Mi relación con el Museo "Reina Sofía" (Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía) de Madrid es la historia de una tempestuosa aventura de amor-odio, que dura desde 1986, y que se mueve entre ambas pasiones, sin caer nunca en la indiferencia.
Situado en el denominado "Triángulo de Oro" de los museos madrileños: El Prado, el Thyssen y el Reina Sofía, durante muchísimo años,cada vez que tenía que volar a Madrid desde Canarias para cualquier asunto profesional, académico o personal, siempre buscaba un "huequito" (aparte de los paseos habituales por El Retiro y las tascas del Madrid de los Austrias, ya de noche) para visitarlos. Sobre todo, el Museo del Prado y el Reina Sofía. Los dos eran visitas obligadas, siempre agradables, y más si se hacían en compañía de foráneos ante los que me encantaba hacer el papel de cicerone de un mundo que conocía bien y que amaba como a pocos. Había pateado bastantes veces el antiguo Museo Español de Arte Contemporáneo, sito en la Ciudad Universitaria de Madrid, pero el Reina Sofía, al que trasladaron la colección cuando aquel cerró sus puertas, era algo especial. Y cuando llegó el "Guernica" de Picasso (procedente del MOMA de Nueva York), más aún. Lo había visto en su primitiva instalación del Casón del Buen Retiro, donde, en honor a la verdad, no pegaba ni con colinón, con unos techos cuajados de frescos de los siglos XVII y XVIII, pero en el Reina Sofía estaba mucho más natural, como en su casa, a pesar de tratarse del edificio de un viejo hospital, el San Carlos, felizmente reacondicionado para museo..
Me encantaba ver su colección permanente, y sus exposiciones temporales de artistas concretos, fotografías y documentales. Aunque de vez en cuando salía bufando de él ante la contemplación de alguna que otra plancha de acero de 20 metros de largo por dos de ancho, que ocupaba toda una sala del museo y que sin ningún otro aditamento estaba allí como una "excepcional", (de excepción, no de calidad), obra artística; obra que a mi me parecía y me sigue pareciendo, una solemne tomadura de pelo, pero en fín, doctores tiene la tauromaquia.
En estos días pasados he leído, entres otros, tres artículos que hace referencia a la nueva reordenación de la colección del Reina Sofía, que espero poder ver en la primera ocasión que se me presente... Están escritos, respectivamente, por Antonio Muñoz Molina, José Manuel Ballester y Ángela Molina. Me han parecido muy interesantes; espero que a ustedes también, y que los disfruten. Sean felices. Tamaragua, amigos. (HArendt)
Notas:
(1) Página electrónica del Museo Reina Sofía (Madrid):
http://www.museoreinasofia.es/index.html
(2) Página electrónica del Triángulo del Arte (Madrid):
http://www.triangulodelarte.org/
(3) Historia del Museo Reina Sofía (Madrid):
http://es.wikipedia.org/wiki/Museo_Reina_Sof%C3%ADa
(4) Fachada norte del Museo Reina Sofía (Madrid):
http://esperanza4.files.wordpress.com/2008/04/museo-reina-sofia.jpg
(5) "Guernica", de Picasso:
http://purijurado.files.wordpress.com/2009/04/picasso_guernica.jpg
(6) "Guitarra ante el mar", de Juan Gris:
http://www.elpais.com/recorte/20071222elpepucul_8/XLCO/Ies/Guitarra_mar_1925.jpg
(7) "Hombre con pipa", de Joan Miró:
http://www.elpais.com/recorte/20071222elpepucul_9/XLCO/Ies/Hombre_pipa_1925.jpg
"LA REVOLUCIÓN DEL REINA SOFÍA. HISTORIAS CRUZADAS", por Antonio Muñoz Molina
EL PAÍS - Cultura - 27-05-2009
Manuel Borja-Villel habla con el entusiasmo de quien ha descubierto una buena historia y tiene impaciencia por contarla. Las buenas historias casi nunca se inventan: estaban delante de los ojos y sólo hacía falta mirar con la atención necesaria para encontrarlas, hallarse predispuesto, ansioso por descubrirlas. Una buena historia consiste muchas veces en el hallazgo de conexiones nuevas entre cosas ya conocidas que al revelarse saltan como chispazos neuronales.
Lo que ha querido contar Manuel Borja-Villel en la nueva disposición de las colecciones del Reina Sofía es el trayecto del arte moderno visto desde una perspectiva española; no la historia insular y lineal -y en el fondo quejumbrosa- de los ecos que llegaron a un país atrasado y más bien conservador desde las metrópolis del arte, ni tampoco la del contraste entre unos cuantos genios rápidamente universales y un pelotón de mediocridades cargadas de resignación y buenas intenciones, sino la conexión, mucho más complicada y más interesante, entre las tradiciones interiores y el sobresalto de lo nuevo, entre los artistas que se iban y los que se quedaban, los que volvían, los que llegaban de lejos, los que sin venir siquiera irradiaban influencias valiosas. Seguir a un solo artista durante toda una vida desplegada en varias salas puede ser tranquilizador pero también engañoso, porque ni el pintor más original se forma por sí solo ni es exactamente el mismo a lo largo de su carrera. Algunos de los más sutiles hilos narrativos que ha dibujado o ha encontrado Borja-Villel son los muy sinuosos que entrecruzan las historias de los artistas españoles en apariencia más familiares, estableciendo vínculos de aprendizaje y de simultaneidad que nos los muestran bajo una luz nueva, y por lo tanto nos alientan a mirarlos mejor, a mirarlos de nuevo. No hay lugar para las líneas rectas: Picasso, más que un cometa solitario en una órbita exclusivamente suya, vive y pinta en un diálogo muchas veces receloso con sus contemporáneos y aprende y copia de los que podrían ser sus discípulos: en una de las nuevas salas del Reina Sofía vemos un cuadro suyo de los años treinta rodeado de obras del surrealismo áspero y como autárquico de Benjamín Palencia y del joven Alberto Sánchez y lo que era una singularidad suya se convierte en una resonancia, y lo encuadra en una compañía no menos evidente por ser transitoria. Porque cerca de la sala sobrecogedora del Guernica se proyectan unas películas documentales sobre la Guerra Civil comprendemos que esos grises dramáticos vienen del cine. Y al mirar los dibujos preparatorios con sus mujeres dramáticas y sus caballos y sus toros junto a las láminas de la Suite Vollard comprendemos que entre el Picasso testimonial y político y el de la desvergonzada confesión sexual no hay ninguna distancia. Las dos vidas paralelas de Picasso y Miró confluyen al final en los dos muros de una misma sala, y gracias a esa confrontación descubrimos dos maneras de despedirse de la vida y de la pintura: Picasso con brochazos convulsos, con colores hirientes, reiterando casi con exasperación el tema del pintor y la modelo, que es también el drama de la persistencia del deseo y la imposibilidad de su cumplimiento; Miró, reduciendo la materia y la gesticulación al mínimo, deslizando casi pudorosamente líneas muy delgadas que casi se desvanecen en el fondo, signos aislados, anticipadores de una desaparición sin aspavientos. Junto al Picasso cubista están Braque y Juan Gris: y en los bodegones de cada uno de los dos, aparte de una originalidad y una maestría que no son inferiores en nada a la del gran minotauro que lo devora todo, hay, cuando los mira uno cerca y despacio, un dominio del oficio antiguo de pintar que es tan austero, tan sólido como el de los artesanos que hicieron las mesas y las guitarras y los que soplaron el vidrio de las botellas que tanto les fascinaban, objetos materiales y puras formas platónicas. Pero hay otro Juan Gris, ya plena y exclusivamente él mismo, y para que se le preste la atención que merece y que pocas veces ha recibido es necesaria una sala entera: "un espacio de contemplación", dice Borja-Villel, subrayando el hecho físico de cruzar un umbral hacia otra dimensión de asombro: esa ventana abierta a un litoral azul de Juan Gris, esa presencia hospitalaria de lo luminoso y lo femenino. En cada itinerario los pasos y la mirada trazan una nueva historia que se conecta a las otras y es modificada por ellas. Paul Klee está cerca de Miró; Guerrero y el mejor Esteban Vicente aguantan bravamente el tipo junto a sus colegas de la escuela de Nueva York; un muro plomizo de Tàpies es la superficie torturada de Europa emergiendo en ruinas de la devastación y la vergüenza de la guerra; los mejores dibujos de carnaval de José Gutiérrez Solana vienen de una genealogía cuyo primer padre es Goya, quien a través de Daumier, de Baudelaire y de Manet alimenta la mirada moderna y se vuelve más contemporáneo que nunca cuando en el siglo XX los Desastres de la Guerra son el único modelo posible a partir del cual representar el horror. De Goya viene Grosz; de Grosz los dibujos de guerra y degradación de Luis Quintanilla. Y junto a la guerra, la perenne melancolía de lo que pudo haber sido, el racionalismo luminoso, cordial en su escala humana, del pabellón de la República en la exposición de París de 1937. Una historia tras otra; y muchas más que se entrecruzan con ellas, y que habrá que ir descubriendo en caminatas futuras.
Un cambio en cifras:
- 7.500 metros cuadrados de superficie útil.
- 38 salas han sufrido transformaciones.
- Un millar de obras conforman la colección, entre pinturas (265), esculturas (90), obras en papel (230), fotografías (299), instalaciones (12) y audiovisuales (50).
- Entre las nuevas incorporaciones, 137 son adquisiciones recientes.
- En total, se ha invertido 20 millones de euros.
- Se han rescatado 400 obras de los fondos del museo (compuestos por 17.290 piezas).
"LA REVOLUCIÓN DEL REINA SOFÍA. UNA APUESTA POR LA INTERCONEXIÓN", por José Manuel Ballester
EL PAÍS - Cultura - 27-05-2009
Se han abierto los almacenes para, a partir de los fondos que posee el museo, reconstruir lo que llamaría el museo visible. No soy partidario de que la historia del arte se entienda únicamente en sus aspectos cronológicos y se parcele. Ahora bien, si los museos estatales han funcionado hasta ahora amparados en la cronología y si se pretende modificar su sistema, el cambio exigiría un planteamiento bien fundamentado que permita la interconexión no sólo entre el Museo del Prado y el Reina Sofía, que son los que están en el debate, sino también entre otros museos como por ejemplo el Arqueológico, todos ellos públicos. Lo que hasta ahora se ha realizado en España son experimentos aislados pero para abordar coherentemente este nuevo esquema habría que crear un consorcio de museos con un equipo de trabajo compuesto por los mejores especialistas en los diferentes apartados. Y en el proyecto de Manuel Borja-Villel vislumbro una gran predisposición a trabajar en esta dirección.
El museo ha sabido engranar las distintas disciplinas y sacar de sus almacenes una cantidad de obras y material documental hasta ahora ocultos. Y vuelvo a insistir en el asunto de escoger dentro de la colección. Esta circunstancia demuestra que en anteriores periodos los diferentes directores del museo han ido aportando no sólo obras de arte sino también un gran material gráfico y documental que la nueva dirección ha sabido apreciar. Por otro lado, también están presentes en la colección algunas aportaciones que Borja-Villel ha realizado con las adquisiciones más recientes y el resultado de entender el museo como una institución abierta que necesita buscar espacios de colaboración con otras instituciones incluyendo los mecanismos más actuales como la creación de una red interactiva que permitirá entender la historia del arte de forma más dinámica. Ahí se apunta un flujo de conexiones con Latinoamérica con muchas posibilidades y que considero importante.
En el recorrido conviven pinturas, esculturas, fotografías y material gráfico de forma que el viaje a que se nos invita expone una amplia documentación muy instructiva para situar al espectador en los diferentes contextos presentados en unos espacios donde destacan los años treinta, cincuenta, sesenta y la actualidad.
Por otra parte, en muchas de las salas se establece una comunicación fundamentada en un doble diálogo: entre géneros diferentes como el cine, la fotografía y la pintura así como entre artistas de un mismo género. Por ejemplo, los dramáticos dibujos de guerra de Luis Quintanilla con la obra Spain, de George Grosz; o las fotografías de Robert Capa junto con las de Alfonso y Agustí Centelles abordando la guerra civil española y que sirven como preámbulo al Guernica.
Las fotografías de Catalá Roca, Pérez Siquier y Joan Colom comparten un mismo espacio con un resultado rotundo.
En una primera lectura me gustaría destacar algunas obras. Unos collages de Benjamín Palencia, dos pequeñas piezas de Kurt Schwitters, una cabeza de Joan Rebull de 1927, un cuadro futurista titulado Modernidad de Remedios Varo de 1936, el nuevo espacio dedicado a Oscar Schlemmer, el apartado GATEPAC, las obras de Antonio López, entre las que destaca su escultura Hombre y mujer, una película de Robert Breer de 1954 y el filme Tríptico de España, de Val Del Omar. En las salas de los años sesenta encontramos obras de Mira Schendel y Lygia Pape, y que abre un camino, entre otros, a León Ferrari.
El espacio uno abordará las formas de arte más actual y a partir de octubre acogerá un programa de exposiciones titulado Fisuras con el arte más experimental y que actualmente lo ocupan Florian Punhosl con un vídeo, Rosa Barba con dos videoesculturas y pinturas de Franys Alys.
El museo nos ofrece con esta propuesta una visión más clara de la interconexión entre las diferentes producciones artísticas a lo largo de la colección y de sus distintas etapas.
"SENTIDO Y REVERENCIA", por Ángela Molina
BABELIA - 06-06-2009
El enigma y la fuerza de una colección residen en el misterio de su personalidad y en la aureola que le imprime esa cabeza que la piensa, incluso cuando ésta lucha con lo extraño del texto hasta temer a su propia inteligencia. La historia -las historias- del arte que Manuel Borja-Villel descubre y redescubre en el Museo Reina Sofía tienen el efecto de la intuición: su capacidad de invención y de anticipación, su deseo de ser diferente, su licenciosidad, nunca ofensiva, y su vanidad narrativa obedecen al mismo impulso: una conmovedora observación para alumbrar los paraísos perdidos de los estetas, esto es, los artistas.
El recorrido por las cuatro plantas del MNCARS es el resultado de un trabajo sincero, aunque ya sabemos que la sinceridad no conduce necesariamente a la verdad, pero sí al sentido. Es también sincera la voluntad de afirmar que Borja-Villel ofrece un discurso mucho más convincente que cualquiera de sus predecesores, en particular cuando reemplaza a lo religiosamente correcto -el tiempo homogéneo y ese canon penosamente familiar- por unas coordenadas ligadas a la memoria y al discurrir de las energías sociales. Abre de tal modo las obras a múltiples perspectivas que éstas se convierten en artefactos críticos de la historia. Narraciones y aforismos que son sinécdoques de las grandes utopías de la modernidad, invenciones de emotivas ironías que reflejan realidades encontradas, al más puro estilo de un ready made.
Con todo, aun gravitando en la órbita de un director de museo que inventó a lo largo de una década, desde el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, las infinitas maneras de interrumpir la narración oficial para forzar al contexto, al archivo, a la subalternidad, al desacuerdo y a la esfera pública a contar la historia, en lugar de al cauteloso artista, se hace necesario dar rienda suelta a algunas objeciones -y hasta decepciones- que surgen paralelas a la misma exigencia con que el director del Reina Sofía perfila un trabajo que aspira a una visión total de la modernidad, aunque en su caso deberíamos utilizar el plural, visiones.
Más de mil obras aparecen distribuidas a lo largo de las 38 salas de los edificios Sabatini y Nouvel. De ellas, 137 son de nueva adquisición, y en la mayoría de los casos sirven de bisagra o liberan discursos anteriores instalados en una historia satisfecha y muy poco autocrítica, que se ofrecía al público como una hermenéutica que nos decía qué y cómo debíamos recordar.
Goya, protorromántico, protorrealista, surrealista, alegorista moral, el pintor que adivinó que cualquier época futura sería mucho peor que la suya, rompe con el clásico dique de contención con que empiezan varias colecciones europeas, 1881, año del nacimiento de Picasso, para recuperar los sentimientos desplazados que inspiraron los saturados e infinitamente sutiles Desastres de la Guerra, anuncio del miedo a la extinción social y cultural que deriva en esperpento en una España que, hasta el surrealismo, decide renunciar al deseo.
De la materialidad pictórica de Medardo Rosso, de la visión arcadiana del noucentisme catalán y Santiago Rusiñol, al joven Picasso y al inicio del cubismo inspirado por la escultura africana, las otras vanguardias y las nuevas tecnologías que dinamizan la percepción, el recorrido discurre manso por los años veinte, con sus manifestaciones puristas y de gustos neoclásicos, dinamitados por la revuelta dadá y la aparición del "Credo creativo" de los maestros esquizofrénicos -Klee, Dubuffet, Ernst, Benjamin, Duchamp, Picabia Mallarmé-, poetas-héroes cuyo espíritu delicado y frágil vivirá latente a partir de ahora en todas las salas del museo.
La parte más sólida y gratificante de la colección gira sobre el eje del Guernica, el "corazón" del Reina. Si bien -hoy muy pocos lo recuerdan- fue Juan Manuel Bonet el primero que arrancó de su espléndido narcisismo al gran mural en blanco y negro creado por Picasso para el pabellón de la República -una construcción corbusierana diseñada por Josep Lluís Sert en 1937- Borja-Villel ha sabido teatralizar mejor aquel campo de batalla, al cuidar la iluminación y colocar en escena a todos sus autores (Miró, Calder, Renau, Alberto Sánchez), de manera que la representación de la infamia se convierte ahora en una obra coral de la resistencia, mucho más oceánica y liberadora. Así, percibimos que la ambición es el proyecto final de su director, el saneamiento de los límites entre disciplinas y escuelas, la creación de nuevas narrativas. Y hasta resulta curioso cómo el mismo recorrido por las salas, diseñado en galerías muy poco versátiles y que obligan al visitante a volver sobre sus propios pasos, logra paradójicamente transformar las sensibilidades normativas en más heterodoxas. Está claro que, en la composición de espacios, el único rival posible de Borja-Villel es él mismo. Y aquí es también donde se puede decir, sin alardes patrios, que, en el panteón bastante restringido de las colecciones europeas, la del Reina de los años veinte, treinta y cuarenta puede competir sin complejos.
La cuarta planta del edificio Sabatini reúne las manifestaciones artísticas en Occidente después de la guerra. Hay salas que resulta imposible no admirar (con cierta piedad natural), como las dedicadas a Lucio Fontana y a Robert Motherwell (Totemic figure, 1958), en diálogo con Esteban Vicente (In pink and grey, 1950), Rothko (Orange, plum, yellow, 1950) y José Guerrero (Tierra roja, 1955); o el papel de la escultura vasca, en especial Oteiza, en el contexto de la Bienal de São Paulo de 1957. Otras, sencillamente, apelan a la voluntad y a la memoria del visitante más culto, obligado ante las ausencias a llenar los huecos con imaginarios bonnards y matisses, giacomettis, el informalismo europeo, la pluralidad del modelo americano de la Bauhaus, el expresionismo, el pop anglosajón, el letrismo y las otras utopías situacionistas. Bien sabe el director del Reina que, en el futuro, sus esfuerzos deberán concentrarse en la consecución de un inventario, al menos, de firmas de la escena europea y americana de mediados del siglo XX, aunque ello requiera un esfuerzo presupuestario de las instituciones o, en el mejor de los casos, del mecenazgo y donaciones de privados.
A modo de compensación, encontramos también sorpresas, como la recuperación del gran experimentador José Val del Omar (con su "tríptico elemental de España", tres películas realizadas durante los cincuenta y sesenta); la sutileza de Palazuelo o la potencia de Tàpies, un artista representado en exceso, puede que como respuesta a la casi nula visibilidad de su obra en las colecciones internacionales. Otras "extrañezas" no menos importantes parten de la fotografía de posguerra -Català-Roca, Joan Colom, Masats, Maspons, Cualladó...- instaladas de espaldas a una sala ocupada por el (neo)realismo de Gerardo Vielba, Antonio López y Carmen Laffon... como si pícaramente esta sintaxis obligara al visitante a comparar ese tipo de "compostura y belleza" de la escuela castellana que renuncia a los deseos "insignificantes", con la magia y el espíritu innovador de la llamada "periferia" española.
Una sólida respuesta a aquella época fragmentaria la encontramos en la planta 1 del edificio Nouvel, con un impecable montaje de esculturas, vídeos y pinturas de los sesenta. Fragilidad, radicalismo, fantasía, confesión y, de nuevo, utopía, en las obras de Broodthaers, Cy Twombly, Philip Guston, Antoni Llena, Gego, Mira Shendel, Marcel Duchamp, Robert Morris, Raymond Hains, Carl André, Mario Merz, Donald Judd, Hans Haacke, Öyvind Fahström, Matta-Clark, Smithson, Joan Jonas, Fluxus, Yves Klein, Javier Aguirre y Joan Rabascall. Es difícil reunir tantas singularidades de una manera ponderada y comedida. Pero la nueva pragmática del Reina está hecha para estos retos, algo tan tardorromántico como la fusión inseparable del compromiso con el esteticismo. De ahí que, ya en el último tramo del recorrido, el visitante sienta que debiera invocarlo. Surge así una sensación anacrónica, ¿por qué los setenta son pájaros vivos en nuestras manos, y los ochenta y noventa aves disecadas en sus jaulas? Porque las manifestaciones más actuales, etiquetadas aquí como "visiones críticas y narraciones de lo global", son una celebración, de nuevo, de lo fragmentario, una selección ciertamente arbitraria que traza con tinta invisible una lectura acerca del compromiso social y los tránsitos por el cubo blanco.
Una parca selección de pinturas domésticas, presididas por un fingido y prescindible Barceló -el único entre las decenas que posee la colección del Reina-, podría servir para abrir un sano debate sobre la idoneidad de su trabajo para el pabellón español de la Bienal de Venecia que se acaba de inaugurar. Igualmente, el conceptual catalán alineado con el de Alberto Corazón y Nacho Criado resulta algo forzado e impreciso.
Borja-Villel ha tenido la temeridad y el genio de combinar los trabajos de Dan Graham, Muntadas, Juan Muñoz, Allan Sekula, Cindy Sherman, Mike Kelley, Franz West, Cristina Iglesias, Bruce Nauman, Richard Serra... Sin embargo, todavía hay muchos demonios con máscaras guardados en los almacenes del Reina como para que se pueda empezar a crear un discurso serio e internacionalmente competitivo en el ámbito de lo contemporáneo.
Habrá que esperar a que las reverencias se esfumen para encontrarnos con el Borja más idiosincrático y valiente, el que es capaz de neutralizar la relación bastante difusa entre el arte y la corte. Si lo consigue, el teatro es suyo. Y los buleros, al redil.
Entrada núm. 1166 (.../...)
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