar si lo desean en estos dos enlaces dos de sus obras más interesantes: "Eichmann en Jerusalén" y "¿Qué es la política?". Espero que las disfruten.


Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



Hannah Arendt




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martes, 22 de septiembre de 2015

[Humor & Digresión] Sobre la vida eterna








El mito de la vida eterna ha sido tratado literariamente en numerosas ocasiones, con mayor o menor fortuna, con rigor científico y sin él. Entre las obras señeras que han tratado el tema de la búsqueda de la inmortalidad por parte del hombre podemos leer el "Fausto" de Goethe, el "Drácula" de Bram Stoker o el "Frankenstein" de Mary Shelley. Personalmente, la que más me ha gustado es la de Mary Shelley, pero reconozco la insuperable calidad literaria de la obra de Goethe. Y en el "Génesis", ya podemos encontrar el primer relato sobre la búsqueda de la inmortalidad por parte del hombre...

Ficción y literatura son términos sinónimos. Ciencia e investigación científica no pueden moverse en ese terreno de la ficción, pues parten siempre de la realidad. Y la realidad es que más o menos tarde, todo lo existente envejece y muere. ¿Merece la pena invertir en la búsqueda científica de la eternidad? Hace unos años el físico y profesor de la Universidad de Barcelona, director del Área de Ciencia y Medio Ambiente de la Fundación La Caixa, Jorge Wagensberg, se planteaba en un artículo en El País, titulado "La eternidad no tiene futuro", el interrogante de si es posible superar la inevitabilidad del envejecimiento y de la muerte desde un plano científico y de los "costes" que ello supondría para la especie.

La idea de eternidad me parece aterradora. Dice el emperador Marco Aurelio (siglo II d.C.) en sus "Meditaciones": "Cuando hagas alguna cosa, reflexiona y pregúntate si la muerte es terrible porque te priva de ella". No tiene objeto alguno preocuparse por lo que es inevitable. Y la muerte lo es. "La muerte es el precio que tenemos que pagar por haber vivido. Es un precio razonable", dice Hannah Arendt en su "Diario filosófico, 1950-1973". Y pienso que tiene razón. 

En cuanto a las viñetas que hoy traigo hasta el blog se trata de una selección de las más recientes de mis dibujantes favoritos: Forges, Gallego y Rey, Idígoras y Pachi, Montecruz, Morgan, Padylla, Ros y El Roto.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 


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VIÑETAS
































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jueves, 18 de junio de 2015

[De libros y lecturas] "Eichmann en Jerusalén", de Hannah Arendt



Hannah Arendt



El 31 de mayo pasado se cumplieron cincuenta y tres años de la ejecución de Adolf Eichmann en la prisión de Ramla (Israel). Había sido secuestrado en Argentina por un comando del Mossad el 11 de mayo de 1960 y trasladado a la fuerza hasta Israel. El 15 de diciembre de 1961 el tribunal que le juzgó le encontró culpable de crímenes contra la humanidad y contra el pueblo judío y le condenó a la pena capital. La suya ha sido la única pena de muerte ejecutada en toda la historia del Estado de Israel.

Escribí sobre ello en el blog con motivo del cincuentenario de su ejecución y me resultó llamativo que el aniversario de un acontecimiento de tanta notoriedad mediática como fue el jucio y posterior ejecución de Aldof Eichmann pasaran absolutamente desapercibidos. Un excelente artículo del escritor argentino Álvaro Abós en El País de aquel día, titulado "Eichmann en la horca", rememoró el hecho analizando con detalle las consecuencias que tuvo para la instauración de una justicia internacional que persiguiera y enjuiciara delitos calificados como crímenes contra la humanidad, sentando principios jurídicos como los de la imprescriptibilidad y la no consideración de la obediencia debida como eximente cuando se juzgan crímenes de lesa humanidad. Y es que, como dice Abós al final de su artículo, el olvido no puede lavar el horror.

Resulta imposible hablar del secuestro, procesamiento, condena y ejecución de Adolf Eichmann sin hacer mención a una obra capital de la teórica política norteamericana de origen judeo-alemán Hannah ArendtSi desean profundizar en el conocimiento de aquel hecho histórico y sus consecuencias nada mejor que recurrir a las fuentes, que no pueden ser otras que el propio texto de Arendt, "Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal" (Lumen, Barcelona, 2003), al que pueden acceder en el enlace anterior. Les recomiendo igualmente que vean en el siguiente enlace el documental de la cadena televisiva ORF2, con imágenes reales del proceso llevado a cabo en Jerusalén. Está subtitulado en alemán, aun así, merece la pena verlo.

Hannah Arendt, siguió todo el proceso de Eichmann en Jerusalén como corresponsal de una prestigiosa revista neoyorkina y escribió una serie de artículos sobre el mismo que más tarde publicaría en forma de libro. Ese libro fue "Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal", un texto que levantó notable polémica en Estados Unidos, en Alemania, y dentro del mundo judío, por lo atrevido de algunas de sus conclusiones, por ejemplo, la de que el mal no necesariamente encarna en psicópatas delirantes como Hitler, sino que puede también presentarse en envases cotidianos, bajo la forma de un señores normales como Adolf Eichmann, buenos padres de familia, ciudadanos ejemplares y funcionarios cumplidores. 

Yo tenía catorce años cuando Adolf Eichmann fue secuestrado por el Mossad, y llevado de forma clandestina a Israel. No recuerdo nada especial sobre el proceso que se siguió contra Eichmann, del que conocí muchos años más tarde los detalles, gracias entre otras razones al libro de Hannah Arendt. Si recuerdo en cambio el revuelo que causó la noticia de su ejecución en España, y sobre todo recuerdo con precisión la admiración que suscitó en mí, quizá, y en gran parte, por ser descendiente de conversos y sentirme orgulloso de mis orígenes judíos, la operación desarrollada por el Mossad, con detalles que parecían sacados de una novela policíaca, y que a tan temprana edad no era capaz de enjuiciar en todas sus dimensiones políticas, diplomáticas y jurídicas.

Pero fue hace unos días que el escritor y crítico literario Rafael Narbona, en su blog Viaje a Siracusa, de Revista de Libros, traía de nuevo a colación el asunto en un documentado análisis titulado "Hannah Arendt y la terrible banalidad del mal". ¿Casualidad? No lo creo; más bien permanente actualidad de un texto tan trascendental como el de Hannah Arendt.

Pocos libros han provocado tanto revuelo como "Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal", dice Narbona de él. Hannah Arendt aceptó ser la corresponsal de The New Yorker durante el juicio celebrado en Jerusalén contra Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y uno de los principales responsables de la deportación de los judíos europeos a los campos de exterminio nazis. David Ben Gurion, primer ministro de Israel en aquel momento, quería recordar al mundo que millones de judíos habían sido asesinados por el simple hecho de ser judíos, no por sus actos o ideas: «Queremos que todas las naciones sepan que deben avergonzarse». La aparente insignificancia de Eichmann, pálido y fantasmal en la cabina blindada, contrastaba con la magnitud de sus crímenes. 

Hace unos años, continúa diciendo Rafael Narbona, el líder ultraderechista Jean-Marie Le Pen declaró que el Holocausto sólo era una nota a pie de página en la historia de la Segunda Guerra Mundial. Desgraciadamente, tenía razón, si juzgamos el genocidio de judíos, gitanos y otras minorías desde el punto de vista del lugar que ocupó en la conciencia de la sociedad europea o la norteamericana. El destino de los judíos nunca preocupó demasiado a nadie y su exterminio contó con la cobertura legal e institucional del Reich alemán. Las leyes de Núremberg, aprobadas por unanimidad el 15 de septiembre de 1935 durante el séptimo congreso anual del NSDAP, sólo representaron el primer paso de la discriminación, exclusión y exterminio de la población judía, un procedimiento que no adquirió el carácter de secreto de Estado hasta su último tramo (Conferencia de Wannsse, 20 de enero de 1942), si bien por entonces corrían por toda Europa historias sobre asesinatos masivos en cámaras de gas. Jan Karski , enlace del gobierno polaco en el exilio, y el conde Edward Raczyński, ministro de Asuntos Exteriores, informaron del genocidio a lo largo de 1942. Karski aportó su testimonio, pues había visitado clandestinamente el gueto de Varsovia y el campo de transición de Izbica, y Raczyński proporcionó pruebas y documentos en un informe titulado «El exterminio masivo de judíos en Polonia bajo la ocupación alemana». Los aliados no adoptaron ninguna medida para frenar o mitigar el drama.

El nazismo siempre disfrutó de amplias simpatías en la sociedad alemana, dice Narbona. El fiscal Hausner señaló en el proceso contra Eichmann que los arquitectos del genocidio no eran vulgares hampones, sino abogados, profesores, médicos, banqueros, economistas. El responsable último no era el Gobierno nazi, sino varios siglos de odio institucional y popular a los judíos: «En este histórico juicio, no es un individuo quien se sienta en el banquillo, no es tampoco el régimen nazi, sino el antisemitismo secular».

La defensa de Eichmann se basó en la obediencia debida, particularmente estricta en un régimen totalitario. Eichmann, un hombre gris y de escasa iniciativa, descubrirá enseguida las ventajas de la «obediencia debida», que exime de pensar, juzgar y rectificar. La derrota de Alemania significaría una catástrofe para su temperamento gregario: «Comprendí que tendría que vivir una difícil vida individualista, sin un jefe que me guiara, sin recibir instrucciones, órdenes ni representaciones, sin reglamentos que consultar, en pocas palabras, ante mí se abría una vida desconocida que nunca había llevado». 

Desde las primeras vistas, sigue diciendo Narbona comentando el libro de Arendt, Hannah Arendt advierte el vacío interior de Eichmann y su impotencia para obrar como un individuo: «Cuanto más se lo escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros y, por ende, contra la realidad como tal». Durante el juicio, se hace evidente que Eichmann carece de la empatía más elemental. Llama la atención su «incapacidad casi total para considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor». Siente lástima de sí mismo y no entiende que los otros no simpaticen con su desdicha personal. Se considera un hombre decente y con un acusado sentido de la ética. Como señala Narbona, Hannah Arendt escribe a ese respecto: «A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquier podía darse cuenta de que aquel hombre no era un “monstruo”, pero en realidad se hizo difícil no sospechar que fuera un payaso». La inanidad intelectual del burócrata nazi nunca resultó tan incontestable. Eichmann invoca la obediencia, subrayando que si hubiera vivido en una sociedad democrática, habría cumplido sus normas con la misma meticulosidad.

Hannah Arendt escribió sus artículos con una feroz independencia, sin maquillar hechos ni contemporizar. No ocultó la responsabilidad de los Consejos Judíos o Judenrat, y entre ellos, casos tan llamativos como el de Mordechai Chaim Rumkowski, hombre de negocios, militante sionista y director de un orfanato, que fue la máxima autoridad del gueto de Łódź (Polonia). Hannah Arendt, sigue diciendo el articulista, destacó que no todos los países ocupados por el Reich alemán colaboraron en la deportación de los judíos: «Suecia, Italia y Bulgaria, al igual que Dinamarca, resultaron ser inmunes al antisemitismo, pero de las tres naciones que estaban en la esfera de la influencia alemana, solamente Dinamarca se atrevió a hablar claramente del asunto a sus amos alemanes». Italia y Bulgaria sabotearon las órdenes, explotando el ingenio para salvar a sus compatriotas judíos. Los daneses se opusieron frontalmente. Cuando los alemanes les propusieron que se identificara a los judíos con estrellas amarillas, contestaron que el rey sería el primero en llevarla y que incumplirían cualquier medida discriminatoria. Cuando los nazis impusieron la ley marcial, las tropas destinadas a Dinamarca habían cambiado profundamente desde hacía mucho tiempo y se negaron a participar en las deportaciones. La lección que nos dan los países a los que se propuso la aplicación de la Solución Final es que “pudo ponerse en práctica” en la mayoría de ellos, pero no en todos. Desde un punto de vista humano, la lección es que actitudes como la que comentamos constituyen cuanto se necesita, y no puede razonablemente pedirse más, para que este planeta siga siendo un lugar apto para que lo habiten seres humanos».

Lo más sobrecogedor del caso Eichmann es que el burócrata nazi «no era un Yago ni un Macbeth» y, menos aún, un «Ricardo III». Según Arendt, tampoco era un estúpido, sino «pura y simple irreflexión». Hubo «muchos hombres como él». No «fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente, que en realidad, merece la calificación de "hostis generis humani", comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad».

Hannah Arendt nos cuenta, concluye Narbona, que Eichmann se dirigió al patíbulo con entereza. Después de beber media botella de vino y rechazar la asistencia de un pastor protestante, rechazó la capucha negra que le ofreció el verdugo. Sus últimas palabras fueron: «Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Austria! ¡Viva Argentina! Nunca las olvidaré». Arendt considera que Eichmann se despidió del mundo con una sarta de majaderías: «Incluso ante la muerte, encontró el cliché propio de la oración fúnebre. […] Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se siente impotentes». Arendt justifica la pena de muerte dictada contra Eichmann: «Del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación –como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar en el mundo–, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Ésta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado». ¿Se puede considerar que el genocidio es un delito infrecuente, que las cámaras de gas pertenecen a un pasado irrepetible? Desde que acabó la Segunda Guerra Mundial, las matanzas no han cesado: Vietnam, Camboya, Indonesia, Guatemala, Chile, Argentina, Ruanda, Bosnia-Herzegovina… Podrían citarse más casos, pero es innecesario. Sin embargo, el totalitarismo como fenómeno político no es una masacre más. Se caracteriza por un rango distintivo: «el criterio selectivo depende únicamente de ciertos factores circunstanciales». Después de liquidar a los enfermos incurables, Hitler pensaba eliminar a los alemanes «genéticamente lesionados», con enfermedades pulmonares o cardíacas. En la «cultura del descarte», por utilizar una expresión del papa Francisco, podría considerarse una medida de higiene pública suprimir las vidas de los individuos improductivos o con escasas expectativas de éxito. Sólo hace falta una idea, un absoluto moral o político, para poner en funcionamiento las fábricas de la muerte. Puede ser la excelencia económica, biológica o social. O la materialización de una utopía con apariencia de justicia o equidad. O la creación de un nuevo orden mundial. El totalitarismo empieza donde acaba el individuo. Nunca se disipará su amenaza. La banalidad del mal reside en considerar que hay vidas banales, prescindibles. Conviene releer de vez en cuando a Hannah Arendt para recordar que cualquier vida debe ser objeto de respeto y reconocimiento. Los que se atreven a cuestionarlo, rescatarán antes o después la rampa de Auschwitz.

Les recomiendo encarecidamente la lectura de los artículos citados. Y por supuesto, el libro de Hannah Arendt que ha dado pie a esta entrada de hoy. Me lo agradecerán. De mi admiración y respeto por la persona y la obra, total, de Hannah Arendt, da prueba testimonial el hecho de que utilice como firma en este blog y en las redes sociales un acrónimo de su nombre como seudónimo.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt







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