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sábado, 16 de febrero de 2019

[A VUELAPLUMA] Vivir sin creer





La duda es como una mancha de aceite que se extiende fina y perfecta para acabar con las geografías espirituales en que se desenvolvieron las vidas de nuestros ancestros y borrarlas de un plumazo, escribe la filósofa Amelia Valcárcel, catedrática de Filosofía Moral y Política de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), y miembro del Consejo de Estado desde 2006.

La cosa empezó por el infierno, comienza diciendo la profesora Valcárcel. Las más prestigiosas encuestas sobre nivel de creencias religiosas detectaban hace un par de décadas que las personas ponían en duda el castigo eterno, siempre que se aplicara a increyentes de buena fe. Si tus vecinos eran budistas pero decentes, se te hacía difícil pensar que su destino fuera arder por toda la eternidad. La duda es como una mancha de aceite: se extiende fina y perfecta. El infierno, aquel heredero expresionista del Seol y del Hades, empezó a perder cuerpo. Hace una década, el Papa de Roma aseguró que era una especie de estado, pero ningún lugar físico. En consecuencia, el paraíso vendrá aquejado de la misma suerte. Tampoco sería un lugar, en lo que por lugar entendemos. Ni infierno, ni cielo. Las geografías espirituales en que se desenvolvieron las vidas de nuestros ancestros se estaban difuminando, cuando no se borraban de un plumazo. Del purgatorio, excuso decir, no cabe hacer ni mención.

Pero nadie crea que esto es privativo del cristianismo. Me recuerdo en Katmandú hace cuatro años, una noche bendita, hablando con un amigo estimable, sabio y erudito, uno de los más queridos intelectuales de Nepal. Cuando le insinué el asunto de la reencarnación, me miró desapasionadamente, incluso con un punto de tristeza, y me dijo: “Yo no creo que nadie vaya a volver del río”. “Se lo llevó el río” es la expresión para aludir a la muerte porque en su ribera se realizan las cremaciones. Otro tanto y parecido había escuchado poco antes en una celebración de Sukkot, la fiesta de las cabañas, en Jerusalén. También la luna estaba hermosa. Cumplidos los ritos y acabada la cena, compareció el tema de la creencia en el más allá. Mis amigos, judíos conservadores, mantenían la confianza en la ley y la promesa. Pero su posición era clara: el convencimiento ancestral de que Dios ayuda en esta vida, que para eso se le rinde adoración, pero que la otra sólo existe para Él. Pasamos para siempre.

El cultivo en esta vida de los elementos que harían posible disfrutar de otra más allá de la muerte, una de felicidad y reconciliación, quizá se lo debamos, como tantas otras cosas, a nuestros antepasados griegos. Es tema difícil de elucidar, pero parecen haber sido ellos quienes, en los misterios eleusinos, más se esforzaron por afianzar ese puente al otro mundo. De ser así, se lo hicieron heredar a todo el helenismo y, en consecuencia, a las tres religiones del libro. Una enorme novedad esta de la vida individual sin término. Las religiones nacen y mueren. Es interesante contemplar sus restos. Parece que buena parte de la población mundial ya no tiene confianza en que exista una vida de ultratumba. Varios paraísos ya no existen. Nadie banquetea en el Walhalla, y la barca dorada de faraón tampoco cruza los cielos. Cierto que seguimos haciendo apelación a lugares de parecido género durante las honras fúnebres. Pero sus invocaciones se hacen con comedimiento. S. Mill escribió que, de existir tales geografías, ello nos proporcionaría un terror innecesario. ¿Acaso seremos la primera generación que no cree en la vida eterna? Si esto se confirma, la vida eterna habrá sido muy breve.

Hace casi un par de siglos que la religión ya no es la forma prevalente de entendimiento del mundo. Nuestra era es casi perfectamente secular. La anterior cita, encriptada lo confieso, de la obra de Charles Taylor nos pone ante “el desencantamiento final de un cosmos de espíritus que responden a los seres humanos”. Desde la Era Axial, este camino estaba en marcha. Ahora, según Taylor, logra una perspectiva madura. Sin embargo, no por ello la religión, las religiones van a desaparecer. La mayor parte de ellas, las más conformes con el tiempo global, mutarán. Lo harán según la plantilla del giro antropocéntrico. Se volverán humanistas.

La mutación de las creencias puede sin embargo dejar constante el quantum religioso. Y eso tiene al menos dos lecturas. Una, corriente: aparecerán actividades sustitutorias en las que encajar los estados mentales otrora religiosos. Otra, de imprevisible dureza: se aplicará esa energía a productos políticos o sociales más que dudosos. Ya ha ocurrido. Que se cierren las puertas de la eternidad soñada no significa que la profunda raíz de la que lo religioso dimana deje de surtir savia. Muchas formas religiosas han logrado vivir sin ese supuesto. Si esta generación pasa a ser la primera de las modernas que lo abandona de modo significativo, la novedad será sin duda fuerte. Pero sus consecuencias no son de momento calculables.



Cúpula del Duomo de Florencia, Italia



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 26 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Vivir en Matrix





Vivimos en Matrix, y nos cuesta reconocer el progreso, pero la gran paradoja es que mientras los datos nos indican que esta es la era de mayor prosperidad y paz de la historia, la percepción que tenemos es que atravesamos la época más crítica y convulsa de la misma, escribe Víctor Lapuente Giné, profesor titular en el Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo e investigador en el Instituto de Calidad de Gobierno de dicha universidad. 

Ya lo dijo Platón: Vivimos en una caverna. También Elon Musk, quien cree que estamos presos en una fantasía virtual como en la película Matrix. Y es que visionarios de distintas épocas han coincidido en señalar que el mundo que percibimos no es el real.

Pero ahora tenemos la evidencia. Un grupo de científicos, liderados por el psicólogo Daniel Gilbert, ha probado la existencia de un mecanismo cerebral que nos impide captar la realidad con objetividad. Tiene un nombre pomposo —“cambio conceptual inducido por la prevalencia”—, pero implicaciones serias para la vida cotidiana. La idea es que, cuando la presencia de un problema (por ejemplo, la discriminación o la pobreza) se reduce, los humanos ampliamos su definición. Con lo que no sentimos la mejora.

En una serie de experimentos, Gilbert y sus coautores han mostrado que, a medida que un fenómeno se vuelve menos frecuente, incluimos en él más elementos. Por ejemplo, cuando los puntos azules empiezan a escasear en un papel, contamos como azules los puntos violetas. Cuando disminuyen las caras amenazantes en las ruedas de reconocimiento, comenzamos a evaluar los rostros neutros como amenazantes. O, cuando las propuestas poco éticas se tornan esporádicas, rechazamos iniciativas que antes habríamos calificado como éticamente correctas.

No tenemos constancia de que, como en Matrix, este dispositivo que deforma nuestra visión de la realidad haya sido implantado en nuestras mentes por robots. Los científicos intuyen que, más bien, es un engranaje evolutivo que cumplía una función en el amanecer de nuestra especie.

Pero, en la actualidad, eleva el estrés social. Colectivamente, somos incapaces de dar carpetazo, o importancia relativa, a ninguna preocupación. Por ejemplo, hasta hace unos años, el término agresión se utilizaba para designar las invasiones o los ataques físicos no provocados. Pero, hoy en día, consideramos como agresiones comportamientos tan variados como no establecer suficiente contacto ocular con nuestro interlocutor, o preguntarle de dónde viene.

Cuando —o, mejor dicho, precisamente porque— este es el periodo de la historia donde las agresiones son menos habituales, nos sentimos más agredidos (y potencialmente agresores) que nunca. Algo similar sucede con conceptos que han ido ensanchándose durante las últimas décadas, como acoso, desorden mental, trauma, adicción o prejuicio.

Quizás es para bien. Pues la expansión de los problemas indica que somos socialmente más conscientes del sufrimiento ajeno. O quizás para mal. Pues también conlleva el vacuo ascenso de lo políticamente correcto. Los psicólogos son agnósticos sobre si este resorte mental es positivo o negativo.

Pero los científicos sociales y periodistas debemos ser conscientes de sus efectos, porque afecta a la esencia de nuestra actividad: valorar objetivamente el mundo. En la industria de la investigación, la información y el entretenimiento nos beneficiamos de este dispositivo mental porque, junto a los políticos, somos vendedores de problemas sociales.

La desventaja más palmaria es nuestra inhabilidad para reconocer el progreso. La gran paradoja es que, mientras los datos nos indican que esta es la era de mayor prosperidad y paz de la historia, la percepción que se deriva leyendo la prensa o viendo la televisión es que atravesamos la época más “crítica” y “convulsa”. Hace 30 años, uno de cada tres ciudadanos del mundo vivía en la extrema pobreza. Ahora solo uno de cada diez. Y, mientras durante la mayor parte de nuestra existencia la esperanza de vida era de unos 30 años, ahora vivimos hasta los 70. Y, en países como España, por encima de los 80.

Divulgadores como Steven Pinker llevan tiempo preguntándose cómo es posible que, frente a estas certezas empíricas, califiquemos cada año como uno de los peores de la historia. Ahora tenemos una respuesta. Justamente porque todo mejora, vemos problemas por todos los lados. La agenda de urgencias sociales rebosa. Añadimos nuevos retos, como el cambio climático, pero no podemos deshacernos de los viejos quebraderos de cabeza. Sanidad, educación, seguridad ciudadana… Todo ámbito de la cotidianeidad exige mayor atención. Y, por supuesto, más recursos.

La redefinición artificial de los asuntos públicos se produce hasta en los temas que, por su propia naturaleza, son fáciles de cuantificar. Como el terrorismo. Muchos analistas y políticos entienden que es muy grave que los etarras no hayan reconocido explícitamente su derrota o que se inicie el acercamiento de presos. Pero, a esos mismos analistas, estas cuestiones les hubieran parecido hace años nimiedades frente al Problema con mayúsculas: los asesinatos de ETA. El fin de la violencia no ha supuesto pues la desaparición del terrorismo como preocupación social, sino su reinvención.

Esta extensión interesada de los problemas afecta sobremanera a la crisis catalana. Y a ambos lados. La contrariedad principal para los constitucionalistas era la declaración unilateral de independencia. Pero, una vez la unilateralidad ha dejado de ser una amenaza, en lugar de celebrarlo (y reclamar las responsabilidades jurídicas que se deriven de ello), muchos han reformulado el problema político. Ahora se trata de que los separatistas pidan disculpas a todos los españoles. De forma paralela, el universo separatista también ha engrandado su lamento. La represión autoritaria ya no es la aplicación del 155 o las cargas del 1-O, sino que no se depuren responsabilidades por esas actuaciones.

Lo mismo ocurre con la discriminación. De la industria del cine a las asociaciones feministas, de las pymes a las grandes empresas, todos los colectivos reconstruyen constantemente su situación para seguir sintiéndose discriminados. Por un lado, eso es beneficioso. Así hemos conquistado muchos derechos. Pero, en un mundo globalizado en el que la información viaja tan rápidamente, nos vamos copiando interesadamente los unos a los otros las ampliaciones de las preocupaciones sociales. Por ejemplo, de los países nórdicos en igualdad; o de los anglosajones en regulación de los mercados. Alimentamos así una cultura de la queja, y la politización de todos los aspectos de la vida.

No renunciemos a resolver los problemas sociales. Pero hagámoslo teniendo en cuenta que los humanos tendemos a expandirlos a medida que los solucionamos. Una sugerencia para evitar esa tentación es delimitar a priori la definición de un reto colectivo y mantenerla durante un plazo fijo. Sostenella y no enmendalla. Como los Objetivos del Milenio de la ONU, que se evalúan cada 15 años. Así notamos el progreso. Y así ponemos la política al servicio de la realidad y no la realidad al servicio delos políticos.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

martes, 15 de septiembre de 2015

[Pensamiento] La envidia




Dibujo de José Luis Ágreda para El País 



Para los creyentes cristianos la envidia es uno de los siete pecados capitales. Y por supuesto, el pecado nacional por antonomasia de los españoles. Pero también la envidia puede ser el maestro que nos revela los dones y talentos innatos que todavía tenemos por desarrollar. Esa, al menos, es la opinión de Borja Vilaseca, psicólogo, profesor universitario y escritor, en un interesante artículo de hace unos años en El País, titulado "La envidia y el síndrome de Solomon". En vez de luchar contra lo externo, utilicémosla para construirnos por dentro, decía en él. Y en el momento en que superemos colectivamente el complejo de Solomon, posibilitaremos que cada uno aporte –de forma individual– lo mejor de sí mismo a la sociedad.

El artículo del profesor Borja Vilaseca, que pueden leer íntegramente en el enlace de más arriba, recreaba el experimento que, en 1951, el famoso psicólogo estadounidense Solomon Asch realizó en un instituto de secundaria estadounidense. Oficialmente se trataba de una prueba de visión. Al menos eso es lo que les dijo a los 123 jóvenes voluntarios que participaron –sin saberlo– en un experimento sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento era muy simple. En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales estaban compinchados con Asch. Mientras, un octavo estudiante entraba en la sala creyendo que el resto de chavales participaban en la misma prueba de visión que él.

Haciéndose pasar por oculista, Asch les mostraba tres líneas verticales de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo. Entonces Asch les pedía que dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la otra dibujada justo al lado. Y lo organizaba de tal manera que el alumno que hacía de cobaya del experimento siempre respondiera en último lugar, habiendo escuchado la opinión del resto de compañeros.

La respuesta era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el error. Sin embargo, los siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno la misma respuesta incorrecta. Para disimular un poco, se ponían de acuerdo para que uno o dos dieran otra contestación, también errónea. Este ejercicio se repitió 18 veces por cada uno de los 123 voluntarios que participaron en el experimento. A todos ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales, puestas en distinto orden.

Cabe señalar que solo un 25% de los participantes mantuvo su criterio todas las veces que les pre­­guntaron; el resto se dejó influir y arrastrar al menos en una ocasión por la visión de los demás. Tanto es así, que los alumnos cobayas respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces para no ir en contra de la mayoría. Una vez finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento discordante del grupo”.

En la jerga del desarrollo personal se dice que padecemos el síndrome de Solomon cuando tomamos decisiones o adoptamos comportamientos para evitar sobresalir, destacar o brillar en un grupo social determinado. Y también cuando nos boicoteamos para no salir del camino trillado por el que transita la mayoría. 

El síndrome de Solomon pone de manifiesto el lado oscuro de nuestra condición humana. Por una parte, revela nuestra falta de autoestima y de confianza en nosotros mismos, creyendo que nuestro valor como personas depende de lo mucho o lo poco que la gente nos valore. Y por otra, constata una verdad incómoda: que seguimos formando parte de una sociedad en la que se tiende a condenar el talento y el éxito ajenos. Aunque nadie hable de ello, en un plano más profundo está mal visto que nos vayan bien las cosas. Y más ahora, en plena crisis económica, con la precaria situación que padecen millones de ciudadanos.

Detrás de este tipo de conductas se esconde un virus tan escurridizo como letal, que no solo nos enferma, sino que paraliza el progreso de la sociedad: la envidia. La Real Academia Española define esta emoción como “deseo de algo que no se posee”, lo que provoca “tristeza o desdicha al observar el bien ajeno”. La envidia surge cuando nos comparamos con otra persona y concluimos que tiene algo que nosotros anhelamos. Es decir, que nos lleva a poner el foco en nuestras carencias, las cuales se acentúan en la medida en que pensamos en ellas. Así es como se crea el complejo de inferioridad; de pronto sentimos que somos menos porque otros tienen más.

El primer paso para superar el complejo de Solomon consiste en comprender la futilidad de perturbarnos por lo que opine la gente de nosotros. ¿Y qué hay de la envidia? ¿Cómo se trasciende? Muy simple: dejando de demonizar el éxito ajeno para comenzar a admirar y aprender de las cualidades y las fortalezas que han permitido a otros alcanzar sus sueños. Lo que codiciamos nos destruye, lo que admiramos nos construye. Esencialmente porque aquello que admiramos en los demás empezamos a cultivarlo en nuestro interior. 

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




Borja Vilaseca



Entrada núm. 2441
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