martes, 18 de abril de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Por qué leemos a los clásicos? [Publicada el 25/10/2016]











A mi amiga Jesús

Tengo una entrañable amiga de toda la vida a la que le gusta citar una frase de Borges que dice que su idea del Paraíso es una gran biblioteca... No es una mala metáfora. Ayer lunes, 24 de octubre, fue el Día Mundial de las Bibliotecas. Con unas horas de retraso me sumo al homenaje que se merecen esas instituciones que guardan desde las generaciones pasadas, para las presentes y las futuras, lo más hermoso que el hombre ha creado nunca: la posibilidad de enseñarnos y acceder para conocimiento y disfrute de otros hombres, a su saber, su historia, sus experiencias, sus esperanzas, sus fracasos y sus sueños. Y eso son los libros y las bibliotecas donde se guardan. A Jesús, y a ellas, las bibliotecas, les dedico esta entrada de hoy, y muy especialmente a la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria.
¿Por qué los clásicos -ya sea en literatura, pensamiento, arte, ciencia, música- son clásicos? ¿Qué es lo que hace que pervivan en el tiempo? El escritor y catedrático de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, Rafael Argullol, se lo preguntaba en un famoso artículo que escribió hace unos años: Guadianas literarios, intentando explicar por qué determinadas obras parecen encajar en ciertos periodos y, en cambio, caen en el olvido en otros. Y citaba como ejemplo la resurrección actual de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, o los Ensayos, de Montaigne, o el ostracismo, momentáneo, de Marcel Proust o James Joyce. La respuesta que daba es que todas las grandes creaciones del arte y del pensamiento poseen la virtud de dirigirse, no sólo a su presente, sino a las épocas futuras. Las obras maestras -dice- son aquellas que siempre están en condiciones de hablar, pero para que se hagan escuchar, los oídos de una determinada época deben prestar atención, concluía.
El escritor argentino Jorge Luis Borges, decía que un clásico es un libro que las generaciones de los hombres, urgidos por diversas razones, leen con previo fervor y una misteriosa lealtad. Y añadía, como colofón, que los clásicos deben ser siempre la base de nuestra cultura a través de los tiempos.
El también profesor, escritor y controvertido crítico literario Harold Bloom, sin discusión, el más reconocido y prestigioso del mundo, dice en su libro ¿Dónde se encuentra la sabiduría? (Santillana, 2005, Madrid) que leemos y reflexionamos porque tenemos hambre y sed de sabiduría; que la mente siempre retorna a su necesidad de belleza, verdad y discernimiento. Y hablando de lo fundamental en un libro, añade: A lo que leo y enseño, añade, solo le aplico tres criterios: esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría.
No es extraño, pues, que muchos se hayan planteado la existencia de un "Canon" de obras maestras literarias, musicales o artísticas, cuyo conocimiento determina una excelencia educativa y el desarrollo de la alta cultura. Es el llamado "Canon Occidental", que aunque está claro nunca será uniforme, ha llegado -no sin críticas- a un cierto grado de consenso. Por ejemplo, en las listas de los denominados "Harvard Classics", "Great Books", "Greats Books of the Western World", la lista de lecturas del "St. John's College", el "Core Curriculum del Columbia College", o el propio canon elaborado y propuesto por Harold Bloom en su libro El canon occidental: la escuela y los libros de todas las épocas (Anagrama, 2005, Barcelona), cuya lectura les recomiendo.
En el verano de 2003, en una de esas exploraciones al azar por las estanterías de una buena biblioteca o de una buena librería, de las clásicas de siempre, de esas en donde unos metros más allá no podemos comprar verduras o electrodomésticos, que tan buenos resultados da a veces, encontré en la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, un precioso librito del periodista y crítico cinematográfico norteamericano David Denby. Se titulaba Los grandes libros. Mis aventuras con Homero, Rousseau, Woolf y otros autores indiscutibles del mundo occidental (Acento Editorial, 1997, Madrid). Relata en él su vuelta como alumno a la Universidad de Columbia, en Nueva York, para volver a hacer el curso de Historia de la Literatura que había realizado veintitantos años antes en base a las lecturas establecidas como canónicas por la citada universidad (el famoso "Core Curriculum"). Su lectura me produjo un indescriptible placer, al igual que la del citado ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, de Bloom. Me hice una lista de algunos de esos libros para leer, o releer, en el siguiente verano. Anoté con la mejor de las voluntades: El libro de Job y el Eclesiastés del Antiguo Testamento; el Fedón y el Banquete de Platón; el Don Quijote de La Mancha de Miguel de Cervantes; el Hamlet y El rey Lear, de William Shakespeare; los Pensamientos de Pascal, y los Ensayos respectivos de Montaigne y Bacon. Pero como dice el refrán, el infierno está empedrado de buenas intenciones... No pude con el Eclesiastés, ni con Bacon, y se me hizo muy cuesta arriba Pascal. Pero no me arrepiento de haberlo intentado.
Cito nuevamente a Bloom y su ¿Dónde se encuentra la sabiduría?: Sólo Dios es el lector ideal. Leer bien, dice, citando a san Agustín, significa absorber la sabiduría de Cristo. Pensamos, continúa diciendo, porque aprendemos a recordar nuestras lecturas de lo mejor que hay disponible en cada época. San Agustín, termina diciendo, fue el primero que nos dijo que el libro podía alimentar el pensamiento, la memoria y la vida de la mente. La sola lectura no nos salvará ni nos hará sabios, pero sin ella nos hundiremos en la muerte en vida de este versión simplificada de la realidad que el mundo pretende imponernos.
Carlos García Gual, catedrático de Filología Griega en la Complutense, que fue profesor mío en la UNED, trata de nuevo este asunto de por qué tenemos que leer a los clásicos hace unos días en El País en un artículo titulado Los clásicos nos hacen críticosLas grandes obras, dice, nos ayudan a entender aspectos esenciales de la condición humana: su mensaje se reinterpreta con los años, abre nuevos horizontes y moldea a personas más críticas e imaginativas. 
Como señala Alfonso Berardinelli, dice al comienzo de su artículo, los libros que calificamos de “clásicos” no fueron escritos para ser estudiados y venerados, sino ante todo para ser leídos (Leer es un riesgo. Madrid, Círculo de Tiza, 2016). El renovado y largo fervor de sus lectores ha dado prestigio a algunos libros que se mantienen vivos a lo largo de siglos. Acaso por eso hay quien cree que esos escritos de otros tiempos no son de fácil acceso, son inactuales y se han acartonado por la distancia y están mantenidos por una retórica académica. Contra tan vulgar prejuicio me parece excelente el consejo de Berardinelli: “Quien lea un clásico debería ser tan ingenuo y presuntuoso como para pensar que ese libro fue escrito precisamente para él, para que se decidiese a leerlo”. Sin más, cada clásico invita a un diálogo directo, porque sus palabras no se han embotado con el tiempo, y pueden resultar tan atractivos hoy como cuando se escribieron, para quien se arriesga a viajar sobre el tiempo con su lectura.
Leer un clásico, añade más adelante, no presenta mayor riesgo que la lectura de algo actual de cierto nivel literario. Es decir, exige una vivaz atención, y tal vez cierta lentitud, para llegar a captar con precisión lo que nos dice por encima de los ecos de su trasfondo de época. Más allá de las convenciones de estilo, lo que caracteriza a un libro clásico es el hecho de que pervive porque fue interesante y emotivo y capaz de sugerir apasionadas lecturas al lector de cualquier época. Classicus quería decir en su origen “con clase” o “de primera clase”, según los mandarines de la crítica; pero los grandes clásicos no requieren lectores muy selectos ni con título especial, sino inteligentes y despiertos, porque versan sobre aspectos esenciales de la condición humana. Un libro clásico es el que puede releerse una y otra vez y siempre parece inquietante y seductor porque nos conmueve y cuestiona, a veces en lo íntimo, y, como escribió Italo Calvino, “siempre tiene algo más que decir”. Por eso se ha salvado del gran enemigo de toda cultura: el abrumador olvido (hablo de los libros, pero vale lo mismo para los clásicos de la música o de otras artes).
Creo que hay dos tipos de clásicos, señala a continuación: los universales (que mantienen su vivaz impacto incluso a través de sus traducciones) y los nacionales (aquellos cuyo prestigio va ligado a la frescura y belleza de su lengua original). Así, Cervantes, Shakespeare y Tolstói resultan del primer grupo; y Góngora y Ronsard, más bien del segundo. Es evidente que la lista canónica puede variar según épocas. Solo los clásicos más indiscutibles han sobrevivido a las varias fluctuaciones de la cotización crítica. Virgilio y Horacio permanecen, mientras que Estacio ha desaparecido desde fines de la Edad Media, y el fabulista Esopo, ya en el siglo XX. Los clásicos más antiguos de Occidente son los griegos, que ya los romanos leían como tales y modélicos.
Y en su pervivencia, sigue diciéndonos, los clásicos no viven momificados, sino que renuevan su mensaje. Porque la interpretación no está fijada, sino varía según las lecturas en una tradición que no sólo los conserva, sino que los reinterpreta. No leemos El Quijote como los lectores del XVII. La tradición literaria posterior puede modificar nuestra percepción de los temas y personajes descubriendo perspectivas diversas. Incluso cada lector puede matizar su reinterpretación. Después de leer a Kafka advertimos rasgos prekafkianos en autores antiguos. (Eso sucede también con los héroes míticos. La tradición renueva máscaras sobre figuras literarias; como sucede con Prometeo, Edipo, o Fausto y Don Juan, por ejemplo).
Por otra parte, continúa el profesor García Gual, también los logros de los estudios históricos nos hacen comprender mejor un texto, al descubrir nuevos aspectos de su contexto y su formación. Pensemos, por dar sólo un ejemplo destacado, en todo lo que sabemos hoy del mundo que evocan y el contexto en que surgieron los poemas homéricos, es decir, sobre la Ilíada y la Odisea. Ahora conocemos la época en que se forjaron esos cantares y el modo de componerlos mucho más que lo que sabían los eruditos de hace siglo y medio, y mucho más de lo que pensaban al respecto Platón y los filólogos de Alejandría. Nuestro conocimiento ha progresado gracias a tres audaces personajes: Heinrich Schliemann (que descubrió las ruinas de Troya), Milman Parry (que estudió la técnica de la épica oral arcaica) y Michael Ventris (que descifró el silabario micénico B). Ninguno de ellos era un académico ni un filólogo profesional, pero con sus estupendos logros abrieron un nuevo horizonte a nuestra mirada sobre lo homérico. Gracias a los nuevos datos arqueológicos conocemos mejor esa Edad Oscura que, en su nostalgia hacia un pasado más glorioso, dio un impulso decisivo a la épica con el canto y culto de los héroes micénicos.
Y, sin embargo, añade, por encima de todos esos estudios, lo esencial respecto a la pervivencia de Homero sigue siendo la inigualable fuerza narrativa de su poesía. Lo que mantiene nuestra lealtad a la Ilíada y la Odisea como perennes clásicos no es su trasfondo histórico ni el manejo magistral de fórmulas y epítetos de larga tradición oral. Es la magnánima recreación con que un poeta recuenta los mitos heroicos a la vez que da a ese legado mítico una honda perspectiva trágica con figuras inolvidables. Es la sensibilidad del lector la que salva del olvido ese mundo de fascinantes héroes y fabulosos dioses, como hizo a lo largo de tantos siglos y tantas modas.
Hay evidentemente clásicos más fáciles de leer, aclara, es decir, textos en los que el lector entra fácil y queda pronto atrapado por su singular encanto, claro estilo y su fantasía o su emotividad. Por ejemplo, la Odisea, los poemas de Safo, Heródoto, El banquete de Platón o El asno de oro de Apuleyo, por citar sólo autores antiguos. Otros cuestan más, e incluso pueden producir cierto rechazo cuando están mal elegidos o forzados como lecturas obligatorias en edades inoportunas, arduos y difíciles de entender. Sin embargo, lo característico de los clásicos, bien elegidos y enfocados, es que su lectura deja siempre en la memoria un poso, una huella terca en nuestra imaginación, y aguzan nuestra mirada sobre aspectos importantes de la vida.
De todos modos, dice más adelante, hay que reconocer el gran papel que tradicionalmente la escuela asumía en la conservación y difusión de esos libros de largo prestigio. Aún lo conserva, pero de forma mutilada y desalentada. Que la escuela debe enseñar qué significan —para nosotros— los grandes libros, y estimular su lectura con entusiasmo para la formación del gusto y la crítica personal, no lo creen algunos pedagogos ni siquiera los políticos del ramo, poco ilustrados. Esas lecturas tropiezan con muchos obstáculos: planes de enseñanza que reducen la de la literatura a mínimos y profesores con escasa simpatía hacia textos de otras épocas. Muy bien lo analiza Marc Fumaroli en La educación de la libertad (Barcelona, Arcadia, 2007). Por otro lado, nuestros estudiantes, acaso con excepción de los más jóvenes, no frecuentan los libros de muchas páginas, atrapados por mensajes mínimos y raudos en diversas pantallas.
Los clásicos son inactuales, reconoce. Justamente eso es lo más valioso: hablan de cosas que están más allá del presente efímero, y abren otros horizontes y ofrecen ideas sobre el mundo que van mucho más allá de lo actual y cotidiano. Y nos hacen críticos, escépticos y más imaginativos.
Volviendo a algo ya apuntado, concluye, leer a los clásicos debería acaso iniciarse en la escuela, pero es importante releerlos a lo largo de la vida, porque vuelvo a subrayar que siempre podemos entablar o proseguir el diálogo con ellos. Un curioso ejemplo, señala -que yo he citado al comienzo de la entrada- es el de David Denby, que cuenta su personal experiencia en Los grandes libros (Madrid, Acento, 1997). Editor y escritor de éxito, decidió ensayar una curiosa experiencia: volver a los leer a fondo los clásicos. “En 1991, 30 años después de matricularme en la Universidad de Columbia, volví a las aulas, me senté entre los estudiantes de 18 años y leí los mismo libros que ellos. Juntos leímos a Homero, Platón, Sófocles, Kant, Hegel, Marx y Virginia Woolf. Aquellos libros…”. Me parece un ejemplo digno de imitarse: una aventura de escaso gasto que vale la pena ensayar. No es fácil: en ninguna universidad española hay cursos sobre los libros de esa lista. Pero cada uno puede intentarlo. Los clásicos siguen ahí, aún nos hablan y son de trato amable, dice García Gual. 
Yo lo he intentado, como he comentado ya, con desigual fortuna, pero no pierdo el ánimo y cada poco tiempo, vuelvo a los clásicos como el que vuelve a un lugar conocido, que ama, y que considera su hogar. 
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt