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miércoles, 14 de diciembre de 2016

[Pensamiento] El humanismo desencantado (II)






Subo al blog la segunda parte del artículo del profesor Rafael Narbona en Revista de Libros sobre la vida y la obra del pensador y escritor italiano Primo Levi, superviviente del Holocausto. Es la continuación de mi entrada del pasado día 9, El humanismo desencantado (I), que reseñaba dicho artículo  Lo prometido es deuda, así que les dejo con Primo Levi y Rafael Narbona. 

El Evangelio de Juan atribuye a la Palabra la creación del mundo, dice Narbona al comienzo de su reseña. Dios es el Verbo, el Logos, y separó la luz de las tinieblas, impidiendo que prevaleciera la oscuridad. En Auschwitz, impera la oscuridad porque no hay palabras para expresar la ofensa que representa «la destrucción del hombre». Su lógica es puramente negativa, pues despoja a los deportados de todo, reduciéndolos a la pura animalidad de la res confinada en un matadero, sin otra perspectiva que ser sacrificada: «En un instante –escribe Primo Levi−, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse. No tenemos nada nuestro». La forma de proceder de los verdugos no obedece sólo a la crueldad, sino al propósito de liquidar la identidad de los prisioneros, su ser íntimo y personal. «Nos quitarán hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo nuestro, algo de lo que hemos sido permanezca». Si a un hombre se lo despoja de cualquier objeto personal –«un pañuelo, una carta vieja, la foto de una persona querida»−, deja de ser un hombre, pues esos objetos no son cosas, sino una parte de su historia. Las señas de identidad incluyen una dimensión material: un domicilio, una forma de vestir, pequeños fetiches. Privado de eso, «será un hombre vacío, reducido al sufrimiento y a la necesidad, falto de dignidad y de juicio, porque a quien lo ha perdido todo fácilmente le sucede perderse a sí mismo». El Lager es «un campo de aniquilación». La aniquilación física no es menos importante que la aniquilación psíquica. El sentido último del sistema de campos de concentración no es el exterminio, sino la reinvención de lo humano, destruyendo a los individuos que no se ajustan a un canon. Sólo se considera persona al que presuntamente merece formar parte de una comunidad basada en mitos y falacias, no al individuo que reclama su derecho a la diferencia.

En Auschwitz, continúa diciendo Narbona, Primo Levi se convierte en un Häftling: «“Me llamo 174.517”; nos han bautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada en el brazo izquierdo». En el Lager «no hay ningún porqué»: la arbitrariedad es la única regla. «En este lugar está prohibido todo, no por ninguna razón oculta sino porque el campo se ha creado para este propósito». No es posible elaborar un proyecto, fijarse una meta, pues el sentido de las alambradas es segregar a los deportados de la familia humana, extirpándoles esa raíz común que nos permite afrontar el tiempo con una perspectiva racional. La esencia del ser humano no es la mera supervivencia, sino un quehacer que imprime sentido a sus actos. Un quehacer que responde a un fin libremente elegido, no una rutina impuesta. En el Lager, «el futuro remoto se ha descolorido, ha perdido toda su agudeza, frente a los más urgentes y concretos problemas del futuro próximo: cuándo comeremos hoy, si nevará, si habrá que descargar carbón». En esas condiciones, no es posible aferrarse al pasado, evocar el hogar perdido. Es mejor no pensar, no recordar, pues la nostalgia sólo agrava el sufrimiento. El hambre ayuda a vaciar la mente, «un hambre crónica desconocida por los hombres libres, que por las noches nos hace soñar y se instala en todos los miembros del cuerpo». El ser humano desciende hasta la pura animalidad, incluso más abajo, pues nunca conoce la paz del hambre satisfecha, del instinto aplacado, del puro placer de estar tumbado al sol o dormitar tranquilamente.

Auschwitz se parece a la Torre de Babel, señala. Circulan todos los idiomas, mezclados en una jerga que compone un idioma específico, la lengua del Lager. Entenderla, hablarla, es requisito indispensable para sobrevivir. Asearse no es menos necesario, aunque sólo se disponga de un hilo de agua sucia y helada. El reglamento del campo exige mantener cierta limpieza o, al menos, la apariencia de cumplir ciertos ritos asociados a la disciplina de un centro penitenciario. No obstante, acatar esa norma no es un gesto de sumisión, sino de dignidad. Si el deportado se abandona, si pierde el hábito de la higiene y anhela la muerte, se convertirá en un «musulmán» (apelativo asignado a los que se habían hundido, a los que ya no hacían ningún esfuerzo por preservar su vida) y será seleccionado para morir en la cámara de gas. En ese contexto, sobrevivir para narrar lo sucedido adquiere el valor de un acto de resistencia. Sin embargo, ese propósito –aplazado hasta una hipotética liberación− no aplaca el dolor de despertar cada mañana y descubrir que sólo eres un Häftling. Ese momento de conciencia es «el sufrimiento más agudo», especialmente cuando la mente sale de un sueño melancólico o tibiamente dichoso.

En Auschwitz, continúa diciendo, el espanto convive con lo grotesco. La orquesta del campo interpreta marchas y canciones populares, mientras el humo de los crematorios oscurece el cielo. No es una música banal concebida para distraer la atención o combatir el hastío (al igual que el infierno, el campo es una rueda que repite a diario la misma rutina), sino «la voz del Lager, la expresión sensible de su locura geométrica». La música actúa como un oleaje invisible sobre las almas muertas de los deportados, arrastrándolos como a hojas secas. Es un simulacro de una voluntad colectiva inexistente, que pone en movimiento a una humanidad humillada y sin otro horizonte que ser reducida a cenizas y desaparecer en las aguas del Vístula. La muerte en Auschwitz siempre es anónima e irrelevante, pues el campo no es una prisión, sino un matadero industrial ideado por una bipolítica cuyo objetivo es pulverizar la noción de individuo. Los judíos no son personas, pues no pertenecen a la comunidad exaltada por la filosofía de la Sangre y el Suelo. No se reconoce su derecho a ser distintos, a no asimilarse, y no se les ofrece la oportunidad de una supuesta redención, aunque renuncien a su identidad. Las víctimas del poder totalitario devienen antes o después en masa angustiada, sometida al martirio de Tántalo, que bestializa al ser humano, rebajándolo a las funciones básicas de ingesta y excreción. El hambre convierte al individuo en un tubo, que ingiere comida –una sopa inmunda− y la expulsa, casi siempre en forma de heces líquidas.

El despertar en Auschwitz nunca es plácido, recuerda: «Son poquísimos los que esperan durmiendo el Wstawac: es un momento de dolor demasiado agudo para que el sueño no se rompa al sentirlo acercarse». Auschwitz no es simplemente un castigo, sino el patio trasero del Estado-jardín nazi. Es el lugar al que se arrojan los desperdicios, poco antes de triturarlos o incinerarlos. En la distopía nacionalsocialista, la humanidad se divide en compartimientos estancos. Los no deseados acaban en el vertedero. Las distinciones morales carecen de sentido entre las alambradas. No hay buenos y malos en la horrible coreografía de los deportados, sino hundidos y salvados. Una lógica binaria que suprime los lazos de amistad y parentesco: «cada uno está desesperadamente, ferozmente solo». La muerte no puede inspirar luto o duelo, cuando cada minuto exige permanecer alerta para no ser el próximo en caer. No es suficiente obedecer, cumplir las órdenes, ser sumiso. Hay que recurrir al ingenio, a la indignidad, a la capacidad de improvisación del animal acosado, que sólo piensa en cómo escapar. La opresión extrema mata el espíritu de resistencia y cualquier forma de solidaridad. No es posible combatir a un enemigo descomunal, con un eficaz sistema de deshumanización. Los deportados que han sobrevivido a sucesivas selecciones no piensan en el futuro, ni hacen preguntas. El otro sólo es una sombra que desfila a su lado: «Los personajes de estas páginas –escribe Primo Levi− no son hombres. Su humanidad está sepultada, o ellos mismos la han sepultado, bajo la ofensa súbita o infligida a los demás». Todos están confundidos –y, al mismo tiempo, borrados− en la misma desolación.

Primo Levi no cree en Dios, señala Narbona, pero se pregunta si las abominaciones que acontecen en el Lager no conforman un nuevo libro del Antiguo Testamento, un nuevo Éxodo, pero sin la expectativa de la Tierra Prometida. Los nazis intentan crear un hombre nuevo, destruyendo al hombre viejo, al judío-bolchevique que se opone activa o silenciosamente a la utopía de un mundo de soldados-campesinos, o, por utilizar la famosa expresión de Jünger, de «trabajadores» que transitan sin problemas del arado al fusil, de la fábrica al campo de batalla. Cuando los alemanes huyen del avance de los rusos, los escasos supervivientes recuperan poco a poco su humanidad, compartiendo los restos de comida que aparecen en un almacén abandonado. El primer gesto de solidaridad significa el fin del Lager. Los prisioneros vuelven a ser hombres: lenta, penosamente.

El humanismo de Primo Levi, dice más adelante, supera la durísima prueba del Lager. No piensa que el régimen de terror y vejación al que eran sometidos los deportados mostrara crudamente al hombre desnudo, sin la capa de civilización que esconde supuestamente un primitivo y genuino instinto depredador: «No creo en la más obvia y fácil deducción: que el hombre es fundamentalmente brutal, egoísta y estúpido tal y como se comporta cuando toda superestructura civil es eliminada, y que el Häftling no es más que el hombre sin inhibiciones». Primo Levi experimentó desencanto al comprobar que el ideal humanista se rompía en mil pedazos bajo el peso del poder totalitario, pero no identificó la condición humana con sus aberraciones ideológicas, ni con los impulsos más abyectos del nacionalsocialismo. El nazismo fue una ideología que fundió materiales diversos (darwinismo, racismo, nacionalismo, militarismo, esoterismo) para liquidar el concepto de cultura surgido en la Europa ilustrada y consolidado el liberalismo político del siglo XIX, que reconoció el derecho a disentir en el marco de una sociedad abierta y diversa, compuesta por ciudadanos con derechos inalienables. Para destruir ese modelo social, el nazismo privó al individuo de cualquier forma de autonomía, incluso en su dimensión más elemental e ineludible.

En Los orígenes del totalitarismo (1951), comenta el profesor Narbona al concluir su artículo, Hannah Arendt apunta que «los campos de concentración […] privaron a la muerte de su significado como final de una vida realizada. En un cierto sentido arrebataron al individuo su propia muerte, demostrando con ello que nada le pertenecía y que él no pertenecía a nadie. Su muerte simplemente pone un sello sobre la voluntad de anular su existencia, incluso como recuerdo. Es como si nunca hubiera existido». Se mata a un hombre como se mata a una res, aprovechando sus restos para diversos usos. Se ahoga el grito de las víctimas como se insonoriza un matadero. Se intenta, en definitiva, dejar claro que no se mata a seres humanos. Auschwitz nos obliga a repensar nuestro concepto de la cultura y el hombre. No se trata de una matanza más, sino de un experimento que se repetirá en Ruanda, Camboya y Bosnia-Herzegovina. Si esto es un hombre nos dice que la cultura es un ideal de convivencia pacífica. El respeto por el otro, particularmente cuando nos separan muchas cosas de él, es la expresión más refinada de la interacción humana. Si el hombre olvida su responsabilidad hacia los demás, comienza la caída hacia el estado de naturaleza, donde reina la guerra, la lucha sin cuartel por la supervivencia. Afortunadamente, Auschwitz fracasó y fracasa cada día, pues cuando se extingue la violencia, reaparece poco a poco el respeto y la solidaridad. El hombre no es Hitler, embriagado por la voluntad de poder y la fantasía del Lebensraum o espacio vital, sino Primo Levi escribiendo un testimonio donde el dolor no desemboca en el odio y la desesperación, sino en la serenidad y el anhelo de paz y justicia.

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Entrada al campo de exterminio de Auschwitz (Polonia)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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viernes, 9 de diciembre de 2016

[Pensamiento] El humanismo desencantado (I)



Atenas, cuna del pensamiento occidental


Los que vivís seguros 
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle, 
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe, 
la enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.


Si esto es un hombre (Primo Levi, 1958)


No es la primera vez que escribo en el blog sobre Primo Levi (1919-1987), escritor italiano de origen judío sefardí, autor de memorias, relatos, poemas y novelas, y resistente antifascista, superviviente del Holocausto. Conocido sobre todo por las obras que dedicó a dar testimonio sobre dicho Holocausto, particularmente el relato de los diez meses que estuvo prisionero en el campo de concentración de Monowice, subalterno del de Auschwitz, su obra Si esto es un hombre es considerada como una de las más importantes del siglo XX. Lo he hecho en sendas entradas de noviembre de 2013 y septiembre de este mismo año, y en ambas ocasiones las iniciaba con el poema de más arriba, escrito por Levi en 1958. A ellas les remito.

Hoy lo traigo de nuevo a colación comentando el artículo que en este mes de diciembre le dedica en Revista de Libros Rafael Narbona,  escritor, crítico literario y profesor de filosofía, colaborador habitual de Revista de Libros donde escribe el blog Viaje a Siracusa, dedicado a profundizar en el fenómeno de los totalitarismos. 

«¿Qué es el hombre?», se pregunta Narbona citando a Immanuel Kant, cuando el optimismo ilustrado aún llamea como una antorcha, proclamando la perfectibilidad indefinida de nuestra especie. «Un fin en sí mismo, nunca un medio», contesta el filósofo, homenajeando implícitamente al humanismo renacentista. Kant no es un ingenuo. Es imposible que no conociera los estragos de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), que causó la muerte de casi cinco millones de europeos, reduciendo la población alemana a la mitad. Es probable que desconociera las cifras, pero los casi ochenta años transcurridos entre el final del conflicto y su nacimiento no habían borrado de la memoria colectiva el espanto de una guerra que se ensañó con la población civil. Sólo una quinta parte de las víctimas pertenecían a los ejércitos en litigio. ¿Puede aventurarse que esta catástrofe moral preludia el furor exterminador de los nazis y los escasos escrúpulos de los aliados para acabar con ellos, bombardeando salvajemente ciudades de escaso interés militar, como Dresde y Hamburgo? Si esto es un hombre, compuesto entre diciembre de 1945 y enero de 1947, es uno de los testimonios más rigurosos de la Shoah, quizá la obra de referencia que marca el inicio de una riada de textos elaborados por los supervivientes, intentando explicar lo sucedido o, simplemente, relatar lo vivido, casi siempre bajo la sombra de la culpabilidad, pues parece imposible escapar del infierno, sin dejar jirones del alma en la telaraña de abominaciones tejida por los verdugos.

Primo Levi, dice Narbona, no pretende revelar al mundo algo que ya conocía y prefirió ignorar, esencialmente porque el antisemitismo era una vieja pasión inculcada por la tradición cristiana. Pocos se inquietaban por la suerte de los judíos en la vieja Europa. Los escombros de la catedral de Coventry conmovían más que los rumores de deportaciones y ejecuciones en masa. Primo Levi no se planteó Si esto es un hombre como un simple testimonio, sino como «un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana». El Lager no brotó de la nada. No es una aberración histórica, sino la expresión radical de «un concepto del mundo llevado a sus últimas consecuencias». Ese concepto no se ha desvanecido. Perdura y sigue gravitando sobre nuestro presente, lo cual significa que el fenómeno de los campos de concentración podría repetirse. De hecho, el siglo XX es el siglo de los genocidios. Armenios, bosnio-musulmanes, ruandeses, tamiles y mayas sufrieron políticas raciales orientadas al exterminio. Los crímenes de guerra cometidos por Estados Unidos en Vietnam o los franceses en Argelia no respondieron exclusivamente a motivaciones políticas. El odio racial desempeñó un papel notable en las represalias contra los insurgentes. Los crímenes de los jemeres rojos o de otras dictaduras comunistas poseen un sesgo más ideológico, pero hay una idea común que sirve de motor en todos los casos: la deshumanización del adversario, su «deshominización». Es necesario ubicar a las víctimas en el conjunto de plagas dañinas –«gusanos», «ratas», «cucarachas»− para inhibir los impulsos de compasión que suscitan nuestros iguales, particularmente cuando se trata de niños, mujeres, ancianos o enfermos. El genocidio perpetrado por los nazis con la ayuda de las milicias fascistas de los distintos países ocupados no es una página negra de la historia, sino la exacerbación de un concepto de la cultura. «La historia de los campos de destrucción –advierte Primo Levi− debería ser entendida por todos como una siniestra señal de peligro». Su aviso se revelará profético en las décadas posteriores. Los campos de concentración surgirán de nuevo durante la guerra de Bosnia-Herzegovina. Otra vez, cuerpos desnutridos y ojos afiebrados detrás de una alambrada.

Primo Levi, añade, reconoce que escribió Si esto es un hombre para satisfacer la necesidad de «una liberación interior», pero su ejercicio individual y el de otros supervivientes adquirió enseguida el carácter de catarsis colectiva. Puede afirmarse que la narración del sufrimiento de los testigos de la Shoah aplacó temporalmente en muchas conciencias los impulsos más destructivos de la cultura europea. El recuerdo de los deportados abocados a trabajar en el fango, luchando cotidianamente por medio panecillo, o de las mujeres con la cabeza rapada, el regazo helado y la mirada extraviada, se convirtió en un poderoso argumento para luchar por una sociedad democrática, libre y plural, donde no pudiera esgrimirse ningún pretexto para pisotear los derechos humanos. Si esto es un hombre formula un nuevo imperativo moral: que Auschwitz no se repita, que las políticas de exterminio no reaparezcan en la historia. Ese imperativo no pudo frenar la aparición y propagación del archipiélago Gulag, ni los crímenes de las dictaduras latinoamericanas, pero sirve como referencia permanente de lo que significa ser hombre: básicamente, no negar la humanidad del otro, en particular cuando opone resistencia a nuestra visión del mundo, esbozando puntos de vista alternativos. «El primer oficio de un hombre –escribe Primo Levi− es perseguir sus propios fines por medios adecuados». Los «medios adecuados» marcan la diferencia entre una democracia y una dictadura. La muerte del adversario no puede legitimarse en ningún caso, sin incumplir ese oficio que nos define como especie moral y racional. Primo Levi empieza a comprender lo que significa el totalitarismo cuando recibe los primeros golpes. Golpes propinados metódicamente, sin ira, cumpliendo un protocolo que se considera necesario. Levi y sus compañeros reaccionan con estupor: «¿Cómo es posible golpear sin cólera a un hombre?» La respuesta es relativamente sencilla: destruyendo su humanidad, degradándolo a la condición de no-hombre.

El ser humano, añade más adelante, anhela la felicidad, pero la realidad suele arrojar obstáculos a su paso, frustrando esa aspiración. Paradójicamente, esos obstáculos a veces lo ayudan a sobrevivir. La resignación es un sentimiento mucho menos eficaz que el instinto primario de no morir. Soportar la sed, los golpes, el frío, el hambre, constituye una meta inmediata, que evita caer en la angustia y la desesperación. Durante el viaje a Auschwitz, cada minuto representa un reto, pues el paso del tiempo, lejos de producir alivio, actúa como un impulso descendente. El mundo exterior comienza a difuminarse hasta producir un absoluto pavoroso: el ser-ahí de una conciencia arrojada a un vagón de ganado, donde la humanidad sólo es «una masa humana confusa y continua, torpe y dolorosa». El nivel de sufrimiento de los deportados en ese tren se mide por un dato horripilante, que nos facilita Primo Levi con relativa serenidad: «Entre las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan solo cuatro han vuelto a ver su hogar; y fue con mucho el vagón más afortunado».

Aunque la rampa de Auschwitz ha pasado a la posteridad como la palanca de un feroz darwinismo político, social y racial, continúa diciendo, Primo Levi señala que las selecciones no se realizaban siempre de forma racional, separando a los útiles de los improductivos. A veces, «entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy; los otros iban a las cámaras de gas». Podría interpretarse este dato como un gesto de negligencia o brutalidad, pero en realidad refleja la esencia del poder totalitario. En política, la arbitrariedad funciona como una poderosa herramienta. Su misión es poner de manifiesto que –potencialmente− todo individuo puede ser detenido, torturado y asesinado. Si el poder limita o racionaliza su forma de proceder, recorta su capacidad de intimidación y renuncia a sus privilegios, sometiéndose al imperio de lo previsible o inteligible. Al igual que Dios, el Estado totalitario no rinde cuenta de sus actos, complaciéndose en la perplejidad que causan sus disposiciones. Ni Abrahán ni Job entienden al Dios que les aflige sin motivo, pero aceptan ciegamente su voluntad, violando –si es necesario− cualquier límite moral.

Levi refiere que los supervivientes de la primera selección observan a los deportados con asombro, dice más adelante. No parecen hombres, sino espectros: la cabeza inclinada, la mirada humillada, los brazos rígidos. Sucios, silenciosos, caminan torpemente en pequeñas formaciones de tres: «Nosotros nos mirábamos sin decir palabra. Todo era incomprensible y loco, pero habíamos comprendido algo. Esta era la metamorfosis que nos esperaba. Mañana mismo seríamos nosotros una cosa así». No es descabellado pensar que mientras Abrahán subía al monte Moriá, con Isaac maniatado y preparado para el sacrificio, especuló que la orden de asesinar a su hijo constituía una locura incomprensible. Su sumisión no expresa confianza, sino una dramática pérdida de autonomía moral y un temor ilimitado. La función del Lager es lograr algo semejante: obediencia ciega, terror, muerte en vida. Primo Levi nos proporciona una precisa descripción de ese estado de humillación e indefensión que solemos identificar con el infierno: «Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe ser así, una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar en pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada. ¿Cómo vamos a pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muerto. Algunos se sientan en el suelo. El tiempo transcurre gota a gota».

Por esas fechas, añade el profesor Narbona, Primo Levi es un joven con estudios de química y con escasas dotes como partisano. Cree en la razón. Cree en el hombre. Nunca llegará a abdicar de ese ideario. No caerá en el pesimismo antropológico, ni flirteará con la misantropía, pero la llegada a Auschwitz lo sitúa «al otro lado», en un territorio opaco, arbitrario, dominado por una penumbra moral hasta entonces desconocida. ¿Cómo pudo sobrevivir ese humanismo racionalista entre las alambradas, librándolo del nihilismo de un Jean Améry o la desesperación de Paul Celan? Sólo podemos seguir el rastro de sus palabras, buscando una respuesta que siempre resultará insuficiente, pues no existen palabras capaces de reflejar el grado cero de humanidad asignado a las víctimas del poder totalitario.

Narbona promete una segunda parte a su artículo. La subiré al blog en cuanto se publique.



Primo Levi



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 10 de noviembre de 2015

[Historia] Un aniversario más de la "Kristallnacht"



El inicio


Ahora que Europa parece sumirse de nuevo en la noche de los tiempos con campos de concentración y de internamiento, expulsiones y traslados masivos de población, cuotas de refugiados y delirios nacionalistas, de los que en España, hoy mismo, tenemos cumplida referencia, no parece estar de más recordar dónde, cuándo y cómo comenzó todo.

Fue en esta noche, entre el 9 y el 10 de noviembre de 1938, hace justamente setenta y siete años, que en muchas ciudades de Alemania y Austria comenzó lo que acabaría convirtiéndose en esa pesadilla, vergüenza de la humanidad, que fue el Holocausto, la "Shoah", la "Solución Final" (en el lenguaje tecnocrático del régimen nacional-socialista): el exterminio sistemático y premeditado de los judíos de Alemania y Europa. Pero todo comenzó a fraguarse entre 1925 y 1928, en que un iluminado llamado Adolf Hitler escribió un libro llamado Mein Kampf (Mi lucha). Un artículo reciente en El País, titulado Desmontando el Mein Kampf (sin silenciarlo), escrito por Ricardo de Querol y Luis Doncel, contaba su génesis.

La atrocidad fue de tal calibre que ninguna de las realizadas posteriormente por régimen, estado, nación u hombre alguno, y las ha habido de todos los colores y calibres, le resulta equiparable. Fue la llamada por los historiadores La Noche de los Cristales. Aquella noche, como había anunciado ya cien años antes el poeta alemán Heine (de origen judío): "quién quema libros termina tarde o temprano por quemar hombres", dio comienzo uno de esos hechos que avergonzarán por siempre a la humanidad. Y como dijo el también judío italiano Primo Levi en uno de los libros más intensamente conmovedores que he podido leer nunca, "Si esto es un hombre" (Muchnik, Barcelona, 2002), quizá no podamos comprender nunca lo que pasó, pero si podemos y debemos comprender dónde nació, y estar en guardia. Si comprender es imposible -dice-, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también, concluye. 

Lo que pasó aquella noche entre el 9 y el 10 de noviembre de 1938 en Alemania y Austria lo recordó en su día en un interesante artículo del El País, titulado "La España en guerra ante la Kristallnacht", el profesor de Antropología Social de la Universidad Complutense de Madrid, Alejandro Baer.

El artículo del profesor Baer se centraba en explicar la diferente actitud que mostraron ante los hechos que se relatan en el mismo el gobierno y la prensa de la zona republicana, por un lado, y el gobierno y la prensa de la zona nacional, por otro. La primera, condenándolo con energía y rotundidad; la segunda, amparándolo y justificándolo.

Pero a mi lo que más me llamó la atención del artículo fue la afirmación, que comparto, de que los enraizados prejuicios y estereotipos antisemitas, con que se prodigaron en noviembre de 1938 quienes finalmente ganaron la Guerra Civil, han perdurado durante décadas y que sus resabios y ramificaciones forman parte de nuestro presente. ¿Acaso le cabía a alguien duda de ello? No me atrevería yo a afirmar rotundamente que la mayoría de la sociedad española sea racista; desde luego, arraigados prejuicios antisemitas si que tiene. Y en lo que discrepo del profesor Baer es que provengan del régimen franquista. Tengo la impresión de que son bastante más antiguos.

Hay un libro espléndido y admirable del filólogo e historiador Américo Castro titulado "España en su historia: cristianos, moros y judíos" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1989), que explicita ese eterno tema de discusión académica nacional sobre que es el "ser de España". Castro, contra la opinión de otros eminentes historiadores españoles como Claudio Sánchez Albornoz, con el que polemizó duramente sobre ello, se inclina por la tesis del mestizaje entre cristianos, moros y judíos, como característica definitoria del "ser nacional español". Es por ello por lo que al inicio del capítulo X de su libro afirma con rotundidad: "La historia del resto de Europa puede entenderse sin necesidad de situar a los judíos en un primer término; la de España, no. La función primordial y decisiva de los hispano-hebreos es indisoluble, a su vez, de la circunstancia de haber vivido articulados prietamente con la historia hispano-musulmana."

Como atestigua mi apellido paterno y el escudo de armas familiar (se dice en él que "probó" su hidalguía, lo que significa que había dudas sobre la pureza de su sangre) soy descendiente de conversos. Como lo fueron innumerables españoles tales como el propio rey Fernando el Católico; los escritores Juan de Mena, Fernando de Rojas, fray Luis de León, Mateo Alemán, Hernando del Pulgar, Jorge de Montemayor y el mismo Miguel de Cervantes; los místicos (y santos) Teresa de Jesús y Juan de la Cruz; el teólogo Juan de Torquemada; el médico y científico Miguel Servet; los filósofos Juan Luis Vives, Francisco Sánchez y Benito Espinosa... La lista es interminable y espléndida.

Decir ahora que el antisemitismo español, según algunos especialistas el más arraigado de Europa, es producto del franquismo, o de la confrontación israelí-palestina actual me parece como poco quedarse un poco cortos. El problema es que tengo la impresión de que Europa, y España con ella, camina de nuevo hacia un resurgimiento populista de la xenofobia y el racismo. Confío en equivocarme, pero ejemplos recientes en sentido contrario, tenemos más que sobrados. 

Termino con otro párrafo, que me parece muy significativo, del libro de Primo Levi que cité al comienzo de la entrada: "Destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes. Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas; de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue." ¿Volvemos a empezar? Espero que no. Si quieren saber como fue la realidad les recomiendo la lectura de "Eichmann en Jerusalén", de Hannah Arendt, en cualquiera de sus múltiples ediciones. 

Hay historias de ficción que cuando nos sumergimos en ellas nos parecen tan irreales, por lo horrorosas, que nos cuesta admitir que la realidad fue peor aun de lo que estamos leyendo. Una de esas historias, que estoy terminando de leer con desasosiego y apasionado interés (y espero que se animen a enfrentarse con sus 991 páginas de apretado texto porque -de verdad- merece la pena) es la de "Las Benévolas", de Jonathan Littell (RBA, Barcelona, 2007), ganadora del premio Goncourt. "En realidad -nos dice el narrador de la historia en primerísima persona al inicio de la misma- también podría no haber escrito. Bien pensado no es una obligación. Desde que se acabó la guerra, he sido un hombre discreto; gracias a Dios, nunca he necesitado, como mis excolegas, escribir mis memorias para justificarme, porque no tengo nada que justificar; ni tampoco tengo intenciones lucrativas, porque me gano la vida bastante bien con lo que hago. No estoy arrepentido de nada; hice el trabajo que tenía que hacer, y ya está; en cuanto a mis asuntos familiares, que a lo mejor cuento también, solo me importan a mí y, en lo referido a lo demás, hacia el final, es muy posible que me haya excedido, pero es que estaba ya un tanto fuera de mis casillas, flaqueaba y, encima, a mi alrededor el mundo entero se venía abajo; admitid que no fui el único que perdió la cabeza. Pese a mis fallos, que han sido muchos, no he dejado de ser de esos que opinan que las únicas cosas indispensables para la existencia humana son respirar, comer, beber, defecar y buscar la verdad. El resto es facultativo."

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



El final



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jueves, 18 de junio de 2015

[De libros y lecturas] "Eichmann en Jerusalén", de Hannah Arendt



Hannah Arendt



El 31 de mayo pasado se cumplieron cincuenta y tres años de la ejecución de Adolf Eichmann en la prisión de Ramla (Israel). Había sido secuestrado en Argentina por un comando del Mossad el 11 de mayo de 1960 y trasladado a la fuerza hasta Israel. El 15 de diciembre de 1961 el tribunal que le juzgó le encontró culpable de crímenes contra la humanidad y contra el pueblo judío y le condenó a la pena capital. La suya ha sido la única pena de muerte ejecutada en toda la historia del Estado de Israel.

Escribí sobre ello en el blog con motivo del cincuentenario de su ejecución y me resultó llamativo que el aniversario de un acontecimiento de tanta notoriedad mediática como fue el jucio y posterior ejecución de Aldof Eichmann pasaran absolutamente desapercibidos. Un excelente artículo del escritor argentino Álvaro Abós en El País de aquel día, titulado "Eichmann en la horca", rememoró el hecho analizando con detalle las consecuencias que tuvo para la instauración de una justicia internacional que persiguiera y enjuiciara delitos calificados como crímenes contra la humanidad, sentando principios jurídicos como los de la imprescriptibilidad y la no consideración de la obediencia debida como eximente cuando se juzgan crímenes de lesa humanidad. Y es que, como dice Abós al final de su artículo, el olvido no puede lavar el horror.

Resulta imposible hablar del secuestro, procesamiento, condena y ejecución de Adolf Eichmann sin hacer mención a una obra capital de la teórica política norteamericana de origen judeo-alemán Hannah ArendtSi desean profundizar en el conocimiento de aquel hecho histórico y sus consecuencias nada mejor que recurrir a las fuentes, que no pueden ser otras que el propio texto de Arendt, "Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal" (Lumen, Barcelona, 2003), al que pueden acceder en el enlace anterior. Les recomiendo igualmente que vean en el siguiente enlace el documental de la cadena televisiva ORF2, con imágenes reales del proceso llevado a cabo en Jerusalén. Está subtitulado en alemán, aun así, merece la pena verlo.

Hannah Arendt, siguió todo el proceso de Eichmann en Jerusalén como corresponsal de una prestigiosa revista neoyorkina y escribió una serie de artículos sobre el mismo que más tarde publicaría en forma de libro. Ese libro fue "Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal", un texto que levantó notable polémica en Estados Unidos, en Alemania, y dentro del mundo judío, por lo atrevido de algunas de sus conclusiones, por ejemplo, la de que el mal no necesariamente encarna en psicópatas delirantes como Hitler, sino que puede también presentarse en envases cotidianos, bajo la forma de un señores normales como Adolf Eichmann, buenos padres de familia, ciudadanos ejemplares y funcionarios cumplidores. 

Yo tenía catorce años cuando Adolf Eichmann fue secuestrado por el Mossad, y llevado de forma clandestina a Israel. No recuerdo nada especial sobre el proceso que se siguió contra Eichmann, del que conocí muchos años más tarde los detalles, gracias entre otras razones al libro de Hannah Arendt. Si recuerdo en cambio el revuelo que causó la noticia de su ejecución en España, y sobre todo recuerdo con precisión la admiración que suscitó en mí, quizá, y en gran parte, por ser descendiente de conversos y sentirme orgulloso de mis orígenes judíos, la operación desarrollada por el Mossad, con detalles que parecían sacados de una novela policíaca, y que a tan temprana edad no era capaz de enjuiciar en todas sus dimensiones políticas, diplomáticas y jurídicas.

Pero fue hace unos días que el escritor y crítico literario Rafael Narbona, en su blog Viaje a Siracusa, de Revista de Libros, traía de nuevo a colación el asunto en un documentado análisis titulado "Hannah Arendt y la terrible banalidad del mal". ¿Casualidad? No lo creo; más bien permanente actualidad de un texto tan trascendental como el de Hannah Arendt.

Pocos libros han provocado tanto revuelo como "Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal", dice Narbona de él. Hannah Arendt aceptó ser la corresponsal de The New Yorker durante el juicio celebrado en Jerusalén contra Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y uno de los principales responsables de la deportación de los judíos europeos a los campos de exterminio nazis. David Ben Gurion, primer ministro de Israel en aquel momento, quería recordar al mundo que millones de judíos habían sido asesinados por el simple hecho de ser judíos, no por sus actos o ideas: «Queremos que todas las naciones sepan que deben avergonzarse». La aparente insignificancia de Eichmann, pálido y fantasmal en la cabina blindada, contrastaba con la magnitud de sus crímenes. 

Hace unos años, continúa diciendo Rafael Narbona, el líder ultraderechista Jean-Marie Le Pen declaró que el Holocausto sólo era una nota a pie de página en la historia de la Segunda Guerra Mundial. Desgraciadamente, tenía razón, si juzgamos el genocidio de judíos, gitanos y otras minorías desde el punto de vista del lugar que ocupó en la conciencia de la sociedad europea o la norteamericana. El destino de los judíos nunca preocupó demasiado a nadie y su exterminio contó con la cobertura legal e institucional del Reich alemán. Las leyes de Núremberg, aprobadas por unanimidad el 15 de septiembre de 1935 durante el séptimo congreso anual del NSDAP, sólo representaron el primer paso de la discriminación, exclusión y exterminio de la población judía, un procedimiento que no adquirió el carácter de secreto de Estado hasta su último tramo (Conferencia de Wannsse, 20 de enero de 1942), si bien por entonces corrían por toda Europa historias sobre asesinatos masivos en cámaras de gas. Jan Karski , enlace del gobierno polaco en el exilio, y el conde Edward Raczyński, ministro de Asuntos Exteriores, informaron del genocidio a lo largo de 1942. Karski aportó su testimonio, pues había visitado clandestinamente el gueto de Varsovia y el campo de transición de Izbica, y Raczyński proporcionó pruebas y documentos en un informe titulado «El exterminio masivo de judíos en Polonia bajo la ocupación alemana». Los aliados no adoptaron ninguna medida para frenar o mitigar el drama.

El nazismo siempre disfrutó de amplias simpatías en la sociedad alemana, dice Narbona. El fiscal Hausner señaló en el proceso contra Eichmann que los arquitectos del genocidio no eran vulgares hampones, sino abogados, profesores, médicos, banqueros, economistas. El responsable último no era el Gobierno nazi, sino varios siglos de odio institucional y popular a los judíos: «En este histórico juicio, no es un individuo quien se sienta en el banquillo, no es tampoco el régimen nazi, sino el antisemitismo secular».

La defensa de Eichmann se basó en la obediencia debida, particularmente estricta en un régimen totalitario. Eichmann, un hombre gris y de escasa iniciativa, descubrirá enseguida las ventajas de la «obediencia debida», que exime de pensar, juzgar y rectificar. La derrota de Alemania significaría una catástrofe para su temperamento gregario: «Comprendí que tendría que vivir una difícil vida individualista, sin un jefe que me guiara, sin recibir instrucciones, órdenes ni representaciones, sin reglamentos que consultar, en pocas palabras, ante mí se abría una vida desconocida que nunca había llevado». 

Desde las primeras vistas, sigue diciendo Narbona comentando el libro de Arendt, Hannah Arendt advierte el vacío interior de Eichmann y su impotencia para obrar como un individuo: «Cuanto más se lo escuchaba, más evidente era que su incapacidad para hablar iba estrechamente unida a su incapacidad para pensar, particularmente para pensar desde el punto de vista de otra persona. No era posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros y, por ende, contra la realidad como tal». Durante el juicio, se hace evidente que Eichmann carece de la empatía más elemental. Llama la atención su «incapacidad casi total para considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor». Siente lástima de sí mismo y no entiende que los otros no simpaticen con su desdicha personal. Se considera un hombre decente y con un acusado sentido de la ética. Como señala Narbona, Hannah Arendt escribe a ese respecto: «A pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquier podía darse cuenta de que aquel hombre no era un “monstruo”, pero en realidad se hizo difícil no sospechar que fuera un payaso». La inanidad intelectual del burócrata nazi nunca resultó tan incontestable. Eichmann invoca la obediencia, subrayando que si hubiera vivido en una sociedad democrática, habría cumplido sus normas con la misma meticulosidad.

Hannah Arendt escribió sus artículos con una feroz independencia, sin maquillar hechos ni contemporizar. No ocultó la responsabilidad de los Consejos Judíos o Judenrat, y entre ellos, casos tan llamativos como el de Mordechai Chaim Rumkowski, hombre de negocios, militante sionista y director de un orfanato, que fue la máxima autoridad del gueto de Łódź (Polonia). Hannah Arendt, sigue diciendo el articulista, destacó que no todos los países ocupados por el Reich alemán colaboraron en la deportación de los judíos: «Suecia, Italia y Bulgaria, al igual que Dinamarca, resultaron ser inmunes al antisemitismo, pero de las tres naciones que estaban en la esfera de la influencia alemana, solamente Dinamarca se atrevió a hablar claramente del asunto a sus amos alemanes». Italia y Bulgaria sabotearon las órdenes, explotando el ingenio para salvar a sus compatriotas judíos. Los daneses se opusieron frontalmente. Cuando los alemanes les propusieron que se identificara a los judíos con estrellas amarillas, contestaron que el rey sería el primero en llevarla y que incumplirían cualquier medida discriminatoria. Cuando los nazis impusieron la ley marcial, las tropas destinadas a Dinamarca habían cambiado profundamente desde hacía mucho tiempo y se negaron a participar en las deportaciones. La lección que nos dan los países a los que se propuso la aplicación de la Solución Final es que “pudo ponerse en práctica” en la mayoría de ellos, pero no en todos. Desde un punto de vista humano, la lección es que actitudes como la que comentamos constituyen cuanto se necesita, y no puede razonablemente pedirse más, para que este planeta siga siendo un lugar apto para que lo habiten seres humanos».

Lo más sobrecogedor del caso Eichmann es que el burócrata nazi «no era un Yago ni un Macbeth» y, menos aún, un «Ricardo III». Según Arendt, tampoco era un estúpido, sino «pura y simple irreflexión». Hubo «muchos hombres como él». No «fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente, que en realidad, merece la calificación de "hostis generis humani", comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad».

Hannah Arendt nos cuenta, concluye Narbona, que Eichmann se dirigió al patíbulo con entereza. Después de beber media botella de vino y rechazar la asistencia de un pastor protestante, rechazó la capucha negra que le ofreció el verdugo. Sus últimas palabras fueron: «Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Austria! ¡Viva Argentina! Nunca las olvidaré». Arendt considera que Eichmann se despidió del mundo con una sarta de majaderías: «Incluso ante la muerte, encontró el cliché propio de la oración fúnebre. […] Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se siente impotentes». Arendt justifica la pena de muerte dictada contra Eichmann: «Del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación –como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar en el mundo–, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Ésta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado». ¿Se puede considerar que el genocidio es un delito infrecuente, que las cámaras de gas pertenecen a un pasado irrepetible? Desde que acabó la Segunda Guerra Mundial, las matanzas no han cesado: Vietnam, Camboya, Indonesia, Guatemala, Chile, Argentina, Ruanda, Bosnia-Herzegovina… Podrían citarse más casos, pero es innecesario. Sin embargo, el totalitarismo como fenómeno político no es una masacre más. Se caracteriza por un rango distintivo: «el criterio selectivo depende únicamente de ciertos factores circunstanciales». Después de liquidar a los enfermos incurables, Hitler pensaba eliminar a los alemanes «genéticamente lesionados», con enfermedades pulmonares o cardíacas. En la «cultura del descarte», por utilizar una expresión del papa Francisco, podría considerarse una medida de higiene pública suprimir las vidas de los individuos improductivos o con escasas expectativas de éxito. Sólo hace falta una idea, un absoluto moral o político, para poner en funcionamiento las fábricas de la muerte. Puede ser la excelencia económica, biológica o social. O la materialización de una utopía con apariencia de justicia o equidad. O la creación de un nuevo orden mundial. El totalitarismo empieza donde acaba el individuo. Nunca se disipará su amenaza. La banalidad del mal reside en considerar que hay vidas banales, prescindibles. Conviene releer de vez en cuando a Hannah Arendt para recordar que cualquier vida debe ser objeto de respeto y reconocimiento. Los que se atreven a cuestionarlo, rescatarán antes o después la rampa de Auschwitz.

Les recomiendo encarecidamente la lectura de los artículos citados. Y por supuesto, el libro de Hannah Arendt que ha dado pie a esta entrada de hoy. Me lo agradecerán. De mi admiración y respeto por la persona y la obra, total, de Hannah Arendt, da prueba testimonial el hecho de que utilice como firma en este blog y en las redes sociales un acrónimo de su nombre como seudónimo.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt







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jueves, 2 de enero de 2014

La "Hannah Arendt", de Margarethe von Trotta: algo más que una película


Termino el año 2013 viendo la película "Hannah Arendt" (2013) de la cineasta alemana Margarethe von Trotta, interpretada magistralmente por Barbara Sukova. Una buena forma de despedirlo, gracias a mi hija Ruth que me prestó el vídeo.

De Hannah Arendt (1906-1975) como figura histórica he escrito tantas veces en el blog que me abruma citarla de nuevo. Hasta el seudónimo con el que firmo las entradas del mismo y escribo en las redes sociales se lo debo a ella. Asi pues, no insisto.

De las numerosas críticas que ha merecido la película, y la persona de Hannah Arendt, destaco la de Fernando Mires en su blog "Polis", del pasado 21 de diciembre. Y en este otro enlace pueden ver avances de la misma bajados de Youtube. Me animo a sugerirles que los exploren, y con especial interés les recomiendo vean este de un sacerdote que hace crítica cinematográfica desde la página electrónica del arzobispado de Barcelona.

¿Y HArendt no va opinar sobre la película?..., se preguntará alguno. Pues sí, como no, aunque mi criterio no tenga la menor relevancia. Y lo primero que me gustaría decir es que no es una película biográfica al uso, y que sospecho no van a entenderla ni disfrutarla quienes no conozcan, siquiera someramente, la peripecia vital e intelectual de la gran pensadora norteamericana de origen judeo-alemán y el impacto que su crónica sobre el secuestro, proceso y ejecución del nazi Adolf Eichmann por Israel (1960-1962) produjo en todo el mundo.

La película de Margarethe von Trotta se centra, precisamente, en la recreación de la génesis de esa crónica por parte de la profesora Hannah Arendt, a quien la prestigiosa revista literaria norteamerica "The New Yorker", le encarga que siga y escriba sobre el proceso de Eichmann en Jerusalén, su posterior conversión en libro, y la tremenda reacción que el mismo provocó en los ambientes judíos norteamericanos, europeos (especialmente alemanes), y por supuesto, israelíes. Como es sabido, hablamos de su "Eichmann en Jerusalén. Un ensayo sobre la banalidad del mal" (Lumen, Barcelona, 1999).

Pero hay más cosas en la película que la hábil mano de Margarethe von Trotta y la inconmensurable actuación de Barbara Sukova, matizan y exponen; o exponen y matizan... Aun centrada como decía antes en un momento concreto de la vida de Hannah Arendt, la película deja claramente al descubierto las grandes pasiones que Arendt mantuvo a lo largo de toda su vida: su insobornable vinculación a sus amigos, a la verdad de los hechos, a la búsqueda del comprender, y a la verdad, sobre todo a la Verdad, pese a quien pese.

Sobre el amor a sus amigos, a las personas concretas por encima de ideologías y enfrentamientos o desencuentros, la película muestra escenas memorables, como los "flashbacks" de su primer encuentro, y de los posteriores muchos años después, con el que fue el gran amor de su vida, el filósofo Martin Heidegger. De la pasión por su segundo marido, Heinrich Blücher. De su amistad nunca alterada por Mary McCarthy, que se convirtió a su muerte en su albacea testamentaria. Del doloroso desencuentro con los intelectuales judíos a causa de su libro, sobre todo, por lo que en él había de crítica a la labor que los Consejos Judíos, órganos creados por las autoridades nazis, que colaboraron en la ejecución del Holocausto. Y sobre todo, en la visión de Eichmann no como una figura que encarnaba el Mal, sino como un producto banal, un engranaje más de la horrenda consecuencia del totalitarismo sobre la sociedad, que anula lo que de humano queda en la persona para convertirla en una simple máquina de obeceder órdenes. Disfrútenla si tienen ocasión.

Una última recomendación, que lean este interesante artículo de Jordi Ibáñez, profesor de Estética y Teoría de las artes en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, titulado "Amistad y amor mundi: la vida de Hannah Arendt" (Revista de Libros, febrero 2008) antes de ver la película. Y después de que la hayan visto y disfrutado se animen a leer las sendas biografías de Arendt, la de Elisabeth Young-Bruehl (Alfons el Magnànim, Valencia, 1993) y la de Laure Adler (Destino, Barcelona, 2005), que el profesor Ibáñez les recomienda. Yo lo había hecho antes de su recomendación, y les aseguro que merecen la pena ambas.

Y sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 22 de noviembre de 2013

Primo Levi: Una historia sobre Auschwitz


Los que vivís seguros 
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle, 
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe, 
la enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.

"Si esto es un hombre" (Primo Levi, 1958)



En el número de diciembre de 2005 leí en "Revista de Libros" un artículo títulado "Trilogía de Primo Levi", escrito por el profesor y sociólogo Juan Manuel Iranzo. Como hago siempre que leo algún artículo o crítica sobre algún libro que me llama la atención (poco o ninguno de ellos será nunca un "super ventas" en las estanterías de las grandes superficies comerciales), guardo la referencia cuidadosamente para comprarlo y leerlo cuando se presente la ocasión favorable. Sinceramente, ya compro pocos libros, pero por fortuna la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria, como ya he comentado en ocasiones anteriores, tiene un buen fondo de títulos y suele ser generosa en la adquisición de aquellos que no tiene y le solicito: "Si esto es un hombre" (Muchnik Editores, Barcelona, 2002), de Primo Levi, fue uno de ellos.

La misma tarde que lo saqué de la biblioteca, junto a los "Pensamientos", de Blaise Pascal, comencé a leerlo en la guagua que me traía de vuelta a casa. Nada más llegar, le comenté a una buena amiga a través del féisbuc la profunda impresión que la lectura de sus primeras páginas, que se abren con el poema que reproduzco más arriba, me habían causado, y que tenía la impresión de que no iba a ser capaz de seguir con su lectura. Su respuesta casi inmediata, fue que no era capaz de imaginar como un lector como yo me cuestionaba continuar leyéndolo. Su crítica, cariñosa pero directa, fue un estímulo para mí. Acabo de terminarlo hoy mismo, casi de un tirón, como es habitual cuando una lectura me engancha, entre llevadas y traídas de nietos al colegio y acompañamiento a mis hijas, de chófer, en sus precompras navideñas y de reyes. Y tengo que decir que es uno de los libros más intensamente conmovedores que he podido leer nunca y que me ha provocado un mayor impacto emocional; y he leído bastantes, ya "nel mezzo del cammin di nostra vita", que decía Dante. 

"Si esto es un hombre" es el primero de los libros de la trilogía que Primo Levi (1917-1987), nacido en el seno de una familia judía del Piamonte, dedicó a los campos de exterminio nazis. En 1943 fue capturado como partisano y deportado a Auschwitz. El libro relata en primerísima persona el horror de unos seres cuya principal preocupación era de la sobrevivir para poder contar la atrocidad de los campos de exterminio. Una atrocidad que nadie creería si nadie puediera contarla. Es lo que hace Levi en el austero testimonio de unas páginas, escritas con serenidad y sin odio, devolviendo al horror su realidad y haciéndolo inteligible. Y eso, a pesar de la demoledora sentencia del filósofo alemán Theodor Adorno de que "escribir poesía después de Auschwitz sería un acto de barbarie". Levi lo hizo, y aquí queda su testiomonio. 

Su lectura me ha llevado a reeditar mi entrada de hace unos días, la titulada: "En el 75.º aniversario de la "Kristallnacht" o Noche de los cristales rotos. ¿Vuelta a empezar?", cuya relectura, así como el artículo del profesor Iranzo y la biografía de Levi que cito más arriba, me atrevo a recomendarles.

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt


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domingo, 10 de noviembre de 2013

En el 75.º aniversario de la "Kristallnacht" o Noche de los cristales rotos. ¿Volvemo a empezar?


En esta noche del 9 al 10 de noviembre se cumplen 75 años justos del inicio de lo que acabaría convirtiéndose en el Holocausto: la "Shoah", el exterminio sistemático y premeditado de los judíos de Alemania y Europa por el régimen nazi. La atrocidad fue de tal calibre que ninguna de las realizadas posteriormente por régimen, estado, nación u hombre alguno, y las ha habido de todos los colores y calibres, le resulta equiparable. Fue la llamada por los historiadores "La Noche de los Cristales". Aquella noche, como había anunciado ya cien años antes el poeta alemán Heine (de origen judío): "quién quema libros termina tarde o temprano por quemar hombres", dio comienzo uno de esos hechos que avergonzarán por siempre a la humanidad. Y como dijo el también judío italiano Primo Levi en uno de los libros más intensamente conmovedores que he podido leer nunca, "Si esto es un hombre" (Muchnik, Barcelona, 2002), quizá no podamos comprender nunca lo que pasó, pero si podemos y debemos comprender dónde nació, y estar en guardia. Si comprender es imposible -dice-, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también, concluye.

Lo recordaba en su día un interesante artículo de El País titulado "La España en guerra ante la Kristallnacht", del profesor de Antropología Social de la Universidad Complutense de Madrid, Alejandro Baer.

El artículo del profesor Baer se centraba en explicar la diferente actitud que mostraron ante los hechos que se relatan en el mismo el gobierno y la prensa de la zona republicana, por un lado, y el gobierno y la prensa de la zona nacional, por otro. La primera, condenándolo con energía y rotundidad; la segunda, amparándolo y justificándolo.

Pero a mi lo que más me llamó la atención del artículo fue la afirmación, que comparto, de que "los enraizados prejuicios y estereotipos antisemitas, con que se prodigaron en noviembre de 1938 quienes finalmente ganaron la Guerra Civil, han perdurado durante décadas. Sus resabios y ramificaciones forman parte de nuestro presente". ¿Acaso le cabía a alguien duda de ello? No me atrevería yo a afirmar rotundamente que la mayoría de la sociedad española sea racista; desde luego, arraigados prejuicios antisemitas si que tiene. Y en lo que discrepo del profesor Baer es que provengan del régimen franquista... Tengo la impresión de que son bastante más antiguos.

Hay un libro espléndido y admirable del filólogo e historiador Américo Castro titulado "España en su historia: cristianos, moros y judíos" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1989), que explicita ese eterno tema de discusión académica nacional sobre que es el "Ser de España". Castro, contra la opinión de otros eminentes historiadores españoles como Claudio Sánchez Albornoz, con el que polemizó duramente sobre ello, se inclina por la tesis del mestizaje entre cristianos, moros y judíos, como característica definitoria del "ser nacional español". Es por ello por lo que al inicio del capítulo X de su libro afirma con rotundidad: "La historia del resto de Europa puede entenderse sin necesidad de situar a los judíos en un primer término; la de España, no. La función primordial y decisiva de los hispano-hebreos es indisoluble, a su vez, de la circunstancia de haber vivido articulados prietamente con la historia hispano-musulmana."

Como atestigua mi apellido paterno y el escudo de armas familiar (se dice en él que "probó" su hidalguía, lo que significa que había dudas sobre la pureza de su sangre...) soy descendiente de conversos. Como lo fueron innumerables españoles tales como el propio rey Fernando el Católico; los escritores Juan de Mena, Fernando de Rojas, fray Luis de León, Mateo Alemán, Hernando del Pulgar, Jorge de Montemayor y el mismo Miguel de Cervantes; los místicos (y santos) Teresa de Jesús y Juan de la Cruz; el teólogo Juan de Torquemada; el médico y científico Miguel Servet; los filósofos Juan Luis Vives, Francisco Sánchez y Benito Espinosa... La lista es interminable y espléndida.

Decir ahora que el antisemitismo español, según algunos especialistas el más arraigado de Europa, es producto del franquismo, o de la confrontación israelí-palestina actual me parece como poco quedarse un poco cortos... El problema es que tengo la impresión de que Europa, y España con ella, camina de nuevo hacia un resurgimiento populista de la xenofobia y el racismo. Confío en equivocarme, pero ejemplos recientes en sentido contrario, tenemos más que sobrados. Termino con otro párrafo, que me parece muy significativo, del libro de Primo Levi que cité al comienzo de la entrada: "Destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes. Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas; de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue." ¿Volvemos a empezar?

Les dejo un impresionante documento histórico sobre la "Shoah", el documental del mismo título realizado por el director francés Claude Lanzmann en 1985, de nueve horas de duración. Pueden verlo aquí si lo desean. Está en francés y subtitulado en español.

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