Dos artículos en la prensa de hoy tratan el asunto desde puntos de vista distintintos. El primero, "Democracias perplejas", del profesor José Vidal-Beneyto, director del Colegio de Altos Estudios Europeos, en París, lo hace desde la crítica al sistema de partidos imperante en Europa, con una cada día más acusada indiferenciación entre izquierda y derecha, quiebra de los valores públicos, imperio de la corrupción, nepotismo desbordado y descrédito de la instituciones. No es a quien votar, sino para qué votar, lo que exige enraizarse en la ciudadanía. Frente al descrédito de la política y al encogimiento de los políticos, dice, son los movimientos sociales y los actores sociales y societarios de base quienes deben cobrar un protagonismo principal. Y concluye pidiendo a la izquierda que más allá de la conquista y gestión del poder político, reivindique esa acción directamente popular como la vía más segura para sacar a las democracias de su atonía y perplejidad, logrando promover el progreso de los pueblos.
El segundo artículo que comento, "¿Una revolución en Westminster?", está escrito por el profesor Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford (Inglaterra), muy crítico también con el sistema partidista y parlamentario británico, del que dice. por voz de un parlamentario laborista, que el principal objetivo de sus miembros no es representar al pueblo británico sino obtener un cargo en el Gobierno. O en otra opinión, esta vez de un diputado conservador, que se están poniendo en tela de juicio las bases mismas de la legitimidad del Estado. Circunstancias excepcionales todas ellas que, a juicio del profesor Garton, deberían propiciar un cambio en modelo constitucional de elección y funcionamiento del parlamento británico.
La cuestión es que la democracia, tal y como la conocemos en Occidente, no es posible que funcione sin partidos, y si éstos fallan, ¿a quién recurrimos?... Sean felices. Tamaragua, amigos. (HArendt)
"DEMOCRACIAS PERPLEJAS", por José Vidal-Beneyto
EL PAÍS - Opinión - 11-07-2009
La elevada abstención en las últimas citas electorales es una crítica rotunda a la manera actual de hacer política. Los valores públicos están en quiebra y no hay grandes diferencias en los programas de los partidos.
Vivimos bajo el signo de la perplejidad. El imperio de la corrupción, el descrédito unánime de las instituciones, el nepotismo desbordado y sus prácticas, el oprobio inagotable en que ha devenido la política han llevado a la quiebra de todos los valores públicos, a la implosión de todas las referencias colectivas y nos han dejado sumidos en la confusión, átonos e inermes, sin pautas ni asideros a los que agarrarnos. Perplejidad que afecta a todos los ámbitos, incluyendo los más glorificados e intocables como la democracia. Causas de ello, múltiples; veamos algunas.
A partir de los años setenta se confirma el enclaustramiento de lo público en los partidos y su tendencia a la endogamia y al sectarismo partitocrático. Al mismo tiempo, su acción se reduce a las luchas por el poder y con demasiada frecuencia al enriquecimiento de sus líderes. Cabildeos y corruptelas en las alturas y cinismo en la base se convierten en datos de la más concreta cotidianeidad política. Era inevitable que los ciudadanos que no militaban en los partidos, la inmensa mayoría, se desinteresasen por los avatares de sus pugnas y que buen número de ellos rechazasen sus modos y ejercicio. Este rechazo que ha asumido modalidades diversas, unido a la perplejidad a que me estoy refiriendo, tiene en la reiterada abstención electoral a la que se asiste en todos los comicios, su expresión más patente. Y así, sería un error considerar el abultado porcentaje de abstenciones de las últimas elecciones como una impugnación específica al proyecto europeo, cuando todo apunta a una desafección de las propuestas presentadas y, con carácter más general, de la práctica electoral como expresión privilegiada, sino única de las democracias.
En efecto, la descalificación de las elecciones es antes que nada una crítica de la política democrática actual y de su falta de opciones claras, consecuencia de la atenuación de los perfiles diferenciales de los grandes partidos, que los hace, programáticamente, cada vez más próximos. El trasvase casi unánime de la socialdemocracia al social-liberalismo o el implacable desmantelamiento del sector público, al que procedieron, con tanta eficacia, Blair en el Reino Unido y Felipe González en España, sin olvidar el caballo de Troya del atlantismo británico liberal, que bajo el manto laborista instigó la nefasta reunión de las Azores, responsable de tan dramáticas iniciativas como la guerra de Irak, son los principales responsables de la deserción de la izquierda europea. Pues de otro modo es incomprensible que, en plena crisis económica y con la absoluta debacle de los principios y de la práctica del liberalismo que conllevaba, se ignorase o se rechazase el patrimonio que representaban los ideales y los programas socialistas y socialdemócratas, cuando eran el único arsenal conceptual y propositivo que podía sacarnos del atolladero.
El comportamiento de la derecha ha sido mucho más diestro y pugnaz. Sin abandonar la doctrina y la práctica liberal, sino al contrario revindicando su plasticidad adaptativa, ha incorporado, sin rubor ni recato, los elementos de la oferta socialdemócrata que le han parecido más compatibles con su ideario a la par que más sugestivos para los electores. Paralelamente, ha alentado, por detrás de la cortina, a sus tropas ultra que han reactivado en Europa, de manera notable, la presencia de la extrema derecha, más o menos fascista según los casos. Por lo demás, el incesante trasiego de la clase política, de un bando a otro, por iniciativa propia o respondiendo a incitaciones del poder, de las que el presidente Sarkozy es el ejemplo más cumplido, han creado una retribuida circulación que nada tiene que envidiar a la de los futbolistas profesionales, y que alienta la confusión y perfecciona la perplejidad.
El modelo neoliberal responsable del desastre no sirve ya, pero el social democrático, generalizado por Keynes hace 70 años, ha dejado también de ser útil. La razón fundamental es la inadaptación del keynesianismo, que sigue siendo hoy la espina dorsal de la socialdemocracia, a la sociedad actual y más concretamente su imposible y postulada función alternativa al capitalismo contemporáneo. Decir Keynes es invocar la regulación como piedra angular del edificio socialdemocrático, pero su posible y necesaria implantación es ahora, con la economía-mundo, absolutamente inoperativa en la perspectiva nacional e impracticable en la mundial. Por lo que no cabe ni siquiera pensar en una eficaz regulación general. Las grandes instituciones económicas -OMC, FMI, Banco Mundial, FAO, OIT, OMS, AIE, G-20, la futura Organización Mundial del Medio Ambiente- carecen de verdadera capacidad reguladora susceptible de organizar flujos e intercambios y se limitan a marcar pautas de alcance, en la mayoría de los casos, estrictamente retórico.
Olivier Ferrand, agudo analista francés y presidente del think-tank progresista Terra Nova, insiste en que la dimensión reparadora que caracteriza las intervenciones socialistas se queda hoy siempre corta, por la extraordinaria onda expansiva de las crisis que comienzan siendo sectoriales y relativamente modestas y acaban siendo amplísimas y generales. Las subprimes que se inician en EE UU en el mercado financiero inmobiliario, con poco más de 1.000 millardos de dólares y se extienden en pocas semanas a Europa y a los países en desarrollo, sobrepasando los 30.000 millardos, son un buen ejemplo, como lo son también, las rupturas ecológicas con el desmontaje de la biosfera, las sanitarias con la multiplicación de pandemias, las sociales con la radicalización del hambre y las desigualdades. El mito liberal del mercado, que se autorregula sólo, tiene hoy tan poco fundamento observa Olivier Ferrand, como el Estado Bombero que apaga los incendios, cura los males y repara los destrozos, pues no tiene medios para ello. Hoy no es posible curar, sólo prevenir, y además mediante una intervención muy antecedente y de perspectiva mundial.
Escribo mundial huyendo de la manipulación semántica a que nos han sometido los promotores del término y de la ideología de la "globalización", que hereda y culmina los escapismos economicistas que comenzaron en 1949 con la consagración de la expresión y de la doctrina del subdesarrollo, que Truman populariza el 20 de enero de dicho año en el discurso de investidura de su segundo mandato. Con ese término se designaron, a partir de entonces, los países que no alcanzaban el nivel económico y técnico de los países occidentales, medidos con los solos baremos e instrumentos de la contabilidad económica capitalista, en la que el producto nacional bruto por habitante y la acumulación financiera son los criterios fundamentales. Estas pautas que tanto deben a las determinaciones ideológicas y a los supuestos básicos del capitalismo convencional ignoran la dimensión cualitativa de todos los procesos y condenan a la inexistencia a lo más específico de las culturas nacionales y de las tradiciones autóctonas. Gracias a Gilbert Rist en El desarrollo. Historia de una creencia occidental y sobre todo a Amartya Sen y a su Índice de desarrollo humano comienza a aparecer un movimiento de resistencia, en el que la educación, la esperanza de vida, el bienestar social y todas las otras variables del progreso humano tienen el mismo peso que el PIB por habitante. La lucha por la contrahegemonía que es nuestro objetivo permanente debe comenzar por ahí, olvidando un poco las luchas de poder de los partidos, e insistiendo cada vez más en que el problema no es a quien votar, sino para qué votar, lo que exige enraizarse en la ciudadanía. Ya que frente al descrédito de la política y al encogimiento de los políticos, el movimiento social y los actores sociales y societarios de base están cobrando un protagonismo principal. La película Good morning England nos muestra la extraordinaria capacidad de transformación que esos sectores primarios, a caballo de las radios libres y de la música rock, operaron en la década de los sesenta en una sociedad tan encorsetada como la británica, liberando fuerzas y procediendo a una impresionante movilización de las energías de la gente. La izquierda, más allá de la conquista y gestión del poder político, debe revindicar esa acción directamente popular como la vía más segura para sacar a las democracias de su atonía y perplejidad, logrando promover el progreso de los pueblos.
¿UNA REVOLUCIÓN EN WESTMINSTER?", por Timothy Garton Ash
EL PAÍS - Opinión - 11-07-2009
Salvo que me haya perdido algo, Reino Unido no acaba de salir de una guerra, una revolución ni una declaración de independencia. Ésas son las circunstancias excepcionales que suelen hacer falta para producir un momento constitucional. Y sin embargo, extrañamente precipitado por las revelaciones sobre miembros del Parlamento británico que declaraban gastos por cosas como una casita de madera para patos en un estanque, una plancha de pantalones y la construcción de habitaciones para el servicio, existe un reconocimiento generalizado de que el sistema político británico se encuentra en una profunda crisis. A principios de esta semana oí a Dominic Grieve, el portavoz de Interior de la oposición conservadora, decir que la crisis podría poner en tela de juicio "las bases de la legitimidad del Estado".
No hay consenso sobre la solución. Muchos miembros de la clase política, especialmente en los dos grandes partidos, el Laborista y el Conservador, parecen seguir creyendo que bastarán algunos parches. Se equivocan. Reino Unido no necesita una revolución, pero sí una gran reforma. Hay algo que está fundamentalmente mal en un Estado tan centralizado y con un Ejecutivo tan poderoso, cuyos únicos límites son los que le imponen los jueces que aplican la Ley de Derechos Humanos, unos lores no elegidos y los periodistas.
En teoría, Reino Unido tiene un Parlamento soberano. En la práctica, como dijo Grieve en una reunión en el Instituto de Investigaciones sobre Políticas Públicas de Londres el martes pasado, la historia reciente del Parlamento muestra una subordinación creciente al Ejecutivo. El parlamentario laborista Tony Wright se mostró de acuerdo: tenemos un Parlamento que, en la práctica, se niega a ser soberano porque "el principal objetivo de los miembros de la legislatura es entrar en el Gobierno". Y el fin de nuestro actual sistema electoral, añadió, es escoger un Gobierno, no a los representantes del pueblo.
El deber nacional del Reino Unido, por consiguiente, es crear y sostener un momento constitucional, sin las circunstancias históricas que suelen engendrarlo. Para ello hacen falta iniciativas que vengan de arriba y de abajo, del Parlamento y de la gente. Por el momento, hay al mismo tiempo demasiado y demasiado poco en ambas partes. Existen innumerables propuestas, discursos, reuniones, iniciativas y eslóganes, pero no está nada claro cómo se va a plasmar todo eso en un cambio real.
Lo que ha venido de arriba, hasta ahora, es bastante poco. La Cámara de los Comunes va a mejorar su sistema de gastos. Hay un nuevo presidente de la Cámara, que no parece nada del otro mundo. Este otoño, un comité selecto, presidido por Wright, deberá presentar propuestas significativas para mejorar la forma de trabajar de la Cámara baja. (Por ejemplo, es increíble que el Gobierno controle la asignación de tiempos en las sesiones parlamentarias. Imaginemos qué diría el Congreso estadounidense en un caso así). Más importante es que vuelve a discutirse la reforma electoral. Alan Johnson, firme candidato a ser el próximo líder del Partido Laborista, expuso el otro día su propuesta de que el día de las elecciones se lleve a cabo un referéndum sobre el sistema de "voto alternativo plus" (un sistema mixto entre listas y circunscripciones de candidato único), el sistema recomendado hace una década por una comisión encabezada por Roy Jenkins -el ex ministro laborista y presidente de la Comisión Europea-, que el Gobierno de Tony Blair aparcó.
Mientras tanto, estamos con la política preelectoral de costumbre. El primer ministro, Gordon Brown, y el líder conservador, David Cameron, se ponen mutuamente por los suelos en las sesiones de preguntas al Gobierno, con una competición de gritos que hace que, en comparación, los clubes de debate estudiantiles parezcan más adultos. Los maestros de la manipulación como lord Peter Mandelson, que es quien tiene el poder detrás del trono de Brown, siguen haciendo declaraciones descaradamente falsas, como su ridícula afirmación de que el Gobierno no puede ofrecer proyecciones de recortes del gasto público -que todos sabemos que deben llegar- porque estarían basadas en "especulaciones". Cada cosa que dicen los políticos está evidentemente preparada para causar el mayor impacto posible en un ciclo de noticias incesante, presente las 24 horas.
En las pantallas de nuestros televisores sigue jugándose ese deporte llamado política como si fuera tenis o fútbol. ¿Pero cuánta gente siente verdaderamente que éstos son nuestros representantes? Los niveles intermedios de participación democrática son escasos o inexistentes, a diferencia de la floreciente democracia local y regional de Estados Unidos y gran parte de la Europa continental. Los partidos políticos controlan la designación de los candidatos parlamentarios, aunque Cameron ha prometido primarias que nos darían voz y voto en la elección de candidato.
Es verdad que cada cuatro o cinco años el votante británico puede contribuir a "echar a esos cabrones". Entonces llega a Westminster un nuevo grupo que sigue jugando el mismo juego y de la misma manera. Incluso aunque, de vez en cuando, haya un candidato nuevo y fresco que parezca hablar inglés normal, al cabo de unos meses aparece en televisión hablando exactamente como Mandelson.
Al mismo tiempo, fuera de las paredes del Parlamento y los estudios de televisión, hay muchas iniciativas nuevas en todas direcciones. El jueves por la noche hubo una concentración en el centro metodista de Westminster organizada por la coalición Vote for Change (Voto para el Cambio), amenizada por música de Billy Bragg, con el objetivo de despertar el entusiasmo por la reforma electoral. La campaña Unlock Democracy (Abramos la democracia) tiene un proyecto de ley para autorizar una convención de ciudadanos que, con carácter deliberativo, decida sobre una serie de reformas importantes. Por su parte, 38degrees.org.uk pretende crear una comunidad británica en la Red para fomentar el cambio, como MoveOn.org en Estados Unidos. Una nueva iniciativa llamada Real Change (a cuyo comité directivo pertenezco) tiene el objetivo de poner en marcha mil pequeñas reuniones cívicas en todo el país que seguramente desemboquen este otoño en una convención para la reforma (ver www.realchange.uk.net).
Es fundamental que haya una gran movilización popular. Sin una presión desde abajo, los políticos británicos volverán a sus malos hábitos de siempre. Pero por nuestra parte también tenemos que plantearnos una serie de preguntas difíciles. ¿Hasta qué punto la indignación popular con la clase política puede traducirse en la participación sostenida en un movimiento para el cambio constitucional? ("Reforma constitucional" no es un término que tenga mucho eco entre los británicos; "gobierno abierto" quizá podría tener más éxito). ¿No se disipará la energía cívica existente entre todas esas iniciativas tan variadas? ¿En qué sentido tiene derecho a afirmar cada una de ellas que representa "al pueblo"? (Una convención de ciudadanos dispuestos y seleccionados al azar, como se hizo por primera vez en la provincia canadiense de la Columbia Británica, serviría para aplacar en cierta medida esa objeción). Y, en definitiva, ¿cómo puede traducirse todo esto en leyes parlamentarias y en una moción específica para que se celebre un referéndum, que son las formas apropiadas de llevar a cabo una reforma importante en Reino Unido?
En algún momento, y más pronto que tarde, necesitaremos un organismo que sea un puente de dos direcciones entre el Parlamento y la gente. Tendrá que estar dotado de competencias y legitimidad. Wright ha sugerido llamarlo Comisión de la Democracia. En él deberían estar personas que verdaderamente sepan de qué hablan en relación con la Constitución semiescrita y el complejo sistema político del país: gente como el destacado abogado Thomas Bingham, el experto constitucional de Oxford Vernon Bogdanor y la veterana activista política Helena Kennedy. Debería contar con representantes de los partidos políticos. Pero también debería tener a un estudiante, un bloguero, un par de activistas de la sociedad civil... ¿y por qué no varios miembros de la población en general, escogidos por sorteo?
No puede ni debe ser una delegación de Westminster que se dedique a recorrer el país escuchando graciosamente las humildes peticiones de los súbditos de Su Majestad y luego elabore propuestas de compromiso de las que el Gobierno del momento escoja los fragmentos que quiera impulsar a través de una cámara legislativa servil. Pero tampoco puede ser sólo una iniciativa desde abajo de ciudadanos independientes, sin la autoridad política para plantear demandas al Parlamento. Ni el Parlamento ni el pueblo pueden actuar por su cuenta. Sólo un nuevo tipo de relación creativa entre los dos podrá darnos a los británicos el momento constitucional que necesitamos.
Entrada núm. 1182 (.../...)
Vivimos bajo el signo de la perplejidad. El imperio de la corrupción, el descrédito unánime de las instituciones, el nepotismo desbordado y sus prácticas, el oprobio inagotable en que ha devenido la política han llevado a la quiebra de todos los valores públicos, a la implosión de todas las referencias colectivas y nos han dejado sumidos en la confusión, átonos e inermes, sin pautas ni asideros a los que agarrarnos. Perplejidad que afecta a todos los ámbitos, incluyendo los más glorificados e intocables como la democracia. Causas de ello, múltiples; veamos algunas.
A partir de los años setenta se confirma el enclaustramiento de lo público en los partidos y su tendencia a la endogamia y al sectarismo partitocrático. Al mismo tiempo, su acción se reduce a las luchas por el poder y con demasiada frecuencia al enriquecimiento de sus líderes. Cabildeos y corruptelas en las alturas y cinismo en la base se convierten en datos de la más concreta cotidianeidad política. Era inevitable que los ciudadanos que no militaban en los partidos, la inmensa mayoría, se desinteresasen por los avatares de sus pugnas y que buen número de ellos rechazasen sus modos y ejercicio. Este rechazo que ha asumido modalidades diversas, unido a la perplejidad a que me estoy refiriendo, tiene en la reiterada abstención electoral a la que se asiste en todos los comicios, su expresión más patente. Y así, sería un error considerar el abultado porcentaje de abstenciones de las últimas elecciones como una impugnación específica al proyecto europeo, cuando todo apunta a una desafección de las propuestas presentadas y, con carácter más general, de la práctica electoral como expresión privilegiada, sino única de las democracias.
En efecto, la descalificación de las elecciones es antes que nada una crítica de la política democrática actual y de su falta de opciones claras, consecuencia de la atenuación de los perfiles diferenciales de los grandes partidos, que los hace, programáticamente, cada vez más próximos. El trasvase casi unánime de la socialdemocracia al social-liberalismo o el implacable desmantelamiento del sector público, al que procedieron, con tanta eficacia, Blair en el Reino Unido y Felipe González en España, sin olvidar el caballo de Troya del atlantismo británico liberal, que bajo el manto laborista instigó la nefasta reunión de las Azores, responsable de tan dramáticas iniciativas como la guerra de Irak, son los principales responsables de la deserción de la izquierda europea. Pues de otro modo es incomprensible que, en plena crisis económica y con la absoluta debacle de los principios y de la práctica del liberalismo que conllevaba, se ignorase o se rechazase el patrimonio que representaban los ideales y los programas socialistas y socialdemócratas, cuando eran el único arsenal conceptual y propositivo que podía sacarnos del atolladero.
El comportamiento de la derecha ha sido mucho más diestro y pugnaz. Sin abandonar la doctrina y la práctica liberal, sino al contrario revindicando su plasticidad adaptativa, ha incorporado, sin rubor ni recato, los elementos de la oferta socialdemócrata que le han parecido más compatibles con su ideario a la par que más sugestivos para los electores. Paralelamente, ha alentado, por detrás de la cortina, a sus tropas ultra que han reactivado en Europa, de manera notable, la presencia de la extrema derecha, más o menos fascista según los casos. Por lo demás, el incesante trasiego de la clase política, de un bando a otro, por iniciativa propia o respondiendo a incitaciones del poder, de las que el presidente Sarkozy es el ejemplo más cumplido, han creado una retribuida circulación que nada tiene que envidiar a la de los futbolistas profesionales, y que alienta la confusión y perfecciona la perplejidad.
El modelo neoliberal responsable del desastre no sirve ya, pero el social democrático, generalizado por Keynes hace 70 años, ha dejado también de ser útil. La razón fundamental es la inadaptación del keynesianismo, que sigue siendo hoy la espina dorsal de la socialdemocracia, a la sociedad actual y más concretamente su imposible y postulada función alternativa al capitalismo contemporáneo. Decir Keynes es invocar la regulación como piedra angular del edificio socialdemocrático, pero su posible y necesaria implantación es ahora, con la economía-mundo, absolutamente inoperativa en la perspectiva nacional e impracticable en la mundial. Por lo que no cabe ni siquiera pensar en una eficaz regulación general. Las grandes instituciones económicas -OMC, FMI, Banco Mundial, FAO, OIT, OMS, AIE, G-20, la futura Organización Mundial del Medio Ambiente- carecen de verdadera capacidad reguladora susceptible de organizar flujos e intercambios y se limitan a marcar pautas de alcance, en la mayoría de los casos, estrictamente retórico.
Olivier Ferrand, agudo analista francés y presidente del think-tank progresista Terra Nova, insiste en que la dimensión reparadora que caracteriza las intervenciones socialistas se queda hoy siempre corta, por la extraordinaria onda expansiva de las crisis que comienzan siendo sectoriales y relativamente modestas y acaban siendo amplísimas y generales. Las subprimes que se inician en EE UU en el mercado financiero inmobiliario, con poco más de 1.000 millardos de dólares y se extienden en pocas semanas a Europa y a los países en desarrollo, sobrepasando los 30.000 millardos, son un buen ejemplo, como lo son también, las rupturas ecológicas con el desmontaje de la biosfera, las sanitarias con la multiplicación de pandemias, las sociales con la radicalización del hambre y las desigualdades. El mito liberal del mercado, que se autorregula sólo, tiene hoy tan poco fundamento observa Olivier Ferrand, como el Estado Bombero que apaga los incendios, cura los males y repara los destrozos, pues no tiene medios para ello. Hoy no es posible curar, sólo prevenir, y además mediante una intervención muy antecedente y de perspectiva mundial.
Escribo mundial huyendo de la manipulación semántica a que nos han sometido los promotores del término y de la ideología de la "globalización", que hereda y culmina los escapismos economicistas que comenzaron en 1949 con la consagración de la expresión y de la doctrina del subdesarrollo, que Truman populariza el 20 de enero de dicho año en el discurso de investidura de su segundo mandato. Con ese término se designaron, a partir de entonces, los países que no alcanzaban el nivel económico y técnico de los países occidentales, medidos con los solos baremos e instrumentos de la contabilidad económica capitalista, en la que el producto nacional bruto por habitante y la acumulación financiera son los criterios fundamentales. Estas pautas que tanto deben a las determinaciones ideológicas y a los supuestos básicos del capitalismo convencional ignoran la dimensión cualitativa de todos los procesos y condenan a la inexistencia a lo más específico de las culturas nacionales y de las tradiciones autóctonas. Gracias a Gilbert Rist en El desarrollo. Historia de una creencia occidental y sobre todo a Amartya Sen y a su Índice de desarrollo humano comienza a aparecer un movimiento de resistencia, en el que la educación, la esperanza de vida, el bienestar social y todas las otras variables del progreso humano tienen el mismo peso que el PIB por habitante. La lucha por la contrahegemonía que es nuestro objetivo permanente debe comenzar por ahí, olvidando un poco las luchas de poder de los partidos, e insistiendo cada vez más en que el problema no es a quien votar, sino para qué votar, lo que exige enraizarse en la ciudadanía. Ya que frente al descrédito de la política y al encogimiento de los políticos, el movimiento social y los actores sociales y societarios de base están cobrando un protagonismo principal. La película Good morning England nos muestra la extraordinaria capacidad de transformación que esos sectores primarios, a caballo de las radios libres y de la música rock, operaron en la década de los sesenta en una sociedad tan encorsetada como la británica, liberando fuerzas y procediendo a una impresionante movilización de las energías de la gente. La izquierda, más allá de la conquista y gestión del poder político, debe revindicar esa acción directamente popular como la vía más segura para sacar a las democracias de su atonía y perplejidad, logrando promover el progreso de los pueblos.
¿UNA REVOLUCIÓN EN WESTMINSTER?", por Timothy Garton Ash
EL PAÍS - Opinión - 11-07-2009
Salvo que me haya perdido algo, Reino Unido no acaba de salir de una guerra, una revolución ni una declaración de independencia. Ésas son las circunstancias excepcionales que suelen hacer falta para producir un momento constitucional. Y sin embargo, extrañamente precipitado por las revelaciones sobre miembros del Parlamento británico que declaraban gastos por cosas como una casita de madera para patos en un estanque, una plancha de pantalones y la construcción de habitaciones para el servicio, existe un reconocimiento generalizado de que el sistema político británico se encuentra en una profunda crisis. A principios de esta semana oí a Dominic Grieve, el portavoz de Interior de la oposición conservadora, decir que la crisis podría poner en tela de juicio "las bases de la legitimidad del Estado".
No hay consenso sobre la solución. Muchos miembros de la clase política, especialmente en los dos grandes partidos, el Laborista y el Conservador, parecen seguir creyendo que bastarán algunos parches. Se equivocan. Reino Unido no necesita una revolución, pero sí una gran reforma. Hay algo que está fundamentalmente mal en un Estado tan centralizado y con un Ejecutivo tan poderoso, cuyos únicos límites son los que le imponen los jueces que aplican la Ley de Derechos Humanos, unos lores no elegidos y los periodistas.
En teoría, Reino Unido tiene un Parlamento soberano. En la práctica, como dijo Grieve en una reunión en el Instituto de Investigaciones sobre Políticas Públicas de Londres el martes pasado, la historia reciente del Parlamento muestra una subordinación creciente al Ejecutivo. El parlamentario laborista Tony Wright se mostró de acuerdo: tenemos un Parlamento que, en la práctica, se niega a ser soberano porque "el principal objetivo de los miembros de la legislatura es entrar en el Gobierno". Y el fin de nuestro actual sistema electoral, añadió, es escoger un Gobierno, no a los representantes del pueblo.
El deber nacional del Reino Unido, por consiguiente, es crear y sostener un momento constitucional, sin las circunstancias históricas que suelen engendrarlo. Para ello hacen falta iniciativas que vengan de arriba y de abajo, del Parlamento y de la gente. Por el momento, hay al mismo tiempo demasiado y demasiado poco en ambas partes. Existen innumerables propuestas, discursos, reuniones, iniciativas y eslóganes, pero no está nada claro cómo se va a plasmar todo eso en un cambio real.
Lo que ha venido de arriba, hasta ahora, es bastante poco. La Cámara de los Comunes va a mejorar su sistema de gastos. Hay un nuevo presidente de la Cámara, que no parece nada del otro mundo. Este otoño, un comité selecto, presidido por Wright, deberá presentar propuestas significativas para mejorar la forma de trabajar de la Cámara baja. (Por ejemplo, es increíble que el Gobierno controle la asignación de tiempos en las sesiones parlamentarias. Imaginemos qué diría el Congreso estadounidense en un caso así). Más importante es que vuelve a discutirse la reforma electoral. Alan Johnson, firme candidato a ser el próximo líder del Partido Laborista, expuso el otro día su propuesta de que el día de las elecciones se lleve a cabo un referéndum sobre el sistema de "voto alternativo plus" (un sistema mixto entre listas y circunscripciones de candidato único), el sistema recomendado hace una década por una comisión encabezada por Roy Jenkins -el ex ministro laborista y presidente de la Comisión Europea-, que el Gobierno de Tony Blair aparcó.
Mientras tanto, estamos con la política preelectoral de costumbre. El primer ministro, Gordon Brown, y el líder conservador, David Cameron, se ponen mutuamente por los suelos en las sesiones de preguntas al Gobierno, con una competición de gritos que hace que, en comparación, los clubes de debate estudiantiles parezcan más adultos. Los maestros de la manipulación como lord Peter Mandelson, que es quien tiene el poder detrás del trono de Brown, siguen haciendo declaraciones descaradamente falsas, como su ridícula afirmación de que el Gobierno no puede ofrecer proyecciones de recortes del gasto público -que todos sabemos que deben llegar- porque estarían basadas en "especulaciones". Cada cosa que dicen los políticos está evidentemente preparada para causar el mayor impacto posible en un ciclo de noticias incesante, presente las 24 horas.
En las pantallas de nuestros televisores sigue jugándose ese deporte llamado política como si fuera tenis o fútbol. ¿Pero cuánta gente siente verdaderamente que éstos son nuestros representantes? Los niveles intermedios de participación democrática son escasos o inexistentes, a diferencia de la floreciente democracia local y regional de Estados Unidos y gran parte de la Europa continental. Los partidos políticos controlan la designación de los candidatos parlamentarios, aunque Cameron ha prometido primarias que nos darían voz y voto en la elección de candidato.
Es verdad que cada cuatro o cinco años el votante británico puede contribuir a "echar a esos cabrones". Entonces llega a Westminster un nuevo grupo que sigue jugando el mismo juego y de la misma manera. Incluso aunque, de vez en cuando, haya un candidato nuevo y fresco que parezca hablar inglés normal, al cabo de unos meses aparece en televisión hablando exactamente como Mandelson.
Al mismo tiempo, fuera de las paredes del Parlamento y los estudios de televisión, hay muchas iniciativas nuevas en todas direcciones. El jueves por la noche hubo una concentración en el centro metodista de Westminster organizada por la coalición Vote for Change (Voto para el Cambio), amenizada por música de Billy Bragg, con el objetivo de despertar el entusiasmo por la reforma electoral. La campaña Unlock Democracy (Abramos la democracia) tiene un proyecto de ley para autorizar una convención de ciudadanos que, con carácter deliberativo, decida sobre una serie de reformas importantes. Por su parte, 38degrees.org.uk pretende crear una comunidad británica en la Red para fomentar el cambio, como MoveOn.org en Estados Unidos. Una nueva iniciativa llamada Real Change (a cuyo comité directivo pertenezco) tiene el objetivo de poner en marcha mil pequeñas reuniones cívicas en todo el país que seguramente desemboquen este otoño en una convención para la reforma (ver www.realchange.uk.net).
Es fundamental que haya una gran movilización popular. Sin una presión desde abajo, los políticos británicos volverán a sus malos hábitos de siempre. Pero por nuestra parte también tenemos que plantearnos una serie de preguntas difíciles. ¿Hasta qué punto la indignación popular con la clase política puede traducirse en la participación sostenida en un movimiento para el cambio constitucional? ("Reforma constitucional" no es un término que tenga mucho eco entre los británicos; "gobierno abierto" quizá podría tener más éxito). ¿No se disipará la energía cívica existente entre todas esas iniciativas tan variadas? ¿En qué sentido tiene derecho a afirmar cada una de ellas que representa "al pueblo"? (Una convención de ciudadanos dispuestos y seleccionados al azar, como se hizo por primera vez en la provincia canadiense de la Columbia Británica, serviría para aplacar en cierta medida esa objeción). Y, en definitiva, ¿cómo puede traducirse todo esto en leyes parlamentarias y en una moción específica para que se celebre un referéndum, que son las formas apropiadas de llevar a cabo una reforma importante en Reino Unido?
En algún momento, y más pronto que tarde, necesitaremos un organismo que sea un puente de dos direcciones entre el Parlamento y la gente. Tendrá que estar dotado de competencias y legitimidad. Wright ha sugerido llamarlo Comisión de la Democracia. En él deberían estar personas que verdaderamente sepan de qué hablan en relación con la Constitución semiescrita y el complejo sistema político del país: gente como el destacado abogado Thomas Bingham, el experto constitucional de Oxford Vernon Bogdanor y la veterana activista política Helena Kennedy. Debería contar con representantes de los partidos políticos. Pero también debería tener a un estudiante, un bloguero, un par de activistas de la sociedad civil... ¿y por qué no varios miembros de la población en general, escogidos por sorteo?
No puede ni debe ser una delegación de Westminster que se dedique a recorrer el país escuchando graciosamente las humildes peticiones de los súbditos de Su Majestad y luego elabore propuestas de compromiso de las que el Gobierno del momento escoja los fragmentos que quiera impulsar a través de una cámara legislativa servil. Pero tampoco puede ser sólo una iniciativa desde abajo de ciudadanos independientes, sin la autoridad política para plantear demandas al Parlamento. Ni el Parlamento ni el pueblo pueden actuar por su cuenta. Sólo un nuevo tipo de relación creativa entre los dos podrá darnos a los británicos el momento constitucional que necesitamos.