Llevo varios días de absoluta sequía anímica para enfrentarme a la pantalla en blanco del portátil. Un poco antes del asesinato del inspector de policía Eduardo Puelles por esa pandilla de mafiosos que conforman ETA tenía medio esbozado un comentario que se iba a titular "¿Por qué detesto el nacionalismo?". Ya no voy a escribirlo. No deseo que nadie piense que presupongo una relación causal entre el nacionalismo vasco, -en este caso-, y ETA. Me niego rotundamente a hacerle el juego a ninguno de los dos. ETA no es más que una organización mafiosa sin más objetivo que sojuzgar al pueblo vasco, al nacionalista y al no-nacionalista, en su propio interés, que confieso ignorar cual pueda ser. Pero saben, aun siendo despreciables los mafiosos etarras, me merecen mucho más desprecio quiénes les jalean y apoyan desde las instituciones, las urnas, las pancartas, las manifestaciones, los insultos y las amenazas. Estos últimos son doblemente cobardes porque se aprovechan de las libertades que les otorga una democracia en la que no creen. Pero no lo conseguirán. Como ha dicho con enorme entereza y valentía la mujer del policía asesinado, lo único que han conseghuido es dejar a dos hijos huérfanos y a una mujer viuda. Y no van a conseguir nada más.
Irán es otra de las cuestiones que me tiene ensimismado. De niño, en Madrid, vivía muy cerca de la Embajada Imperial del Irán, en la avenida de Pío XII. Eran los tiempos del Sah y sus encantadoras esposas, y de los fastos de la coronación en Persépolis. Que el Sah era un sátrapa a la antigua usanza lo supe mucho más tarde. Pero también es cierto que llevó a su país a unas cotas de modernización que no había conocido nunca antes, aunque no seré yo quien se atreva a sugerir que todo tiempo pasado fue mejor. Desde mi inocencia, mantenía una curiosa relación de amistad y buena vecindad con el personal de la Embajada, incluyendo al embajador y su familia, que me regalaban libros, cuentos y folletos turísticos de su país en cada visita que les hacía . Es agua pasada, claro está, pero estos días recuerdo aquellos momentos con cariño, y estoy convencido de que la ola de libertad que se ha levantado en Irán es el prólogo irreversible del principio del fin del régimen teocrático impuesto por los imanes y que el pueblo iraní, más pronto que tarde, recuperará la libertad que sin duda merece.
En El País de hoy el escritor Julio Llamazares ha publicado un artículo: "Lectura estética de las últimas elecciones", que no se como calificar, si como irónico o como sarcástico, sobre la utilización del resultado de las mismas por parte del PP del Sr. Rajoy, -¿hay otro PP que no sea el del Sr. Rajoy?-, como salvoconducto de prácticas corruptas. Sin librar de crítica al partido del gobierno ni a toda la clase política española en su conjunto. A mi, lo digo con toda sinceridad, más miedo que el PP del Sr. Rajoy, muchísimo más, me dan sus votantes de Madrid, Valencia, o Canarias.
Casualmente, el sábado pasado me dio por ojear un viejo y estupendo libro del sociólogo norteamericano V.O. Key: "Política, partidos y grupos de presión" (Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1962) , que había leído hace al menos treinta años. Apenas iniciado, en las primeras líneas de su capítulo preliminar, afirma Key con rotundidad: "la Política no es más que la lucha por el poder". Una verdad que solemos olvidar presos de la ingenuidad.
Dice un antiguo adagio que "la mujer del César no sólo tiene que ser honesta sino parecerlo". No creo que esa sea la situación actual en nuestro país. Para mi, la clase política española, salvo excepciones personales concretas, cada vez se parece más a un decadente prostíbulo lleno de viejas putas, dicho con todo el respeto debido a las putas ya sean éstas viejas o jóvenes. Sean felices. Tamaragua, amigos. (HArendt)
"LECTURA ESTÉTICA DE LAS ÚLTIMAS ELECCIONES", por Julio Llamazares
EL PAÍS - Opinión - 22-06-2009
Se podrá dudar de la palabra del sastre que confeccionó los trajes de los que tanto se habla en la prensa española últimamente, pero no de su profesionalidad: a sus destinatarios los trajes les sientan de maravilla.
Así que, si yo fuera el juez, seguiría investigando por ahí, puesto que, aunque no deja de ser cierto lo que dijo el presidente del partido al que aquellos pertenecen de que nadie se vende por cuatro trajes, no es menos cierto que, si éstos están tan bien cortados como se ve, cualquiera puede caer en la tentación de ponérselos, máxime si, como es el caso, ha de cambiar de traje a diario en función del cargo que ostenta, siempre al servicio de los demás, por supuesto.
Igualmente, y aunque nuestra Constitución ampare la presunción de inocencia de todos los españoles, incluidos aquellos a los que, como los del caso Gürtel, el aspecto delata sólo con verlos (la fotografía de la explanada de El Escorial con Correa y El Bigotes desfilando con chaqué en el convite de Agag y Aznar serviría como prueba acusatoria en cualquier juicio), si yo fuera el juez del caso, seguiría los pasos de los imputados aunque solamente fuera por aquello que dicen los americanos de que, si un ave anda como un pato, vuela como un pato y nada como un pato, lo normal es que sea un pato (en España hay otra versión de ese silogismo, más costumbrista y menos avícola, que es esa que asegura que, si alguien lleva casco, hacha y manguera, lo normal es que sea bombero).
Lo que no comprendo, en cambio, dicho sea con todos los respetos hacia quienes actúan y piensan de modo diferente, es la insistencia de los partidos de izquierda en utilizar esos casos de corrupción, así como otros varios que salpican al Partido Popular desde hace tiempo, como arma en la batalla partidista cuando la realidad demuestra que al electorado conservador la corrupción no sólo no le preocupa, sino que la considera consustancial a la actividad política, incluso digna de admiración y aplauso (siempre y cuando, eso sí, la protagonicen personas de su ideología; otra cosa es que afecte a los contrarios), como recientemente han vuelto a demostrar los resultados de las últimas elecciones al Parlamento Europeo.
¿O cómo explicar si no que las comunidades más afectadas por esos casos de corrupción, incluso con personas ya imputadas por los jueces, sean precisamente donde el partido al que pertenecen mejores resultados ha obtenido, incluso acrecentando su número de votos?
Cierto que existen otros factores (la crisis económica, por ejemplo, o la abstención de muchos votantes, especialmente en ciertas regiones) que explican esos resultados, pero lo que parece claro es que la que los partidos de izquierda creían iba a ser su baza principal en esa cita se ha demostrado no sólo inocua, sino hasta revitalizadora para sus opositores; tan revitalizadora que algunos de éstos han llegado a argumentar, ignorando los principios democráticos más básicos (el de la división de poderes, el primero, y el de la independencia de los jueces, el segundo) que esos buenos resultados obtenidos en las urnas suponían de hecho una absolución de los imputados en los citados escándalos de corrupción. Un argumento que serviría para que cualquier persona con cuentas con la justicia se presentara a unas elecciones esperando a que las urnas revocaran la decisión del juez.
Algo pasa en un país cuando la corrupción no sólo no penaliza a quienes se benefician de ella sino que les favorece. En los últimos días se han hecho muchos análisis sobre el asunto, comparando el caso de España con los de otros países de nuestro entorno (el de la Italia de Berlusconi o el del Reino Unido de Gordon Brown, tan parecidos a primera vista, pero resueltos por la población de modo muy diferente), pero nadie se atreve a decir lo que muchos sospechamos o pensamos ya hace tiempo: que la sociedad española tiene un problema muy grave y éste no es tanto la crisis económica, que existe, eso es evidente, cuanto la moral y estética. Y esa crisis, que es ya antigua (viene de la dictadura, incluso de más atrás), se ha acentuado en estos últimos tiempos al socaire de la bonanza económica que el país ha vivido durante años y de una cultura, o incultura, la de la picaresca, que, arraigada en nuestro carácter (el español presume de listo, nunca de honrado, ni de trabajador), se adapta a cada momento en función de sus características.
El problema principal es que quienes deberían solucionar esa crisis (que no se arregla con inyecciones de dinero, como la económica, sino con el ejemplo y la educación de la población) son los que más contribuyen a acrecentarla, los unos utilizando la corrupción como munición política, pero sin preocuparse mucho por lo que de verdad supone, y los otros protegiendo a los corruptos con el desvergonzado argumento de que las urnas no le condenan.
Entrada núm. 1172 (.../...)
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