Los que vivís seguros
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle,
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe,
la enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.
Si esto es un hombre (Primo Levi, 1958)
No es la primera vez que escribo en el blog sobre Primo Levi (1919-1987), escritor italiano de origen judío sefardí, autor de memorias, relatos, poemas y novelas, y resistente antifascista, superviviente del Holocausto. Conocido sobre todo por las obras que dedicó a dar testimonio sobre dicho Holocausto, particularmente el relato de los diez meses que estuvo prisionero en el campo de concentración de Monowice, subalterno del de Auschwitz, su obra Si esto es un hombre es considerada como una de las más importantes del siglo XX. Lo he hecho en sendas entradas de noviembre de 2013 y septiembre de este mismo año, y en ambas ocasiones las iniciaba con el poema de más arriba, escrito por Levi en 1958. A ellas les remito.
Hoy lo traigo de nuevo a colación comentando el artículo que en este mes de diciembre le dedica en Revista de Libros Rafael Narbona, escritor, crítico literario y profesor de filosofía, colaborador habitual de Revista de Libros donde escribe el blog Viaje a Siracusa, dedicado a profundizar en el fenómeno de los totalitarismos.
«¿Qué es el hombre?», se pregunta Narbona citando a Immanuel Kant, cuando el optimismo ilustrado aún llamea como una antorcha, proclamando la perfectibilidad indefinida de nuestra especie. «Un fin en sí mismo, nunca un medio», contesta el filósofo, homenajeando implícitamente al humanismo renacentista. Kant no es un ingenuo. Es imposible que no conociera los estragos de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), que causó la muerte de casi cinco millones de europeos, reduciendo la población alemana a la mitad. Es probable que desconociera las cifras, pero los casi ochenta años transcurridos entre el final del conflicto y su nacimiento no habían borrado de la memoria colectiva el espanto de una guerra que se ensañó con la población civil. Sólo una quinta parte de las víctimas pertenecían a los ejércitos en litigio. ¿Puede aventurarse que esta catástrofe moral preludia el furor exterminador de los nazis y los escasos escrúpulos de los aliados para acabar con ellos, bombardeando salvajemente ciudades de escaso interés militar, como Dresde y Hamburgo? Si esto es un hombre, compuesto entre diciembre de 1945 y enero de 1947, es uno de los testimonios más rigurosos de la Shoah, quizá la obra de referencia que marca el inicio de una riada de textos elaborados por los supervivientes, intentando explicar lo sucedido o, simplemente, relatar lo vivido, casi siempre bajo la sombra de la culpabilidad, pues parece imposible escapar del infierno, sin dejar jirones del alma en la telaraña de abominaciones tejida por los verdugos.
Primo Levi, dice Narbona, no pretende revelar al mundo algo que ya conocía y prefirió ignorar, esencialmente porque el antisemitismo era una vieja pasión inculcada por la tradición cristiana. Pocos se inquietaban por la suerte de los judíos en la vieja Europa. Los escombros de la catedral de Coventry conmovían más que los rumores de deportaciones y ejecuciones en masa. Primo Levi no se planteó Si esto es un hombre como un simple testimonio, sino como «un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana». El Lager no brotó de la nada. No es una aberración histórica, sino la expresión radical de «un concepto del mundo llevado a sus últimas consecuencias». Ese concepto no se ha desvanecido. Perdura y sigue gravitando sobre nuestro presente, lo cual significa que el fenómeno de los campos de concentración podría repetirse. De hecho, el siglo XX es el siglo de los genocidios. Armenios, bosnio-musulmanes, ruandeses, tamiles y mayas sufrieron políticas raciales orientadas al exterminio. Los crímenes de guerra cometidos por Estados Unidos en Vietnam o los franceses en Argelia no respondieron exclusivamente a motivaciones políticas. El odio racial desempeñó un papel notable en las represalias contra los insurgentes. Los crímenes de los jemeres rojos o de otras dictaduras comunistas poseen un sesgo más ideológico, pero hay una idea común que sirve de motor en todos los casos: la deshumanización del adversario, su «deshominización». Es necesario ubicar a las víctimas en el conjunto de plagas dañinas –«gusanos», «ratas», «cucarachas»− para inhibir los impulsos de compasión que suscitan nuestros iguales, particularmente cuando se trata de niños, mujeres, ancianos o enfermos. El genocidio perpetrado por los nazis con la ayuda de las milicias fascistas de los distintos países ocupados no es una página negra de la historia, sino la exacerbación de un concepto de la cultura. «La historia de los campos de destrucción –advierte Primo Levi− debería ser entendida por todos como una siniestra señal de peligro». Su aviso se revelará profético en las décadas posteriores. Los campos de concentración surgirán de nuevo durante la guerra de Bosnia-Herzegovina. Otra vez, cuerpos desnutridos y ojos afiebrados detrás de una alambrada.
Primo Levi, añade, reconoce que escribió Si esto es un hombre para satisfacer la necesidad de «una liberación interior», pero su ejercicio individual y el de otros supervivientes adquirió enseguida el carácter de catarsis colectiva. Puede afirmarse que la narración del sufrimiento de los testigos de la Shoah aplacó temporalmente en muchas conciencias los impulsos más destructivos de la cultura europea. El recuerdo de los deportados abocados a trabajar en el fango, luchando cotidianamente por medio panecillo, o de las mujeres con la cabeza rapada, el regazo helado y la mirada extraviada, se convirtió en un poderoso argumento para luchar por una sociedad democrática, libre y plural, donde no pudiera esgrimirse ningún pretexto para pisotear los derechos humanos. Si esto es un hombre formula un nuevo imperativo moral: que Auschwitz no se repita, que las políticas de exterminio no reaparezcan en la historia. Ese imperativo no pudo frenar la aparición y propagación del archipiélago Gulag, ni los crímenes de las dictaduras latinoamericanas, pero sirve como referencia permanente de lo que significa ser hombre: básicamente, no negar la humanidad del otro, en particular cuando opone resistencia a nuestra visión del mundo, esbozando puntos de vista alternativos. «El primer oficio de un hombre –escribe Primo Levi− es perseguir sus propios fines por medios adecuados». Los «medios adecuados» marcan la diferencia entre una democracia y una dictadura. La muerte del adversario no puede legitimarse en ningún caso, sin incumplir ese oficio que nos define como especie moral y racional. Primo Levi empieza a comprender lo que significa el totalitarismo cuando recibe los primeros golpes. Golpes propinados metódicamente, sin ira, cumpliendo un protocolo que se considera necesario. Levi y sus compañeros reaccionan con estupor: «¿Cómo es posible golpear sin cólera a un hombre?» La respuesta es relativamente sencilla: destruyendo su humanidad, degradándolo a la condición de no-hombre.
El ser humano, añade más adelante, anhela la felicidad, pero la realidad suele arrojar obstáculos a su paso, frustrando esa aspiración. Paradójicamente, esos obstáculos a veces lo ayudan a sobrevivir. La resignación es un sentimiento mucho menos eficaz que el instinto primario de no morir. Soportar la sed, los golpes, el frío, el hambre, constituye una meta inmediata, que evita caer en la angustia y la desesperación. Durante el viaje a Auschwitz, cada minuto representa un reto, pues el paso del tiempo, lejos de producir alivio, actúa como un impulso descendente. El mundo exterior comienza a difuminarse hasta producir un absoluto pavoroso: el ser-ahí de una conciencia arrojada a un vagón de ganado, donde la humanidad sólo es «una masa humana confusa y continua, torpe y dolorosa». El nivel de sufrimiento de los deportados en ese tren se mide por un dato horripilante, que nos facilita Primo Levi con relativa serenidad: «Entre las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan solo cuatro han vuelto a ver su hogar; y fue con mucho el vagón más afortunado».
Aunque la rampa de Auschwitz ha pasado a la posteridad como la palanca de un feroz darwinismo político, social y racial, continúa diciendo, Primo Levi señala que las selecciones no se realizaban siempre de forma racional, separando a los útiles de los improductivos. A veces, «entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy; los otros iban a las cámaras de gas». Podría interpretarse este dato como un gesto de negligencia o brutalidad, pero en realidad refleja la esencia del poder totalitario. En política, la arbitrariedad funciona como una poderosa herramienta. Su misión es poner de manifiesto que –potencialmente− todo individuo puede ser detenido, torturado y asesinado. Si el poder limita o racionaliza su forma de proceder, recorta su capacidad de intimidación y renuncia a sus privilegios, sometiéndose al imperio de lo previsible o inteligible. Al igual que Dios, el Estado totalitario no rinde cuenta de sus actos, complaciéndose en la perplejidad que causan sus disposiciones. Ni Abrahán ni Job entienden al Dios que les aflige sin motivo, pero aceptan ciegamente su voluntad, violando –si es necesario− cualquier límite moral.
Levi refiere que los supervivientes de la primera selección observan a los deportados con asombro, dice más adelante. No parecen hombres, sino espectros: la cabeza inclinada, la mirada humillada, los brazos rígidos. Sucios, silenciosos, caminan torpemente en pequeñas formaciones de tres: «Nosotros nos mirábamos sin decir palabra. Todo era incomprensible y loco, pero habíamos comprendido algo. Esta era la metamorfosis que nos esperaba. Mañana mismo seríamos nosotros una cosa así». No es descabellado pensar que mientras Abrahán subía al monte Moriá, con Isaac maniatado y preparado para el sacrificio, especuló que la orden de asesinar a su hijo constituía una locura incomprensible. Su sumisión no expresa confianza, sino una dramática pérdida de autonomía moral y un temor ilimitado. La función del Lager es lograr algo semejante: obediencia ciega, terror, muerte en vida. Primo Levi nos proporciona una precisa descripción de ese estado de humillación e indefensión que solemos identificar con el infierno: «Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe ser así, una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar en pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada. ¿Cómo vamos a pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muerto. Algunos se sientan en el suelo. El tiempo transcurre gota a gota».
Por esas fechas, añade el profesor Narbona, Primo Levi es un joven con estudios de química y con escasas dotes como partisano. Cree en la razón. Cree en el hombre. Nunca llegará a abdicar de ese ideario. No caerá en el pesimismo antropológico, ni flirteará con la misantropía, pero la llegada a Auschwitz lo sitúa «al otro lado», en un territorio opaco, arbitrario, dominado por una penumbra moral hasta entonces desconocida. ¿Cómo pudo sobrevivir ese humanismo racionalista entre las alambradas, librándolo del nihilismo de un Jean Améry o la desesperación de Paul Celan? Sólo podemos seguir el rastro de sus palabras, buscando una respuesta que siempre resultará insuficiente, pues no existen palabras capaces de reflejar el grado cero de humanidad asignado a las víctimas del poder totalitario.
Narbona promete una segunda parte a su artículo. La subiré al blog en cuanto se publique.
Narbona promete una segunda parte a su artículo. La subiré al blog en cuanto se publique.
3 comentarios:
Verdaderamente interesante...
Ya la simple imagen con que ilustras tu entrada merece mi aplauso, Francisco. Por lo demás, decirte que muy interesante y que creo también firmemente,como pareces, que la única salvación está en el humanismo y en la cultura, mirando e indagando siempre en las raíces, en los cimientos de esta Europa que no acaba de fraguar. Un saludo.
Muchas gracias, Balbina y Mark, por vuestros siempre amables comentarios. En todo caso, el mérito es de quienes yo reseño, no mío. Un saludo muy afectuoso a ambos.
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