miércoles, 20 de mayo de 2020

[DE LIBROS Y LECTURAS] Amor indecible



Jean-Fréderic Schall, La declaración de amor (ca. 1780)


En julio del pasado año Revista de Libros publicaba una interesante reseña de la historiadora Mariá Tausiet, profesora e investigadora de la Universidad de Valencia, reseñando el libro "On Declaring Love. Eighteenth-Century Literature and Jane Austen" (Londres y Nueva York, Routledge, 2019) del profesor de la Universidad de Cambridge, Fred Parker. 

El artículo de Tausiet, "Amor indecible", se inicia con una dedicatoria:


A Sjaak Zonneveld,
in memoriam    

No intentes declarar tu amor,
amor que nunca puede decirse,
pues la suave brisa tiembla
silenciosa, invisiblemente.
Le dije mi amor, le dije mi amor,
le abrí mi corazón entero.
Temblando de frío, aterrada de miedo,
ah, ella se fue.
Nada más apartarse de mí,
llegó un viajero
silenciosa, invisiblemente;
oh, ella no se negó.

I

"¿Es mejor confesar o mantener oculta la pasión amorosa? -comienza preguntándose María Tausiet-. Según una larga tradición literaria, el amor secreto sería el más puro. Yendo un paso más allá, el amor unilateral que, aun sin ser correspondido, se sostiene, constante e incondicional contra viento y marea, encarnaría la virtud por excelencia. Pero, ¿se trata acaso de un sentimiento humano? Declarar el amor es el objeto de este libro, que aborda un tema clásico desde un punto de vista original. Inspirado en la literatura dieciochesca y en particular en las obras de Jane Austen, su autor, Fred Parker –catedrático de Literatura Inglesa en la Universidad de Cambridge–, nos sitúa ante algunas de las mayores dicotomías y paradojas que caracterizaron al Siglo de las Luces.

Más que en ningún otro momento histórico, el siglo XVIII fue un período en el que la conducta tendió a entenderse como una representación pública. El protocolo social incluía un conjunto de reglas de urbanidad que debían respetarse por encima de cualquier consideración. El decoro («lo apropiado, lo adecuado») afectaba no sólo a las relaciones jerárquicas entre superiores e inferiores, o a los primeros contactos entre extraños, sino también a un ámbito en principio tan íntimo como el de la expresión de los afectos. Como señala Parker, la frase con que arranca Clarissa (1748), de Samuel Richardson, una de las novelas sentimentales más sutiles y turbadoras que quepa imaginar, es: «Mi queridísima amiga, ¡cómo me oprime su cortesía!».

Y, sin embargo, la cultura dieciochesca de la sociabilidad y los buenos modales que –con su énfasis en la esfera pública y el bien común, con sus meticulosos códigos y formalismos– constreñía a las personas fue la misma que iba a provocar algunas de las más poderosas afirmaciones de independencia, tanto política como individual. Desde Jean-Jacques Rousseau a Thomas Jefferson, sin olvidar a Mary Wollstonecraft, las reacciones contra los aspectos más opresivos de la Ilustración alumbraron, sin duda, un mundo nuevo. Uno de los temas que recorren el libro es, precisamente, la tensión entre lo social y lo personal, o entre lo comunitario y lo íntimo: «No antepondré ningún deber público a mis necesidades privadas», escribía en el siglo xv el humanista Poggio Bracciolini, anticipando un estado de opinión que tardaría más de tres siglos en generalizarse.

A modo de una tercera vía entre lo social y lo estrictamente individual, la expresión del sentimiento amoroso supondría un puente capaz de unir la interioridad con la apertura al otro. No obstante, como pone de manifiesto este libro, el solo hecho de manifestar algo tan impalpable y al mismo tiempo tan poderoso como el amor resulta tan cuestionable como problemático. No sólo por el riesgo evidente de ser rechazado o puesto en ridículo, sino por la naturaleza misma del hecho en sí. «Os ruego, mi señora, que me aconsejéis: ¿Qué es mejor, hablar o morir?», pregunta el protagonista de uno de los relatos del Heptamerón a la dama de la que está violentamente enamorado. No se trata de un caballero cualquiera, sino que, como se nos ha anunciado previamente, años atrás la joven «había oído decir que no había hombre en España que mejor y más galanamente acertara a decir cuánto quería», pero «él, que era tenido por el más elocuente de España», se había quedado «mudo ante ella».

Siguiendo la filosofía del amor cortés, uno de los narradores del Heptamerón, a propósito de otro cuento sobre una doncella extremadamente prudente, exclama: «Se dice que el amor secreto es el más loable» y, a continuación, añade: «Me parece que esta mujer amaba tanto más intensamente cuanto que no lo declaraba». Medio siglo después, en su comedia Noche de Reyes, Shakespeare ponía un mensaje similar en boca de la joven Viola disfrazada de hombre: "Sé muy bien el amor que una mujer puede sentir […]. Mi padre tenía una hija que estaba enamorada […]. Ella no reveló jamás su amor y dejó que su secreto, como el gusano en la flor, se nutriera de su cara sonrosada".

Como apunta el autor de este libro, el amor silencioso se consideraba en general el más auténtico, pero a la hora de la verdad quienes estaban obligadas a ocultarlo eran las mujeres, lo que se refleja particularmente durante el siglo XVIII en los imperativos de cortesía transmitidos a través de una retahíla de sermones, publicaciones periódicas, obras de ficción, y, sobre todo, tratados masculinos dirigidos a educar a las jóvenes en la ciencia del disimulo. En palabras de Parker: "Tales ceremoniales […] pesaban especialmente sobre las mujeres. De las muchachas solteras de clase media se esperaba que mostraran modestia, delicadeza y una reserva decorosa: para ellas resultaba extremadamente difícil expresar libremente sus sentimientos o su atracción por alguien".

Nada más expresivo, en este sentido, que el diálogo con que se abre este libro, tomado de la novela Emma, de Jane Austen: «¿Qué dijo ella? –Simplemente lo que debía, por supuesto. Una dama siempre lo hace». Y es que, según el código moral dieciochesco –cuya estela todavía continúa empañando nuestro siglo XXI–, las mujeres no sólo no estaban autorizadas a verbalizar sus enamoramientos, sino que ni siquiera debían permitirse experimentarlos hasta no estar seguras de ser correspondidas. La asunción implícita es que se consideraba indecente que una mujer sintiera deseo: su amor, para ser digno, tenía que ser receptivo, pasivo y más bien cercano a la gratitud. Como apunta Parker con fina ironía: "Estas actitudes manifiestan las exigencias contradictorias que la cultura del siglo XVIII planteaba a las mujeres: ser al mismo tiempo sexualmente entregadas y sexualmente inocentes, y practicar la modestia como una manera de ser, así como una ostentación".

II

Las constricciones sociales al sexo femenino tuvieron una influencia decisiva, pero no determinante. Conservamos testimonios literarios de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna en los que algunas mujeres sí que aparecen tomando la iniciativa en la manifestación del amor. Por lo general, se trata de historias caballerescas sobre doncellas seductoras, leyendas acuáticas sobre sirenas y ninfas, o ciertas baladas que –en el contexto del conflicto anglo-hispánico de finales del siglo xvi y comienzos del XVII– se refieren a una apasionada y excepcional dama española que entrega su amor incondicional a un soldado del ejército enemigo.           

Dando un salto en el tiempo, ya bien entrado el siglo XIX, Charlotte Brontë imaginó a una joven institutriz cuya humildad no iba a impedirle expresarse con una libertad y una fuerza insólitas. En una de las más impresionantes declaraciones de amor y, al mismo tiempo, de dignidad personal procedentes de un personaje femenino, Jane se dirige a Rochester diciendo: "¿Cree que soy una autómata? ¿Una máquina sin sentimientos? […] ¿Cree que, porque soy pobre, fea, anodina y pequeña, carezco de alma y corazón? ¡Se equivoca! Tengo la misma alma que usted, y el mismo corazón. […] No le hablo con la voz de la costumbre o de las convenciones, ni siquiera con voz humana: ¡es mi espíritu el que se dirige al suyo […]! He dicho lo que pensaba y me siento libre de ir a cualquier parte".

Una afirmación tan rotunda de la igualdad de género no habría llegado a producirse sin el coraje y la lucidez de ciertas predecesoras que, viviendo en el Siglo de las Convenciones, se aventuraron a desafiar de forma radical las ideas y normas heredadas. Más que nadie, Mary Wollstonecraft (1759-1797) hizo hincapié a lo largo de su obra en la sumisión, la infantilización y, sobre todo, la debilidad que ciertos tratados «educativos» –como el escrito por John Gregory en 1761– fomentaban en las mujeres, lo que para ella suponía «degradar a una mitad de la especie humana». No por casualidad, una de las novelas más fascinantes del siglo XVIII fue escrita por otra Mary, cuyo deslumbramiento inicial por Wollstonecraft terminó convirtiéndose en una amistad íntima que la llevó a acompañarla hasta su lecho de muerte. Parker dedica algunas de las mejores páginas del libro a analizar Memorias de Emma Courtney, la destacable obra semiautobiográfica publicada por Mary Hays en 1796.

Inspirada en su propia experiencia de amor no correspondido, Hays detallaba paso a paso los sentimientos de la protagonista: una muchacha inteligente acostumbrada a pensar por sí misma, que desprecia los convencionalismos impuestos a su sexo y que, desobedeciendo las reglas del decoro y la falsa modestia, decide cortejar al hombre de quien se ha enamorado, a sabiendas de que gran parte de su embelesamiento procede de su propia imaginación. Pero «algo de ilusión es necesaria», reflexiona, plenamente consciente de sí misma. La perseverancia de su amor se refleja en su propio nombre, inspirado probablemente en Henry y Emma, un poema muy popular por esas fechas en defensa de la constancia femenina. En un momento dado, la joven escribe una larga misiva en la que, tras declarar abiertamente sus sentimientos, añade: "Esta franca confesión podrá quizás afectarle, pero no sorprenderle, pues, incapaz de disimular, las emociones de mi mente se revelan completamente en mis expresiones y en mi conducta […] y nunca he tenido interés en ocultarlas".

Esta peculiar novela, que incluía cartas y documentos personales de la autora como parte de la trama, y que llegaba a plantear una convivencia fuera del matrimonio, recibió grandes alabanzas, pero también fue motivo de escándalo debido a su tratamiento irreverente de la pasión femenina. A diferencia de Wollstonecraft, Hays era poco o nada atractiva físicamente, algo que ella sabía muy bien y que no le impidió en absoluto reclamar su derecho a ser amada: «Quiéreme, quiere mi mente», es lo que Mary/Emma requiere una y otra vez, haciéndose eco del ideario del llamado Siglo de la Razón, que, no obstante, se niega a escucharla.

El contraste entre las rígidas normas de la época y la valentía de quienes, como Mary Hays, se atrevieron a desacatarlas resulta imprescindible para entender el tema que sirve de fondo al ensayo. Pero, más allá del dilema entre declarar o no el amor como fruto de una decisión, o de la probable superioridad del amor oculto sobre el revelado, la esencia de este libro radica en plantear hasta qué punto es posible verbalizar algo tan inasible como el sentimiento amoroso. Tal y como defiende su autor, ni el amor ni el deseo –que representarían lo más íntimo de cada uno– pueden expresarse con palabras. Nos gusta pensar que nuestro lenguaje es personal y privado, pero en realidad nos valemos de códigos sociales y culturales que, por otra parte, condicionan en gran medida las emociones que experimentamos y que, ingenuamente, tendemos a considerar como individuales.

Visto así, el misterioso poemita de William Blake que abre este texto podría leerse, más que como una recomendación de no declarar el amor, como la constatación de que tal pretensión es imposible. Los versos esbozan el escenario de un triángulo amoroso en el que el yo lírico es suplantado por un rival: un viajero sin palabras. El poeta, celoso, se siente traicionado por la mujer y proyecta sobre ella la absoluta certeza de algo que, paradójicamente, ha sucedido silenciosa e invisiblemente. En la interpretación de Fred Parker, la mujer se apartaría del poeta no porque él haya comunicado sus sentimientos sin éxito, sino porque el amor no puede darse a conocer mediante el habla, y es horriblemente malentendido y tergiversado en el intento.

El oh del último verso suena como una expresión de tristeza –o quizá de acusación– por parte del poeta; en cualquier caso, implica el reconocimiento de que él es el perdedor. Pero ese oh (en inglés, una O que en el manuscrito aparecía subrayada enfáticamente) puede pertenecer también a los amantes, indicando el momento del orgasmo que evitaría la necesidad de responder sí o no, soslayando así todo lenguaje verbal. El enigmático viajero no tiene ataduras, se mueve libremente sin impedimentos y se gana a la mujer precisamente por la ausencia de palabras que requieran reciprocidad. Su silencio liberaría a la mujer del «miedo espantoso» a no cumplir con los subyugadores códigos de modestia y pudor que negaban la independencia femenina. No por azar, dicha emancipación era lo que, con una enorme dosis de energía y valor, estaba reclamando Mary Wollstonecraft, amiga y colaboradora de Blake, por esas mismas fechas.

III

La eventualidad de revelar el amor, un asunto que en principio podría parecer banal, enlaza con algunos aspectos centrales de la cultura dieciochesca. Como recalca Parker a lo largo del libro, ya sólo el hecho de utilizar el lenguaje, que es algo social, supone renunciar a la noción de uno mismo –un ser con pensamientos y sentimientos únicos– en favor de un yo relacional, conversacional y, en cierto sentido, público. Prueba de ello es que, para la mayoría de seres humanos, la mera idea de ponerse al descubierto y revelar plenamente la interioridad se contempla como algo imposible o, en el mejor de los casos, obsceno. Quizá nadie haya formulado mejor la despersonalización y el peligro que entrañan las palabras que el semiótico ruso Mijaíl Bajtín. Como escribió en una célebre colección de ensayos titulada La imaginación dialógica: «el lenguaje […] se sitúa en la frontera entre uno mismo y el otro. La palabra en el lenguaje sólo nos pertenece a medias».

Esta afirmación, aplicable a todas las épocas, ilumina algunos de los más encendidos debates que se produjeron a finales del Siglo Ilustrado. Entre ellos, resulta especialmente significativo el que protagonizaron dos de las personas más cercanas a Mary Wollstonecraft: su marido William Godwin y su íntima amiga Mary Hays. Esta última fue la responsable de que la pareja Wollstonecraft/Godwin se reencontrase tras varios años sin verse, y durante un tiempo los tres formaron parte de un reducido círculo de pensadores radicales. La amistad entre Godwin y Hays fue particularmente estrecha: fue él quien sugirió a Hays volcar su insatisfacción amorosa en el libro que acabó siendo su obra más valorada. En Memorias de Emma Courtney hay tres personajes principales: la heroína, Mary/Emma (un nombre literario que representa la constancia femenina), y dos varones. Uno (Frend/Augustus) es el objeto de su amor apasionado, y el otro (Godwin/Francis), el amigo filósofo que le sirve de consejero.

Ambos hombres acabaron desapareciendo de la vida de Hays, quien, según ella misma confesaría, en ciertos momentos llegó a experimentar una soledad cercana a la locura. Pero lo interesante en relación con el tema de este libro es el concepto radicalmente opuesto del lenguaje y de la identidad personal que representa cada uno. Para Godwin, lo importante era el cultivo de la razón, la libertad interior y la independencia individual, lo que le llevó a calificar a Hays de «insensata», «dependiente» y «excesivamente sensible». Hays, sin embargo, defendía la inseparabilidad de la inteligencia y el sentimiento: "Si hubiera, como usted me dice, «practicado en el altar de la razón tan solo la mitad de los sacrificios que he hecho en el santuario de la ilusión», mi felicidad hubiera sido envidiable. Pero, ¿no se da cuenta que mi razón fue la auxiliar de mi pasión o, más aún, que mi pasión fue el principio generativo de mi razón? Si esas contradicciones, esas oposiciones, no hubieran despertado la energía de mi mente, me hubiera domesticado, dócilmente, en las faldas de la indolencia y la apatía".

La fe inquebrantable de Godwin en la razón y su convicción de que uno puede comunicarse perfectamente a través del lenguaje le hicieron abogar por una franqueza absoluta en las relaciones humanas. Para el filósofo, el ideal de un ser racional sería expresarse con transparencia. Por el contrario, Hays, espontánea en un primer momento, dejó de creer en la sinceridad, pues desconfiaba del lenguaje como medio de expresión personal. Para ella no existían palabras capaces de comunicar lo que uno siente, pues, pese a lo que solemos imaginar, no somos realmente individuales, sino que dependemos de las conexiones simpáticas entre unos y otros.

La simpatía fue una emoción que dio mucho que hablar en el siglo XVIII, en especial a partir de la publicación, en 1759, de la Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith. Para Smith, dicha actitud afectiva sería la clave de la conducta humana y la fuerza aglutinadora de la sociedad. Sin embargo, según el filósofo escocés, la sensibilidad para sentir como otra persona y ponerse en su lugar debía atenuarse por un distanciamiento juicioso que personificó en la figura del llamado «espectador imparcial». No sólo me imagino cómo me sentiría en tu situación, sino que, al mismo tiempo, trato de concebir lo que un testigo desapasionado pensaría fríamente que conviene sentir: tal venía a ser su mensaje.

Ese paso atrás pretendidamente objetivo, característico de la mentalidad ilustrada, continúa siendo todavía hoy en muchos sentidos nuestro «modelo por defecto», en expresión de Fred Parker. Se trata de una forma de entender la identidad que encontró reflejo en multitud de relatos dieciochescos sobre individuos recluidos, retirados, apartados o aislados: toda una gama de solitarios. Desde los llamados «poetas de cementerio» ingleses, considerados precursores del gótico, pasando por Daniel Defoe y su Robinson Crusoe, Henry Fielding y su Hombre de la Colina, o Jean-Jacques Rousseau, para quien la soledad era la cumbre de la felicidad, el tipo de individuo desapegado como paradigma de integridad impregna el Siglo Racionalista por excelencia.

No obstante, estos ejemplos son aducidos en el libro con la intención de presentar la otra cara de la moneda: la identidad construida en relación con los demás. Más consciente de las emociones y su protagonismo en la conducta que la mayoría de sus contemporáneos, Samuel Johnson –el segundo autor más citado en inglés después de William Shakespeare– escribió que estamos hechos para la vida en sociedad en igual medida que para la soledad. Entre ambos estados se situaría la esencial incomunicabilidad de nuestros sentimientos más íntimos:

El corazón siente innumerables punzadas, que nunca irrumpen en quejas. Quizás, de la misma manera, nuestros placeres son en su mayor parte igualmente secretos, y la mayoría mantienen el ánimo por alguna satisfacción privada, alguna conciencia interna, alguna esperanza latente, alguna peculiar perspectiva de futuro que nunca comunican, sino que reservan para las horas solitarias y la meditación clandestina.

Frente a quienes contemplan la creatividad del genio como algo individual, Johnson insistía en que la efervescencia de la mente, esa llama que estalla como fuego en el pedernal, se produce precisamente cuando entramos en colisión con las ideas que nos resultan más extrañas.

IV

La concepción de una identidad fluida o dinámica, de un yo más dialogante que reflexivo, fue acrecentándose a lo largo del siglo, arrumbando el ideal racionalista de la comunicabilidad y la sinceridad. Antes de llegar a su destino –el amor indecible preconizado por Jane Austen–, Parker acompaña al lector a través de un viaje literario. Para ello, da un salto atrás en la cronología y nos introduce en El misántropo de Molière: una obra escrita en 1666 que en muchos aspectos se anticipó a su tiempo. Alceste, su protagonista, es un enamorado irascible que resulta ridículo cada vez que reivindica su sinceridad o pretende poner una distancia entre él y los demás, lo que indica la imposibilidad de tales aspiraciones.

A partir de ahí, el recorrido de Parker se detiene en una serie de obras selectas escritas entre el género epistolar y el conversacional. El sobrino de Rameau, un sorprendente diálogo filosófico entre dos individuos opuestos escrito por Diderot hacia 1770, representa las tendencias contradictorias de uno mismo a la manera en que lo haría Freud muchos años más tarde. Uno (el narrador, independiente y observador distante) es Moi («Yo»). Y el otro (el sobrino de Rameau, excéntrico y lleno de contradicciones) es Lui («Él»). Pese a sus locuras, la personalidad del sobrino, diferente a la mayoría, «rompe aquella fastidiosa monotonía que nuestra educación, nuestras convenciones sociales y nuestros modales han establecido». Como un auténtico Quijote en el París de las Luces, Lui expresa un sentido de la identidad cambiante y opaco que le lleva a exclamar: «Todo lo que sé es que me gustaría ser otro» o «Yo soy yo y seguiré siendo lo que soy, pero actúo y hablo como me conviene».

Por encima del Man of Honour («Hombre honesto»), del Man of Wit («Hombre de ingenio») y aun del Man of Feeling («Hombre sentimental»), el carácter mucho más impreciso del Man of the World («Hombre de mundo») se presenta como el ideal a alcanzar en otro texto inclasificable que desde el momento de su publicación generó reacciones viscerales y enfrentadas. La colección de alrededor de cuatrocientas cartas que Lord Chesterfield escribió a su hijo Philip entre 1737 y 1768, fecha en la que éste murió a la edad de treinta y seis años, alentaban un tipo de conducta basada no tanto en la honestidad transparente como en la prudencia y una serie de virtudes exclusivamente orientadas hacia los demás.

Las buenas maneras, la suavidad, el encanto personal, la gracia y la seducción, la amabilidad y la dulzura, el arte de complacer, en suma, aparecen considerados como los mayores logros del ser humano. Chesterfield sublima así la figura del Man of Pleasure (Hombre de placer), que para él no es sino el Man of Fashion (Hombre de moda), un individuo «educado, pero sin ceremonias; relajado sin ser negligente; seguro e intrépido, pero modesto; amable sin afectación; insinuante sin maldad; alegre sin estridencias; franco pero discreto, y reservado pero no misterioso».

Si algo transmite este libro sugerente y denso de principio a fin es un inquietante sentimiento de ambigüedad. El Siglo de la Claridad –auténtico laboratorio de ideas en ciernes– admitió en su seno actitudes enormemente contradictorias. La duplicidad de muchas de sus manifestaciones se expresa con especial intensidad en el terreno amoroso, un campo abonado de dudas que algunos escritores del siglo XVIII supieron reflejar con sofisticada agudeza. En Clarissa, novela epistolar de más de un millón de palabras, probablemente la más larga en lengua inglesa, su autor, Samuel Richardson, conseguía mantener la indeterminación sentimental de los protagonistas página tras página, haciendo de ella el centro vital de la trama. La incertidumbre, entendida como una forma de inteligencia en sí misma, domina asimismo las relaciones amorosas de los personajes en Les liaisons dangereuses (1782), de Pierre Choderlos de Laclos, quizá la obra de carácter epistolar más valorada desde su redescubrimiento a principios del siglo XX.

Las novelas de Jane Austen no son propiamente epistolares, pero no hay que olvidar que su autora empezó a experimentar la escritura mediante esta forma narrativa, psicológica y subjetiva por antonomasia. En sus libros, las cartas adquieren una función particularmente significativa, lo que permite al lector adentrarse directamente en el corazón de los personajes. Pero, pese al tono intimista de su obra y a que toda ella gire en torno a los compromisos sentimentales de sus protagonistas, tal como resalta Parker al principio de su ensayo, no hay ni una sola declaración de amor satisfactoria en la que se oigan las palabras pronunciadas por las dos partes. En particular, nunca llegamos a escuchar a la mujer decir sí.

Este descubrimiento enciende la llama del ensayo de Parker, pues los múltiples malentendidos que van tiñendo las proposiciones de matrimonio en las novelas de Austen le permiten transmitir, con su ironía característica, la imposible comunicabilidad del amor: «Raras, muy raras veces, la verdad completa se revela en el discurso humano», leemos en Emma nada más declararse el caballeroso Mr. Knightley a la joven protagonista. No se trata únicamente de que las fórmulas de cortesía coarten la expresión de las emociones: es que no hay palabras para transmitir el carácter evasivo del amor, a menudo tanto más intenso cuanto menos elocuente.

En 1732, el dramaturgo español José de Cañizares publicó el texto de una zarzuela que llevaba el expresivo título de Milagro es hallar verdad. En tono humorístico, Tolondro, el personaje del gracioso atolondrado, intenta declarar su afecto a una joven, pero ella le disuade una y otra vez, como advirtiéndole del peligro a que se arriesga: «El mucho amor que te tengo, ¿quiéresle hablado?», empieza preguntando él y, en medio de constantes negativas por parte de ella, continúa: «¿rezado? […] ¿escrito? […] ¿regañado? […] ¿gesteado? […] ¿tristón? […] ¿cantado y claro?» Finalmente exclama: «Yo fallezco por ti», a lo que ella responde: «¿Y un Tolondro publica su pecado?». Trasladándonos de nuevo a Inglaterra, diez años más tarde, Thomas Gray, el más famoso entre los llamados «poetas de cementerio», transmitía algo no muy diferente en relación con la felicidad de lo incierto: «Donde la ignorancia es dicha, locura es ser sabio»



La historiadora María Tausiet



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es miércoles, 20 de mayo





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...





















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martes, 19 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Intimidades





¿Qué haremos cuando todo esto acabe?, se pregunta en el A vuelapluma de hoy [¿Qué harás cuando se acabe? La Vanguardia, 10/5/2020] la escritora y académica de la RAE, Carme Riera. "La pregunta -comienza diciendo Riera- nos la hemos repetido todos durante estos larguísimos tiempos de confinamiento. Tan largos que los días no parecen tener veinticuatro horas, sino muchas más, igual que las semanas pobladas de domingos inútiles, casi a la deriva. Domingos neutros, apáticos sin comida familiar, sin encuentros con amigos, sin partidos de fútbol, sin cines ni teatros, sin conciertos.

Dicen que del confinamiento saldremos con muchas canas –menos mal que ya se puede pedir turno en las peluquerías bien abastecidas de tintes diversos–, aunque algunas de las incontables grisuras que nos han salido sean mentales y con ellas no hay tinte que valga.

Saldremos, y eso sí parece muy positivo, con las casas más limpias. Los botones, cosidos. Con mucho pan de cada día amasado por nuestras manos. Los cajones de cada cual en un orden perfecto y en los que hemos encontrado quién sabe qué cosas. Yo, el otro día, por ejemplo, encontré la primera felicitación navideña de mi hijo, con esa letra tan tiernamente descuidada que tienen los niños, al realizar sus primeros trazos. Encontré también, entre otras, unas cartas de Luis Racionero, de la época en que nos conocimos, escritas en un elegantísimo papel, con tinta violeta y retórica de Pascua Florida. Lo que dicen comprenderán que me lo guardo para ninguna ocasión, porque siempre me ha parecido que hay algo de obsceno en ventilar, y más a través de la ventana volandera de una hoja de periódico, la correspondencia privada.

¿Qué necesidad teníamos de saber que la condesa de Pardo Bazán deseaba con todas sus fuerzas, que eran muchas, a juzgar por sus kilos, “aplastar” a su “miquiño”, Pérez Galdós, con su “pesote”? No creo que a doña Emilia le hubiera gustado y me parece que menos aún a don Benito que el deseado aplastamiento amoroso anduviera de boca en boca, gracias a la edición de sus cartas. Por fortuna se publicaron cuando ambos habían muerto porque, de lo contrario, el revuelo hubiera sido morrocotudo. En una época, tan pacata e hipócrita, susceptible de escandalizar el suponer que en los íntimos usos amorosos de ambos dominaba ella. Seguramente hubiera sido la comidilla más risible de los malévolos amigos del gran Galdós como Clarín, Menéndez y Pelayo y más aún del pérfido, en tales materias, don Juan Valera. Advierto, de todos modos, y por si acaso, que las cartas de Racionero son de distinta índole.

En La Vanguardia escribió también Luis hasta poco antes de morir y eso agudiza aún más la necesidad de discreción. No sé si alguien, su hijo Alexis o sus amigos de este mismo periódico, está pensando en recoger sus artículos, siempre interesantes, cultos, con ese punto de heterodoxia cosmopolita y oportunas anécdotas que los hacían todavía más entretenidos. Una vez estuve en un tris de polemizar con él a propósito de uno de sus textos más misóginos, a mi entender, publicados en La Vanguardia , en el que trataba a las mujeres de aprovechadas y explotadoras de las inocentes criaturas que son los hombres. Una vieja idea que contradice la del tipo aquel que afirmaba que la mujer es persona de cabellos largos e ideas cortas, cosa que no se sostiene. Basta mirar a nuestros políticos, algunos de larga melena recogida en coleta, para observar que en cuestión de pelos y de ideas hay poca diferencia entre hombres y mujeres. Por lo que a pelos y a inteligencia se refiere estamos a punto de obtener la igualdad entre sexos.

Luis Racionero sostenía que el mandato biológico de abastecimiento y mejora de la especie nos había dotado a las mujeres de mayores habilidades inteligentes que a los hombres para utilizarlos. Algo que, en teoría, puede que sea cierto, pero en la práctica no lo es en absoluto. La práctica demuestra todo lo contrario. No, no llegué a replicarle por escrito porque quería verle antes, comer o tomar una copa en el Dry Martini, que tanto le gustaba, pero aplacé llamarle. ¡Teníamos todos tantas cosas que hacer antes del confinamiento! Y no llegué a tiempo. Luis murió sin que hubiéramos hablado desde meses atrás, sin contarnos cuanto nos hubiera gustado compartir. Éramos amigos desde hacía más de cuarenta años, desde que junto a María José Ragué, su mujer entonces, llegó de California, con flores en las camisas y convicciones solventes sobre el yin y el yang.

Saldremos con los cajones ordenados, los papeles organizados, releídas las viejas cartas, rotas en mil pedazos algunas, por si acaso, o quizá guardadas. Las cartas de antes, últimos testimonios de una época ya remota, a juzgar por la velocidad con que todo ha cambiado, desde que la informática se impuso y nosotros, los de entonces, que seguíamos siendo los mismos, nos convertimos definitivamente en otros. En más de los nuevos otros. La mayoría, que nunca pensó que una carta le podía cambiar la vida; nosotros, en cambio, la esperamos siempre.

Saldremos de esta, sí, claro, más pobres por las pérdidas de vidas y de empleos, pero con un deseo indomable: no demorar ni un segundo más el reencuentro con los amigos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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[ARCHIVO DEL BLOG] Misceláneas constitucionales. Publicada el 5 de diciembre de 2009





Reconozco que a mí los aniversarios me ponen sentimental. El hecho de que mañana se cumplan treinta y un años del referéndum de aprobación de la Constitución de 1978 ha motivado que estos últimos días los haya dedicado a releer los "Diarios de Sesiones" del Congreso de los Diputados y del Senado que recogen los debates habidos durante su tramitación. También he releído algunos de los artículos de "El Federalista" (Fondo de Cultura Económica, México, 1994), la magnífica defensa que del proyecto de la Constitución estadounidense hicieran en 1788 Hamilton, Madison y Jay. Y por último, ante el descrédito en que algunos quieren colocar al Tribunal Constitucional, he vuelto a releer la interesantísima polémica que en el año 1931 sostuvieron dos ilustres juristas: uno alemán, Carl Schmitt (1888-1985), autor de "La defensa de la Constitución" (Tecnos, Madrid, 1983); el otro austriaco, Hans Kelsen (1881-1973), autor de "¿Quién debe ser el defensor de la Constución?" (Tecnos, Madrid, 1995), sobre cuál es el órgano político al que debería corresponder la defensa, salvaguardia y protección de la Constitución.

Carl Schmitt, Jurista de Estado, escribió centrado en el conflicto social como objeto de estudio de la ciencia política, y más concretamente sobre la guerra. Su obra atraviesa los avatares políticos de su país y de Europa a lo largo del siglo XX. Militó en el Partido Nazi, aunque las S.S. le consideraba un advenedizo, y le apartaron del primer plano de la vida pública del régimen. Hans Kelsen fue un jurista, filósofo y político austríaco de origen judío, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Viena desde 1917. Autor intelectual de la Constitución federal austriaca de 1920, es nombrado miembro vitalicio del Tribunal Constitucional, del que es removido años más tarde a causa de sus tendencias socialdemócratas. En 1930, obtuvo una cátedra en la Universidad de Colonia (Alemania), que abandona tras la ascensión del nazismo. En Suiza enseña en la Universidad de Ginebra y más tarde (1936) en la Universidad de Praga. En 1940 emigra a Estados Unidos donde enseña Ciencia Política en la Universidad de Harvard y más tarde en la de California-Berkeley, hasta su muerte.


La polémica que sostuvieron ambos es muy conocida. Básicamente se centraba en la respuesta que debería darse a la pregunta sobre "quién debe ser el defensor de la Constitución", que da título al opúsculo (apenas 80 páginas) con el que Kelsen responde y hace explícitas sus objeciones al anteriormente citado de Schmitt. Para éste último, el "guardian" de la Constitución no puede ser el Parlamento, del que desconfía por su falta de carácter y espíritu "nacional" a causa de la pluralidad de su conformación y por el origen partidista de su elección, ni tampoco un tribunal de justicia ordinario ni creado "ad hoc", puesto que ello supondría "politizar" la Justicia, sino que como establecía la Constitución de la República de Weimar, está función debería corresponder al Presidente del Reich (Imperio) alemán, elegido por sufragio universal de "todo el pueblo alemán". 

Para Kelsen, la solución no pasa por encargar la defensa de la Constitución, básicamente frente a las leyes emanadas del Parlamento o los actos y disposiciones del gobierno (los únicos que podrían conculcarla) al propio Jefe del Estado, que preside el gobierno, o al Parlamento encargado de hacer las leyes, sino precisamente, y por esa causa, a un órgano "neutral, colegiado e independiente", con la tarea específica de proteger la Constitución, es decir, a un Tribunal Constitucional. (Todos los entrecomillados son míos).

Que la Constitución española de 1978 necesita un "repaso" está claro. Hasta el propio Consejo de Estado lo vio así cuando en Febrero de 2006 emitió el famoso "Dictamen sobre Modificaciones de la Constitución Española" que le había solicitado el Gobierno, centrado en cuatro puntos: 1) la supresión de la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión al Trono; 2) la recepción en la Constitución del proceso de construcción de la Unión Europea; 3) la inclusión de la denominación de las Comunidades Autónomas en la Constitución; y 4) la reforma del Senado.

A mi juicio, ese tímido intento de reforma se ha quedado ya bastante corto. Ineludible es la reforma del Senado, para convertirlo en lo que la Constitución dice que es: la Cámara de representación territorial, y en la que deberían estar representados los gobiernos de las distintas comunidades y ciudades autónomas, con voto ponderado para cada una de ellas en función de su población, y con un renovado procedimiento de adopción de acuerdos que implique tanto una mayoría cualificada de la población representada como del número de éstas. Pero también una reforma en profundidad del titulo VIII de la Constitución, en clave federal, que determine claramente cuales son las competencias indelegables de carácter estatal, y dejé todas las demás a lo que decidan los respectivos Estatutos de Autonomía, así como los mecanismos de financiación, colaboración y cooperación de las Comunidades autónomas con el Estado. Y por último, como no, del propio Tribunal Constitucional, delimitando sus competencias a la estricta defensa de la Constitución frente a cualquier ley o acto de gobierno contraria a la misma, y con un renovado proceso de conformación que bien podría ser por designación real (a propuesta del Gobierno, lógicamente), con la aprobación cualificada del Senado, entre juristas de reconocido prestigio, y cuya designación sería vitalicia, o hasta su renuncia voluntaria o impedimento físico apreciado por el propio Tribunal y aceptado por el Senado.

No podría terminar este recorrido sentimental sobre el 31 aniversario de la Constitución de 1978 sin un emocionado recuerdo de quien fuera uno de sus ponentes, Jordi Solé Tura, recientemente fallecido. Descanse en paz. Y a ustedes, pues que quieren que les diga: ¿gritamos "¡Viva la Constitución!"? Por mi, vale. HArendt




El profesor Jordi Solé Tura



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[SONRÍA, POR FAVOR] Es martes, 19 de mayo





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...






















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lunes, 18 de mayo de 2020

[NUESTRA EUROPA] Una oportunidad para recuperar Europa



Dibujo de Nicolás Aznarez para El País


"Una oportunidad para recuperar Europa, escriben en El País del 14 de mayo pasado los profesores Natalia Fabra, Massimo Motta y Martin Peitz, catedráticos de Economía, respectivamente, en la Universidad Carlos III de Madrid, la Universitat Pompeu Fabra de Barcelonay la Universidad de Mannheim, en Alemania, sería la de un plan de ayudas que permitiera contrarrestar la capacidad asimétrica de los Estados para apoyar a sus empresas en función de su situación fiscal y alinear la inversión con las prioridades estratégicas de la UE.

En pocos días, la Comisión Europea se pronunciará sobre el encargo del Consejo Europeo para constituir un Fondo de Recuperación. Sobre la mesa está la discusión acerca de su cuantía (posiblemente, 1,5 billones de euros), su financiación, el peso que tendrán los préstamos y las transferencias, y la metodología de asignación. En relación con esta última cuestión, proponemos que se cree, como uno de los pilares del Fondo de Recuperación, un programa europeo de ayudas para empresas y sectores productivos, diseñado por y bajo el control de la Comisión Europea. Sería una oportunidad para contrarrestar la capacidad asimétrica de los Estados miembros para financiar las ayudas de Estado, mitigando posibles distorsiones sobre el mercado único y propiciando —más allá de la recuperación— una verdadera reformulación de nuestro modelo productivo en cumplimiento de la Agenda Estratégica Europea.

La crisis está provocando cierres de empresas, un fuerte aumento del desempleo, y caídas sin precedentes en el PIB (en España, el desplome podría superar el 9% a final de año). Si bien las medidas adoptadas a nivel nacional mitigarán en parte los efectos inmediatos de la crisis, un programa de ayudas europeo mitigaría los efectos a largo plazo. No se trata necesariamente de recuperar las actividades perdidas, sino de sustituirlas por otras en sectores con mayor proyección. Atendiendo al principio de subsidiariedad, se trataría también de apoyar a sectores cuyos efectos traspasan las fronteras nacionales, bien por su elevado comercio intracomunitario (por ejemplo, turismo, sector aéreo o automoción), bien porque generan externalidades positivas para el conjunto de Europa (garantía de suministro para bienes esenciales, infraestructuras claves para el comercio transfronterizo, o actividades relacionadas con el medio ambiente, la salud o la digitalización).

Porque no todos los países están en igualdad de condiciones para hacer frente a la crisis. En ausencia de un programa europeo, el terreno de juego quedaría desequilibrado en favor de los países con mayor espacio fiscal. Si unos Estados pueden apoyar a ciertas empresas y otros no, las empresas que recibieran ayudas gozarían, artificialmente, de ventajas competitivas. Las que no las recibieran se verían forzadas a recortar inversiones y ventas, corriendo el riesgo de cierre. Los efectos perdurarían en el tiempo: una empresa en desventaja para competir hoy, también estaría peor preparada para hacerlo en el futuro. El miedo a una pérdida de competitividad de sus empresas podría llevar a los Gobiernos europeos a una escalada de las ayudas que desembocaría en un uso inadecuado de los fondos públicos. Las consecuencias a corto y largo plazo sobre el mercado único serían devastadoras ¿Qué sería del proyecto europeo si después de la crisis las empresas de unos países salen reforzadas y las de otros debilitadas, no porque las primeras sean más eficientes o produzcan bienes o servicios de mayor calidad, sino simplemente por la mayor capacidad de endeudamiento de sus países?

Un programa europeo de ayudas, con un volumen de fondos suficiente, podría mitigar el riesgo de distorsiones permanentes sobre la competencia en el mercado único y evitar una salida asimétrica de la crisis. A través de este programa, todas las empresas de un mismo sector tendrían derecho a percibir las ayudas, independientemente de su ubicación. Aunque será difícil paliar todas las distorsiones creadas por las ayudas de Estado ya comprometidas, el programa europeo permitiría reequilibrar la distribución de las ayudas, evitando tanto el exceso como la falta de apoyo percibido por algunas empresas.

Una gestión europea de los fondos permitiría además alinear el pago de las ayudas al cumplimiento de las prioridades estratégicas de la Unión. El uso de fondos debería tener en cuenta que los impactos adversos perdurarán más allá del corto plazo y que algunos sectores necesitarán ser reestructurados en cualquier caso. A modo de ejemplo, el rescate de las compañías aéreas debería estar sujeto a la aprobación de una fiscalidad medioambiental más ambiciosa, junto con una gestión del tráfico aéreo más sostenible. Cuanto más se eleve la financiación y gestión a nivel europeo, mayor será nuestro poder para reconducir la actividad económica hacia las señas de identidad europeas (progreso, sostenibilidad y reparto equitativo de los beneficios de la integración).

Será necesario establecer criterios y prioridades para asignar los fondos. Bajo el paraguas comunitario, se podrían lanzar programas sectoriales en áreas particularmente golpeadas por la crisis, o en áreas estratégicas. Las agendas verde y digital están ya trazadas, no hay que inventar nuevas políticas. Los recursos para su financiación podrían llegar a los países más afectados nada más superada la crisis sanitaria.

Piénsese en la acción en materia de clima y energía. Al tiempo que aparecían los primeros casos de la covid-19 en China, Europa hacía público su compromiso de alcanzar la neutralidad climática no más tarde de 2050. El Pacto Verde Europeo requerirá cuantiosas inversiones en renovables, eficiencia energética, electrificación, digitalización, reciclaje…, actividades que, más allá de sus beneficios medioambientales, aportarán beneficios económicos —creación de empleo y tejido empresarial— y beneficios sociales —mejor salud y calidad de vida—. Los efectos multiplicadores sobre la economía podrían ser incluso más pronunciados de lo que cabía esperar antes de la crisis.

Hay margen para mejorar el uso de los fondos si se apuesta por mecanismos genuinamente europeos. ¿Por qué no aprovechar esta ocasión para instaurar, por ejemplo, un verdadero programa europeo de subastas de renovables? Ello facilitaría que las inversiones en energía solar o eólica se ubicaran en zonas con más sol o más viento, y no allí donde los Gobiernos fueran más ambiciosos en este ámbito. Un mecanismo europeo atraería un mayor grado de competencia, lo que reduciría los costes del despliegue renovable y los precios de la energía para los consumidores europeos.

Apostar por el Pacto Verde a través de un programa de ayudas europeo permitiría demostrar que el dilema entre crecimiento y sostenibilidad —coartada para quienes quieren relajar la ambición medioambiental— es, simplemente, falso. La búsqueda de la sostenibilidad medioambiental reactivará nuestra economía y la redireccionará hacia mayores y mejores cotas de progreso.

Un programa europeo de ayudas, alimentado por el Fondo de Recuperación, permitiría también avanzar en la agenda digital, o cubrir las necesidades de garantía de suministro de bienes esenciales. Por ejemplo, ¿en cuánto se hubieran reducido los costes de los Estados miembros si, antes de la crisis, hubiera habido un programa europeo para asegurar la disponibilidad de mascarillas y material sanitario?

De la propuesta de la Comisión sobre el Fondo de Recuperación dependerá en buena medida el que salgamos de esta crisis más débiles y menos cohesionados, o por el contrario, el que avancemos hacia una mayor convergencia real de nuestras economías, con un mercado interior más competitivo, y un modelo productivo más preparado para hacer frente a los grandes retos a los que se enfrenta Europa".



La Victoria de Samotracia, Museo del Louvre, París


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