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martes, 19 de mayo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Misceláneas constitucionales. Publicada el 5 de diciembre de 2009





Reconozco que a mí los aniversarios me ponen sentimental. El hecho de que mañana se cumplan treinta y un años del referéndum de aprobación de la Constitución de 1978 ha motivado que estos últimos días los haya dedicado a releer los "Diarios de Sesiones" del Congreso de los Diputados y del Senado que recogen los debates habidos durante su tramitación. También he releído algunos de los artículos de "El Federalista" (Fondo de Cultura Económica, México, 1994), la magnífica defensa que del proyecto de la Constitución estadounidense hicieran en 1788 Hamilton, Madison y Jay. Y por último, ante el descrédito en que algunos quieren colocar al Tribunal Constitucional, he vuelto a releer la interesantísima polémica que en el año 1931 sostuvieron dos ilustres juristas: uno alemán, Carl Schmitt (1888-1985), autor de "La defensa de la Constitución" (Tecnos, Madrid, 1983); el otro austriaco, Hans Kelsen (1881-1973), autor de "¿Quién debe ser el defensor de la Constución?" (Tecnos, Madrid, 1995), sobre cuál es el órgano político al que debería corresponder la defensa, salvaguardia y protección de la Constitución.

Carl Schmitt, Jurista de Estado, escribió centrado en el conflicto social como objeto de estudio de la ciencia política, y más concretamente sobre la guerra. Su obra atraviesa los avatares políticos de su país y de Europa a lo largo del siglo XX. Militó en el Partido Nazi, aunque las S.S. le consideraba un advenedizo, y le apartaron del primer plano de la vida pública del régimen. Hans Kelsen fue un jurista, filósofo y político austríaco de origen judío, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Viena desde 1917. Autor intelectual de la Constitución federal austriaca de 1920, es nombrado miembro vitalicio del Tribunal Constitucional, del que es removido años más tarde a causa de sus tendencias socialdemócratas. En 1930, obtuvo una cátedra en la Universidad de Colonia (Alemania), que abandona tras la ascensión del nazismo. En Suiza enseña en la Universidad de Ginebra y más tarde (1936) en la Universidad de Praga. En 1940 emigra a Estados Unidos donde enseña Ciencia Política en la Universidad de Harvard y más tarde en la de California-Berkeley, hasta su muerte.


La polémica que sostuvieron ambos es muy conocida. Básicamente se centraba en la respuesta que debería darse a la pregunta sobre "quién debe ser el defensor de la Constitución", que da título al opúsculo (apenas 80 páginas) con el que Kelsen responde y hace explícitas sus objeciones al anteriormente citado de Schmitt. Para éste último, el "guardian" de la Constitución no puede ser el Parlamento, del que desconfía por su falta de carácter y espíritu "nacional" a causa de la pluralidad de su conformación y por el origen partidista de su elección, ni tampoco un tribunal de justicia ordinario ni creado "ad hoc", puesto que ello supondría "politizar" la Justicia, sino que como establecía la Constitución de la República de Weimar, está función debería corresponder al Presidente del Reich (Imperio) alemán, elegido por sufragio universal de "todo el pueblo alemán". 

Para Kelsen, la solución no pasa por encargar la defensa de la Constitución, básicamente frente a las leyes emanadas del Parlamento o los actos y disposiciones del gobierno (los únicos que podrían conculcarla) al propio Jefe del Estado, que preside el gobierno, o al Parlamento encargado de hacer las leyes, sino precisamente, y por esa causa, a un órgano "neutral, colegiado e independiente", con la tarea específica de proteger la Constitución, es decir, a un Tribunal Constitucional. (Todos los entrecomillados son míos).

Que la Constitución española de 1978 necesita un "repaso" está claro. Hasta el propio Consejo de Estado lo vio así cuando en Febrero de 2006 emitió el famoso "Dictamen sobre Modificaciones de la Constitución Española" que le había solicitado el Gobierno, centrado en cuatro puntos: 1) la supresión de la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión al Trono; 2) la recepción en la Constitución del proceso de construcción de la Unión Europea; 3) la inclusión de la denominación de las Comunidades Autónomas en la Constitución; y 4) la reforma del Senado.

A mi juicio, ese tímido intento de reforma se ha quedado ya bastante corto. Ineludible es la reforma del Senado, para convertirlo en lo que la Constitución dice que es: la Cámara de representación territorial, y en la que deberían estar representados los gobiernos de las distintas comunidades y ciudades autónomas, con voto ponderado para cada una de ellas en función de su población, y con un renovado procedimiento de adopción de acuerdos que implique tanto una mayoría cualificada de la población representada como del número de éstas. Pero también una reforma en profundidad del titulo VIII de la Constitución, en clave federal, que determine claramente cuales son las competencias indelegables de carácter estatal, y dejé todas las demás a lo que decidan los respectivos Estatutos de Autonomía, así como los mecanismos de financiación, colaboración y cooperación de las Comunidades autónomas con el Estado. Y por último, como no, del propio Tribunal Constitucional, delimitando sus competencias a la estricta defensa de la Constitución frente a cualquier ley o acto de gobierno contraria a la misma, y con un renovado proceso de conformación que bien podría ser por designación real (a propuesta del Gobierno, lógicamente), con la aprobación cualificada del Senado, entre juristas de reconocido prestigio, y cuya designación sería vitalicia, o hasta su renuncia voluntaria o impedimento físico apreciado por el propio Tribunal y aceptado por el Senado.

No podría terminar este recorrido sentimental sobre el 31 aniversario de la Constitución de 1978 sin un emocionado recuerdo de quien fuera uno de sus ponentes, Jordi Solé Tura, recientemente fallecido. Descanse en paz. Y a ustedes, pues que quieren que les diga: ¿gritamos "¡Viva la Constitución!"? Por mi, vale. HArendt




El profesor Jordi Solé Tura



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 17 de noviembre de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] La reforma del Estado



Dibujo de Eva Vázquez para El País


El Especial de cada domingo es un A vuelapluma diario con un poco más de extensión, profudidad y rigor, que subo al blog cada fin de semana con la eperanza de que los lectores tengan un poco más de sosiego y tiempo para su lectura.  Espero que el Especial de hoy, escrito por Juan Luis Cebrián, periodista, escritor y miembro de la Real Academia Española, les resulte interesante. Dice en él Cebrián, que el  régimen de 1978 atraviesa una crisis sistémica y un deterioro creciente de las instituciones que convierte en urgente implementar reformas que garanticen su supervivencia. Yo también lo pienso y me atrevo a reclamarlo por el bien de todos nosotros. Les dejo con él.


“La espuma de las luchas políticas 
impide en ocasiones tomar 
conciencia de las corrientes más 
profundas que mueven la Historia”.

La construcción del Estado en España 
Juan Pro Ruiz(Alianza Editorial, 2019).


¿Cuántas naciones tiene España?, -comienza preguntándose Cebrián-. Esta fue para algunos la pregunta del escándalo en los debates electorales, a la que ni Pedro Sánchez ni Adriana Lastra osaron responder, no fueran a equivocarse en el número o en la descripción. El término nación ha sido pasto de la ambigüedad a través de la Historia, no por voluntad de los hablantes, sino por avaricia de quienes les gobiernan o aspiran a hacerlo. El Diccionario de Autoridades, primero de los dictados por la Real Academia, ya definía nación como el hecho de nacer, es decir, nacimiento, aunque recogía un segundo significado: “La colección de los habitadores en alguna provincia, país o reino”. Esta es también la primera acepción del diccionario actual, cuando asevera que nación es “el conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo Gobierno”. Son los ciudadanos antes que el territorio los que configuran la nación, concepto prioritariamente cultural y no político. Por eso, la cuestión que se debate no es si catalanes, gallegos, vascos o murcianos constituyen una nación, al margen de que entre todos ellos y otros muchos más conformen la nación española, sino si eso les determina o da derecho a convertirse en un Estado. Mientras la nación es algo sobrevenido, inherente al hecho de nacer, el Estado es una construcción de la voluntad: un ente jurídico y administrativo en cuyo nombre se ejerce el poder en un territorio concreto.

El nacimiento de los Estados-nación surgió al calor de la exuberancia del romanticismo, y su apelativo hace que algunos interpreten errónea o interesadamente que a cada nación debe corresponder un Estado. Pero hay más de 5.000 naciones en el mundo y solo menos de 200 Estados integran las Naciones Unidas. O sea, que, al margen de emociones e identidades plurales, da lo mismo cuántas naciones existan o no en el seno de la propia nación española. Lo importante es que nuestro Estado garantice la igualdad de los ciudadanos ante la ley sin privilegios para nadie ni exclusiones de ningún tipo. Lo que se debate por eso en la cuestión catalana es su hecho diferencial, como históricamente se le ha venido llamando, algo que inevitablemente encuentra límites en el ejercicio del poder político por parte de quien legítimamente lo ostenta: el Estado. Seguirá siendo así mientras este no naufrague.

Envío al diario estas reflexiones antes de conocer los resultados de los comicios, aunque sondeos iniciales arrojan de nuevo la incertidumbre sobre cómo ha de formarse la mayoría precisa para constituir Gobierno. El candidato de la lista más votada anunció durante la campaña que, en 48 horas a partir de hoy, ofrecería un pacto de Gobierno al resto de las formaciones para lograr el desbloqueo de la indeseable situación en que vivimos. Tan indeseable que el todavía presidente en funciones no lo es ni siquiera como consecuencia de un proceso electoral, pues no fue elegido diputado para el Parlamento que lo entronizó y solo pudo encaramarse al cargo gracias a una conjunción de apoyos extravagantes que conformaban casi una mayoría antisistema. Fruto de esa circunstancia, sus reacciones y declaraciones respecto al hecho diferencial y a la interpretación del vocablo nación, tan preñado de ambigüedades, no han hecho sino acumular confusión y caos a la hora de interpretar cuál es el proyecto socialista para España si es que definitivamente existe.

La indefinición de Sánchez y la deslealtad de Rivera a los principios fundacionales de su propio partido explican el castigo al que han sido sometidos en las urnas. Castigo que sufriremos todos en el próximo futuro si persisten las dificultades para construir una mayoría parlamentaria que garantice un buen gobierno. Esperemos que el narcisismo adolescente de que han hecho gala no les impida una vez más reconocer sus errores y ser consecuentes con ese reconocimiento. Pero la culpa de lo sucedido no es solo suya. Hace tiempo que muchos venimos denunciando la crisis sistémica por la que atraviesa el régimen de 1978, el deterioro creciente de las instituciones y la necesidad urgente de implementar reformas que garanticen su supervivencia. Pero solo el neofranquismo rampante y el independentismo pueblerino parecen tener respuesta mediante el expeditivo e inaceptable método de acabar con el propio Estado democrático. Ambos nacionalismos exaltados invocan emociones patrióticas y ensueños imposibles porque se necesitan mutuamente para sobrevivir. Pero ninguno de los llamados partidos constitucionalistas, ni tampoco el pseudoconstituyente Podemos, han puesto sobre la mesa un propósito concreto que nos ayude a resolver el caso. Dialogar a secas, como sugiere UP y farfulla el PSOE, no es un proyecto, sino solo la expresión de buenas intenciones. El diálogo no servirá para nada si no persigue desde su inicio un pacto que renueve lo que casi milagrosamente se logró en la Constitución: el reconocimiento del hecho diferencial catalán sin que por ello se menoscabara la sustancial igualdad entre los españoles, hoy vulnerada por el independentismo y amenazada por la ultraderecha. Contra lo que Sánchez sugiere no estamos solo ni principalmente ante un problema de convivencia entre catalanes, sino ante una verdadera crisis del Estado, amenazado por la hostilidad de los dirigentes de una de las más importantes comunidades autónomas. Por eso hay que dialogar con todos y entre todos, pero primero es necesario llegar a acuerdos transparentes entre las fuerzas políticas leales al régimen democrático, y ni Vox ni el independentismo lo son. Esta no es una tarea exclusiva del Gobierno, quien quiera que lo encabece, por lo que si culpables de la situación ya lo son todos, mucho más han de serlo quienes persistan en la estúpida tradición del no es no.

Hace más de diez años que EL PAÍS propuso un decálogo de reformas urgentes (¡urgentes, ya entonces!) encaminadas a restaurar la solvencia estructural de nuestro sistema, amenazada ahora por la centrifugación del poder, la insurrección civil que alimenta la Generalitat catalana y empieza a contagiarse a otras autonomías, y la mediocridad y el egotismo de los responsables políticos. Cualquier oferta que haga el presidente en funciones para lograr una gobernanza estable ha de encarar cambios, quizá accesorios, pero significativos, del sistema constitucional. De otro modo no servirá sino para prolongar la agonía de este y su creciente inutilidad frente a la pujanza admirable de nuestra sociedad civil. Tres cuestiones son cruciales: la consideración del carácter federal del Estado de las autonomías, instituyendo al Senado como Cámara efectivamente territorial; la reforma de la ley electoral, eliminando las circunscripciones provinciales y las listas cerradas y bloqueadas, y la elaboración de un estatuto de la Corona, que clarifique las funciones y capacidades de la Jefatura del Estado. Junto a ello es preciso implementar medidas políticas que garanticen la igualdad de los ciudadanos, hoy puesta en entredicho, a la hora de recibir prestaciones básicas del Estado de bienestar: educación, sanidad y pensiones.

Hemos escuchado muchas pamplinas y soflamas de los candidatos durante los últimos meses, demasiados reproches entre ellos y poca concreción en sus propuestas. Ahora, lo que hay es lo que hay, y al margen de que los perdedores tengan la decencia de marcharse y dejar el paso a otros, es preciso que los que se queden sean capaces de establecer pactos y renunciar a sus particulares manías y obsesiones. Frente a la deriva neofascista de quienes quieren conquistar el Estado en nombre de la Cataluña o la España profundas, corramos a defenderlo.




Bosque de laurisilva. La Gomera (Islas Canarias)



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sábado, 29 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] Treinta años no son nada para una Constitución





El próximo 29 de diciembre se cumplen treinta años de la promulgación de la Constitución española. Y pasado mañana, 4 de julio, hace treinta años que el Congreso de los Diputados iniciaba el debate del dictamen elaborado por la Comisión Constitucional sobre el proyecto de texto constitucional durante los meses de mayo y junio anteriores. A algunos les parecerá historia pasada, pero la realidad es que, como dice el tango, treinta años no son nada... Son fechas propicias para el recuerdo y la rememoración. De ahí que se multipliquen artículos y libros que con mayor o menor fortuna recrean e intentan explicar acontecimientos y situaciones que tienen que ver con ese momento histórico. Uno de ellos es el papel jugado en la transición del régimen franquista a la democracia por algunos de los que, desde dentro de ese mismo régimen, se manifestaron por eso que se llamó en su día "reformismo".

El catedrático de Historia Social y Pensamiento Político de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, el profesor Santos Juliá, comenta en un interesante artículo que se publica en el último número de Revista de Libros correspondiente al bimestre julio-agosto, titulado "Lo que a los reformistas debe la democracia española" (y que reproduzco más adelante) lo relatado al respecto en varios libros de reciente publicación de Gabriel Elorriaga ("El camino de la concordia. De la cárcel al Parlamento", Debate, Barcelona), Pablo Hispán ("La política en el régimen de Franco entre 1957 y 1969. Proyectos, conflictos y luchas por el poder". Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid), Carme Molineros y Pere Ysàs ("La anatomía del franquismo. De la supervivencia a la agonía, 1945-1977". Crítica, Barcelona), Cristina Palomares ("Sobrevivir después de Franco. Evolución y éxito del reformismo, 1964-1977". Alianza, Madrid), y Salvador Sánchez Terán ("La Transición. Síntesis y claves". Planeta, Barcelona).

Con muy buen acierto a mi modesto juicio, el profesor Santos Juliá crítica algunas de las afirmaciones expuestas en los libros citados, argumenta que el "género memorial" no es precisamente el más idóneo para "justificar" algunas actuaciones, y que frente a la reinvención del pasado está la incontrovertible realidad de los documentos... Merece la pena leerlo.


El rey sanciona la Constitución de 1978


"Lo que a los reformistas debe la democracia española", por Santos Juliá

Al comentar las «Cenas de los Nueve», iniciadas en 1957 por un gupo de monárquicos de diversa procedencia, Cristina Palomares recoge en Sobrevivir después de Franco el testimonio de uno de los asistentes, Alfonso Osorio, según el cual «la causa común» de todos los reunidos, con la única excepción de Jesús Fueyo, era la evolución del régimen hacia un sistema democrático. Naturalmente, la autora de un libro en el que Manuel Fraga aparece calificado en múltiples ocasiones como progresista, muestra en esta ocasión su escepticismo: es difícil de creer –escribe– que un grupo conservador como aquel propugnase un sistema democrático a finales de los años cincuenta.

¿Difícil? Bueno, es una manera amable de decirlo, sobre todo si se tiene en cuenta que en aquellas cenas compartían mantel Federico Silva, Florentino Pérez Embid y Gonzalo Fernández de la Mora, tres personajes del régimen que nunca destacaron por su apego a la democracia. Pero que fuera Alfonso Osorio el origen de la confidencia muestra bien la propensión de la memoria a reinventar el pasado. De los participantes en esas cenas ninguno había dejado en 1957 el más mínimo resquicio para creer que su causa era la democracia. Más aún, todos pensaban que en España un sistema democrático al estilo occidental significaría un desvío suicida de su verdadera esencia. España estaba destinada a consolidar un sistema propio de gobierno que no tenía más relación con el sistema democrático que la representación orgánica: bastantes desgracias había ocasionado el liberalismo y la democracia a la nación española para intentarlo de nuevo.

¿Cuándo comenzaron a cambiar las cosas? ¿Cuándo puede hablarse de un reformismo que implicara, si no un cambio de régimen, al menos algunos cambios en el régimen que posibilitaran su apertura? La respuesta dependerá de las fuentes que se utilicen. Si se trata de memorias y recuerdos personales, lo más habitual es encontrar lo que nos cuenta Gabriel Elorriaga en El camino de la concordia cuando traza una línea recta entre los días de la rebelión universitaria de 1956 y la transición que se pondrá en marcha veinte años después. Conocido por formar parte de la primera lista de detenidos que la Dirección General de Seguridad tuvo la delicadeza de publicar anteponiendo el tratamiento de «don» a sus nombres y apellidos, Elorriaga recuerda que todo lo ocurrido entre 1956 y 1976 –nombramiento de Manuel Fraga como delegado nacional de la Familia, batalla entre el Movimiento Nacional y los tecnócratas del Opus Dei, interminable debate en torno a las asociaciones, creación de Reforma Democrática y su casi inmediata incorporación a Alianza Popular– fueron fases de un proceso que, como el río va a la mar, vino a desembocar en la Constitución de 1978.

Y es que el género memoria tiende a establecer, por la necesidad de reconstruir una continuidad psicológica que sirva como fundamento a la identidad personal, un hilo rojo entre lo que se fue ayer y lo que se es hoy, proyectando anacrónicamente lo que se ha llegado a ser en el presente sobre lo que se fue en el pasado. Si se lee lo que por entonces escribían, demócratas, dentro del régimen, no los había en 1956: los que se acercaban a la democracia, como Dionisio Ridruejo, sólo comenzaron a romper vínculos en torno a esa fecha y enseguida pasaron a la oposición. Ni siquiera Ruiz-Giménez, que perdió el ministerio por los mismos días en que Elorriaga conoció la cárcel, trabajaba entonces por la democracia. No hay más que ver la correspondencia que mantuvo con su amigo Alfredo Sánchez Bella –consultada por Pablo Hispán– para tomar la medida de los proyectos acariciados por el ya ex ministro cuando se acercó a José Solís con el propósito de hacer frente desde las instituciones del Movimiento al imparable avance de los tecnócratas.

No fiarse de la memoria y hurgar en la correspondencia: ésta es la principal aportación de Hispán Iglesias de Ussel al conocimiento de la política en el interior del régimen desde la llegada de distinguidos socios del Opus Dei al Gobierno en la crisis de 1957 hasta la formación del llamado Gobierno monocolor en la de 1969. Para saber qué fueron, qué defendieron, con quiénes y para qué se aliaron, las cartas constituyen una fuente incomparablemente superior a las memorias, tan edulcoradas por lo general, tan autocondescendientes. Y a la vista de lo investigado en los archivos personales de destacadas figuras políticas del régimen, depositados hoy en la Universidad de Navarra, Hispán tiene toda la razón cuando califica de luchas por el poder los diferentes proyectos de reforma que surgieron entre la clase política del franquismo a partir de la remodelación del Gobierno de 1962. Luchas por el poder cuyo objetivo no era en absoluto echar los fundamentos para una ordenada transición a la democracia, sino garantizar la continuidad del mismo régimen.

No es muy afortunada, sin embargo, su sugerencia de calificar de tradicionalistas los dos principales proyectos entonces enfrentados, el defendido por el grupo Fraga-Solís-Castiella para reforzar el Movimiento Nacional y el elaborado por Carrero Blanco-López Rodó para culminar la institucionalización del régimen con la Ley Orgánica del Estado. Pero definirlo con un nombre u otro, aunque no carezca en sí mismo de importancia, es un elemento algo marginal al extraordinario interés de la documentación manejada. Serían más o menos aperturistas, querrían llevar más o menos lejos las reformas, se agruparían en clubes o asociaciones, se mostrarían más o menos liberales en políticas económicas, cenarían con unos o con otros, pero el caso es que todos estaban convencidos de que el sistema, convenientemente reformado o abierto, estaba llamado a perdurar. Por eso, no tiene mucho fundamento afirmar que la reforma, «en los últimos tiempos del régimen» –como escribe Sánchez Terán en La Transición. Síntesis y claves– pretendía la evolución desde el mismo régimen para llegar a una «nueva y verdadera situación democrática».

Tal vez nada exprese mejor los límites o, más exactamente, los propósitos de ese reformismo dentro del sistema que la trayectoria política de Manuel Fraga, que ocupa un lugar central en los recuerdos de Elorriaga y a quien Palomares dedica la parte del león de un libro necesitado de revisión en algunos datos y conceptos. Si Ruiz-Giménez fue aperturista en los cincuenta, Fraga lo será en los sesenta. Pero aperturista, ¿de qué? Pues del traje del Movimiento Nacional, que con el tiempo había encogido y se había quedado estrecho para quienes tanto gustaban de vestirlo en las ceremonias oficiales. En aquel entonces, ser aperturista equivalía a dejar correr un aire muy dosificado por las habitaciones de un caserón que olía a humedad. Abrir algunas ventanas, cambiar el mobiliario, ensanchar la base, reforzar los cimientos. Y para eso, si no se quería emprender el camino a la democracia, como Ridruejo en los cincuenta, como Ruiz-Giménez metido ya en los sesenta, los reformistas no veían más que un camino: el que pasaba por las asociaciones.

Así comenzó la más larga, enconada y, en sus tramos finales, patética lucha en las entrañas del régimen para dilucidar si el Movimiento Nacional podía abrirse con la legalización de asociaciones de... Primer combate: no pudieron ponerse de acuerdo en torno al arduo problema metafísico sobre la naturaleza de las asociaciones de las que cada cual hablaba, y así lo dejaron, sin calificar, o dándole nombres risibles: asociaciones para la ordenada concurrencia de pareceres; otros, en lugar de concurrencia, decían contraste, pero el resultado era idéntico. En ese fantástico combate, en el ir y venir de la concurrencia al contraste, perdió la facción Movimiento frente a la facción Opus-Tecnocracia. Un triunfo pírrico, pues los vencedores gastaron en la batalla todas las defensas para una guerra que se anunciaba larga. El desconcierto y la confusión que se instalaron en el régimen con el Gobierno de 1969 obligaron al almirante Carrero a proceder a una nueva remodelación en junio de 1973 para reequilibrar la balanza. Y vuelta a empezar: otra vez las asociaciones, segundo asalto. Cuando por fin terminó la lucha, ya con Arias de presidente tras el asesinato de Carrero, todos quedaron exhaustos, y las asociaciones, inservibles. Nadie las quería, ni los del Opus, ni los católicos oficiales, ni siquiera los del Movimiento. Un fiasco que ponía de manifiesto no ya el agotamiento de una fórmula que nunca fue practicable, sino del mismo régimen.

Para seguir esa marcha hacia la nada no hay más elocuente documentación que las actas de los debates mantenidos en los plenos del Consejo Nacional del Movimiento, rescatadas para la historia por Carme Molinero y Pere Ysàs en su Anatomía del franquismo. Como la correspondencia archivada en Navarra es imprescindible para entender las luchas de los sesenta, estas actas, conservadas en el Archivo General de la Administración, son documentos de excepcional importancia para seguir paso a paso la agonía del régimen. Tal vez nunca se haya gastado tanta palabra y tan inútilmente como la que dilapidaron los consejeros nacionales del Movimiento en su intento de encontrar una salida al régimen frente a la subversión, que por todas las esquinas veían acechante. Además de plúmbeo, lo que transcriben los autores es desolador. ¡Qué gente tan obcecada! ¡Lo que les costó entender que el armatoste al que se aferraban desesperadamente estaba condenado al naufragio y el hundimiento! Una y otra vez dando la vuelta sobre lo mismo, cegando a conciencia cualquier salida que no fuera la represión de la ululante subversión.

¿Y Fraga? ¿Qué fue del príncipe de los reformistas mientras giraba la noria del Movimiento? Derrotado sin paliativos en 1969, bebió durante un tiempo los aires y esponjó el espíritu con las lluvias de Londres mientras elaboraba un plan diseñado para responder al enigma que, por derecho, había planteado Santiago Carrillo: Después de Franco, qué. Situándose en el centro de un espacio político en el que faltaba la izquierda, Fraga se tomó por un Cánovas redivivo: después de Franco, había que mantener firmemente las riendas del poder mientras se ampliaba el campo de la participación política a aquellos que el poder, fortalecido, decidiera. Autoritarismo seguido de turno pacífico, con exclusión de la tríada formada por terroristas, separatistas y comunistas: éste era el plan de alguien que se creyó ungido por el destino para ser algún día presidente del Gobierno. Y como instrumento, y puesto que las asociaciones por fin aprobadas en diciembre de 1974 no servían, inventó una especie de partido vergonzante, un partido que no dice su nombre, aunque pretenda cumplir su función: primero GODSA y luego Reforma Democrática.

Casi montándose sobre esta primera opción, aparece en todos los relatos un político autoubicado en el centro, pero dispuesto a sumergir su partido recién nacido en una coalición de grupos y asociaciones lideradas por viejas glorias de la derecha más inmovilista. ¿Fue la creación de Alianza Popular en octubre de 1976 un «radical giro político», como sostiene Palomares? ¿Fue, más que una derechización, «una necesidad estratégica», como pretende Elorriaga? Podría ser cualquiera de esas dos cosas o ninguna: depende de cómo se mire. Unos meses antes, la reforma Fraga había encallado en las aguas que bajaban algo embravecidas de las Cortes. De resultas, el Rey prescindió de una sola tacada del aperturismo y del reformismo o, dicho de otro modo, del Estatuto de Asociaciones y del plan de reformas de las Leyes Fundamentales; en resumen, y por personalizar, prescindió a la vez de Arias y de Fraga y, en passant, de Areilza, y de lo que representaron como encarnación, en sucesivos momentos, de la apertura y de la reforma del régimen.

Nadie, ni los mismos afectados, pudo sospechar lo que vendría a continuación: un Gobierno presidido por el secretario general del Movimiento, Adolfo Suárez, no especialmente acreditado como reformista, con una fórmula nueva que consistía, por una parte, en la convocatoria de elecciones generales por sufragio universal de un Congreso y un Senado que serían los encargados de proceder a la consabida «reforma constitucional», y, por otra, en el desmantelamiento de las instituciones del régimen, empezando por la Organización Sindical, cuyos funcionarios fueron reabsorbidos a principios de octubre de 1976 en una llamada Administración Institucional de Servicios Socioprofesionales. Si reformismo significaba, como así era desde que tal concepto salió a la superficie, abrir el sistema reformando sus Leyes Fundamentales, lo que el nuevo Gobierno traía en sus albardas no era exactamente un reformismo: era desmantelar el Movimiento con toda su parafernalia mientras se preparaba una convocatoria de elecciones generales. Con esa iniciativa, el dilema ruptura-reforma dejaba, como apunta oportunamente Sánchez Terán, de ser capital.

La respuesta de Fraga a la iniciativa del Gobierno fue inmediata: reforzar su posición en las agonizantes instituciones del régimen para que el control de la nueva fórmula no se le escapara del todo de las manos. Apeado del poder ejecutivo, y sin moverse de donde estaba, Fraga apareció encabezando a los mismos que antes había combatido por inmovilistas. Y eso fue así porque el campo político se amplió a medida que la reforma de las Leyes Fundamentales se desvanecía en el horizonte. Pero en esa ampliación del campo no tuvo nada que ver ni el último pleno del Consejo Nacional, por más que Sánchez Terán le rinda un sentido homenaje, ni el voto favorable de las Cortes al proyecto de ley presentado por Suárez. El campo se amplió porque las huelgas, las manifestaciones por la libertad, la amnistía y los estatutos de autonomía, las movilizaciones de miles de trabajadores, de asociaciones de vecinos, de colegios profesionales, de funcionarios y de artistas empujaron decisivamente en esa dirección. La salida de la clandestinidad, antes de la conquista de la legalidad, de sindicatos y partidos desbordó, como puede comprobarse en las actas de los plenos del Consejo Nacional, las últimas trincheras en las que era fuerte la derecha inmovilista. Y así, con la izquierda en movimiento, a la derecha de Fraga, y sin haberse movido él del centro, sólo se abría un abismo. Por eso se convirtió en flamante secretario general de una coalición de partidos en la que se refugiaron Fernández de la Mora, Thomas de Carranza o López Rodó, por una u otra razón adversarios suyos cuando él se definía como aperturista a la búsqueda del centro.

Por los días en que Fraga encontraba nuevo acomodo en la Alianza Popular de los «Siete Magníficos», el Consejo Nacional aprobaba el preceptivo informe sobre el proyecto de ley para la reforma política presentado por el Gobierno. En la jerga particular que revela la investigación de Molinero e Ysàs –democracia como método, no como fin; inserción del proyecto dentro del desarrollo político iniciado el 18 de julio–, los consejeros no podían ya aspirar a otra cosa que a poner puertas al campo: el Gobierno no hizo caso al informe y los licenció prometiéndoles un hueco en las nuevas instituciones. Y por lo que a las Cortes se refería, con un despliegue de promesas y advertencias, Suárez y los suyos se aseguraron el voto mayoritario de los procuradores, entre los que no faltaron voces proféticas de inminentes catástrofes. José María Fernández de la Vega, citado también por Molinero e Ysàs, fue de lo más apocalíptico: «¿Qué tormenta ideológica, qué revolución solapada o qué golpe de Estado se ha producido para que, un año después de que las instituciones políticas españolas entronizaran la continuidad, estemos asistiendo ahora a sus funerales con el corpore insepulto del Régimen entre los cirios de este proyecto de ley?». Ni el más ardiente libreto de una ópera escrita en una borrascosa noche de invierno habría producido semejante escena: en el centro del hemiciclo, el catafalco del régimen entre los cirios de la reforma.

¿Triunfo entonces del reformismo, como asegura en español el subtítulo del libro de Palomares, que en el original inglés define el proceso como lento camino hacia a las urnas? Hay motivos para dudarlo. El reformismo a lo Fraga había naufragado cuando los procuradores en Cortes cortaron en seco la reforma del Código penal que habría permitido la legalización de los partidos políticos. Meses después, triunfaba el proyecto de Suárez para la reforma política, que atribuía la iniciativa de «reforma constitucional» al Gobierno con otras Cortes, elegidas por sufragio universal. El Tribunal de Orden Público fue disuelto, el Movimiento Nacional y las Cortes orgánicas desaparecieron y las elecciones se celebraron, pero de la «reforma constitucional» que el Gobierno y las nuevas Cortes debían acometer nunca más se supo. La última trinchera del reformismo quedó desarbolada cuando las Cortes elegidas en junio de 1977, en el ejercicio de su soberanía, decidieron encerrar las Leyes Fundamentales bajo siete llaves e iniciar un proceso constituyente que el Gobierno, por carecer de mayoría absoluta o porque entendió los signos de los tiempos, o por ambas cosas, no pudo o no quiso bloquear. Hoy, todos los que en su día fueron aperturistas o reformistas nos certifican que ésa era precisamente su meta desde los años sesenta y hasta desde los cincuenta. Pero lo que en realidad les debe la democracia no es que hayan trabajado por ella desde su juventud, sino que, en la hora de su madurez, empujaran al régimen exactamente hasta el punto en que se hizo evidente para todo el mundo que aquello que pretendían reformar era, por su propia naturaleza, irreformable. (Revista de Libros, núm. 139-140, julio-agosto de 2008)



Madrid, 6 de diciembre de 1978. Los reyes, votando en el Referéndum


CRONOLOGÍA DEL PROCESO CONSTITUCIONAL


* 1975, 20 de noviembre. Muerte del general Franco
* 1975, 22 de novimebre. Don Juan Carlos es proclamado Rey de España.
* 1976, 18 de noviembre. Las Cortes aprueban la Ley para la Reforma Política
* 1977, 15 de marzo. Aprobación del Decreto-ley Electoral
* 1977, 15 de junio. Realización de las primeras elecciones generales desde la II   República
* 1977, 1de agosto. Se constituye la ponencia de la Comisión Constitucional
* 1978, 5 de enero. Publicación del Anteproyecto de la Constitución
* 1978, 10 de abril. La Ponencia Constitucional firma y hace entrega del proyecto de Constitución
* 1978, 5 de mayo. Se inician los debates públicos de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados
* 1978, 4 de julio. Comienzan en el Congreso de los Diputados las sesiones plenarias para el proyecto constitucional
* 1978, 18 de agosto. Comienza el debate del proyecto constitucional en la Comisión Constitucional del Senado
* 1978, 25 de septiembre. Comienza el debate constitucional en el Pleno del Senado.
* 1978, 11 de octubre. Se constituye la Comisión Mixta Congreso-Senado para el examen del Texto Constitucional
* 1978, 31 de octubre. Las Cortes aprueban el Texto Constitucional
* 1978, 17 de noviembre. Las Cortes aprueban el proyecto de Constitución
* 1978, 6 de diciembre. Aprobada la Constitución en referéndum
* 1978, 29 de diciembre. Promulgación y publicación de la Constitución española.

Fuente: Jorge de Esteban: "Las Constituciones de España". Madrid : Boletin Oficial del Estado, 1998 / Luis Sánchez Agesta: "Historia del constitucionalismo español : (1808-1936)". 4ª ed. rev. y ampl. Madrid : Centro de Estudios Constitucionales, 1984.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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Entrada núm. 5022
Publicada originariamente en 2/7/2008
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 23 de marzo de 2017

[A vuelapluma] La reforma de la Constitución





Javier García Fernández, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid, planteaba de nuevo hace unos días en un interesante artículo en El País el tema de la reforma de la ConstituciónPara proceder a la revisión del texto, dice en él, es necesaria una negociación específica con los partidos catalanes independentistas pero más complejo todavía resulta el momento que se elija y el grado de consenso parlamentario que se alcance. 

Cuando la vicepresidenta del Gobierno, continúa diciendo, compareció en la Comisión Constitucional del Congreso el pasado 1 de diciembre, la reforma de la Constitución dejó de ser un tabú en el PP. Debemos celebrarlo lamentando que la cuestión no se desbloqueara en la legislatura 2011-2015, cuando pudo hacerse una reforma constitucional serena y con suficiente fuerza parlamentaria. No obstante, el desbloqueo, la reforma constitucional sigue suscitando dudas, especialmente sobre cómo y cuándo debe realizarse.

Antes de hablar del cómo y del cuándo debemos referirnos al para qué, añade. La reforma constitucional se sitúa actualmente en un punto intermedio entre quienes creen que no se debe cambiar nada y quienes quieren abrir un nuevo proceso constituyente como el de 1977-1978. A los primeros se les debe recordar que la Constitución es ante todo una norma jurídica y de la misma manera que es necesario reformar cada cierto tiempo el Código Civil o la Ley Hipotecaria para asegurar la eficacia de estas grandes leyes, la Constitución necesita siempre reformas que aseguren su perdurabilidad como expresión del pacto político del que trae causa. Y a quienes quieren abrir un nuevo proceso constituyente conviene recordarles que el “régimen de 1978” es el período que más democracia y más bienestar ha dado a los españoles en toda su historia constitucional, régimen que posibilita que concurran a las elecciones quienes lo quieren transformar, destruir o banalizar.

Esta posición intermedia, comenta, entre quienes no quieren cambiar nada y quienes quieren cambiar todo, ayuda a entender cuál debe ser el alcance de la reforma. La Constitución tiene Títulos muy bien elaborados como el II (Corona), el IV (Gobierno), el V (relaciones Gobierno-Cortes) y el IX (Tribunal Constitucional), por lo que los cambios, a veces simples retoques, aunque necesarios, no deberían ser numerosos. Otras materias, como los derechos fundamentales, el gobierno del Poder Judicial y la organización territorial, pueden necesitar más cambios. Pero no pensemos que una reforma constitucional comporta abrir en canal la Constitución porque no es necesario y probablemente se perdería parte de su excelente y progresista contenido.

Se abre, pues, el tiempo de la reforma constitucional pero deberíamos aprender de las experiencias pasadas. La reforma que impulsó el Gobierno de Rodríguez Zapatero a partir de 2004 era una reforma sensata y políticamente inocua, asumible por la derecha y por la izquierda. Pero fracasó porque se politizó ab initio y se incluyó en el programa electoral del PSOE y en el programa de gobierno del candidato Rodríguez Zapatero, lo que situó al PP en la cómoda posición de negarle su respaldo y hacerla fracasar. Y también fracasó porque el propio Gobierno renunció a elaborarla y delegó en el Consejo de Estado, que al cabo de casi un año publicó un excelente informe —con trabajos académicos complementarios— pero ofreció demasiado tarde el texto articulado que se necesitaba. De aquel fracaso debería aprenderse, renunciando a crear comisiones de trabajo con llamamiento de expertos, como ya se ha propuesto con cierta ingenuidad, porque el trabajo en comisiones parlamentarias con apoyo de expertos suele conducir al fracaso político por exceso de debate y de lucimiento, cuando no de confrontación. Por el contrario, si se quiere realmente la reforma constitucional, el Gobierno debería nombrar a un secretario de Estado o a un ministro sin cartera sin otra función que la de prepararla discretamente, dialogando con los partidos favorables a la reforma, cerrando temas conflictivos y elaborando un proyecto asumible por unos y otros. De forma discreta, repito, sin publicidad, sin anuncios en las redes sociales y sin dar pie a que cada partido venda sus propuestas como si se tratara de los diez mandamientos. Comprendo que este procedimiento no interese a quienes no hacen otra política que la del espectáculo vano, pero la Constitución es una norma jurídica que se debe reformar con prudencia y sin pretender obtener réditos políticos inmediatos.

Hablar del cómo, continúa más adelante, nos conduce a pensar que se hace precisa la negociación específica con los partidos catalanes independentistas. Porque el objetivo de la reforma ha de ser también cerrar el tema autonómico. No es cierto, como suelen decir algunos políticos catalanes, que el modelo autonómico esté agotado pues muestra su pujanza en muchas comunidades autónomas pero la presión rupturista de algunos partidos catalanes obliga a examinar si es posible una reforma que corte las reivindicaciones independentistas. Por ello la cuestión catalana requiere un tipo de negociación diferente del que se ha de tener con los partidos nacionales y el Gobierno debería hacer un esfuerzo de negociación tan intenso como discreto.

Más complejo se presenta el cuándo de la reforma, comenta. Una posibilidad cómoda hubiera sido acometer la reforma en dos fases, esto es, efectuar relativamente deprisa una reforma parcial conforme al artículo 167 de la Constitución y dejar “congeladas”, para el final de la legislatura, las reformas que pudieran afectar a los derechos fundamentales y a la Corona —la no discriminación en la sucesión y poco más— que exigen disolución de las Cámaras, elecciones y referéndum, conforme al artículo 168 de la Constitución. Pero esa posibilidad ya no es posible porque Podemos ha anunciado que en el supuesto de una reforma parcial exigirá en todo caso referéndum, y puede hacerlo porque dispone de más de treinta y cinco diputados que lo pueden solicitar. Esta intención de Podemos trastoca todas las previsiones pues, dada la inanidad del programa de reforma constitucional de este partido, lo único que seguramente pretende es hacer barullo mediático sin ningún contenido político serio. El tema es demasiado complejo como para entrar en una batalla política adicional por lo que parece prudente concentrar todo en una sola reforma conforme al procedimiento agravado que desemboque, al final de la legislatura, en la disolución de las Cámaras y en el ulterior referéndum.

Por último, concluye el profesor García Fernández, el tema del tiempo de la reforma nos lleva directamente a otra cuestión. Se ha repetido, y es cierto, que una revisión constitucional exige alto grado de consenso. Pero consenso no significa unanimidad. Cuando se reforma una Constitución sin un cambio de régimen, es muy difícil lograr el mismo asenso que cuando se aprueba una Constitución tras una larga dictadura. Quiere ello decir que la reforma constitucional precisa un acuerdo muy amplio pero no habría que preocuparse si algún partido, como Podemos o las nuevas formaciones que están sobre la divisoria unidad/secesión, no apoyaran la reforma pues lo contrario sería condicionar la reforma acordada por los partidos mayoritarios a una minoría populista que busca más el espectáculo que la acción política. Más claro, el agua, añado yo sumándome a su propuesta.






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Entrada núm. 3396
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sábado, 5 de diciembre de 2015

[Política] 37 años de Constitución. Una opinión muy personal







Es evidente que los aniversarios me ponen sentimental. Lo prueba el hecho incontrovertible de recientes entradas del blog, como las dedicadas a Hannah Arendt o el presidente Kennedy, por citar solo dos ejemplos. 

Mañana, 6 de diciembre, se cumplen treinta y siete años de la aprobación de la Constitución de 1978 en referéndum y no podía dejar pasar la ocasión para ajustar algunas cuentas al respecto: sobre sus evidentes virtudes; sus también evidentes, con el paso del tiempo, defectos; la necesidad, también evidente, de reformas puntuales pero ineludibles; las falacias y mentiras que encierran muchas críticas a la misma; y por último, un poco de información documental. Esto último es deformación profesional académica. Y es que la lealtad debida a la Constitución, no puede cegar nuestro entendimiento: ha llegado la hora de reformarla.

En cuanto a las virtudes de la Constitución de 1978 seré brevísimo: ha garantizado a los españoles la época más esplendorosa de su historia en cuanto a progreso social y libertades civiles y políticas; no solo la más espléndida, también la más duradera.

Algunos de sus defectos, que el paso de los años ha dejado al descubierto, están clarísimos: un sistema electoral y partidista que no responde a las necesidades de los ciudadanos, cada vez más alejados de la política y más cabreados con sus representantes y con las propias instituciones; una administración de justicia que no funciona; un régimen autonómico que hace aguas por todas partes ante el "salto hacia la nada" de los nacionalismos y el inmovilismo suicida del gobierno de la nación; un senado que no sirve ni cumple su función de representación territorial; y una corrupción galopante a todos los niveles producto del maridaje incestuoso del poder económico-financiero con el poder político. Sí, me doy cuenta de que lo dicho son manchurrones de brocha gorda, pero es que ni yo soy un fino pintor ni esto es un tratado académico.

Soluciones posibles, también a brochazo grueso, una reforma parcial pero profunda de la Constitución, desde luego, ya, bastante más profunda que la perfilada por el dictamen del Consejo de Estado en 2006, a estas alturas absolutamente superado.

Es imprescindible una reforma radical del funcionamiento de los partidos, que obligue a estos, constitucionalmente, a financiarse de manera absolutamente transparente y con publicidad de sus cuentas; a dotarse de órganos de control independientes de sus ejecutivas; a celebrar elecciones primarias obligatorias para la elección de todos sus cargos internos así como de sus candidatos a los órganos representativos, a todos los niveles; y a celebrar congresos a fecha fija, donde la dirección responda de su actuación ante sus respectivos afiliados.

Es imprescindible una reforma del sistema electoral general en la que el principio rector sea la ineludible e indelegable responsabilidad de los elegidos ante sus electores. Y para ello, sería necesario relegar el sistema electoral proporcional al olvido y establecer un sistema electoral mayoritario simple a dos vueltas, en distritos electorales uninominales. Y eso a todos los niveles: municipal, autonómico y nacional.

Es imprescindible una reforma de la administración de justicia en la que los jueces se encarguen única y exclusivamente de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, dejando la instrucción de los procedimientos a los fiscales, absolutamente independientes en su función de los órganos políticos. Y por supuesto, el establecimiento del "jurado puro" (sin intervención de los jueces) como único órgano competente para determinar la culpabilidad o inocencia de los imputados en procesos penales y de corrupción, y en aquellos civiles que por su naturaleza así determinen las leyes. 

Pero también se hace necesaria una reforma en profundidad del titulo VIII de la Constitución, en clave federal, que establezca y determine taxativamente cuales son las competencias indelegables de carácter estatal, y deje todas las demás a lo que decidan los respectivos Estatutos de Autonomía; los mecanismos de financiación, colaboración y cooperación de las Comunidades autónomas con el Estado; que garantice la igualdad civil y política y los derechos reconocidos por la Constitución a todos los españoles en todo el territorio nacional y la supremacía de las leyes estatales sobre cualquier ley autonómica, y de la Constitución nacional sobre las constituciones o estatutos autonómicos y sobre cualquier ley.

El Senado, como cámara de representación territorial, debería estar conformado por los gobiernos de las respectivas entidades autónomas, con un número ponderado de votos para cada una de ellas en función de su población, de manera similar a como se organiza y funciona el Consejo de Ministros de la Unión Europea, y sus competencias y facultades, legislativas y de cualquier otro tipo, determinadas explícitamente en la Constitución.

Sobre el Tribunal Constitucional entiendo que debería limitar su función a la estricta defensa de la Constitución frente a cualquier ley o acto de gobierno contraria a la misma, y a la defensa de los derechos fundamentales establecidos en ella, una vez agotadas todas las vías procesales ordinarias. En cuanto al nombramiento de sus miembros bien podría ser por designación real (a propuesta del Gobierno, lógicamente), con la aprobación cualificada y agravada de las Cortes Generales (Congreso y Senado) entre juristas de reconocido prestigio, y con mandato vitalicio, o hasta su renuncia voluntaria o impedimento físico apreciado por el propio Tribunal Constitucional y aceptado por las Cortes.

Sobre la erradicación de la corrupción política de la vida pública está todo por hacer. Y no creo que haya recetas mágicas para solucionarla: ¿Transparencia y publicidad obligada constitucional y legalmente de todos los actos y contratos de las administraciones públicas y en su funcionamiento interno? Bien, ¿y cómo se hace eso?

Un poco de historia sobre la Constitución de 1978 y su proceso de la elaboración tampoco está de más. Y para eso, nada mejor que recurrir a los documentos. Por ejemplo, el diario El País mantiene permanentemente actualizado un impresionante dosier con miles de documentos sobre la Constitución, actualizado diariamente desde mayo de 1976, que pueden ver en el enlace de más arriba, con noticias, artículos de opinión, entrevistas y reportajes que ponen al día el estado de la cuestión.

Desde este otro enlace de la página web del Congreso de los Diputados pueden ustedes acceder a las notas y minutas de la ponencia que elaboró el anteproyecto de constitución, a los Diarios de Sesiones de las respectivas comisiones constitucionales del Congreso y del Senado que debatieron el proyecto constitucional y de los plenos de ambas cámaras; al dictamen de la comisión mixta Congreso-Senado que dio forma al texto final del proyecto de Constitución; y al de la sesión conjunta de las Cortes Generales de 27 de diciembre de 1978 en la que el Rey sancionó solemnemente la Constitución. Y en este otro, al Boletín Oficial del Estado, extraordinario, de 29 de diciembre de 1978, en el que se publicó el texto oficial de la Constitución. 

Y desde estos dos últimos enlaces que siguen a continuación pueden acceder al texto comentado, artículo por artículo, de la Constitución de 1978 y a los textos, íntegros, de todas las Constituciones, anteriores a la actual, que han estado vigentes en España, desde la de 1812 a la de 1931.

Aludo de pasada a algunas de las falacias que en contra de la Constitución de 1978 se vienen repitiendo machaconamente. Algunas de una simpleza tal que caen por su propio peso. 

Primera: La Constitución fue elaborada a espaldas del pueblo español por los continuadores del régimen franquista sin contar para nada con él. Vamos con unos datos elementales: la constitución es elaborada y aprobada después de amplísimos debates por unas cámaras legislativas producto de las primeras elecciones libres celebradas en España desde 1936, tres años después de muerto el general Franco, en las que participan todos los partidos políticos libremente. Sometida a referéndum nacional obtiene 17.873.301 votos favorables (el 87,87% de los votantes, que equivalen al 67,71% del censo electoral), 1.400.505 votos en contra (el 7,89% de los votantes, que equivalen al 5,25% del censo electoral), 632.902 votos en blanco y 133.786 votos nulos. Los hechos son los hechos, como decía el camarada Lenin, y todo lo demás, opiniones. Y lo que hay que respetar es el derecho a opinar, no la opinión misma.

Segunda: La mayoría de los españoles que votaron la Constitución de 1978 ya no viven, y los que no pudieron votar entonces tienen derecho a votar ahora una nueva Constitución. ¿Por qué?, me pregunto yo en mi cándida ignorancia. La Constitución de Estados Unidos es de 1789, la de Suiza de 1848, la de Nueva Zelanda de 1853, la de Canadá de 1867, y la del Reino Unido (que no tiene ni siquiera constitución) tiene su origen en una disposición real de 1215. De los veintiocho Estados de la Unión Europea catorce de ellos tienen Constituciones anteriores a 1978, una de ellas del siglo XIX (Luxemburgo). ¿Ustedes perciben especialmente cabreados a los ciudadanos vivos de esos países por no haber votado sus Constituciones vigentes? ¿Sí?... Pues yo no, la verdad, pero no vamos a discutir por eso. 

Tercera: La forma monárquica del Estado fue impuesta, otra vez, a espaldas de los españoles. Perdón, pero no cuela. Conviene recordar que los partidos de izquierda y algunos nacionalistas propusieron en el debate parlamentario de la Constitución la forma republicana de gobierno. Está en los Diarios de Sesiones. Perdieron todas las votaciones al respecto. Y el resultado del referéndum fue el qué fue, así que guste o no la forma monárquica de la jefatura del Estado en España es legítima, legal y constitucional y está aprobada por el pueblo español. ¿Eso convierte en ilegítima la propuesta de una forma de Estado republicana? En absoluto: los partidos que defiendan la misma que lo propongan en sus programas electorales, obtengan representación parlamentaria suficiente para aprobarlo en las Cortes Generales y someterlo a referéndum. Y Dios (y los españoles) dirán lo que estimen oportuno, pero dejen de dar la tabarra con el tema, por favor, que resulta cansino... Porque así, y no de otra manera, es como funciona la democracia.

Cuarta (o tercera-bis): La forma monárquica de Estado convierte a los ciudadanos en súbditos. Perdón, una vez más, pero tampoco cuela. ¿De verdad ustedes se atreverían a decirles eso a británicos, daneses, suecos, noruegos, holandeses, belgas, luxemburgueses, canadienses, australianos, neozelandeses, etc., etc.?... Todos ellos son democracias con forma monárquica de Estado. ¿Siguen pensando que es verdad, que británicos, daneses, suecos, noruegos, holandeses, belgas, luxemburgueses, canadienses, australianos, neozelandeses y un largo etcétera, son súbditos y no ciudadanos de sus respectivos Estados?... ¿Sí? Pues allá cada cual, pero no me vale.

Concluyo mi personal manera de homenajear a la Constitución que a todos nos ampara con este vídeo en el que pueden ver y escuchar, interpretada por el grupo musical Jarcha, la canción icono de aquellos no tan lejanos años de mediados de los 70: "Libertad sin ira". Un lema que no nos vendría mal recuperar, sobre todo lo de "sin ira". Feliz día de la Constitución, y hasta el próximo aniversario, que esperemos ya celebrar con una Constitución renovada. Y termino como debí comenzar, con un emocionado ¡Viva la Constitución!

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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Entrada núm. 2528
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