No hace falta ser un experto en lingüística para percibir las diferencias que median entre pacífico y pacifista. Lo primero es más bien una condición humana; lo segundo una actitud ideológica. Es muy posible que mi siempre genial y admirado Forges tenga toda la razón en su viñeta de hoy y que todas las guerras sean malditas. No lo sé. No es, desde luego, el primero que lo ve así. Erasmo de Rotterdam (1466-1536) escribió un hermoso opúsculo en ese mismo sentido titulado "La guerra es dulce para quienes no la han vivido", (Círculo de Lectores, Barcelona, 1995) cuya lectura les recomiendo encarecidamente. Yo no me considero una persona probelicista y creo, sinceramente, que soy de temperamento natural pacífico. Pero reconozco que no soy pacifista. Tampoco lo es el profesor de la Universidad de Princeton Michael Walzer (1935), autor de un impresionante libro, "Guerras justas e injustas" (Paidós, Barcelona, 2001), que examina y pasa revista pormenorizada desde el punto de vista de la filosofía moral a la mayor parte de los conflictos bélicos del pasado siglo. Como él, pienso que hay razones para asumir que sí, que hay guerras justas y guerras injustas, pero que la mayoría de ellas, por desgracia, son absurdas.
¿La guerra que el Estado Islámico ha declarado a Occidente es justa o injusta? ¿La guerra que Francia, y con ella Occidente, ha declarado al Estado Islámico es justa e injusta? La respuesta, a gusto de cada cual. Pero confieso que a mí personalmente eso de poner la otra mejilla cuando nos golpean no acabo de verlo claro.
Más claro que yo, desde luego, lo tiene el filósofo y corresponsal de guerra francés Bernard-Henri Lévy (1948), nacido en Argelia, en el seno de una familia judía sefardí, estudiante en la prestigiosa Escuela Normal Superior parisina donde tuvo como profesores a Jacques Derrida y Louis Althusser. En 1976 se hizo popular como joven fundador de la corriente de los llamados nuevos filósofos franceses (como André Glucksmann y Alain Finkielkraut), muy críticos con los dogmas de la izquierda radical surgida de Mayo del 68. Se convirtió entonces en un filósofo discutido, acusado de «intelectual mediático» y narcisista por sus detractores, y valorado por su compromiso moral en favor de la libertad de pensamiento por sus defensores. Pues bien, este controvertido filósofo escribía ayer en el diario El País un artículo titulado "Guerra, manual de instrucciones", que no tengo empacho alguno en reconocer que comparto.
Hay que llamar a las cosas por su nombre, dice en él, y tratar al enemigo como tal. La alternativa está clara: si no hay tropas en su terreno tendremos más sangre en el nuestro. Pues bien, aquí está la guerra. Una guerra de un nuevo tipo. Una guerra con y sin fronteras, con y sin Estado; una guerra doblemente nueva porque mezcla el modelo desterritorializado de Al Qaeda con el viejo paradigma territorial que ha recuperado el Estado Islámico (ISIS). Pero una guerra, en cualquier caso. Y ante esta guerra que no deseaban ni Estados Unidos, ni Egipto, ni Líbano, ni Turquía, ni hoy Francia, solo podemos hacernos una pregunta: ¿qué hacer? Cuando nos cae encima una guerra así, ¿cómo responder y ganar?
Primera ley: llamar a las cosas por su nombre, añade. Al pan, pan, y al vino, vino. Y atrevernos a decir esa palabra terrible, guerra, frente a la que lo deseable, lo propio y, en el fondo, lo noble por parte de las democracias, pero también su debilidad, es rechazarla hasta los límites de su comprensión, de sus referencias imaginarias, simbólicas y reales. Y consentir esa contradicción que es la idea de una república moderna obligada a combatir para salvarse. Y pensarlo aún con más tristeza porque varias de las reglas establecidas por los teóricos de la guerra, de Tucídides a Clausewitz, no parecen servir para ese Estado fantoche que lleva la llama más allá en la medida en que sus frentes están desdibujados y sus combatientes tienen la ventaja estratégica de no establecer diferencias entre lo que nosotros llamamos la vida y ellos llaman la muerte.
Segundo principio, sigue diciendo: el enemigo. Quien dice guerra, dice enemigo. Y a ese enemigo no solo hay que tratarlo como tal, es decir (las enseñanzas de Carl Schmitt), verlo como una figura a la que, según la táctica escogida, se puede engañar, hacer dialogar, golpear sin hablar, en ningún caso tolerar, pero sobre todo (enseñanzas de san Agustín, santo Tomás y todos los teóricos de la guerra justa), darle, también a él, su nombre auténtico y preciso. Ese nombre no es terrorismo. Esos hombres que están en contra del placer de vivir y la libertad propia de las grandes metrópolis, esos bastardos que odian el espíritu de las ciudades tanto —dado que son lo mismo— como el espíritu de las leyes, del Derecho y la dulce autonomía de los individuos liberados de antiguas sumisiones, esos incultos a los que habría que replicar, si no les fueran completamente desconocidas, con las bellas palabras de Victor Hugo cuando gritaba, en plenas matanzas de la Comuna, que atacar París es más que atacar Francia porque es destruir el mundo, merecen el nombre de fascistas. Mejor dicho: fascislamistas, añade.
¿Qué más ventajas tiene dar un nombre a las cosas?, se pregunta más adelante. Poner las cosas en su sitio, responde. Recordar que, con este tipo de adversario, la guerra debe ser sin tregua y sin piedad. Y forzar a cada uno, en todas partes, es decir, tanto en el mundo árabe musulmán como en el resto del planeta, a decir por qué lucha, con quién y contra quién. Eso no significa, añade, por supuesto, que el islam tenga afinidad alguna con el mal, como no la tienen otras formaciones discursivas. Y la urgencia de este combate no debe distraernos de esa otra batalla, también esencial, que es la batalla por el otro islam, por el islam de las luces, el islam en el que se reconocen los herederos de Massud, Izetbegovic, el bangladesí Mujibur Rahman, los nacionalistas kurdos o el sultán de Marruecos que tomó la heroica decisión de salvar, enfrentándose a Vichy, a los judíos de su reino.
Oigo gritar a los biempensantes, dice más adelante, que llamar a quienes son buenos ciudadanos a desvincularse de un crimen que no han cometido es suponerlos cómplices y, por tanto, estigmatizarlos. Pero no. Porque ese “no en nuestro nombre” que esperamos de nuestros conciudadanos musulmanes es el de los israelíes que se desvincularon, hace 15 años, de la política de su Gobierno en Cisjordania. Es el de las masas de estadounidenses que en 2003 protestaron contra la absurda guerra de Irak. Es el grito más reciente de todos los británicos, fieles o simples lectores del Corán, que decidieron proclamar que existe otro islam —manso, misericordioso, apasionado de la tolerancia y la paz— que no es ese en cuyo nombre pudieron apuñalar a un militar en plena calle. Es un grito hermoso. Es un bello gesto. Pero, sobre todo, es el gesto sencillo, de justicia, que consiste en aislar al enemigo, separarlo de su retaguardia y hacer que deje de sentirse como pez en el agua en una comunidad para la que, en realidad, es una vergüenza.
Pienso, sinceramente, que tiene toda la razón. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt