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miércoles, 31 de enero de 2018

[PENSAMIENTO] El consuelo de la conciencia





Auschwitz sucedió. A esta cruda verdad ha de enfrentarse el hombre civilizado y, en especial, el europeo, aquejado del trauma reprimido de que sujetos humanos, ciudadanos europeos de Estados avanzados cometieron, participaron, se beneficiaron o permitieron un exterminio sistemático e industrializado de población civil sin precedentes, comenta en El Mundo el profesor de Filosofía José Sánchez Tortosa. 

Auschwitz no es sólo un hecho del pasado, comienza diciendo. Es una amenaza, una pulsión contenida. Las erupciones geopolíticas e ideológicas que prendieron su fuego acechan en muchos rincones de Occidente. Las cicatrices que rasgan la Historia de Europa parecen a punto de reabrirse. Hay, por tanto, una segunda verdad, acaso más dura: Europa no está vacunada contra Auschwitz. La pulsión del exterminio suele acabar encontrando nuevas coartadas. Auschwitz pone a Europa frente al espejo. El fracaso de Europa se mide, por ejemplo, con el éxito propagandístico de la voz nacionalismo, invocada explícitamente en las siglas NSDAP, que no ha sido desprestigiada por el peso de la racionalidad y de la Historia, confinada a los márgenes de la vergüenza política y motivo de rechazo generalizado como el racismo, el machismo, el canibalismo o la creencia en la planicie terrestre.

Pero es inevitable ceder a la tentación de buscar consuelo en el repudio del mal. Sirve para resguardarse moralmente y sosegar la conciencia. No se necesita tiempo ni esfuerzo, basta dejarse caer por el tobogán de la pereza intelectual, la emoción inmediata, la indignación estéril y la superioridad moral. En las ineludibles ceremonias institucionales, en la parafernalia escenográfica de los Días internacionales, se corre el riesgo de que la conmemoración litúrgica desplace la investigación. La consoladora imagen del dolor pervierte el dolor y obtura la comprensión. La memoria se impone a la historia. El sentimiento al análisis. La confortable valoración moral levanta una barrera impermeable entre los asesinos y los buenos ciudadanos y obstruye una aproximación racional a los hechos, a la investigación despiadada, esa que nos muestra no una elite de sádicos, no una anomalía, sino una sociedad desarrollada, culta y refinada respaldando o tolerando la política de un conjunto de Estados que ponen en marcha, siguiendo una lógica áspera, la aniquilación de millones de europeos previamente excluidos de la categoría de ciudadanos y extirpados del ámbito de lo humano y aun de lo natural, reducidos a la condición de virus incompatibles con el progreso de Europa. Sentirse de los buenos, respaldados por la teatralización de la condena redundante y superflua, sólo garantiza que no se vuelva a repetir la indumentaria de los verdugos o su jerga ideológica, pero no el asesinato. La exigencia moral de corte kantiano Que no se vuelva a repetir Auschwitz, reclamada por Adorno, quizá impida que la esvástica sea el símbolo de política hegemónica alguna pero no la utilización mediática de otros símbolos bajo los cuales políticas reales de eliminación puedan ser justificadas retóricamente por los mismos que muestran un dolor ceremonial por las víctimas del pasado. 

La racionalidad científica y filosófica, base del frágil atisbo de civilización que permite respirar por encima de la barbarie y del salvajismo, constitutivos de lo humano, exige otra cosa: estudio y, a través de él, enfrentarse a la desnuda realidad histórica. La conciencia tranquila descansa en el dogma, el prejuicio, en el sueño infantil de la ignorancia. La crítica filosófica es tensión constante, es la inquietud, la batalla contra la hipnosis de las palabras amables que dan satisfacción al onanismo ideológico o moral del yo. Mientras que el memorial y el monumento ofrecen al espectador la ventaja de situarse a este lado del mal y saberse a resguardo, la investigación y los documentos arrojan al rostro del que observa los detalles y los datos que impugnan constantemente la calma biempensante y obligan a revisar lo que se creía y a saber lo íntimo que es el crimen, lo frágil de las defensas contra el fanatismo. La fuerza didáctica de la exposición sobre Auschwitz reside en presentar los hechos a través de datos, documentos y testimonios, en abrir una brecha en el gratificante consuelo de la conciencia, en despertar a las almas bellas del sueño amnésico en que reposan. No bastan las grandes palabras, la solemnidad impostada de una repulsa retórica y vacía, mero exorcismo moral. Es necesario el examen minucioso de la cadena causal en sus múltiples aspectos, de la secuencia cronológica detallada y rigurosa, el escrúpulo máximo en las cifras, el recorrido textual por el ecosistema intelectual e ideológico del antijudaísmo, que fue caldo de cultivo de la aniquilación. 

Es imprescindible, incluso, dedicar la mayor atención a los pormenores técnicos del asesinato masivo a cuyo servicio se pusieron la tecnología y la ciencia, a cómo el proceso se fue depurando gracias al método de ensayo y error, a cómo los procedimientos operativos y administrativos ponían cada vez más una distancia aséptica entre los verdugos y las víctimas, a cómo Auschwitz culmina un refinamiento tecnológico y científico en las labores de producción de muerte, cuyos precedentes más rudimentarios proporcionan, en fases sucesivas, los resultados propicios para su perfeccionamiento técnico: de los fusilamientos masivos de los Einsatzgruppen a los camiones de gaseado de Chemno, de los atomizados centros de exterminio de la Operación Reinhard al complejo articulado de campos de Auschwitz-Birkenau, con funciones diferenciadas y mayor seguridad interna por la distribución en sectores separados. Sin la paciencia de ese examen no es posible detectar la confluencia entre nacionalismo, cientifismo y economía y, en consecuencia, entender algo del Holocausto. Para condenarlo es suficiente un momento, una imagen, un relato. Entender su lógica precisa un trabajo lento, ingrato, cruel, descorazonador y necesario. La obstinada persistencia en repetir los errores históricos se revela entonces con una coherencia implacable. El ejemplo de los Balcanes confirma esa amenaza recurrente y cíclica. Acaso sólo unas determinadas condiciones materiales, institucionales e históricas nos han situado a salvo a este lado de la Historia, pero más cerca de la posibilidad del horror de lo que resulta admisible en la comodidad de las sociedades opulentas. El mayor respeto que se le debe a las víctimas y la mayor batalla que hoy cabe contra el nazismo empieza con la fidelidad inflexible a la verdad histórica y, por extensión, al rigor en el lenguaje. Banalizar el Holocausto usándolo para etiquetar cualquier cosa sin el menor escrúpulo terminológico y conceptual es escupir a la memoria de los asesinados por la deriva nacionalsocialista y eliminar los diques de contención de sus brotes. 

Ser intolerante con su trivialización es un imperativo racional básico. Forma parte esencial de ese escrúpulo elemental la lección que ofrece la Historia: que las sociedades actuales no son inmunes a los errores y crímenes del pasado, que sólo el estudio paciente, riguroso, modesto, implacable y la investigación histórica y científica, que se resiste a caer en la memoria subjetiva, emotiva, interesada o inventada, levantan una precaria defensa contra las pulsiones homicidas de eso que aún concedemos llamar humano. El conocimiento no garantiza que pueda evitarse el exterminio. El nazismo muestra cómo una sociedad culta puede embellecer con ciencia y cultura su pulsión asesina. Pero la falta de conocimiento y de reflexión crítica lo garantiza de modo seguro. El estudio pone distancia con uno mismo y sus creencias, necesita tiempo y, por eso, frena la urgencia de odiar. En esa distancia delicada se juega la posibilidad de no volver a erigir Auschwitz.Decía Malraux, en noviembre de 1946, que "el problema que se nos plantea a nosotros hoy es el de saber, sobre esta vieja tierra de Europa, si el hombre ha muerto o no". Acaso la humanidad no haya existido nunca más que como la ilusoria ensoñación de una armonía imposible, máscara pomposa de guerras, destrucción y odio.



Dibujo de Sequeiros para El Mundo



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martes, 9 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] De una a otra izquierda





En esta era de globalización imparable, cuando se resquebraja la noción de soberanía absoluta y cualquier problema serio se plantea en términos transnacionales, hay quienes aún siguen aferrados a excepcionalismos y mitologías autorreferenciales, señala en El País el historiador José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales en la Universidad Complutense de Madrid.

Barcelona, otoño de 1907. Aparece el primer número de Solidaridad Obrera, órgano del nuevo sindicato de ese nombre, embrión de la futura CNT. Su grabado de portada nos presenta a un trabajador adormecido bajo los efectos del opio. Pero su opio no es la religión. Su ensueño está presidido por una opulenta diosa-matrona tocada con una barretina que enarbola un escudo con las cuatro barras y una senyera con la inscripción: “Autonomía de Cataluña”; alrededor de ella, un grupo típicamente ataviado baila una sardana. Otra figura femenina, presentada como real, intenta despertar al inconsciente obrero y atraerle hacia otra habitación, donde debaten sus compañeros de clase. El grabado se titula: “¡Proletario, despierta!”.

Desde el día mismo de su nacimiento, el sindicalismo antipolítico que encarnaría la CNT se enfrentó con el nacionalismo catalán. Hasta el nombre de su primera organización era una réplica de Solidaridad Catalana, alianza parlamentaria del año anterior que integraba, de carlistas a republicanos, a todo el arco político catalán menos al radicalismo lerrouxista.

La izquierda antiparlamentaria también se quedó al margen, porque por entonces era internacionalista. Oponía la solidaridad de clase a la mística nacional, y las clases eran universales. Tras la revolución, las patrias desaparecerían y, según el sueño ilustrado, toda la humanidad se fundiría en una organización política fraternal. El primer grupo obrero español que se integró en la AIT de Marx y Bakunin, durante la revolución de 1868, se llamó Federación Regional Española. Es decir, negó a España la categoría de nación, rebajándola a “región”. Puestos a descender de peldaño, Cataluña se quedó en “comarca” y, dentro de la Regional Española, se creó la Federación Comarcal Catalana. Renunciar al rango de nación, casi sacrosanto por entonces, era un generoso acercamiento a los vecinos, un reconocimiento de la gran familia humana y un indicio de la intención de integrarse algún día en una organización superior, europea primero y mundial más tarde. No era mala idea: en vez de querer ser todos nación, renunciar todos a serlo. Podríamos relanzarla hoy.

Pero la vida da muchas vueltas y la visión progresista de la historia se equivocó en sus previsiones. En la dura competencia entre clase y nación, la última derrotó a la primera. La prueba fue julio de 1914, cuando, al acumularse los nubarrones que anunciaban la gran tormenta bélica, los partidos socialistas francés y alemán se vieron obligados a optar entre sumarse a la fiebre patriótica o declarar la huelga general, como habían anunciado que harían ante cualquier guerra imperialista. Los obreros franceses o alemanes demostraron sentirse más franceses o alemanes que obreros.

Perdida la pureza revolucionaria por la socialdemocracia, vino a sucederla, como alternativa radical, el comunismo. Tras tomar el poder en la Rusia zarista, se propuso exportar la revolución al resto del mundo. Pero la dificultad de la tarea le hizo renunciar a ello y conformarse con construir el paraíso obrero en un solo país. Al final, ya se sabe, el Kremlin acabó rindiendo mayores honores a la gran patria rusa que al proletariado universal.

En el período de intenso nacionalismo vivido por la humanidad entre finales del siglo XIX y primera mitad del XX, la suprema ambición de cualquier comunidad humana fue alcanzar la categoría de nación, base de la soberanía y los derechos políticos. Al revés que los internacionalistas españoles de 1868, nadie aceptó ya renunciar a tan prestigiosa etiqueta.

La izquierda, en general, se sumó a esa operación, siempre que se tratara de nacionalismos estatales. Era comprensible, porque su ambición era conquistar el poder y transformar, desde él, la estructura social. El Estado, la palanca que le permitiría llevar a cabo su proyecto redistributivo, debía ser fuerte y para ello había que consolidar la base de su legitimidad, el sentimiento comunitario —fuera este pueblo, nación o clase—. La izquierda revolucionaria no era liberal; le preocupaban poco las libertades individuales o los derechos de las minorías culturales. Y en nombre del pueblo, la patria o el proletariado, regímenes socialistas o populistas tomaron múltiples medidas autoritarias, despóticas hacia los individuos o las minorías, pero indispensables para transformar revolucionariamente la jerarquía social.

Los defensores del Antiguo Régimen, en cambio, se resistieron tanto al ideal igualitario como al nuevo culto al Estado-nación y se refugiaron, contra ambos, en las viejas identidades geográficas o corporativas. Incluso se alzaron en armas contra los nuevos proyectos estatales, como hizo el carlismo español, una de cuyas banderas fue el foralismo. Los más sofisticados pudieron presentarse como adalides de la “sociedad”, frente al Estado, o de la “libertad” frente a la arrasadora igualdad del jacobinismo y luego del leninismo; aunque frecuentemente llamaron libertades a los privilegios y derechos procedentes de siglos pretéritos que protegían situaciones excepcionales. Algunas de esas defensas de las singularidades se acabaron fundiendo con los nacionalismos periféricos o secesionistas, aspirantes a crear unidades políticas étnicamente homogéneas y resguardadas frente a tormentas exteriores.

La izquierda española, o al menos parte de ella, no ha sido la única pero sí una de las pocas que han evolucionado en sentido contrario. Porque, en lugar de intentar reforzar el Estado central, y el sentimiento comunitario que lo legitima, se alineó con los nacionalismos periféricos. Ocurrió ya entre algunos republicanos durante la Guerra Civil y se aceleró bajo el franquismo. Era comprensible, dado el ultraespañolismo de la dictadura y el peso del catalanismo y el vasquismo entre las mitologías movilizadoras de la oposición. Pero dejó de serlo tras la consolidación de la democracia y la integración en la Unión Europea.

En esta era de globalización imparable, cuando se resquebraja la noción de soberanía absoluta, desaparecen fronteras y monedas y cualquier problema serio se plantea en términos transnacionales, los enemigos de la unidad europea, única utopía viva que aspira a superar el Estado-nación, son las derechas nacionalistas, defensoras de las viejas identidades soberanas. La izquierda española, caso raro, las acompaña en las trincheras de los excepcionalismos y las mitologías autorreferenciales. Lo cual rompe con su internacionalismo de raíz ilustrada. Y no es coherente con La internacional, ese himno que sigue aún cantando en sus mítines y manifestaciones y que clama por la unidad del género humano para su emancipación final.


Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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domingo, 29 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Izquierda y autodeterminación





Hoy, en ausencia de colonialismo y dentro de un país de la Unión Europea, el derecho a la autodeterminación es una reivindicación reaccionaria, incluso involucionista, impropia de partidos o sindicatos progresistas, comenta Nicolás Sartorius (1938), vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas, aristócrata, abogado, político y periodista español, cofundador del sindicato de trabajadores Comisiones Obreras (CCOO) y miembro del Partido Comunista de España (PCE) hasta su marcha a las filas de la socialdemocracia.

Sartorius inicia su artículo con una cita de Bertold Brecht, difícil de entender a los jóvenes, ilusos y enajenados, que pasean por las calles de Cataluña envueltos en banderas estrelladas: "El nacionalismo de los de arriba sirve a los de arriba. El nacionalismo de los de abajo sirve también a los de arriba. El nacionalismo cuando los pobres lo llevan dentro, no mejora, es un absurdo total”.

Desde el principio se sabía que el famoso “derecho a decidir” era un hábil eufemismo con el fin de enmascarar el inexistente, en condiciones de países democráticos, derecho de autodeterminación de “los pueblos”, comienza diciendo. Este derecho tiene una larga historia que merece algunas reflexiones.

Es conocido que la socialdemocracia internacional reconoció este derecho ya en 1896, en un Congreso celebrado en Londres, en el sentido de que se trataba de un derecho político a la independencia o secesión de la nación o imperio opresores. Este criterio lo adoptaron casi todos los partidos pertenecientes a la 2ª Internacional, incluyendo el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, del que emanaría el partido bolchevique de Lenin. Con el triunfo de la revolución de 1917 —de la que se conmemoran los 100 años—, la libre autodeterminación y la posibilidad de formar un Estado separado se recogió en la declaración de Derechos de los Pueblos de Rusia y, después, en la Constitución de 1924. No obstante, esta posición no fue nada pacífica en los debates de la época. Mientras Lenin, Trotsky, Kautsky y otros defendieron con ardor la consigna autodeterminista, otros como Rosa Luxemburgo, Bujarin y los llamados bolcheviques de izquierda se opusieron con igual empeño. Los primeros, argumentaban que el nacionalismo era una fuerza revolucionaria en la época de las colonias y de los imperios, “cárceles de pueblos”, mientras que los segundos sostenían que en la era de los imperialismos modernos era una antigualla defender las fronteras nacionales y, sobre todo, que el nacionalismo había estado en el origen de la espantosa guerra del 14, cuando incluso una parte de la izquierda había votado los créditos de guerra, costándole la vida al socialista francés Jean Jaurès al oponerse a ellos. Prevalecieron entonces las tesis de Lenin y de otros dirigentes de la izquierda, pues era cierto que la libre determinación tenía sentido en el proceso de descolonización e, igualmente, la independencia de naciones sojuzgadas por los imperios que fueron derrotados en aquella carnicería: el austro-húngaro; el de los zares; el otomano y el del káiser Guillermo. Quedaron en pie el británico y el francés que durarían unos años. En el fondo, las teorías de Luxemburgo y Bujarin se compadecían más con las de Marx, que en su análisis del desarrollo del capitalismo veía más conveniente para la causa de los trabajadores la federación de las naciones con el fin de lograr entidades políticas más fuertes.

Cuando concluyó la Gran Guerra llegó a París el presidente Wilson con sus no menos famosos 14 puntos, entre ellos el derecho de autodeterminación, sobre todo de las naciones que conformaban el imperio de los Habsburgo. Wilson procedía de la tradición anticolonial de EE UU, no le gustaban los imperios europeos y tampoco le interesaba dejar esa bandera en manos de un bolchevique como Lenin. A París fueron en peregrinación todos los nacionalismos irredentos con la finalidad de que el presidente americano les diera su bendición. Aun así, se cuenta que cuando se trató, también, el caso de Cataluña, el presidente francés Clemenceau se limitó a decir “pas des bêtises” (nada de tonterías) y ahí acabó la discusión. El resultado de todo ello fue que el mapa de Europa quedó cual manta escocesa, surgieron múltiples pequeñas naciones y en especial en los Balcanes, origen de múltiples conflictos.

En la actualidad, las condiciones han cambiado radicalmente y sería trágico que la izquierda no se diera cuenta de lo que eso significa. Comprendo que, a veces, no es fácil entender los vericuetos de la dialéctica de los procesos, pero este es un ejemplo de cómo un derecho progresista o liberador, en una fase histórica, se puede transformar en su contrario en otra etapa diferente. Esta es la razón por la cual Naciones Unidas —donde no sé si abundan los dialécticos— ha concretado su doctrina sobre este tema señalando que debe respetarse la libre determinación sólo en los casos de dominio colonial o en supuestos de opresión, persecución o discriminación, pero en ningún caso para quebrantar la unidad nacional en países democráticos.

En las condiciones creadas por la globalización, con mercados y multinacionales globales, inmersos en la revolución digital, cuando ya no existen situaciones coloniales generalizadas ni imperios “cárceles de pueblos”, el derecho de autodeterminación es una reivindicación reaccionaria, impropia de partidos o sindicatos de izquierda. Todavía más involucionista si cabe en el supuesto de los países pertenecientes a la Unión Europea, inmersa en un proceso de integración cada vez mayor, imprescindible para poder medirse, desde la democracia, con los grandes poderes económicos y tecnológicos. Una transformación de actuales regiones o autonomías en Estados independientes haría inviable el futuro de una unión política europea.

Es verdad que durante el periodo de los movimientos anticoloniales, véase la posición contra la guerra de África del PSOE de Iglesias, o durante la última dictadura franquista, la reivindicación de la libre autodeterminación tenía un sentido y así se recogía en los programas de los partidos y sindicatos de izquierda españoles; eso sí, siempre en aquel contexto y supeditado a la unidad de los trabajadores. Pero en condiciones de democracia, en la mundialización y la construcción europea no hay nada más contrario a los intereses de los trabajadores que romper un país. Ese acto profundamente insolidario —en especial cuando los que quieren romper son de los más ricos— divide a los sindicatos; quiebra la caja única de la Seguridad Social, garantía de las pensiones; parte la unidad de los convenios colectivos y el sistema de relaciones laborales, en un espacio de mercado único que, de quebrarse, dejaría a la intemperie a trabajadores y empresas.

En consecuencia, los partidos y sindicatos de izquierda deberían revisar esta cuestión, superar viejas inercias y concluir que en las condiciones actuales lo que antaño era progresista hogaño es retrógrado y antisocial, propio de fuerzas nacionalistas radicales y/o populistas que no tienen nada que ver con los intereses de las mayorías sociales.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



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miércoles, 16 de agosto de 2017

[A vuelapluma] ¿España federal o plurinacional?





Entre las resoluciones aprobadas por el PSOE en su último Congreso figura la defensa del carácter “plurinacional” del Estado y la propuesta de modificar la Constitución para incluir esa fórmula en el artículo 2 en el marco de una reforma en clave federal, pero la plurinacionalidad puede desembocar en el caos; no está en las constituciones europeas y es un concepto extraño a la democracia occidental. Pedro Sánchez y el PSOE deberían aclarar si pretenden una España federal o una España plurinacional, defiende Javier Tajadura Tejada, profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco y exmagistrado del Tribunal Superior de Justicia de Navarra.

Los partidarios de la opción plurinacional, comienza diciendo, se basan en la distinción entre dos conceptos de nación (cultural y político). La nación política es soberana mientras que las naciones culturales no lo son. Junto a la única nación política existente —dotada de soberanía— que es España, habría que reconocer la existencia de un número indeterminado de naciones culturales. Para defender esta interpretación del Estado Constitucional vigente no hace falta ninguna reforma. El actual artículo 2 ya menciona junto a la “indisoluble unidad de la nación española”, titular de la soberanía indivisible, la existencia de “nacionalidades y regiones” a las que se les reconoce el derecho a la autonomía política. La introducción del concepto de “nacionalidades” en el artículo segundo de la Constitución supuso ya reconocer la existencia de “naciones culturales”.

Nación cultural es el significado que hay que dar al término “nacionalidad” del artículo 2. Inicialmente no eran muchas, pero el jardín de las naciones ha ido floreciendo. Aragón, por ejemplo, al constituirse en comunidad autónoma no se consideró nacionalidad sino región, pero con el tiempo, a los dirigentes políticos de la comunidad, región les supo a poco y optaron por convertir la región en nacionalidad. Lo mismo hicieron otras. Según el artículo 2, España ya es una nación política que reconoce la autonomía de las naciones culturales (nacionalidades). Si esto es lo que defiende el PSOE, no se comprende que reclame una reforma del artículo 2. La reforma que se propone tiene otro significado y alcance.

Aunque la Constitución reconozca la existencia de una serie de naciones culturales, España no es un “Estado plurinacional”. Y no puede serlo porque como Estado democrático es un Estado de ciudadanos y no de naciones. La fórmula propuesta por el PSOE para contentar a las fuerzas nacionalistas supone considerar a las naciones como elementos constitutivos del Estado. En esto consiste el verdadero alcance del término “Estado plurinacional”. La existencia de naciones culturales ya está reconocida por la Constitución, lo que no lo está es la consideración de las mismas como elementos constitutivos del Estado.

Esta es la contradicción intrínseca de la propuesta. Cuando sus promotores subrayan que defienden la concepción de España como una única nación política, parecen olvidar el significado ideológico de la nación política. La nación política no es solo la nación soberana, sino sobre todo la “nación cívica”, es decir, compuesta por ciudadanos libres e iguales en derechos. Esa nación cívica —el presupuesto del Estado constitucional— es incompatible con cualquier definición del Estado como plurinacional. El Estado constitucional está integrado por ciudadanos (iguales) y no por naciones (diversas). No es la soberanía, sino la libertad y la igualdad lo que está en juego. La defensa del “plurinacionalismo” supone sacar del desván de la historia uno de los artilugios del pensamiento reaccionario: la noción romántica de nación, definida por elementos culturales y sentimentales, que ha sido siempre combatida por la izquierda consecuente preocupada por la igualdad y por construir Estados (más que naciones) de ciudadanos libres.

El Estado federal es incompatible con la lógica de la plurinacionalidad. Está basado en la igualdad sustancial de los entes que lo componen mientras que el Estado plurinacional presupone la desigualdad. La definición constitucional del Estado como plurinacional obligaría a precisar el número de naciones que lo integran. Hoy esto no es necesario porque, al no ser las nacionalidades (y regiones) elementos constitutivos del Estado, su número puede variar sin consecuencias prácticas. Y exigiría determinar que consecuencias jurídicas se derivan para los ciudadanos de una entidad territorial que esta sea calificada como nación. Si suponen algún tipo de ventaja, los ciudadanos de Cartagena podrían también querer definirse como “nación”. Y los de León, y los de La Gomera, etcétera.

La fórmula “plurinacional” puede desembocar fácilmente en el caos y no aparece en ninguna Constitución democrática de Europa, concluye diciendo el profesor Tajadura. Solo la recogen las de Bolivia y Ecuador. El PSOE debe aclarar si su modelo territorial es Alemania (como paradigma del federalismo) o Bolivia.





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jueves, 6 de julio de 2017

[A vuelapluma] Referéndum y cultura de la izquierda





Desautorizar la vía que sigue la actual presidencia de la Generalitat, afirma Josep Maria Fradera, catedrático de Historia de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona en El País, no significa que no tengamos nada que decir. Hay cinco puntos que plasman el pensar de un gran sector político en España.

Cataluña vive hoy en un mar de confusiones, añade. La primera y más patética es haber situado un problema insoluble en el centro del debate público y de la vida oficial catalana y española. Ni Cataluña puede presentarse al mundo como una nación oprimida, ni el sistema político español puede ser definido con la palabra vacía de autoritario o despótico. Lo demuestra de manera suficiente que las fuerzas que utilizan estas expresiones simplificadoras participan de la vida parlamentaria, exponen sus posiciones en el debate público y presentan, si es necesario, una moción de censura al partido que gobierna.

España es, no hace falta decirlo, una democracia perfectible y necesitada de reformas que van más allá de la cosmética, si escribiendo. Precisa, ciertamente, de reformas políticas y del régimen autonómico del mismo modo que las necesita en otros muchos terrenos. No es difícil enumerarlas: reformas en el sistema educativo; reformas para asegurar mejores condiciones de vida y un trabajo menos precario a franjas muy amplias de la población; reformas para facilitar el acceso a una vivienda digna; reformas para incrementar recursos y mejorar la gestión del sistema de bienestar y salud pública. En definitiva, España necesita reformas radicales en todo lo que tiende a incrementar la igualdad social, la transparencia y la pulcritud en el uso de los recursos públicos. Si la actual mayoría parlamentaria del Partido Popular y Ciudadanos no es capaz de canalizar las aspiraciones que mencionábamos, el deber de la izquierda es movilizar y hacer política para desplazarlos, promover el debate público, convencer a la ciudadanía, ganar las elecciones y formar Gobierno. Esta y no otra es la vía de la democracia y la vía europea en lo que tiene de mejor y más fecundo. La secesión que se nos propone es la vía de un Brexit casero y de una forma de conflicto que, gane quien gane, no fortalecerá la democracia ni la libertad. Ya tenemos suficientes indicios de esto último en el secreto y la alevosía con los que el Gobierno de la Generalitat actúa en sede parlamentaria y en los medios subvencionados.

Por todo ello, concentrar todas las energías en una propuesta contraria a la Constitución que asegura en última instancia el ejercicio de las libertades es un error lamentable que pagaremos caro, añade más adelante. Se puede decir de otro modo: es hacer el juego a los nacionalistas catalanes y, de paso, a los nacionalistas españoles, a los que piensan que la nación —tal como ellos la ven— tiene unos derechos que deben prevalecer por encima del debate público y de la propia democracia. Europa aprendió con un coste enorme el precio del nacionalismo. Los fantasmas del pasado tendrían que advertirnos del peligro de absurdas repeticiones del drama hispánico, que ahora será de manera inevitable una farsa.

Ahora bien, comenta, desautorizar la vía que sigue la actual presidencia de la Generalitat, en un abuso clarísimo del propio mandato parlamentario y de la precaria mayoría y ley electoral que lo sostiene, no significa que no tengamos nada que decir sobre el actual momento político que vive el país. Lo sintetizo en los siguientes puntos:

Primero. La izquierda no tiene por enemigos ni a la democracia española ni a la democracia europea, afirma. Aspira y aspirará a entenderse con todas las fuerzas que pueden contribuir a mejorar, reformar lo que sea necesario y fomentar el entendimiento colectivo sobre los valores de libertad, igualdad y solidaridad que le son propios. El lenguaje y la construcción de la idea de un enemigo eterno o de la nación —sea la que sea— por encima de todo le son completamente ajenos.

Segundo. La izquierda catalana está comprometida desde siempre con la defensa de la identidad nacional, la lengua y el respeto a la diferencia de los catalanes y otras sociedades próximas y lejanas, sigue diciendo. La izquierda socialista tiene que aprender, además, la lección de qué significaron el nacionalismo y las políticas de hechos consumados para la Europa de los años treinta. Sin falsos espejismos políticos, la izquierda catalana se siente sólidamente solidaria y unida, además, a todos los que defienden la lengua y cultura catalanas en Baleares y el País Valenciano, de los que no queremos separarnos con decisiones que les son del todo ajenas.

Tercero. El actual debate sobre la independencia y la tapadera que lo disfraza de un referéndum no garantizan la identificación de los problemas materiales (flujos fiscales, infraestructuras y equipamientos), el desarrollo federal de la autonomía o los problemas simbólicos de una sociedad que sufrió una opresión particular e intensa durante las dos dictaduras españolas del siglo XX, comenta. Estos problemas no se resolverán con una votación. Es la labor de un debate público que nos ha sido secuestrado, que necesita de políticas inteligentes y de alianzas y complicidades constantes, lo más amplias posibles. El cambio de los últimos 40 años demuestra que esto es posible. Prometer paraísos para el día siguiente no compromete a nada en particular, más allá de manipular sobradamente las emociones de muchos ciudadanos y ciudadanas que quieren una solución.

Cuarto. Por todo ello, hay que negarse a aceptar que los valores de la izquierda impliquen rendirse a un debate con las cartas marcadas y empapado de nacionalismo, claudicar de un debate público imposible, enfrentarnos con el resto de los españoles e imponer la salida inevitable de la Unión Europea, sigue diciendo. En ninguna de estas soluciones la izquierda tiene nada que ganar, pone en peligro conquistas consolidadas en el orden político y social y constituye una grave amenaza de futuro.

Quinto. Finalmente, queremos advertir de la grave división de los catalanes y catalanas que supone la actual deriva independentista y nacionalista en Cataluña, declara. El paliativo no puede ser un referéndum que, gane quien gane, habrá tenido la responsabilidad de dividir a los catalanes y españoles, de hacernos más tribales y menos civilizadamente deliberativos. Un referéndum que dificultará todavía más aquellas reformas que pueden hacer más libres y solidarios los futuros de los pueblos de España y de Europa, de una comunidad que con las lenguas y hablas de cada cual seguirá inevitablemente unida el día siguiente de una fractura estéril y prescindible.

Cuando los catalanes recordamos el exilio del presidente Lluís Companys, Pompeu Fabra o Pere Bosch Gimpera, concluye diciendo, no podemos evitar como demócratas recordar a su vez el de Juan Negrín, Manuel Azaña y Antonio Machado.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



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jueves, 30 de marzo de 2017

[A vuelpluma] El nuevo enemigo





Con los novelistas -los buenos- y los filósofos -casi todos-, mantengo una cordial relación de amor y odio a partes iguales que, en el fondo, no es más que envidia pura y dura. ¡Al, la envidia!... Sin duda el pecado capital de los españoles... Dejémoslo así. A ambos, filósofos y novelistas, hay que escucharlos siempre cuando hablan de otras cosas que no son ni la literatura ni la filosofía. Lo que no implica, ni por asomo, compartir sus opiniones siempre. Me pasaba con Francisco Umbral o Camilo José Cela. Me pasa hoy y ahora con Fernando Savater o Mario Vargas Llosa. Y otros, claro, que no cito.

Mario Vargas Llosa escribe muy a menudo de política, y aunque no comparta del todo algunas de las cosas que dice, lo hace tan bien que en cualquier caso disfruto de su lectura. Hace unos días escribía en El País sobre los nuevos enemigos. Sigan leyendo y averiguarán a quienes se refería.

El comunismo se ha convertido en una ideología residual, comenzaba diciendo. Ahora la amenaza es el populismo, que ataca por igual a países desarrollados y atrasados. El comunismo ya no es el enemigo principal de la democracia liberal —de la libertad— sino el populismo. Aquel dejó de serlo cuando desapareció la URSS, por su incapacidad para resolver los problemas económicos y sociales más elementales, y cuando (por los mismos motivos) China Popular se transformó en un régimen capitalista autoritario. Los países comunistas que sobreviven —Cuba, Corea del Norte, Venezuela— se hallan en un estado tan calamitoso que difícilmente podrían ser un modelo, como pareció serlo la URSS en su momento, para sacar de la pobreza y el subdesarrollo a una sociedad. El comunismo es ahora una ideología residual y sus seguidores, grupos y grupúsculos, están en los márgenes de la vida política de las naciones.

Pero, a diferencia de lo que muchos creíamos, añade, que la desaparición del comunismo reforzaría la democracia liberal y la extendería por el mundo, ha surgido la amenaza populista. No se trata de una ideología sino de una epidemia viral —en el sentido más tóxico de la palabra— que ataca por igual a países desarrollados y atrasados, adoptando para cada caso máscaras diversas, de izquierdismo en el Tercer Mundo y de derechismo en el primero. Ni siquiera los países de más arraigadas tradiciones democráticas, como Reino Unido, Francia, Holanda y Estados Unidos están vacunados contra esta enfermedad: lo prueban el triunfo del Brexit, la presidencia de Donald Trump, que el partido del Geert Wilders (el PVV o Partido por la Libertad) encabece todas las encuestas para las próximas elecciones holandesas y el Front National de Marine Le Pen las francesas.

¿Qué es el populismo?, se pregunta. Ante todo, la política irresponsable y demagógica de unos gobernantes que no vacilan en sacrificar el futuro de una sociedad por un presente efímero. Por ejemplo, estatizando empresas y congelando los precios y aumentando los salarios, como hizo en el Perú el presidente Alan García durante su primer Gobierno, lo que produjo una bonanza momentánea que disparó su popularidad. Después, sobrevendría una hiperinflación que estuvo a punto de destruir la estructura productiva de un país al que aquellas políticas empobrecieron de manera brutal. (Aprendida la lección a costa del pueblo peruano, Alan García hizo una política bastante sensata en su segundo Gobierno).

Ingrediente central del populismo, añade, es el nacionalismo, la fuente, después de la religión, de las guerras más mortíferas que haya padecido la humanidad. Trump promete a sus electores que “América será grande de nuevo” y que “volverá a ganar guerras”; Estados Unidos ya no se dejará explotar por China, Europa, ni por los demás países del mundo, pues, ahora, sus intereses prevalecerán sobre los de todas las demás naciones. Los partidarios del Brexit —yo estaba en Londres y oí, estupefacto, la sarta de mentiras chauvinistas y xenófobas que propalaron gentes como Boris Johnson y Nigel Farage, el líder de UKIP en la televisión durante la campaña— ganaron el referéndum proclamando que, saliendo de la Unión Europea, Reino Unido recuperaría su soberanía y su libertad, ahora sometidas a los burócratas de Bruselas.

E inseparable del nacionalismo, dice más adelante, es el racismo, y se manifiesta sobre todo buscando chivos expiatorios a los que se hace culpables de todo lo que anda mal en el país. Los inmigrantes de color y los musulmanes son por ahora las víctimas propiciatorias del populismo en Occidente. Por ejemplo, esos mexicanos a los que el presidente Trump ha acusado de ser violadores, ladrones y narcotraficantes, y los árabes y africanos a los que Geert Wilders en Holanda, Marine Le Pen en Francia, y no se diga Viktor Orbán en Hungría y Beata Szydlo en Polonia, acusan de quitar el trabajo a los nativos, de abusar de la seguridad social, de degradar la educación pública, etcétera.

En América Latina, comenta, Gobiernos como los de Rafael Correa en Ecuador, el comandante Daniel Ortega en Nicaragua y Evo Morales en Bolivia, se jactan de ser antiimperialistas y socialistas, pero, en verdad, son la encarnación misma del populismo. Los tres se cuidan mucho de aplicar las recetas comunistas de nacionalizaciones masivas, colectivismo y estatismo económicos, pues, con mejor olfato que el iletrado Nicolás Maduro, saben el desastre a que conducen esas políticas. Apoyan de viva voz a Cuba y Venezuela, pero no las imitan. Practican, más bien, el mercantilismo de Putin (es decir, el capitalismo corrupto de los compinches), estableciendo alianzas mafiosas con empresarios serviles, a los que favorecen con privilegios y monopolios, siempre y cuando sean sumisos al poder y paguen las comisiones adecuadas. Todos ellos consideran, como el ultraconservador Trump, que la prensa libre es el peor enemigo del progreso y han establecido sistemas de control, directo o indirecto, para sojuzgarla. En esto, Rafael Correa fue más lejos que nadie: aprobó la ley de prensa más antidemocrática de la historia de América Latina. Trump no lo ha hecho todavía, porque la libertad de prensa es un derecho profundamente arraigado en Estados Unidos y provocaría una reacción negativa enorme de las instituciones y del público. Pero no se puede descartar que, a la corta o a la larga, tome medidas que —como en la Nicaragua sandinista o la Bolivia de Evo Morales— restrinjan y desnaturalicen la libertad de expresión.

El populismo, afirma, tiene una muy antigua tradición, aunque nunca alcanzó la magnitud actual. Una de las dificultades mayores para combatirlo es que apela a los instintos más acendrados en los seres humanos, el espíritu tribal, la desconfianza y el miedo al otro, al que es de raza, lengua o religión distintas, la xenofobia, el patrioterismo, la ignorancia. Eso se advierte de manera dramática en el Estados Unidos de hoy. Jamás la división política en el país ha sido tan grande, y nunca ha estado tan clara la línea divisoria: de un lado, toda la América culta, cosmopolita, educada, moderna; del otro, la más primitiva, aislada, provinciana, que ve con desconfianza o miedo pánico la apertura de fronteras, la revolución de las comunicaciones, la globalización. El populismo frenético de Trump la ha convencido de que es posible detener el tiempo, retroceder a ese mundo supuestamente feliz y previsible, sin riesgos para los blancos y cristianos, que fue el Estados Unidos de los años cincuenta y sesenta. El despertar de esa ilusión será traumático y, por desgracia, no sólo para el país de Washington y Lincoln, sino también para el resto del mundo.

¿Se puede combatir al populismo? termina preguntándose. Desde luego que sí, responde. Están dando un ejemplo de ello los brasileños con su formidable movilización contra la corrupción, los estadounidenses que resisten las políticas demenciales de Trump, los ecuatorianos que acaban de infligir una derrota a los planes de Correa imponiendo una segunda vuelta electoral que podría llevar al poder a Guillermo Lasso, un genuino demócrata, y los bolivianos que derrotaron a Evo Morales en el referéndum con el que pretendía hacerse reelegir por los siglos de los siglos. Y lo están dando los venezolanos que, pese al salvajismo de la represión desatada contra ellos por la dictadura narcopopulista de Nicolás Maduro, siguen combatiendo por la libertad. Sin embargo, la derrota definitiva del populismo, como fue la del comunismo, la dará la realidad, el fracaso traumático de unas políticas irresponsables que agravarán todos los problemas sociales y económicos de los países incautos que se rindieron a su hechizo.




Mario Vargas Llosa


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt





Entrada núm. 3411
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 8 de noviembre de 2016

[Política] ¿Y comprender el populismo, también?, ¿por qué tendría que hacerlo?





Hablaba en la entrada de ayer sobre mi nula capacidad de comprensión y empatía hacia el fenómeno del nacionalismo. Sobre el populismo y los populistas, de derechas e izquierdas, pues de todo hay, como en el nacionalismo, no es que mi capacidad de comprensión sea nula, es que ni siquiera intento comprenderlos porque me producen repulsión. Ayer encuadraba mi entrada en la sección de Historia del blog porque me parecía el marco adecuado para su tratamiento; hoy encuadro esta sobre el populismo y los populistas en la de Política, porque es un fenómeno reciente, con apenas unas decenas de años, sin grandes estudios académicos al respecto que merezcan su tratamiento como fenómeno histórico. A menos que consideremos el nazismo, el fascismo y el leninismo como precedentes de esas secuelas actuales, entre otras, que son el podemismo, el chavismo, el lepenismo y el trumpismo, que bien pudieran serlo. 

Juan Antonio Cordero, profesor en la École polytechnique de Palaiseau (Francia) y doctor en Telecomunicaciones por el mismo centro, investigador en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) y en la Universidad Politécnica de Hong Kong, y autor de Socialdemocracia republicana, hacia una formulación cívica del socialismo (Barcelona, Montesinos, 2008) escribía la semana pasada en Revista de Libros un artículo titulado El populismo, en serio, reseñando el libro de José Luis Villacañas Populismo (Madrid, La Huerta Grande, 2015)

A comentar esa reseña dedico la entrada de hoy con la esperanza de que les resulte interesante y les ayude a "mirar" con otros ojos el fenómeno populista y comprender cuanto encierra de fenómeno totalitario y excluyente de cualquier vestigio de democracia real.

El concepto de «populismo» no es nuevo en el debate público, dice el profesor Cordero. Al contrario: en los últimos años ha pasado de emplearse de forma esporádica, normalmente para referirse a realidades ajenas (típicamente latinoamericanas; más recientemente, también europeas orientales, sobre todo en forma de populismos de derechas), a volverse omnipresente. En España, esta mutación ha sido tardía, aunque remarcablemente rápida. Pero, como ocurre con los términos que se incorporan abruptamente al léxico político-mediático, su uso masivo, frecuentemente impropio, no ha ayudado a clarificar el concepto ni a comprender realmente su alcance, sino que ha contribuido a oscurecerlo aún más, cuando no a vaciarlo de significado a ojos de la opinión pública. En demasiadas ocasiones, «populismo» ha acabado siendo la descalificación manoseada y vacía que se dirige contra el adversario nuevo –contra cualquier adversario nuevo– cuando éste amenaza a los actores tradicionales, y con el que se pretende evocar –con razón o sin ella– un confuso universo semántico que incluye la demagogia y el histrionismo, la retórica gruesa, el cesarismo, la manipulación folclórica y el odio a las elites: una suerte de política embrutecida que crece entre los escombros (o ante la ausencia) de un orden institucional consolidado, sólo apta para electores despistados o imbéciles.

Es peligroso acabar confundiendo el fenómeno populista con esta hipersimplificación, añade. Más allá de la caricatura, la denominación de populismo o nacionalpopulismo denota un fenómeno político complejo y un planteamiento concreto y articulado, dotado de una teoría y de numerosas prácticas que hay que conocer para calibrar y, desde luego, para combatir. Y, por más que sea fácil confundir ambos planos, es conveniente separar la vertiente académica del populismo, que en algunos casos ha realizado contribuciones relevantes a la comprensión de la democracia y la política, de su encarnación en un proyecto político y electoral que aspira a la hegemonía y el control de las instituciones. El examen de sus presupuestos e implicaciones resulta tanto más pertinente cuanto que los populismos, en sus diversas variantes, tienden a consolidarse como fuerzas políticas autónomas y relevantes en las democracias europeas.

Por ello son especialmente de agradecer contribuciones analíticas como la de José Luis Villacañas, sigue diciendo, ya que el autor no hace misterio, desde las primeras líneas de su opúsculo, de sus fuertes reservas hacia el fenómeno populista y de su compromiso con un paradigma republicano que bosqueja como su alternativa natural. Esta posición crítica no le impide «tomarse en serio el populismo», como anuncia desde el inicio del libro, y emprender, consecuentemente, un recorrido razonado por sus entrañas intelectuales.

I. El populismo, reacción y radicalización de la dinámica liberal-democrática.

Una de las dificultades más notorias al enfrentarse al fenómeno populista es la relativa falta de originalidad de sus rasgos visibles más sobresalientes, añade, continúa. En las sociedades democráticas avanzadas, la práctica totalidad de elementos que forman la fenomenología básica del populismo (la extrema simplificación del debate político, el discurso maniqueo entre un «ellos» y un «nosotros» irreconciliables, la fragmentación del discurso en función de las audiencias, el manejo de un mensaje político deliberadamente impreciso y metafórico, fuertemente marcado por las técnicas de comunicación, la priorización de los resortes emocionales, identitarios y sentimentales sobre el contraste racional de argumentos) suelen estar ya presentes, de la mano de los actores políticos tradicionales, en el paisaje político que asiste a su emergencia y ascenso.

Villacañas reconoce esta dificultad y extrae de ahí el hilo que sigue a lo largo del ensayo, continúa. Cuando el populismo adquiere una expresión política autónoma, con capacidad para poner en riesgo el dominio de los actores políticos tradicionales, sus resortes más perniciosos llevan ya tiempo operando en el paisaje político; éstos son indicativos (como síntomas o como causas, según el análisis) de un proceso de erosión institucional y crisis orgánica del que los partidos clásicos son, cuando menos, corresponsables. Por ello la reacción primaria contra el populismo, que incide precisamente en esos aspectos y en el riesgo que éstos suponen para la calidad del entramado institucional y democrático, suele ser ineficaz. Por eso, también, las descripciones exclusivamente fenomenológicas del populismo (por los rasgos superficiales que muestra su articulación política) resultan poco convincentes.

Esta dificultad para capturar la singularidad populista a través de los rasgos primarios de su manifestación política, señala, se une a la diversidad de escenarios y contextos en los que se ha asistido a una formación populista. Ernesto Laclau ya da buena cuenta de esta heterogeneidad, y de las insuficiencias de los intentos tradicionales de caracterización, en la primera parte de La razón populista. De forma más esquemática, Villacañas ilustra este mismo hecho estudiando en profundidad una de las aproximaciones convencionales más populares al populismo, la que realiza el historiador Loris Zanatta en El populismo. Aunque su crítica a Zanatta es discutible en algunos aspectos (véase la sección IV, infra), ejemplifica las limitaciones de un enfoque que, de forma simplificada, tiende a presentar el populismo en términos de reacción antipolítica contra las crisis sociales de modernización.

Villacañas, dice, señala acertadamente (pp. 46-47) el carácter parcial, y por ello potencialmente engañoso, de este enfoque, y ensaya a lo largo de su opúsculo una aproximación más efectiva y más comprensiva, que acaba precisando la intuición de que el populismo es tanto una reacción como una radicalización de ciertas dinámicas que dominan desde hace décadas la evolución de las democracias liberales, sobre todo en sus dimensiones socioeconómicas (en la reacción) y políticomediáticas (en la radicalización). Estas dinámicas pueden leerse como una degeneración del modelo democrático, al menos examinado en las coordenadas del republicanismo clásico, pero esta degeneración no es ni «patológica» ni «meteorológica» (es decir, no se debe a factores exclusivamente exógenos), en el sentido en que habitualmente se presenta el fenómeno populista: están intrínsecamente ligadas a las condiciones y las restricciones en que operan las instituciones de las democracias liberales.

II. El populismo como parte de la secuencia neoliberal.

Esta tesis, señala más adelante, es probablemente la contribución más relevante del ensayo. Aunque en el momento actual ya no tiene sentido discutir qué tipo de sociedades democráticas son inmunes al populismo (porque éste se halla presente en la práctica totalidad de las democracias occidentales, y en particular en las europeas), sí cabe examinar los factores que se correlacionan con una mayor o menor presencia populista. La narrativa liberal antipopulista tiende a presentar el populismo como un cuerpo extraño al de la política democrática convencional, liberal-democrática. Pero el populismo prende menos en sistemas institucionales sanos, en un sentido republicano, y más en los frágiles; y su ascenso tampoco reacciona mecánicamente ante la magnitud de la crisis económica y social (desconectada de la configuración institucional), aunque ésta sea tan grave como la que está sufriéndose en Europa. En este terreno, la noción gramsciana de «crisis orgánica», que se produce a la vez en el interior y en el exterior del Estado (también en su sentido gramsciano más amplio, esto es, incluyendo sus aparatos «duros» y las esferas de sociedad civil ligadas al consentimiento «blando»), captura mejor las condiciones en que es fácil que se produzca una construcción populista. Villacañas asume aquí en parte el autorrelato populista, e inscribe su emergencia en una secuencia más larga en la evolución de las democracias liberales, de la que la fase «populista» es la continuación lógica de una fase previa marcada por la erosión de los vínculos comunes (sociales) y el despliegue del programa político neoliberal, marcado por el desmantelamiento de los Estados del Bienestar. La argumentación de este último extremo es más bien esquemática y merecería un desarrollo más amplio y más detallado del que ofrece el ensayo, pero la tesis es atendible: hay una continuidad entre la espiral de despolitización y tecnocratización que han sufrido las democracias europeas en las últimas décadas, marcada por una separación creciente entre los ámbitos de la gestión y de la confrontación política-electoral propiamente dicha (o, si se prefiere, por la exclusión de un número creciente de asuntos del debate público, ya sea por su cesión a instancias superiores –europeas, internacionales– o por su ingreso en el consenso silencioso entre los grandes partidos tradicionales y sus elites), y la promesa de repolitización en la sociedad liberal que realiza el populismo en un contexto de (creciente) fragilidad «orgánica».

Otra cuestión, dice a continuación, es si esa promesa populista puede mantenerse o está condenada, por su propia naturaleza, a incumplirse; es decir, si es posible repolitizar en las condiciones de la sociedad neoliberal. Villacañas sostiene convincentemente que no, precisamente por las restricciones (neo)liberales que el populismo asume en su propio planteamiento, y de esa impotencia surge el interés del populismo político por la ocupación del espacio mediático, el control de la información y la hegemonía cultural y de lenguaje, que en ocasiones parece más tributario de Humpty Dumpty («Cuando uso una palabra [...] significa lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos. [...] La cuestión se reduce a quién manda, y eso es todo») que de los análisis y conceptos de Gramsci que se manejan con asiduidad.

III. Repolitización en el marco liberal.

Al margen de su (in)capacidad para honrarla, señala, es ilustrativo examinar más detalladamente esa doble promesa populista, que incluye la repolitización contra la deriva tecnocrática, pero también la profundización en algunos de los rasgos principales de la configuración liberal (o neoliberal) dominante. Villacañas explora esta dualidad apoyándose en dos de los presupuestos fundamentales del diagnóstico y la propuesta política populista: la constatación radical de que no existe una realidad social compartida, por un lado; y la reivindicación del conflicto como constitutivo de la democracia, por otro.

1. La realidad social no existe.

La teoría social populista, sigue diciendo, niega la existencia de cualquier estructura social objetiva. Ello le lleva, en primer lugar, a negar la existencia de las clases sociales; algo que constituye, tal y como señala Villacañas, su punto de divergencia básica con el marxismo y con las ideologías que son más o menos deudoras de su modelo social (incluida la socialdemocracia). Pero también supone la negativa del populismo a establecer jerarquías o prioridades entre las demandas sociales insatisfechas, que, sin embargo constituyen la unidad básica sobre la que construye su propuesta política. En la teorización de Ernesto Laclau, el populismo se orienta a la construcción de un «pueblo» homogéneo a partir de una multiplicidad social desestructurada, y para ello se apoya en la articulación de una «cadena equivalencial de demandas insatisfechas», todas ellas asociadas/proyectadas en un mismo «pueblo» que las representa a todas sin concretarse en ninguna. Pero, puesto que no hay ningún orden objetivo posible entre las distintas demandas, la relación de las demandas entre sí y con la «cadena equivalencial» (incluida su inclusión/exclusión) es coyuntural y oportunista, sujeta a las necesidades operativas de la construcción populista. No hay ninguna precisión conceptual «fuerte», en el planteamiento laclauiano, sobre el tipo de demandas que pueden incluirse o no, y con qué relevancia, en la «cadena equivalencial» populista, algo que tiene que ver con la flexibilidad ideológica de su articulación política en cada momento.

Esta falta de estructura social, comenta, y esta renuncia a jerarquizar las distintas demandas presentes en la sociedad de partida resultan contrarias a las motivaciones e intuiciones más elementales de la izquierda democrática clásica, históricamente construida en torno al valor social del trabajo y la demanda-ideal de emancipación. Pero, en cambio, resultan perfectamente subsumibles en los presupuestos filosóficos del modelo social liberal (neoliberal), individualista e igualmente agnóstico respecto a las demandas circulantes. La propia idea de la «cadena equivalencial» formada por demandas distintas y no necesariamente afines, sin mayor relación entre sí que su común inclusión en un imaginario impreciso de «pueblo», tiene su correspondencia en el sistema político-mediático neoliberal en una oferta política cada vez más diseminada, estructurada en partidos de contornos cada vez más imprecisos, para los que (casi) toda demanda vale (catch-all) mientras se articule a través de sus propias estructuras.

Villacañas, dice, identifica atinadamente aquí uno de los ámbitos de coincidencia entre la perspectiva populista y neoliberal: ambos comparten la misma apreciación de anomia social. Discrepan, eso sí, en sus objetivos políticos: el populismo se interesa por la construcción política de una comunidad «popular» homogénea que el neoliberalismo tiende a evitar. Ante esa ausencia de un suelo social común y objetivo sobre el que construirlo, el populismo apuesta por una construcción de homogeneidad exclusivamente discursiva, de la que se deriva una concepción de la política dominada por su dimensión comunicacional. Esto no es, a priori, especialmente afín a la teoría política del liberalismo, pero sí convierte al populismo en un actor «nativo» en la configuración mediática propia de las sociedades neoliberales avanzadas, marcada por la importancia creciente de los medios de comunicación de masas (nuevos y tradicionales), sus códigos, sus prioridades y su capacidad para marcar una agenda propia cada vez más autónoma de la realidad social. Una evolución que tiende a convertir los espacios de deliberación y debate público, tanto en el interior de las instituciones como entre actores políticos y sociedad civil, en dominios cada vez más canibalizados por las técnicas de marketing y comunicación política. No es de extrañar que la estrategia populista, diseñada precisamente para operar en un primer tiempo desde esos escenarios, desborde a los actores políticos tradicionales en los propios terrenos mediáticos en los que se había asentado su hegemonía.

2. La política es conflicto y emociones.

El populismo académico, señala, presenta otras aportaciones significativas sobre la concepción de la política que Villacañas aborda con detenimiento en su ensayo. El papel de las emociones y la centralidad de la conflictividad, especialmente, son aspectos en los que la teoría populista se separa sensiblemente de otras grandes tradiciones (la liberal, pero también la republicana, ambas ligadas a concepciones «sustantivas» de la política en las que hay implícito un Estado ideal final, en el que los conflictos han podido ser satisfactoriamente resueltos) y se ajusta de manera más realista a la política observable en las sociedades liberal-democráticas contemporáneas, con mayor o menor vocación republicana. Villacañas reconoce y señala este acierto en una observación que contraría al mainstream antipopulista.

De nuevo, continúa, se impone distinguir aquí entre el análisis que realiza el populismo académico, más atinado que sus homólogos liberales y republicanos, y las consecuencias de este análisis para el populismo político «en acción», que tiende a agravar y capitalizar –y no a corregir– los rasgos conflictuales y emotivos de toda dinámica política (y que, en condiciones de normalidad orgánica, pueden ser disimulados por las superestructuras liberales o republicanas).

Las implicaciones prácticas de esta centralidad conflictual, dice más tarde, y los riesgos que éstos suponen para la democracia, se abordarán más adelante (sección V). Respecto a la vertiente académica, la politóloga belga Chantal Mouffe, madrina intelectual de Podemos y también relacionada con los movimientos contestatarios franceses de Nuit debout, es quien ha profundizado más en la necesidad democrática del conflicto: en una de sus obras, alerta precisamente contra la «ilusión del consenso» (tanto liberal como republicana), esto es, sobre los riesgos de orientar la construcción institucional y las expectativas políticas en la estabilización de un consenso que, según ella, es necesariamente artificial y excluyente. En cierta manera, la quiebra del consenso tácito neoliberal-tecnocrático en el que han convergido en las últimas décadas las políticas de las principales familias ideológicas europeas (socialdemócratas y liberal-conservadores) parece confirmar la validez de su advertencia. En España, es obligado admitir que el populismo podemita fue la forma política a través de la cual la sociedad española pudo introducir en el debate político, sobre todo en un primer momento, diversas cuestiones que habían sido tácitamente orilladas por el bipartidismo dominante y empaquetadas en un cuestionable sucedáneo de «consenso», un sucedáneo que tiene más que ver con la indiferencia (de amplios sectores de la población, en condiciones de relativa estabilidad económica y social), con la impotencia (de elites o instituciones, para abordar un debate o para explorar alternativas) o con la invisibilización mediática (de los asuntos polémicos) que con la articulación de un verdadero acuerdo. Villacañas parece sugerir aquí, aunque el desarrollo de esta idea queda más allá del alcance del ensayo, que un republicanismo cívico capaz de encarnar una alternativa plausible al populismo debería ensanchar los márgenes de la discusión nacional y abordar la reconstrucción de un espacio sustantivo de disenso, deliberación y conflicto (democrático) para ser viable, sin ceder a la tentación tecnocrática ni a la fantasía consensual, realmente antipolítica, por la que se han deslizado las democracias europeas bajo presión neoliberal en las últimas décadas. En un contexto marcado por la transferencia de poder político de los viejos Estados europeos a los ámbitos de decisión comunitaria, esto sólo puede pasar por la consolidación de una verdadera democracia efectiva (y no exclusivamente «representativa», en su sentido teatral) de dimensiones europeas, en la que puedan abordarse y tomarse decisiones sobre las cuestiones en las que el nivel Estato-nacional y sus instituciones ya son inoperantes y sólo pueden tener un papel, a la medida del proyecto populista, exclusivamente comunicacional, de mera «visualización» de posiciones.

IV. Populismo, nación y pueblo.

Uno de los pasajes en los que la argumentación de Villacañas resulta más matizable, nos dice, corresponde a la discusión sobre la relación entre populismo, nación y nacionalismos, que es de lo que tratábamos en mi entrada de ayer. En parte, por la relativa ambivalencia del concepto de nación (y de sus derivados) que maneja el texto. Así, Villacañas empieza afirmando que «el populismo no es nacionalismo» (sección 6, p. 55); algo más adelante insiste, de manera algo confusa, en que «el populismo no es nacionalista, pero supone el pensamiento de la nación» (sección 7, p. 69). En ambas consideraciones subyace una distinción entre el concepto de «nación», asociado a una «soberanía originaria», y la noción populista de «pueblo», que descansa sobre una soberanía «construida» hegemónicamente. Villacañas introduce esta distinción tras su lectura de Zanatta (sección 2, p. 25), cuya caracterización del populismo asimila, precisamente, las nociones de «pueblo» populista y de «nación» esencialista. Aunque el matiz puede ser atendible desde el punto de vista conceptual, no puede ignorarse que ambos conceptos (la «nación originaria» y el «pueblo en construcción» permanente) aparecen indisolublemente ligados en cualquier nacionalismo militante, en el que la apelación a una esencia «originaria», de carácter esencialmente mitológico, convive sin problemas, pese al contrasentido lógico que supone, con la necesidad estratégica de una «construcción nacional» que es plenamente hegemónica: pueblo (construido) y nación (originaria) forman, en esta configuración, anverso y reverso de un mismo tipo de concepto identitario-comunitario que puede reconocerse en la construcción tanto populista como nacionalista.

Eso no significa que sean exactamente lo mismo, dice. En la construcción populista, como bien señala Villacañas –y es un elemento central del populismo à la Laclau–, el contorno específico del «pueblo» nunca es delimitado de forma precisa y definitiva: se relaciona metafóricamente con la cadena equivalencial de demandas sociales no satisfechas, lo que le dota, al menos en un primer tiempo, de una gran flexibilidad y capacidad para concentrar todos los malestares y hacerlos políticamente operativos. Pero esa negativa a trazar el perímetro del «pueblo» no significa que el populismo renuncie a invocar (de nuevo, en una operación discutible desde un punto de vista lógico, pero aceptable en el plano de representación autónoma en el que opera el discurso populista) la «soberanía originaria» de ese pueblo de fronteras móviles. La presencia implícita, nunca concretada, de esa «esencia» originaria se percibe bien en el propio storytelling populista, que suele estructurarse en la forma de un pueblo armónico sometido a una agresión exterior que lo oprime/infiltra; la memoria mítica del «estado anterior» originario es el elemento que se invoca para movilizarse alrededor del proyecto político presente. En este sentido, Villacañas tiene razón al afirmar que «el populismo no es nacionalismo», pero a ello cabe añadir que el nacionalismo (esto es, una articulación de la nación en términos étnicos o lingüístico-culturales) sí es una forma o un caso particular de populismo (una idea identitaria de pueblo), y que el «pueblo» populista, sin ser equivalente a la nación nacionalista, sí puede leerse como una generalización de ésta, que sufre la misma tensión entre la evocación mítica «originaria» y la necesidad de construcción permanente. La diferencia, apreciable pero no central en términos operativos, reside más bien en la presencia de elementos «objetivos» explícitos (lengua, territorio, religión, etnia) en la formulación nacionalista, que están cuidadosamente sobreentendidos (pero que no son repudiados en general, y se explicitan abiertamente en los populismos «de derechas») en la construcción populista.

Este es un punto de importancia capital en la argumentación, nos dice, y la discusión correspondiente se beneficiaría de una desambiguación del término «nación» que se maneja en el texto de Villacañas (sección 6). La distinción pertinente, aunque puedan oponérsele toda clase de prevenciones y pueda argumentarse (convincentemente) que es, también, conceptual y no histórica, es la clásica de Ernest Renan entre nación cívica (o república, estructurada en instituciones) y nación étnica (o pueblo identitario); esta última noción unifica la forma populista y nacionalista de relacionarse con la colectividad política, ambas igualmente problemáticas en su relación con el pluralismo político que sí es inherente a la nación republicana. La nación que Villacañas define como «máquina institucional» y «formación de instituciones diferenciadas» (p. 55) responde indudablemente al modelo republicano, pero la capacidad de éste para atender diferenciadamente las demandas sociales sufre ante una configuración nacionalista (identitaria) de la nación. Así puede observarse en algunos países del este de Europa, donde el discurso identitario ha alcanzado la hegemonía y las garantías institucionales republicanas se han subordinado ante otras consideraciones, ya sean de factura inequívocamente populista (la autoridad del líder carismático para disolver o doblegar contrapoderes) o nacionalista (la preservación de la homogeneidad étnica, lingüística o religiosa de la comunidad nacional, por ejemplo).

Se impone, pues, nos dice, una cierta clarificación: no es exacto sostener (siguiendo el argumento del libro) que al populismo le falte espacio cuando opera «una idea de nación». Eso depende de cuál sea la «idea de nación» en cuestión, porque no todas ellas sirven para neutralizar al populismo, ni resultan hostiles a la construcción populista. Sólo cuando la idea de nación vigente está asociada a una institucionalidad satisfactoria, es decir, cuando impera un modelo de nación suficientemente cívica/republicana, el margen de recorrido populista se reduce apreciablemente. Y viceversa: en sociedades marcadas por institucionalidades frágiles, condicionadas por imaginarios de nación étnica o, más en general, ideologías identitarias, nacionalistas o esencialistas de cualquier tipo, la estructura social e ideológica del populismo puede desplegarse y arraigar con mayor facilidad.

V. Riesgos del populismo.

La tensión entre populismo, democracia e institucionalidad liberal-democrática es otro de los centros de interés del ensayo. señala más adelante. Villacañas sostiene –y, al hacerlo, rebate uno de los excesos más obvios de cierto discurso antipopulista convencional, al menos ateniéndose a la nación arendtiana de totalitarismo– que el populismo de Laclau no es totalitario, pero sí agrava la degradación institucional de la democracia contra la que reacciona. Y es así por razones estructurales.

En efecto, dice, las condiciones necesarias para la construcción y pervivencia del «pueblo» populista (permanente movilización de las masas, escisión emocional amigo/enemigo, liderazgo carismático como sublimación de la cadena equivalencial, que encarna sin resolver todas las demandas insatisfechas), que son las condiciones mismas de reproducción del populismo como vector político, son incompatibles con el funcionamiento pleno de una institucionalidad republicana consolidada, porque chocan frontalmente con varias de sus precondiciones (separación de poderes, especialización y neutralidad institucional, rendición de cuentas a la ciudadanía, reconocimiento y protección del pluralismo político e informativo). La propia hostilidad populista hacia formas institucionales estables, su alergia estructural a los contrapoderes y su preferencia (compartida, como atinadamente señala Villacañas, con el totalitarismo) por la forma política de un «movimiento» de masas perpetuamente movilizadas, somete al conjunto de la sociedad a un estrés y una presión que erosionan apreciablemente la calidad de la democracia posible bajo su hegemonía. Una calidad que se ve aún más empobrecida por la tendencia populista al control de la información, de su circulación y de su expresión, que deriva directamente de su concepción de la política a la vez como objeto fundamentalmente discursivo, por un lado, y como espacio de conflicto y demarcación entre un «ellos» y un «nosotros» irreductibles, por otro.

No es, en ese sentido, señala, un planteamiento totalitario, sino de base democrática, en el sentido laxo de sumisión a una forma de consent y apertura a alguna forma de participación popular. Opera, eso sí, en las fronteras del espacio democrático y, típicamente, en contextos de «crisis orgánica» de la forma liberal-democrática. Pero la democracia que aspira a liderar, despojada de buena parte de las garantías y las salvaguardas que protegen las libertades y las condiciones de deliberación en las sociedades republicanas, es una democracia plebiscitaria y antirrepublicana, cuya legitimidad última reposa, como toda la construcción populista, en la vitalidad de la escisión fundamental, sentimental e identitaria, entre la fracción populista hegemónica y el resto de la ciudadanía, en su capacidad de intimidación más o menos explícita a los discrepantes, y en la que las condiciones de participación política, sin ser nulas, están estructuralmente desequilibradas a favor del nuevo oficialismo. El nivel de tensión social que este planteamiento requiere e inyecta en la sociedad, y el rechazo a dinámicas de estabilización y especialización institucional que, como señala Villacañas, disolverían el potencial populista, condena a la democracia populista a convertirse en una democracia de minorías («vanguardias», se diría en otro tiempo) movilizadas en torno a un líder sin más contrapoder que los límites de su propia capacidad de convocatoria: una democracia al descubierto, expuesta al «golpe de Estado permanente» del que acusaba François Mitterrand a Charles de Gaulle durante el tránsito de la Cuarta a la Quinta República francesa.

Villacañas, nos dice, acierta al desautorizar la identificación, excesiva y apresurada, entre populismo y totalitarismo. Pero aquí resulta conveniente ampliar el contorno de la discusión: en tanto que forma política, y precisamente por su protagonismo en momentos de crisis orgánica, el populismo no es necesariamente estable (en ese sentido, se ha hablado del «momento» populista) y, como tal, puede mutar (aunque también puede permanecer en su forma populista) en direcciones distintas. Puede derivar hacia una construcción institucional nueva de carácter republicano: con algunas cautelas, y volviendo al ejemplo francés evocado en el párrafo anterior, podría considerarse que la Quinta República francesa, principal legado de esa variante francesa del populismo que fue el gaullismo de la posguerra (y cuya secuencia histórica, marcada por el colapso orgánico de la Cuarta República parlamentaria, encaja con notable fidelidad en la secuencia-tipo que presenta la teoría populista), es una buena muestra de ello. Pero la excepcionalidad, la provisionalidad (deliberada) de su estructura discursiva y la concentración del poder que le es propia lo vuelve también particularmente propenso a derivar hacia un estadio autoritario (esto es, en el que el poder se haya emancipado de la sanción democrática) más o menos virulento, tal y como muestran diversas experiencias latinoamericanas, experiencias que están en la base de la teorización laclauiana y, a través de ésta, de la práctica de Podemos en España.

VI. De la crítica populista a la alternativa republicana

La irrupción de Podemos, continúa diciendo, como formación nacional-populista autónoma, y con aspiraciones creíbles de convertirse en hegemónica en la izquierda española, vuelve especialmente pertinente la apertura de un debate y un análisis sosegado sobre el populismo, sus ambiciones, su proyección y sus posibles efectos sobre la evolución de la democracia y de la izquierda española. Sobre todo, porque el panorama parece dirigirse hacia una coexistencia duradera de dos ofertas nítidamente diferenciadas en el seno de la izquierda, una de ellas de carácter explícitamente populista.

El breve ensayo de José Luis Villacañas entra de lleno en este debate, indica. A contracorriente de cierta vulgata antipopulista, Villacañas sostiene que el fenómeno populista es indisociable de la deriva «neoliberal» de las democracias europeas. En particular, de la espiral de despolitización aguda que sufren, de la que el populismo es a la vez expresión de rechazo y síntoma. Como un espejo deformante, viene a decir Villacañas, el populismo amplifica y capitaliza un buen número de rasgos inquietantes que ya estaban presentes en los escenarios políticos neoliberales. Pero aunque reacciona contra la despolitización neoliberal, no está en condiciones de corregirla; su efecto es, pese a la sobreactuación discursiva, el de agravarla. En estas condiciones, podría ser que el reflejo deformado de la política neoliberal, proyectada sobre el espejo cóncavo del populismo, contribuyera a elevar la exigencia cívica y republicana no sólo ante el populismo explícito, sino también ante los micropopulismos implícitos, ambientales, que han dominado el escenario político prepopulista en España y en otros países europeos, erosionando la credibilidad de los entramados institucionales hasta no hace tanto, sin causar la menor extrañeza. Esa parece ser la esperanza de Villacañas, cuya argumentación desemboca en una reivindicación del republicanismo cívico como única alternativa posible tanto al populismo como a la deriva «neoliberal» en la que éste se desarrolla y progresa.

El republicanismo que se vislumbra al final del ensayo, concluye su artículo, debería orientarse tanto a la valorización del pluralismo político y la elevación de la calidad del debate público como al ensanchamiento del espacio de discusión y decisión democrática, desbordando los límites de un Estado-nación que ya no es operativo en el mundo globalizado y asumiendo un horizonte que, en el caso español, sólo puede ser europeo. Pero esto, que es la estación término del trayecto que propone Villacañas, es «naturalmente otro tema», por retomar sus palabras de cierre. En realidad, es el necesario punto de partida de una reflexión sobre republicanismo, izquierda y democracia, o, si se prefiere, de una izquierda republicana con vocación de alternativa tanto a la derecha neoliberal como a la neoizquierda populista. Una reflexión que tiene que superar, integrándola, la (necesaria) crítica al populismo y aventurarse a ofrecer soluciones más pertinentes para los problemas –acuciantes– de los que da testimonio su ascenso en las sociedades democráticas europeas.



Mitin populista en Francia



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




Entrada núm. 3014
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)