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lunes, 21 de octubre de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] El escarmiento del Brexit



Dibujo de Nicolás Aznarez para El País


"Para los europeos continentales, -escribe el economista y politólogo Josep M. Colomer-, la unión de Europa fue un triunfo de la paz, la democracia y las oportunidades económicas. En cambio, para el Reino Unido, la tardía entrada en la Comunidad Europea en 1973 cuando su imperio estaba en disolución y la economía rezagada, “fue una derrota: un destino al que se había resistido, una necesidad aceptada a regañadientes, el último recurso de una antigua gran potencia, nunca un compromiso extático o triunfante con la construcción de Europa”, como analizó el historiador Hugo Young.

Por un lado, el Reino Unido realizó contribuciones sustanciales a la Unión Europea con su fuerza militar, su presencia en el Consejo de Seguridad de la ONU y el G-7, su enfoque liberal de los intercambios de mercado y la provisión del inglés como una lengua franca.

Por otro lado, a medida que la Unión Europea se reforzaba, los sucesivos Gobiernos británicos jugaron al gallina y se resistieron a una mayor integración. Quisieron reducir su contribución financiera a la UE. Quedaron excluidos del acuerdo de Schengen para la libre circulación a través de las fronteras. No adoptaron el euro. Y no aceptaron la prevalencia del Tribunal Europeo de Justicia sobre la legislación nacional de algunos derechos fundamentales. Cada demanda fue presentada bajo la amenaza de un veto a nuevas decisiones. Y en la mayoría de los asuntos, la UE, sintiendo que tenía mucho que perder, concedió y frenó.

Los desafíos aumentaron con la gran recesión iniciada en 2008. Poco después, llegó una oleada de trabajadores inmigrantes de Europa oriental cuya libertad de movimiento se acababa de implantar. Aumentó la tensión, varias formas de nacionalismo inglés revivieron y resurgió la nostalgia del Imperio.

El guía del trayecto posterior fue el primer ministro David Cameron, a quien el presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker calificaría como “uno de los grandes destructores de los tiempos modernos”. Para entonces, la UE estaba más integrada y tenía más que perder con nuevas fórmulas especiales. En sus negociaciones con Bruselas, Cameron pudo confirmar que el Reino Unido permanecería fuera del euro y no estaba comprometido con una mayor unión económica y monetaria o integración política. Pero en el tema principal de la inmigración de Europa oriental, la UE no aceptó eliminar la “libertad de movimiento” de las personas; la única modesta concesión fue un límite temporal para que los trabajadores recién llegados tuvieran acceso a beneficios no contributivos del trabajo. Algunos funcionarios de la UE han calificado las demandas de los negociadores británicos como “pasteleo”, por su deseo de “comer y querer guardar el pastel” de un Brexit que permitiera tanto el acceso continuado al mercado único como el fin de la libre circulación de personas. Los gobernantes de la UE tomaron la firme decisión de evitar que se creara un ejemplo para posibles salidas de otros países, y ya no frenaron.

Las campañas de los secesionistas en el referéndum se centraron en eslóganes como “Recuperar el control”, “Queremos que nos devuelvan nuestro país” y “Cree en Gran Bretaña”, que reflejaban el sueño de regresar a la época imperial. Como complemento, mensajes chovinistas antiinmigrantes y reclamos sin fundamento sobre la contribución financiera británica a la UE.

Mediante el recurso a un referéndum para discernir “la voluntad del pueblo”, los representantes políticos habían tratado de eludir su deber de abordar un tema complicado. Legalmente, el referéndum fue consultivo, no vinculante, como corresponde a la democracia parlamentaria. Pero las clases política y parlante británicas, que navegan a la deriva en un viaje inexplorado, han demostrado un impulso instintivo de cumplir con las “reglas son reglas” incluso cuando tales reglas no existen.

El Gobierno británico podría haber hecho lo mismo que el Ejecutivo griego un año antes: descartar la aplicación del resultado de un referéndum no vinculante para el Grexit y buscar un nuevo acuerdo con la UE. Todo podría haber sido diferente porque en el referéndum del Brexit, la opción de permanecer en la UE obtuvo solo el 48% de los votos, pero inicialmente estaba apoyada por el 75% de los miembros del Parlamento “soberano”, incluido el 54% de los conservadores.

El proceso posterior ha provocado una de las peores crisis políticas y constitucionales del Reino Unido en varios siglos. El resultado de un experimento irresponsable con la democracia directa ha triturado la democracia parlamentaria representativa. Los británicos ya no tienen su imperio y se alejan de los mecanismos multinivel del imperio Europeo que favorecen amplios consensos pluralistas. En su aislamiento, la ineficiencia del restrictivo sistema político británico ha aparecido en escena con todo su esplendor.

En los debates de la Cámara de los Comunes ha habido, de hecho, al menos tres alternativas: Brexit con algún acuerdo con la UE, Brexit sin acuerdo y permanecer. Además, algunas posiciones maximalistas rechazan cualquier acuerdo, por todo lo cual la formación de una mayoría ha resultado inviable. El Gobierno y el Parlamento han perdido el control del proceso. Las protestas en la calle han proliferado.

Para la Unión Europea, el Brexit ha sido una ocasión excepcional para aprender y dar una lección. O ni siquiera un país como el Reino Unido puede irse, o la salida tendrá graves consecuencias y los británicos se estrellarán. La UE ha ganado el juego del gallina; ha sobrevivido sin más salidas, ha aumentado su cohesión y continúa adelante. Según el juego, esta vez son los británicos los que deberían frenar. Pero el sistema político e institucional en crisis ha sido incapaz de producir una decisión y parar. Como en la clásica película que popularizó el peligroso juego del gallina, el Reino Unido puede precipitarse por el despeñadero.

Las consecuencias políticas más perjudiciales se percibirán a largo plazo. El constitucionalista Vernon Bogdanor ha sostenido con contundencia que la entrada en la CE en 1973 “derogó la soberanía del Parlamento”. Otras reformas han ido “creando gradualmente una nueva Constitución, la constitución de un Estado multinacional”. Entre ellas, la devolución a Escocia y Gales, el acuerdo con la República de Irlanda sobre Irlanda del Norte, y el referéndum vinculante sobre la independencia de Escocia que implicaba el reconocimiento de su derecho a la autodeterminación. Además, la creación de un Tribunal Supremo no basado en la Cámara de los Lores ha introducido la revisión judicial de actos legislativos y ejecutivos. Bogdanor subraya que el sistema político posterior al Brexit será muy diferente del anterior a la entrada en la CE y pronostica como poco probable una restauración de la soberanía del Parlamento. “La soberanía es como la virginidad”, dice. “Una vez perdida, nunca se puede recuperar”.



Jacques-Louis David (1787)


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miércoles, 26 de febrero de 2014

Descrédito y corrupción de los partidos políticos




Viñeta de Forges en El País



Quizá debería comenzar esta entrada de hoy con una alusión al anual Debate sobre el estado de la Nación que en estos momentos tiene lugar en el Congreso de los Diputados. Pero no voy a hacerlo por dos razones: primera, porque me trae sin cuidado lo que se debata en el debate; la segunda, porque el anual debate sobre el estado de la nación no es nada más que una pantomima a la que me niego a sumarme ni tan siquiera como espectador pasivo. Espero que me perdonen; no es suficiencia moral alguna por mi parte. Es mero desprecio a la hipocresía y el cinismo de que hacen gala el gobierno y la oposición -en mayor medida los primeros que los segundos-, sin que ello suponga equiparación de responsabilidades.

De lo que sí me gustaría escribir al menos unas líneas es sobre la Operación Palace que Jordi Évole nos ofreció en la Sexta hace unos días. Me gustó, sin más. Y durante sus primeros minutos de emisión, hasta me creí lo que estaba viendo. No es la primera vez que los servicios secretos de un Estado conspiran aparentemente contra su propio Estado. Y si la razón de la conspiración es crear un seudo-golpe-de-Estado para evitar el golpe de Estado real, pues hasta resulta plausible. Y me lo creí, lo confieso, en esos primeros minutos. Las confesiones al respecto de personas como Mayor Zaragoza, Luis María Ansón o Iñaki Gabilondo, lo hacía creíble. Cuando aparecieron en el documental dos personajes políticos de la catadura de Jorge Verstringe o Iñaki Anasagasti, se me cayó la credibilidad. Lisa y llanamente: era absolutamente imposible que unos vocazas como esos dos hubieran estado en el ajo y callados durante treinta y tres años. A partir de ese momento me lo tomé como lo que era, una ficción, y comencé a divertirme. En todo caso lo que el falso documental de Évole sobre el 23-F ha demostrado palpablemente es: 1) Que los españoles somos bastantes más susceptibles de lo que nos pensamos, lo que no es bueno para nuestra salud mental; 2) que los medios de difusión nos pueden colar lo que quieran colarnos, lo que demuestra que somos bastante más crédulos de lo que creemos; y 3) que los españoles, mayoritariamente, no tenemos la formación cívica y política que deberíamos tener, y así nos va. Aunque esa falta de formación cívica y política no sea solo culpa y responsabilidad nuestra sino de una clase política que solo busca asegurarse lealtades y adhesiones inquebrantables.

Estoy leyendo en estos momentos un libro del escritor Antonio Muñoz Molina. Un libro tremendo, desgarrador y desasosegante cuya lectura me está sumiendo en una profunda turbación. Lleva el título de "Todo lo que era sólido" (Seix Barral, Barcelona, 2013) y da la impresión de estar escrito desde la rabia, la sinceridad y el dolor visceral que produce la España de hoy y el hartazgo de una situación cuya responsabilidad exclusiva recae en una clase política corrompida y en una ciudadanía que, más que conformista, parece vivir en la inopia. Muñoz Molina sabe justificar lo que escribe en datos incontrovertibles. Sobre los partidos dice que el sectarismo político les asegura lealtades y adhesiones mucho más firmes que el asentimiento racional, que es reversible porque no excluye el desengaño o el simple cambio de opinión, ofreciéndoles una división del mundo tan radical como las fronteras territoriales de las identidades. Se trata de ser de un partido como se es de una raza o una tierra originaria; de ser de izquierdas o ser de derechas con la misma furia con la que se era católico o protestante en las guerras de religión del siglo XVI; tan íntegramente como se era cristiano viejo o hidalgo en la España de la Contrarreforma y la limpieza de sangre. El siempre sarcástico y certero Álvaro Delgado-Gal, director de Revista de Libros, realizaba en ella hace unos meses la inteligente crítica de "Todo lo que era sólido", y a ella les remito para no insistar más en el asunto.

De los partidos políticos y su relación con la democracia podría contarse lo que dice la canción popular: "Ni contigo ni sin ti / tienen mis males remedio / contigo porque me matas / sin ti porque yo me muero." Más o menos, pero en lenguaje académico es lo que venía a decir hace unos días en El País el prestigioso politólogo y profesor de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas Josep María Colomer en un artículo titulado "La larga agonía de los partidos"Para el profesor Colomer en la calificación habitual de los partidos políticos como un mal necesario, lo más claro es lo primero: los partidos son un mal. Desde que los partidos políticos emergieron en los países institucionalmente estables en el siglo XIX, a menudo bajo el epíteto de facciones, han sido asociados con malas intenciones y con la creación de divisiones sociales a costa de amplios intereses colectivos. Hoy día -añade- en casi todos los países democráticos, incluido España, las encuestas colocan persistentemente a los partidos en los últimos puestos en la escala de reputación social. Lo segundo, que los partidos sean necesarios o inevitables, depende de si hay una alternastiva mejor para las tareas que se suponen tienen asignadas: básicamente, proponer políticas públicas socialmente eficientes y seleccionar las personas competentes que ocuparán los correspondientes cargos públicos. Pero en la medida en que la decisión sobre muchas políticas públicas ha ido pasando a manos de organizaciones internacionales -continúa diciendo- y de órganos formados por expertos no-electos, y en tanto que los paquetes ideológicos partidarios han perdido eficacia, los partidos han ido quedando exclusivamente como maquinarias para la selección de cargos públicos. Y cuando esta selección del personal político es endogámica como ocurre en grado extremo en España, debido sobre todo a las listas electorales cerradas, la publicidad de las batallas por los cargos dentro de los partidos no hace más que reforzar la imagen de su impotencia política y alienar aún más a los ciudadanos expuestos a su contemplación en los medios. Blanco y en botella... leche, concluyo.

Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





El periodista Jordi Évole




Entrada núm. 2037
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)