Permítanme abrir esta entrada del blog con una nueva cita de Michel de Montaigne sobre la vida y la muerte: "A mi parecer, es el vivir con acierto, y no como decía Antístenes, el morir con acierto, aquello en lo que consiste la humana felicidad (Ensayos. III: Cátedra, Madrid, 1987)". No es mi intención perorar sobre el derecho a una muerte digna ante la enfermedad, un derecho que comparto personalmente, pero me produce una profunda desazón cada vez que me entero de alguien que lo ha llevado a cabo a través de un suicidio asistido porque me sigue costando trabajo reconocerle dignidad a ayudar en un suicidio...
¿Es el suicidio una salida digna ante una enfermedad incurable y dolorosa? Pienso que sí, pero yo no estoy hablando de la dignidad o indignidad que hay en el hecho de decidir sobre nuestra propia muerte. Como Montaigne, pienso que la dignidad se reconoce en la vida de cada persona, no en su muerte; que ésta, la muerte, es un hecho que sólo a él incumbe, mientras que la vida es algo que si ha de merecer tal nombre, es porque se ha compartido con otros.
El pasado 5 de diciembre el escritor Juan José Millás publicaba en El País Semanal un estremecedor reportaje titulado "Son 15 minutos. Dejas de respirar. Y fuera", en el que relataba la entrevista que unas semanas antes, el 9 de noviembre, mantuvo con Carlos Santos, un malagueño de 66 años, antiguo guía turístico, que padecía un quiste radicular incurable e inoperable, y que al día siguiente pondría fin a su vida en un hotel madrileño mediante un suicidio asistido gracias a la ayuda de la Asociación "Derecho a morir dignamente".
Tampoco quiero entrar en la moralidad o inmoralidad, algo estrictamente personal, de literaturizar un hecho real como el relatado por Millás. En algunas ocasiones literaturizar la eutanasia queda excesivamente lírico como para resultar creíble, por ejemplo, la muerte de Donald, el protagonista de la novela Regreso a la tierra (RBA, Barcelona, 2010), del escritor norteamericano Jim Harrison, pero comprendo, como dice el escritor, que la muerte de Carlos Santos Velicia de no ser porque él quiso que quedara testimonio de ella, sólo habría servido para engordar el cajón de sastre de las estadísticas sobre el suicidio. Pero saber eso tampoco sosiega mi ánimo.
Ni la idea de la muerte, ni la de mi muerte en sí, me afectan gravemente. Pienso, como mi siempre admirada Hannah Arendt, que la muerte es el precio que pagamos por la vida, por el hecho de haber vivido (Diario filosófico, 1950-1973: Herder, Barcelona, 2006), y que es un precio pequeño por la satisfacción de haber compartido nuestra vida con los seres amados. Aunque, de nuevo citando a Montaigne (ibídem), la muerte nos pesa a menudo más porque pesa a los demás, y nos importa por ellos casi tanto como por nosotros mismos, y a veces más y sólo por ellos. Sean felices, et Fortunae caetera mando... Tamaragua, amigos. HArendt
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