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domingo, 5 de abril de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Nuestra hora más gloriosa



Dibujo de Fernando Vicente para El País


Estamos ante una crisis de proporciones históricas, -escribe en el Especial dominical de hoy [Nuestra hora más gloriosa. El País, 30/3/2020] Javier Solana, Distinguished fellow en la Brookings Institution, presidente del Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE, político, físico, embajador y profesor español-, que solo se resolverá satisfactoriamente desde la racionalidad, la compasión y el entendimiento mutuo, dentro y más allá de nuestras fronteras.

"Como algunos lectores ya sabrán, -comienza diciendo Solana- actualmente me hallo ingresado en un hospital madrileño, tras haber dado positivo en la Covid-19. Mi recuperación está siendo lenta, pero las perspectivas son alentadoras. Aunque encontrarme físicamente aislado de los míos no resulta agradable, el consuelo es que en pleno siglo XXI no faltan recursos para permanecer socialmente conectados. Además, siempre nos quedará deleitarnos con los pasatiempos culturales de toda la vida, como escuchar música, leer y, sí, también escribir.

Durante largas horas he recurrido a un ilustre acompañante para sobrellevar el confinamiento: sir Winston Churchill. La figura del primer ministro británico siempre me ha fascinado, y estos días he podido descubrir nuevos detalles sobre su vida gracias a una extraordinaria biografía escrita por el historiador británico Andrew Roberts. El afán de resistencia del que hizo gala Churchill durante la II Guerra Mundial supone una fuente inagotable de inspiración, particularmente valiosa para los tiempos que corren. Su carácter y su historial —sin duda, complejos— nos recuerdan que el heroísmo no está reñido con las imperfecciones, que la clarividencia no está reñida con las contradicciones y que el coraje no está reñido con las indecisiones. Personajes como el de Churchill merecen ser reivindicados, sin que ello implique mitificarlos.

En la guerra personal que muchos estamos librando ya contra el coronavirus, y por la que desgraciadamente muchos otros habrán de pasar, es seguro que nos tocará poner la sangre, el esfuerzo, las lágrimas y el sudor que en su día prometió Churchill. Pero también deberemos tratar de emular su entereza de ánimo. El virus tal vez consiga entumecer nuestros sentidos del olfato y del gusto, pero no tiene por qué poder con nuestro sentido del humor.

Desde un punto de vista colectivo, resulta también lógico que nos fijemos en estos momentos en el Reino Unido de Churchill. Numerosos dirigentes vienen afirmando que nuestros países están en guerra contra la pandemia, y en cierta medida no les falta razón. Como en cualquier guerra, necesitamos movilizar todos los recursos del Estado, y promover con renovado ímpetu una serie de valores cívicos, como el sentido del deber, la camaradería y el servicio público de todos y para todos. A este respecto, quiero acordarme muy especialmente de los profesionales sanitarios que, en España y alrededor del mundo, se están dejando la piel por combatir el virus y hacer más llevadero el sufrimiento a los enfermos.

Nos encontramos ante una crisis de proporciones históricas y, por tanto, es legítimo abordarla a partir de referentes históricos. No obstante, si lo que estamos viviendo es una guerra, ciertamente no es una guerra al uso. La primera gran diferencia es que, en este caso, el enemigo es compartido por el conjunto de la humanidad. La segunda es que la movilización de recursos públicos debe ir acompañada de una desmovilización del grueso de la población. Es importante tener en mente estas y otras peculiaridades, ya que temo que el lenguaje belicista pueda acabar por nublarnos la vista y hacernos caer en algunas trampas. Para conseguir evitar escenarios indeseables, permítanme añadir unas breves advertencias y matizaciones.

En primer lugar, la destrucción del virus requerirá liderazgos fuertes, pero no inflexibles. Que nuestros Estados y sus dirigentes dispongan de una amplia capacidad de maniobra no debe implicar que tengan carta blanca: ni ahora, ni cuando la tormenta amaine. Preservar al máximo las libertades civiles y asegurar la rendición de cuentas por parte de los gobernantes es un imperativo ético, pero también nuestro mejor mecanismo de defensa ante amenazas como la actual. Conviene tener siempre presente que estos atributos no debilitan a las sociedades, sino que enriquecen el debate público y, por tanto, incrementan las probabilidades de identificar los cauces de respuesta más convenientes.

En segundo lugar, existe el riesgo de que las apelaciones a la responsabilidad patriótica —que son oportunas y pertinentes— se confundan con manifestaciones de nacionalismo excluyente, de forma que veamos adversarios donde no los hay. No es momento de chivos expiatorios y caza de brujas. Tampoco de dar rienda suelta a instintos poco edificantes, sucumbiendo así al pánico. La crisis actual solo se resolverá satisfactoriamente desde la racionalidad, la compasión y el entendimiento mutuo, dentro y más allá de nuestras fronteras. Todas las avenidas de cooperación internacional en materia científica y tecnológica deben ser exploradas, siempre desde un espíritu solidario, que en las circunstancias actuales coincide más que nunca con el interés propio. Al fin y al cabo, la clave para salir cuanto antes de esta situación es que la transmisión de recursos y buenas prácticas entre países sea más rápida que la transmisión del propio virus.

Por último, hemos de garantizar que, tras la victoria, que a buen seguro llegará, no nos toparemos con el paisaje socioeconómicamente desolador que dejan las guerras. Los esfuerzos de reconstrucción deben concebirse de manera preventiva, no reactiva, y la maquinaria de absorción del shock debe ponerse en marcha a pleno rendimiento inmediatamente. Tanto los Estados miembros de la Unión Europea como las instituciones comunitarias tendrán que comprometerse a hacer cuanto sea necesario al respecto, si quieren estar a la altura del reto. Conviene asimismo no descuidar el resto de organizaciones y foros multilaterales, cuya labor es imprescindible para diseñar una respuesta sólida y conjunta. A más largo plazo, será menester de todos no olvidar las múltiples virtudes de la globalización, que, por supuesto, merece ser repensada, pero no vilipendiada.

A lo largo de estas semanas nos jugamos mucho colectivamente, y algunos también a título personal. Hoy por hoy, tenemos pocas certezas sobre cómo será el mundo tras la pandemia, excepto que se erigirá sobre las palabras y los actos por los que optemos en estos instantes críticos. Haríamos bien, pues, en mirar de frente al mal que nos aqueja, pero sin perder de vista nuestro propio futuro y el que heredarán generaciones venideras. La humanidad ha superado pruebas más duras que esta, y las hazañas que precisamos ahora no son en absoluto equiparables a las de la II Guerra Mundial. Pero, tomando prestadas las palabras de Churchill, si esta no termina siendo “la hora más gloriosa” de nuestros respectivos países, al menos que sea la de cada uno de nosotros".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




Javier Solana


La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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sábado, 28 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Diferente




Dibujo de Eulogia Merle para El País


Esta vez es realmente diferente. Es el momento en el que el “todo lo que haga falta” se aplique a políticas fiscales y monetarias innovadoras y de gran escala para que la emergencia sanitaria no se convierta en una crisis financiera global, escribe en el A vuelapluma de hoy ["Esta vez es realmente diferente". El País, 26/3/2020] Carmen Reinhart, profesora del Sistema Financiero Internacional en la Escuela de Gobierno Kennedy de la Universidad de Harvard.

"Si bien las pandemias son comparativamente raras, -comienza diciendo la profesora Reinhart- y las severas más raras aún, no tengo conciencia de un episodio histórico que pueda ofrecer alguna perspectiva sobre las posibles consecuencias económicas de la crisis global que está generando el coronavirus. Esta vez es diferente.

Una característica esencial de este episodio que lo hace único es la respuesta política. Los Gobiernos de todo el mundo están dando prioridad a medidas que limitan la propagación de la enfermedad y salvan vidas, incluido el confinamiento total de una región (como en China) y hasta de países enteros (Italia, España y Francia, por ejemplo). Una lista mucho más extensa de países, entre ellos Estados Unidos, han impuesto prohibiciones estrictas de viajes internacionales y han prohibido cualquier tipo de evento público.

Estas medidas no podrían estar más lejos de la respuesta política al brote viral más letal de los tiempos modernos, la pandemia de la gripe española de 1918-1919. Esa pandemia, que se cobró 675.000 vidas en Estados Unidos y por lo menos 50 millones en todo el mundo, ocurrió en el marco de la I Guerra Mundial. Este dato por sí solo impide trazar alguna comparación relevante con respecto a los efectos de la pandemia de la Covid-19 per se en la economía de Estados Unidos o global.

En 1918, el año en el que las muertes por la gripe alcanzaron un pico en Estados Unidos, las quiebras comerciales estaban en menos de la mitad de su nivel previo a la guerra, y fueron aún más bajas en 1919. Impulsado por el esfuerzo de producción de tiempos de guerra, el PIB real de Estados Unidos creció el 9% en 1918, y alrededor del 1% al año siguiente, inclusive mientras la gripe hacía estragos.

Con la Covid-19, en cambio, la enorme incertidumbre en torno a la posible propagación de la enfermedad (dentro de Estados Unidos y a nivel global) y la duración de la paralización económica casi total que hace falta para combatir el virus hacen que los pronósticos sean poco menos que una adivinanza. Pero, dada la magnitud y el alcance de la crisis del coronavirus, que destruye la demanda agregada y, al mismo tiempo, altera la oferta, los efectos iniciales en la economía real probablemente superen los de la crisis financiera global de 2007-2009.

Si bien la crisis del coronavirus no empezó como una crisis financiera, puede llegar a serlo y con una gravedad sistémica. Al menos hasta que la actividad económica reducida resulte en pérdidas de empleos, los balances de los hogares norteamericanos no parecen problemáticos, como sí lo eran en el periodo previo a la crisis financiera global. Es más, los bancos están mucho más capitalizados que en 2008.

Sin embargo, los balances corporativos parecen mucho menos saludables. Como dije hace más de un año, las obligaciones de deuda garantizada (CLO, por sus siglas en inglés), cuya emisión se ha expandido rápidamente en los últimos años, comparten muchas similitudes con los célebres títulos respaldados por hipotecas de alto riesgo que alimentaron la crisis financiera global.

La búsqueda de rendimientos en un entorno de tasas de interés bajas ha alimentado olas de préstamos de baja calidad (y no solo en obligaciones de deuda garantizadas). No sorprende, entonces, que la reciente caída bursátil haya expuesto altos coeficientes de apalancamiento y mayores riesgos de default.

Como si la crisis del coronavirus no fuera suficiente, la guerra petrolera entre Arabia Saudí y Rusia ya casi ha reducido a la mitad los precios del petróleo, agravando la difícil situación del sector energético de Estados Unidos. En un momento en que gran parte de la industria está afectada por las alteraciones de la cadena de suministro, y amplios segmentos del sector de servicios están más o menos paralizados, los defaults corporativos y las quiebras entre empresas pequeñas y medianas van a dispararse, a pesar del estímulo fiscal y monetario.

Es más, en tanto se desarrolla la crisis del coronavirus de 2020, las similitudes entre los bonos corporativos de alto rendimiento y los títulos soberanos de países en desarrollo parecen estar afilándose.

Si bien la crisis financiera y de deuda de los años 1980 afectaron a los mercados emergentes, la crisis financiera global fue una crisis financiera (y, en algunos casos, también una crisis de deuda) en las economías avanzadas. El crecimiento promedio del PIB anual de China de más del 10% en 2003-2013 hizo subir los precios de las materias primas globales, impulsando a los mercados emergentes y a la economía global. Y, a diferencia de las economías avanzadas después de la crisis financiera global, los mercados emergentes tuvieron recuperaciones económicas en forma de V.

Sin embargo, en los últimos cinco años, los balances de los mercados emergentes (tanto públicos como privados) se han deteriorado, y el crecimiento se ha desacelerado significativamente. En igualdad de circunstancias, el reciente recorte significativo de las tasas de interés de la Reserva Federal de Estados Unidos y otras medidas en respuesta a la pandemia deberían aliviar las condiciones financieras globales también para los mercados emergentes. Pero la igualdad de circunstancias está lejos de ser real.

Por empezar, la clásica huida a títulos del Tesoro de Estados Unidos en tiempos de estrés global y el alza del índice de volatilidad VIX revelan un marcado incremento de la aversión al riesgo entre los inversores. Estos episodios normalmente conviven con diferenciales de riesgo de intereses en marcado aumento y reversiones abruptas de los flujos financieros en tanto el capital sale de los mercados emergentes.

Por otra parte, el desplome de los precios del petróleo y las materias primas reduce el valor de muchas exportaciones de mercados emergentes y, por tanto, afecta el acceso de esos países a dólares. En el caso más extremo (pero no único) de Ecuador, por ejemplo, estos riesgos se han traducido en un diferencial soberano de cerca de 40 puntos porcentuales.

Finalmente, el crecimiento económico de China fue un motor importante de sus préstamos significativos a más de 100 países en desarrollo de bajos y medianos ingresos en los últimos 10 años, como demostré en un documento reciente que escribí con Sebastian Horn y Christoph Trebesch. La ola de datos económicos débiles procedentes de China para principios de 2020, por ende, aumenta la posibilidad de una reducción sustancial de los préstamos al exterior.

Desde los años treinta las economías avanzadas y emergentes no experimentaban la combinación de una caída del comercio global, precios de materias primas globales deprimidos y una recesión económica sincronizada. Es verdad, los orígenes de la crisis actual son inmensamente diferentes, como lo es la respuesta política. Pero las políticas de aislamiento y distanciamiento que están salvando vidas también conllevan un coste económico enorme. Una emergencia sanitaria puede evolucionar hasta convertirse en una crisis financiera. Claramente, este es un momento de “todo lo que haga falta” para políticas fiscales y monetarias innovadoras y de gran escala".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 19 de marzo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Degradación política y crisis económica. (Publicada el 13 de septiembre de 2009)





El filósofo Emilio Lledó



"Siempre he pensado que una democracia asentada puede afrontar con éxito una crisis económica, incluso tan compleja, larga y severa como la actual, con posibilidades de éxito. El problema surge cuando lo que creemos que es una sociedad avanzada nos revela su verdadero rostro y vemos, estupefactos, que no es mas que una partitocracia corrupta en la que la democracia es una mera coartada, y el liberalismo económico y la sociedad globalizada de la que presume, la fachada mal encalada de una plutocracia financiera banal e irresponsable. Cunde el desánimo y la falta de confianza en las instituciones, la degradación política es perceptible, la corrupción campa a sus anchas. Y la prensa y los medios de comunicación dan cuenta de esa degradación con mayor o menor fortuna, con seriedad o con sensacionalismo, con rigor o de forma pueril. Pero el desencanto comienza a hacer mella en la ciudadanía y el caldo del populismo comienza a a dar sus primeros hervores".

Que una persona de por sí ecuánime y ponderada como el académico Emilio Lledó, filósofo y filólogo admirable, -profesor mío en la Facultad de Geografía e Historia de la UNED-, lance y haga público el alegato que hoy realiza en El País con el título de "Pandemia y otras plagas", es como para pensarse dos veces hacia donde nos encaminamos y de la mano de quién. De plagas sociales que deterioran los cerebros y los comportamientos, califica el profesor Lledó a la corrupción y la mentira política, la partitocracia, el amiguismo, el deterioro de la educación y la sanidad pública, la irresponsabilidad y desvergüenza de buena parte del capitalismo financiero e inmobiliario, el independentismo identitario, y la estupidización colectiva que llevan a cabo los medios de comunicación.

En el mismo número del periódico citado, la prestigiosa y polémica economista italiana Loretta Napoleoni, en un artículo titulado "Democracias feudatarias", a partir de la conmemoración en esta misma semana de los aniversarios respectivos del atentado sobre las Torres Gemelas de Nueva York y la "caída" del gigante financiero norteamericano Lehman Brothers, se pregunta que quién ha salido ganando con estas tragedias, y la desconcertante respuesta que encuentra es que ha sido una oligarquía de privilegiados, señores feudales de la globalización que poseen el poder económico y financiero y controlan la información, y una pequeña casta de servidores suyos dentro de los Estados, que están provocando un deterioro acelerado de las democracias y un desplazamiento progresivo de las mismas hacia formas de gobierno premodernas.

Y como colofón, el Premio Nobel de Economía 2008 y profesor de la Universidad norteamericana de Princeton, Paul Krugman, escribe hoy en el suplemento "Negocios" de El País, un detallado y extenso artículo titulado "¿Cómo pudieron equivocarse tanto los economistas?", en el que partiendo de la publicación de "La riqueza de las naciones" por Adam Smith en 1776, y pasando por Keynes y Friedman, analiza la historia de la Economía como ciencia, y de los "economistas" como sus gurús, para concluir que éstos tienen que enfrentarse a la incómoda realidad de que los mercados financieros distan mucho de la perfección, de que están sometidos a falsas ilusiones extraordinarias y a las locuras de mucha gente; admitir que la economía keynesiana sigue siendo el mejor armazón que tenemos para dar sentido a las recesiones y las depresiones; y hacer todo lo posible para incorporar las realidades de las finanzas a la macroeconomía, replanteándose sus propios fundamentos para que la imagen que emerja ante la profesión, aunque no sea tan clara ni nítida, al menos tenga la virtud de ser parcialmente acertada. Les dejo con su lectura. HArendt




Los economstas Loretta Napoleoni y Paul Krugman



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miércoles, 19 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Los responsables intelectuales



Fotografía de Wolfgang Schäuble en un cartel griego en contra de la austeridad


"Las ideas equivocadas -escribe en el A vuelapluma de hoy miércoles el periodista Joaquín Estefanía- también son responsables de que los ciudadanos hayan vivido casi una década de profunda crisis económica, mientras creían estar seguros y que no se repetirían los excesos del pasado. Es imprescindible corregirlas para que las dificultades no vuelvan. Una de esas ideas fue la llamada “austeridad expansiva”, que decía que todo ajuste basado en un recorte del gasto público tendrá finalmente carácter expansivo, olvidando a los que se quedan por el camino. Sus teóricos han sido los responsables intelectuales de la Gran Recesión, a los que se han de unir los protagonistas prácticos de la mayor operación de engaño de la historia moderna (una redistribución de la renta y la riqueza a la inversa) y los supervisores que no supervisaron.

Uno de los personajes que aplicaron con más rigor esa austeridad expansiva fue el alemán Wolfgang Schäuble, hoy presidente del Bundestag y antiguo ministro de Finanzas, que acaba de declarar que no cree que el populismo sea consecuencia de las políticas de austeridad por las que una parte importante de los europeos se sintió abandonada: “Los hechos hablan en contra de esas suposiciones no académicas (…). Yo creo que las causas son otras”.

La austeridad expansiva tiene varios padres. Ahora, uno de ellos, el profesor de la Universidad de Harvard Alberto Alesina, publica un libro (Austeridad; Deusto) en el que reivindica lo que él mismo y su colega Silvia Ardagna llevan diciendo desde finales de los años noventa: que no hay una sino dos austeridades: la basada en la subida de los impuestos (austeridad recesiva) y la que se centra en el recorte de gastos, que es la buena porque la austeridad y el crecimiento se hacen compatibles (austeridad expansiva). Nuestras investigaciones, dice Alesina, certifican que hay una diferencia importante en cuanto al efecto de los planes de la austeridad basado en el aumento de los impuestos y los paquetes de medidas de consolidación centradas principalmente en las reducciones del gasto. A favor de estos últimos.

Los autores (Alesina y dos profesores de Milán) acusan a los que han hecho balance de las políticas seguidas durante la Gran Recesión en Europa y las han calificado de estrepitoso fracaso, porque el crecimiento ha sido menor que antes y la deuda no ha disminuido, de llevar a una discusión tóxica o cuando menos áspera e ideologizada, lo que termina produciendo una conversación inútil e improductiva. Sin embargo, a lo largo de las 335 páginas de su texto no hay ni una sola reflexión central sobre los perdedores de las políticas de recortes de gasto y devaluación salarial que se han aplicado al menos entre los años 2008 y 2014.

Alesina contesta directamente a los que afirman que la austeridad, tal como ha sido concebida (una forma de deflación voluntaria por la cual la economía entra en un proceso de ajuste basado en más paro, reducción de salarios y un menor gasto social con el objeto de disminuir la deuda y el déficit), es una idea peligrosa que ha sido refutada por la realidad, sin que sus teóricos hayan hecho la menor autocrítica académica o profesional. Mark Blyth, un profesor de la Universidad de Brown, escribió en 2014: “No obstante, y a pesar de que [incluso] el Fondo Monetario Internacional ha perdido la fe en la austeridad, esto no significa que sus defensores no estén tratando de encontrar nuevos ejemplos de su (presunto) funcionamiento positivo. Hay demasiadas reputaciones en juego, y demasiado es también el capital político invertido, como para permitir que unos simples e inoportunos hechos vengan a interponerse en el camino de esta ideología”.

Alesina et altri escriben que no es cierto que la austeridad sea un “beso de la muerte” para los Gobiernos que adoptan este tipo de políticas. Desmienten con ello aquellas declaraciones del expresidente de la Comisión Europea Jean-Claude ­Juncker cuando dijo sobre los programas de ajuste: “Todos sabemos qué políticas debemos aplicar, lo que no sabemos es cómo salir reelegidos si las aplicamos”.

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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martes, 18 de febrero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Chimérica. (Publicada el 30 de julio de 2009)





Hace muy pocos días la prensa se hacía eco de los intentos del presidente Obama por ligar a China y Estados Unidos en una especie de "alianza estratégica" de largo alcance y calado de la que ha hecho fortuna su sobrenombre de "Chimérica".

La primera vez que leí ese término, Chimérica, fue en un extenso y documentado artículo de Julio Aramberri, sociólogo y profesor de la Universidad Drexel de Filadefia (USA), en el número del pasado mes de junio de Revista de Libros. Se titula "El imperio deudor" y ya hablé de él en su momento en este mismo blog y a dicho comentario les remito.

El inventor del mismo fue el historiador británico Niall Ferguson, que lo empleó en su libro "The Ascent of Money. A Financial History of the World" (The Penguin Press, Nueva York, 2008), y del que Julio Aramberri dice en su artículo citado, que lo creó para denominar la relación entre los dos colosos económicos del mundo.

En su blog "Del alfiler al elefante", el periodista Lluís Bassets, responsable de la sección de Internacional de El País, escribe hoy sobre el mismo asunto un artículo titulado "Quimérica Chimérica", que pone en duda la posibilidad de que cuaje en algo fructífero y positivo esa conjunción chino-americana.

Tomando como punto de partida el propio concepto de "quimera": monstruo imaginario que, según la fábula, vomitaba llamas y tenía cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón, y aquello que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo, Bassets juega con las dos palabras del título, tan similares fonéticamente, para plantear que hay elementos en esa alianza que se repelen por sí mismos, y que para que esa "Quimérica Chimérica" tenga larga vida y sea la superpotencia del siglo XXI no basta con una buena ecuación entre intereses mutuos, sino que hace falta algo más de equilibrio y una cierta convergencia económica y política, que hoy por hoy resulta de difícil conjunción.

Espero haberles incitado a la lectura de ambos artículos, los de Bassets y Aramberri, y haber despertado su interés. Estoy seguro que los disfrutarán. HArendt



El profesor Julio Aramberri


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martes, 11 de febrero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] El portazo. (Publicada el 24 de julio de 2009)



El presidente del Gobierno, J.L. Rodríguez Zapatero


Después de un año de negociaciones se rompe con un estruendoso y sonoro portazo el llamado "diálogo social" entre sindicatos, patronal y gobierno. Sin el menor atisbo de encuentro, ha sido el propio presidente del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, quien lo ha oficializado esta tarde con un durísimo, por lo insólito, ataque a la postura de la CEOE, y más en concreto a la persona de su presidente. Si lo que se pretendía era unos reactualización de los "Pactos de La Moncloa" de hace tres décadas para hacer frente a la gravísima situación económica, y sobre todo, a los alarmantes índices de paro, parece claro que les ha faltado cintura política a los interlocutores. No seré yo quien achaque responsabilidades a unos u otros. Todos la tienen, pero lamentablemente, y como siempre, lo pagarán los más débiles: los trabajadores. Y es responsabilidad del Gobierno evitar que sean los únicos paganos de la situación, sin caer en el socorrido recurso de "mal de muchos, consuelo de tontos".

Un nuevo artículo del escritor y periodista Xavier Vidal-Foch, titulado "Yes, we can", en El País de ayer, hablaba de la indudable capacidad española para remontar la adversidad y del importantísimo papel que empresas españolas están llevado a cabo en sectores estratégicos como los de ingeniería civil, energía y medio ambiente, tratamiento de aguas y residuos, construcción ferroviaria y de plantas industriales, tecnología aérea y biotecnología. ¿Un margen de esperanza? El autor del artículo piensa que sí... Me gustaría saber si hoy sigue creyendo lo mismo.

Un día antes, también en El País, el editor, periodista y director de la Fundación Santillana, Basilio Baltasar, escribía otro artículo, "El malestar español", mucho más crítico y desalentador, que el de Vidal-Foch sobre la situación española. Achacaba ésta no a razones coyunturales sino a profundas razones históricas y seculares de atraso intelectual, cultural y material de la sociedad española, de las que responzabiliza al desastre nacional que supuso la expulsión de los judíos en las postrimerías del siglo XV.

Dice Baltasar que, históricamente, España ha sido el único país de Europa donde no ha habido judíos en más de quinientos años. Toda una singularidad que ha pesado como un lastre sobre la "inteligencia" española. Estoy de acuerdo con él, y ya he hablado en ocasiones anteriores en el Blog sobre el papel de los judios (y de los conversos) en el denominado Siglo de Oro de las letras hispanas como para insistir de nuevo en ello. Tampoco voy a añadir nada nuevo a lo ya sabido sobre el trágico papel de la iglesia católica en la desculturalización de España, debido entre otras cosas a la inexistencia de un rival interior con el que combatir y discutir sobre cuestiones de fe, dado que los escasos focos protestantes, o erasmistas, surgidos a la luz de la Reforma, fueron extirpados a sangre y fuego. Otra singularidad más... HArendt



1492. Los Reyes Católicos expulsan a los judíos españoles de sus reinos


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domingo, 9 de febrero de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] El coste de las malas ideas



OCDE, París, mayo de 2019


"Resulta difícil de creer -afirma el periodista y escritor Joaquín Estefanía en el Especial dominical de hoy- pero no hace tanto tiempo los economistas se felicitaban mutuamente por el éxito de su especialidad. Esos éxitos parecían tanto teóricos como prácticos y condujeron a la profesión a su edad dorada. Sin embargo, el oficio de economista se extravió porque sus componentes, como grupo, confundieron la belleza, vestida con unas matemáticas de aspecto impresionante, con la verdad.

11 años más tarde, una Gran Recesión y una recuperación desigual después, Paul Krugman, autor de las anteriores reflexiones, vuelve a publicar aquel impresionante artículo titulado “¿Cómo pudieron equivocarse tanto los economistas?”, dentro de su último libro Contra los zombis (Crítica). Pero Krugman ya no está tan sólo en su crítica a los economistas del mainstream, al que por cierto él también pertenece. En general, muchos ciudadanos no se fían de los economistas. En 2017, la casa de sondeos YouGov llevó a cabo una encuesta en el Reino Unido en la que preguntaba: “De las siguientes, ¿en qué opiniones confía cuando hablan de sus ámbitos de especialización?”. Los enfermeros fueron los primeros: el 84% de la gente encuestada confiaba en ellos; los políticos fueron los últimos con un 5% (aunque en los miembros locales del Parlamento se confiaba un poco más, el 20%); los economistas se quedaron justo por encima de los políticos locales, con un 25%. La confianza en los meteorólogos fue el doble.

Estos datos los aportan los premios Nóbel de Economía del último año, el indio Abhijit Banerjee y la francesa Esther Duflo, en su libro Buena economía para tiempos difíciles (de próxima aparición en Taurus), así como otro sondeo con la misma pregunta elaborado sobre 10.000 personas en EEUU, un año después: de nuevo sólo el 25% confiaba en los economistas y sólo los políticos obtuvieron un porcentaje peor. Banerjee y Duflo describen con mucha modestia algunas de las causas de esa desconfianza ciudadana: muchos economistas están a menudo demasiado absortos en sus modelos y en sus métodos, y a veces se les olvida dónde acaba la ciencia y empieza la ideología; responden a cuestiones relacionadas con la política basándose en suposiciones que para ellos se han convertido en algo automático, porque son elementos fundamentales de sus modelos, aunque ello no significa que sean correctos. Y concluyen: “Lo peligroso no es equivocarse, sino estar tan enamorados de las ideas propias como para impedir que los hechos se interpongan. Para hacer progresos tenemos que volver constantemente a los hechos, reconocer nuestros errores y continuar”.

Los economistas siguen estudiando los problemas tradicionales de las sociedades (los impuestos, la emigración, el papel del Estado, etcétera), pero algo está cambiando en los enfoques. En un tan divertido como interesante artículo publicado en el blog nadaesgratis.es, y titulado “La nueva ola progre del análisis económico”, Samuel Bentolila escribe que a pesar de la imagen del economista como el Scrooge del Cuento de Navidad de Dickens, “un hombre de corazón duro, egoísta y al que le disgusta la Navidad, los niños o cualquier cosa que produzca felicidad”, algunos de los mejores economistas académicos actuales están produciendo resultados empíricos que mucha gente no asocia con la profesión y sí con posturas “progres” o de izquierdas. Además, la profesión también está volviéndose más consciente de sus propios sesgos en el trato a algunos grupos (las mujeres y las minorías identitarias o raciales) y su negligencia en el cambio climático. Otro ejemplo: el último informe mensual de CaixaBank Research dedica su dossier a las formas iliberales de política económica (“¿Evolución o cambio radical respecto al consenso existente?”) y afirma que el distanciamiento del liberalismo económico, que se ha producido en un periodo de tiempo relativamente corto, es muy significativo y no debe tomarse a la ligera.

Los Nóbel citados cuentan también un chiste de economistas: un médico le dice a su paciente que sólo le queda medio año de vida y le aconseja casarse con un economista. El paciente le interroga: ¿curará eso mi enfermedad?. Y el médico le responde: “No, pero el medio año se le hará muy largo”.

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.



El profesor Paul Krugman, Premio Nobel de Economía



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lunes, 3 de febrero de 2020

[HISTORIA] El fin del neoliberalismo y el renacimiento de la historia




Dibujo de Tomás Ondarra para El País


¿A quién se le ocurrió que la contención salarial y el menor gasto público podían contribuir a mejorar los niveles de vida?, se pregunta Joseph E. Stiglitz, premio Nobel de Economía, profesor distinguido de la Universidad de Columbia y economista principal en el Roosevelt Institute.

"Al final de la Guerra Fría, -comienza diciendo Stiglitz- el politólogo Francis Fukuyama escribió un famoso ensayo titulado The End of History? (¿El fin de la historia?), donde sostenía que el derrumbe del comunismo eliminaría el último obstáculo que separaba al mundo de su destino de democracia liberal y economía de mercado. Muchos estuvieron de acuerdo.

Hoy, ante una retirada del orden mundial liberal basado en reglas, con autócratas y demagogos al mando de países que albergan mucho más de la mitad de la población mundial, la idea de Fukuyama parece anticuada e ingenua. Pero esa teoría aportó sustento a la doctrina económica neoliberal que prevaleció los últimos 40 años.

Hoy la credibilidad de la fe neoliberal en la total desregulación de mercados como forma más segura de alcanzar la prosperidad compartida está en terapia intensiva, y por buenos motivos. La pérdida simultánea de confianza en el neoliberalismo y en la democracia no es coincidencia o mera correlación: el neoliberalismo lleva cuatro décadas debilitando la democracia.

La forma de globalización prescrita por el neoliberalismo dejó a individuos y a sociedades enteras incapacitados para controlar una parte importante de su propio destino, como Dani Rodrik, de la Universidad de Harvard, explicó con mucha claridad, y como yo mismo sostengo en mis libros recientes Globalization and Its Discontents Revisited y People, Power, and Profits. Los efectos de la liberalización de los mercados de capitales fueron particularmente odiosos: bastaba que el candidato con ventaja en una elección presidencial de un país emergente no fuera del agrado de Wall Street para que los bancos sacaran el dinero del país. Los votantes tenían entonces que elegir entre ceder a Wall Street o enfrentar una dura crisis financiera. Parecía que Wall Street tenía más poder político que la ciudadanía.

Incluso en los países ricos se decía a los ciudadanos: “No es posible aplicar las políticas que ustedes quieren” (llámense protección social adecuada, salarios dignos, tributación progresiva o un sistema financiero bien regulado) “porque el país perderá competitividad, habrá destrucción de empleos y ustedes sufrirán”.

En todos los países (ricos o pobres) las élites prometieron que las políticas neoliberales llevarían a más crecimiento económico, y que los beneficios se derramarían de modo que todos, incluidos los más pobres, estarían mejor que antes. Pero hasta que eso sucediera, los trabajadores debían conformarse con salarios más bajos, y todos los ciudadanos tendrían que aceptar recortes en importantes programas estatales.

Las élites aseguraron que sus promesas se basaban en modelos económicos científicos y en la “investigación basada en la evidencia”. Pues bien, 40 años después, las cifras están a la vista: el crecimiento se desaceleró, y sus frutos fueron a parar en su gran mayoría a unos pocos en la cima de la pirámide. Con salarios estancados y Bolsas en alza, los ingresos y la riqueza fluyeron hacia arriba en vez de derramarse hacia abajo.

¿A quién se le ocurre que la contención salarial (para conseguir o mantener competitividad) y la reducción de programas públicos pueden contribuir a una mejora de los niveles de vida? Los ciudadanos sienten que se les vendió humo. Tienen derecho a sentirse estafados.

Estamos experimentando las consecuencias políticas de este enorme engaño: desconfianza en las élites, en la “ciencia” económica en la que se basó el neoliberalismo y en el sistema político corrompido por el dinero que hizo todo esto posible.

La realidad es que, pese a su nombre, la era del neoliberalismo no tuvo nada de liberal. Impuso una ortodoxia intelectual con guardianes totalmente intolerantes del disenso. A los economistas de ideas heterodoxas se los trató como a herejes dignos de ser evitados o, en el mejor de los casos, relegados a unas pocas instituciones aisladas. El neoliberalismo se pareció muy poco a la “sociedad abierta” que defendió Karl Popper. Como recalcó George Soros, Popper era consciente de que la sociedad es un sistema complejo y cambiante en el que cuanto más aprendemos, más influye nuestro conocimiento en la conducta del sistema.

La intolerancia alcanzó su máxima expresión en macroeconomía, donde los modelos predominantes descartaban toda posibilidad de una crisis como la que experimentamos en 2008. Cuando lo imposible sucedió, se lo trató como a un rayo en cielo despejado, un suceso totalmente improbable que ningún modelo podía haber previsto. Incluso hoy, los defensores de estas teorías se niegan a aceptar que su creencia en la autorregulación de los mercados y su desestimación de las externalidades cual inexistentes o insignificantes llevaron a la desregulación, que fue un factor fundamental de la crisis. La teoría sobrevive, con intentos de adecuarla a los hechos, lo cual prueba cuán cierto es aquello de que cuando las malas ideas se arraigan, no mueren fácilmente.

Si no bastó la crisis financiera de 2008 para darnos cuenta de que la desregulación de los mercados no funciona, debería bastarnos la crisis climática: el neoliberalismo provocará literalmente el fin de la civilización. Pero también está claro que los demagogos que quieren que demos la espalda a la ciencia y a la tolerancia sólo empeorarán las cosas.

La única salida, el único modo de salvar el planeta y la civilización, es un renacimiento de la historia. Debemos revivir la Ilustración y volver a comprometernos con honrar sus valores de libertad, respeto al conocimiento y democracia".



El profesor Joseph Stiglitz



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