Mostrando entradas con la etiqueta D.Innerarity. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta D.Innerarity. Mostrar todas las entradas

viernes, 25 de marzo de 2016

[Pensamiento] Política y democracia para el siglo XXI







Concluyo con esta entrada mi reseña de La política en tiempos de indignación (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015), del profesor Daniel Innerarity, que me ha ocupado estas últimas semanas. Remito a lo dicho en entradas anteriores para una mejor comprensión de la misma.

Dice Innerarity (página 236), que según las encuestas la política se ha convertido en uno de nuestros principales problemas, y se pregunta si en esa opinión se expresa una nostalgia por la política desaparecida, una crítica ante la mediocridad de la actual, o más bien un desprecio antipolítico hacia algo cuya lógica no se acaba de entender. En cualquier caso, añade, los ciudadanos tendríamos más autoridad con nuestras críticas si pusiéramos el mismo empeño en formarnos y comprometernos. Y tal vez entonces, sigue diciendo, caeríamos en la cuenta de que nos encontramos en la paradoja de que nadie confía a la política lo que solo la política podría resolver.

Inmediatamente antes (página 233) ha aclarado que la democracia no es la presencia de los ciudadanos en los lugares donde se toman las decisiones, sino más bien el hecho de que las instituciones electivas y los electos puedan ser juzgados por la ciudadanía. Y en una opinión que comparto plenamente añade que, aunque suene paradójico, no hay otro sistema mejor que la democracia indirecta para proteger a la democracia frente a la ciudadanía, contra su inmadurez, debilidad, incertidumbre e impaciencia.

Al final del libro (páginas 348-350), en el capítulo titulado "La política como actividad inteligente", añade que la cuestión de como configurar democracias inteligentes, una inteligencia en red o una smart governance es un asunto crucial de nuestros días que algunos han formulado como la idea de una wiki-government. En cualquier caso, sigue diciendo, hay que volver a diseñar las instituciones de gobierno en la era de las redes. La gobernanza efectiva en el siglo XXI, dice, requiere colaboración organizada. Se trataría, sigue diciendo, de transformar las jerarquías en ecosistemas de conocimiento colaborativo y cambiar así, radicalmente, la cultura de gobierno desde un saber experto centralizado a otro en cuyo diseño la revisabilidad ocupe un lugar central. Los aprendizajes en política, dice, requieren procesos de reflexión en los que se observen las consecuencias de los cambios introducidos, los posibles efectos no deseados y se elabora una evaluación compartida de las políticas públicas.

El intenso debate que ha tenido lugar en los últimos años en torno a las posibilidades de transformar "deliberativamente" la democracia, sigue diciendo, se inscriben en ese concepto. Las sociedades aprenden a través de procesos de inteligencia colectiva, añade. Entre esas "comunidades epistémicas", dice, destacan los procedimientos de deliberación política a través de los cuales se combate colectivamente la perplejidad y se forma el juicio cívico. Si tiene sentido ese esfuerzo común, continúa diciendo, es porque la ignorancia a la que ha de hacer frente la política es descomunal. La inteligencia es algo que solo se ejerce compartidamente, añade. Una sociedad madura, dice, ensaya procedimientos, ámbitos e instituciones para experimentar acerca de sí misma, para dotarse de espacios de reflexión y deliberación. Y eso es algo, dice, que solo puede hacerse comunicativamente porque -no lo olvidemos- comunicar es lo que se hace cuando se ignora y se quiere superar esa ignorancia. Lo demás, añade, son rituales de notificación.

La idea de una democracia deliberativa, continúa, subraya la centralidad de los procesos y las instituciones para formar una voluntad común frente a un modelo de democracia entendida como meras negociación de opiniones y preferencias ya establecidas. La esfera pública, dice, es un espacio donde podemos convencer y ser convencidos [la misma opinión que mantenía sobre la política Hannah Arendt], o madurar juntos nuevas opiniones. Los debates sirven precisamente, continúa diciendo, para generar una información adicional que puede confirmar pero también modificar nuestros puntos de partida. En el modelo "republicano" de esfera pública lo que está en un primer plano no son los intereses de los sujetos ya dados de una vez por todas o visiones del mundo irremediablemente incompatibles, sino procesos comunicativos que contribuyen a formar y transformar las opiniones, intereses e identidades de los ciudadanos. El fin de tales procesos, añade, no es satisfacer intereses particulares o asegurar la coexistencia de diferentes concepciones del mundo, sino elaborar colectivamente interpretaciones comunes de la convivencia. Los procesos son decisivos, dice, ya que los intereses y las preferencias de los ciudadanos no están predeterminados ni constituyen, por lo general, un todo coherente. Con mucha frecuencia, añade, los actores no saben con exactitud lo que quieren ni en qué consiste su interés más auténtico. En otras palabras, dice, es el proceso democrático el que permite que los participantes se aclaren respecto de sí mismos y se formen una opinión acerca de aquello que está en juego. La fuerza política de la deliberación, concluye, se acredita precisamente en su capacidad de institucionalizar el descubrimiento colectivo de los intereses.

En el último párrafo de su libro el profesor Innerarity recuerda que comenzó diciendo que la principal perspectiva social y política que tenemos actualmente, nuestro principal desafío, es, a su juicio, desarrollar una política inteligente y reflexiva, situar a la política a la altura de las exigencias que plantea una sociedad del conocimiento. Ahora bien, se pregunta para concluir, ¿se puede pensar en medio de la política? De entrada, añade, no parece esa una actitud propia de la mayor parte de los actores políticos, dominados por una agitación superficial y especialmente sometidos a la dictadura de lo inmediato. Pero en el fondo, sigue diciendo, todos sabemos que con el activismo no se combate la perplejidad, solo se disimula. Nunca vamos tan rápido como cuando no sabemos adonde vamos. Por eso, añade, una de las tareas de todas crítica política es desenmascarar esa falsa movilidad, aquellas formas de pseudoactividad cuya aceleración y firmeza se deben precisamente a que no se tiene ni idea de lo que pasa. Puede que en otras épocas, termina diciendo, pensar fuera una pérdida de tiempo; en la nuestra, dice, cuando no podemos contar con la estabilidad de marcos y conceptos, ni confiar cómodamente en las prácticas acreditadas, pensar es un ahorro de tiempo, un modo radical de actuar sobre la realidad. 

De nuevo Hannah Arendt, a quien citaba al comienzo de su libro, sacada a relucir: comprender es pensar... Espero que les haya resultado interesante.



Daniel Innerarity


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 2659
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 19 de marzo de 2016

[A vuelapluma] España es de todos. Una perogrullada que muchos no entienden



Jaime Miquel


Acabo de terminar de leer, de un tirón, en menos de cuarenta y ocho horas desde que lo saqué de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, las 399 páginas de La perestroika de Felipe VI. Un profundo cambio (RBA, Barcelona, 2015), de Jaime Miquel. 

Investigador del comportamiento electoral en Gallup, organización de la que fue director general en España, ha ejercido como asesor para diversos partidos políticos y es especialista reconocido en la investigación del comportamiento electoral y de la opinión pública así como en la estimación prospectiva de resultados electorales.

Decir que lo he disfrutado, el libro y su lectura, es poco. Me ha encantado, me he divertido como un enano, he aprendido un montón, y ahora entiendo muchas cosas que antes se me escapaban, aunque no comparta algunas de sus conclusiones. A mí, que siempre me ha apasionado la política como objeto de estudio, no como ejercicio de actividad pública, no me queda otro remedio que recomendarlo por activa y por pasiva, al igual que he hecho muy recientemente con el libro de Daniel Innerarity La política en tiempos de indignación, que me parece de lectura ineludible. Y es que como dice el autor en la nota a pie de página que pone fin al libro, en la página 399: "Ya se habrá dado cuenta [el lector] de que esto no es un libro. Usted disimule que nos están mirando. Es el mejor informe estratégico que he escrito para el mejor cliente que existe, usted, el dueño de lo que es de todos".


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 2650
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 6 de febrero de 2016

[Política] La frustración democrática. ¿Por qué se produce?



José María Ruiz Soroa


El pasado viernes acabé de leer Estado de crisis (Paidós, Barcelona, 2016), el libro de Zygmunt Bauman y Carlo Bordoni del que he venido escribiendo en estos últimos días. La conclusión que yo saco es desoladora: la crisis que nos asola ha venido para quedarse y no se vislumbra solución alguna en el horizonte. Y la razón es que, al contrario de otras ocasiones, esta crisis no es económica ni meramente financiera, es ante todo una crisis política causada por lo que parece el divorcio definitivo, al menos en Occidente, entre Poder y Política, pues el "Poder" (la facultad de hacer) y la "Política" (el decidir que hacer), ya no está en las mismas manos. Y el Poder parece haberse impuesto definitivamente a la Política.

Una perspectiva no muy disimilar es la que plantea el abogado y ensayista José María Ruiz Soroa, autor de libros como Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político (Vitoria, Ciudadanía y Libertad, 2007), Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación (San Sebastián, Hiria Liburuak, 2008) y El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010). Este último, a título de anécdota, lo tengo pendiente de lectura desde hace algún tiempo.

Lo hace en un extenso artículo publicado en el último número de Revista de Libros titulado Por qué nos frustra la democracia, en el que reseña el también reciente libro La política en tiempos de indignación (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015), de Daniel Innerarity (1959), filósofo, ensayista, catedrático de filosofía política y social en la Universidad del País Vasco y director de su Instituto de Gobernanza Democrática y de la "Maison des Sciences de l'Homme" de París. Libro, que por cierto, ya he solicitado a mi siempre inapreciable Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, y que añado a mi lista de lecturas inmediatas. He intentado resumir, con seguridad sin excesivo acierto, el artículo de José María Ruiz Soroa, así que en la medida de lo posible, les animo a su lectura completa en el enlace de más arriba.

Escribe Giovanni Sartori en su Teoría de la democracia que es mucho más fácil saber lo que una democracia debería ser que entender lo que puede ser. Y que intentar este concreto entendimiento –el de las posibilidades y límites de la política democrática– es precisamente lo que caracteriza el tipo de reflexión denominada realismo político, por oposición al idealismo o el siempre cómodo normativismo. Pues bien, -dice José María Ruíz Soroa- la teoría política de Daniel Innerarity es, en principio, la de un realista que intenta comprender y contar cuáles son los límites inexorables de la política en la sociedad compleja actual, por mucho que esos límites acaben generando en sus participantes, y también en su intérprete, una cierta decepción: «Conviene que nos vayamos haciendo a esa idea (escribe ya desde hace años y repite ahora): la política es fundamentalmente un aprendizaje de la decepción». Y este de la decepción no es un síntoma de algún defecto o carencia de la política democrática, sino precisamente el más claro signo de una buena práctica democrática. Una conclusión realista, y también altamente provocadora en tiempos de indignación.

El esquema básico de comprensión y análisis de la política de Niklas Luhmann, a juicio de Soroa, ha influido sobremanera en Daniel Innerarity. Para él, la política es una actividad limitada y característica, y nunca podrá ser la directora jerárquica de la sociedad o una especie de instancia de provisión de sentido para los ciudadanos. Y lo que sucede, justamente en la sociedad del Estado de bienestar, es que ni la política como actividad organizada, ni los ciudadanos como participantes en ella, aceptan restringir sus capacidades y ámbitos de competencia (la política) o sus demandas y expectativas (los ciudadanos) a lo que es factible obtener de la política, a lo que ésta puede dar, que es poco más que una gestión ordenada de los conflictos derivados de la pluralidad y el disenso sociales para encauzarlos con vistas a su resolución o transformación en otros, y no para agravarlos más. La política sigue presentándose ante la sociedad como la instancia con competencia universal, y el Estado, que es su paladín heroico, como el rector con responsabilidad total. Lo que garantiza de antemano su fracaso. Y precisamente por eso, -añade- cuanto más se resista la política a aceptar su limitación, a admitir que carece de esa pretenciosa competencia universal que proclama enfáticamente para procesar y resolver todo tipo de problemas, peor funcionará y dará lugar a más desafección, decepción, indignación, crítica moralista y, en definitiva, a más inestabilidad.

En esta situación, cabe adoptar dos tipos de reflexión o teoría política: una «expansiva» y otra «restrictiva»: la primera asigna a la política un papel rector en la sociedad, a ella le correspondería velar por la institucionalización de la vida social ajustada a la dignidad humana y, a la vez, determinar lo que esto significa y cómo se alcanza: sería la última instancia de la sociedad, la que dice que «debemos ayudar, intervenir, redirigir incluso si no sabemos si es posible y cómo puede alcanzarse un resultado efectivo». La restrictiva comienza examinando los medios político-administrativos de resolución de problemas de que dispone y vacila antes de afrontar aquellos que no pueden ser resueltos de manera segura o probable. En ella, «en lugar de la buena voluntad jugaría la dura pedagogía de la causalidad».

La concepción de la política como una actividad específica y limitada -continúa diciendo- suele considerarse el rasgo distintivo clave del conservadurismo político. Ser conservador en política (que no conlleva serlo también en las demás actividades intelectuales) no es poseer un determinado tipo de concepción del mundo, de la humanidad o de la historia, o un temperamento peculiar, ni tiene que ver con la religión o la moral, sino que es «creer que la gobernación es una actividad específica y limitada […] la de administrar las reglas vigentes en cada sociedad; una actividad nada gloriosa ni épica». «Nada heroica». 

Lo que Innerarity expone una y otra vez a lo largo de su libro -añade Soroa- es que el tipo de política extensiva (mala política) que todavía hoy se practica en nuestras sociedades democráticas genera constantemente la sobrecarga y el cortocircuito del sistema (del Estado) a causa de la actuación de la pareja «expectativas desmesuradas en la política/fracaso que se traduce en desafección, desilusión, indignación, rechazo, etc.» Ni los ciudadanos ni los partidos aceptan las limitaciones obvias de la política, máxime en tiempos de globalización y crisis, inflan sus expectativas en esos torneos de promesas que son las elecciones, y son llevados inevitablemente a la desilusión. Hay desilusión porque había demasiada ilusión no justificada, no por ningún fallo endógeno del sistema político. Y esto sucederá inevitablemente mientras sigamos depositando en la política una expectativa desmesurada.

En cualquier caso, el reto político del presente es aceptar la limitación de la política como actividad sometida a la contingencia y a la incertidumbre, pero, al tiempo, no abandonarse por ello a una visión catastrofista o melancólica; que la política sea limitada no implica que deba ser débil. Una cosa es sacar la política de muchos lugares sociales a los que nunca debió llegar y donde sólo genera ineficacias, y otra distinta es reforzarla en aquellos en que de verdad puede producir un resultado estimable: en la reflexión que identifica los conflictos sociales provocados por el pluralismo y el disenso y en la génesis de «compromisos» que permitan ir asimilándolos. 

Esta disfunción consustancial a la mala política (la que tenemos) pretende ser resuelta o superada por diversas vías: el populismo actualmente en boga es uno de los pretendientes y a su análisis y crítica dedica Innerarity la parte más novedosa del libro: la que se refiere a la «indignación» y sus derivados. Volveremos sobre ella. Antes, sin embargo, conviene referirse a otras tentaciones más sólidas propuestas para superar la mala política.

La primera es la tentación del experto, el siempre presente deseo de sustituir el predominio que se considera irreflexivo y caótico de la opinión por el seguro y garantizado mando de la verdad segura y demostrable. La democracia reposa en esencia en las elecciones periódicas de los representantes que van a tomar las decisiones, elección llevada a cabo en un ambiente que puede calificarse como cualquier cosa menos como un marco inteligente. No garantiza en absoluto la selección de los sabios ni los expertos, sino de políticos que, por serlo, son aficionados y generalistas. Más aún, la lógica funcional de la elección termina por hacer que el tipo estándar de político obedezca a criterios de elegibilidad, no de capacidad gubernativa: se descubre así (pero se descubre tarde) que las capacidades necesarias para ser electo no guardan relación con las capacidades precisas para ser gobernante.

Pues bien, para mejorar los resultados de un sistema tan poco serio (que diría Schumpeter), la tentación es la de introducir sustanciales dosis de conocimiento experto en el proceso, lo que puede llevarse a cabo por diversos métodos que buscan su racionalización sustancial de acuerdo con estándares objetivos y externos a la deliberación popular. Es la tendencia tecnocrática, muy de actualidad como una de las propuestas de la llamada epistocracia.

Pero para apaciguar los fervores tecnocráticos -añade- bastan dos reflexiones de entre las varias que Innerarity señala: primero, que la política se enfrenta a aquellos conflictos para los que no existe solución evidente o experta. Al ámbito de lo público es adonde se han relegado precisamente los conflictos de carácter irresoluble, justamente porque eran irresolubles desde la ciencia o desde la economía. 

Y en este punto nos topamos con un principio característico de la democracia: que la democracia no busca la verdad ni el acierto de sus decisiones, o por lo menos no son éstos sus objetivos directos. Lo que busca es que sean los ciudadanos quienes tomen las decisiones, aunque sea indirectamente, y así éstas aparezcan legitimadas ante su sentir. Lo cual garantiza, precisamente, que las decisiones sean en muchos casos equivocadas, por lo menos a corto plazo. La democracia garantiza, antes que nada, el derecho del ciudadano a equivocarse. Quizá la democracia acierta al final, pero lo hace por vías tortuosas y decepcionantes. 

El prestigio que han adquirido en nuestras sociedades desengañadas los procesos judiciales como métodos de resolución de conflictos deriva de esta dificultad de la democracia con el acierto decisional. En efecto, en el proceso judicial se obtiene una solución final, y además con visos de estar motivada en la reflexión pausada y pautada de unos expertos, es decir, lo más parecido que cabe a una verdad. En cambio, en la política no hay sino algarabía y opinión, y las decisiones son siempre revisables y criticables. No es extraño que una de las tentaciones del demócrata cansado sea la de utilizar el modelo del proceso judicial como ideal regulativo del proceso político, aplicándolo incluso en muchos casos (el tribunal constitucional como instancia para aportar acierto democrático). O proponer para la política el ideal deliberativo de Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas inspirado en una asamblea de sabios que discute razonablemente sobre la solución más verdadera.

La contrapolítica -añade más adelante- es otra de las escapatorias de una sociedad desconfiada ante una política cada vez más decepcionante: es decir, la de adoptar una posición externa y observadora del proceso político para, desde esa exterioridad, influir en él. ¿Cómo? Mediante el poder negativo de impedir, por ejemplo, unos poderes tan importantes como los de elegir y promover, que son los que aparentemente configuran la democracia, y que son efectivamente ejercidos por la opinión pública en forma de veto incluso preventivo a determinadas decisiones políticas posibles, una anticipación del juicio electoral futuro a la cual los políticos son especialmente sensibles.

La contrapolítica de este poder de impedir, o la del poder de denunciar, no es, en principio, sino parte integrante de la democracia misma y, por ello, estimable mientras no se convierta en la antipolítica característica del populismo o la tecnocracia. Pero contribuye a oscurecer el proceso democrático y a hacerlo más insoportable aun para el ciudadano que pone sus expectativas muy altas. Cortoplacismo, teatralización, personalización, emotivismo excesivo, moralismo sin freno: todo ello son notas de la mala política producida por la conjunción de unos políticos que están siempre en campaña electoral teatralizando un sobreactuado antagonismo sobre un excelso interés general, por una parte, y una sociedad que utiliza contra ellos medios basados en la desconfianza sistemática, por otra (con el apoyo inestimable de los medios, cuya lógica propia es altamente disfuncional para la buena democracia). No es posible que si la política, como aseguramos, lo está haciendo tan mal, los medios de comunicación y sus consumidores lo estén haciendo todo bien». Y es que hacer lo que sistemáticamente hacen los medios, es decir, «suponer que la calle es necesariamente mejor que las instituciones […] es mucho suponer».

Una de cuyas manifestaciones más ostensibles de la mala democracia -dice- es la de que, cada vez más, habitamos en un momento eterno de campaña electoral, o vivimos la política como si fuera una continua elección entre candidatos. De manera que cada vez es menor el espacio funcional y temporal que queda para la tarea de gobierno. Parece que en el diseño teórico de la democracia el gobierno sería la fase normal de la política, y las elecciones deberían ser sus momentos especiales. Pero si lo que es episódico y momentáneo se convierte en la fase más importante de la política (en su «día de la marmota»), a la cual están dedicados devotamente todos los esfuerzos de los actores y bajo cuya sombra siempre anticipada por los medios se emprenden todas las actuaciones políticas, terminamos por quedarnos sin gobierno. O, como mínimo, nos quedamos con unos gobernantes que exclaman desesperados que «sabemos lo que hay que hacer, pero no sabemos cómo hacer para que nos reelijan después», que viene a ser lo mismo. Al final, someter incluso la gobernación a la lógica funcional de la elección garantiza la casi imposibilidad de tomar decisiones estables a medio y largo plazo, o, de otra forma, provoca la pérdida de estabilidad y gobernabilidad de los sistemas democráticos.

En este punto, -añade Soroa- el profesor Innerarity apunta que está produciéndose, de hecho, un proceso de externalización de las decisiones de gobierno hacia lugares menos sometidos a la atención pública y a la volubilidad electoral, no tanto por intenciones perversas como por la pura lógica funcional que busca remedio a la dificultad creciente de gobernar. Por ejemplo, de los Estados nacionales a la Unión Europea: «Las instituciones europeas fueron creadas en parte para gestionar un tipo de decisiones a largo plazo o impopulares que eran intratables por procedimientos democráticos nacionales debido, precisamente, a su alta exposición a la volubilidad de la opinión». Y es que la proximidad, la participación, el control, son términos democráticamente prestigiosos pero son factores que pueden actuar en contra de la capacidad de producir gobierno de la propia democracia. La nueva etapa sería la del gobierno de la sociedad por expertos no electos, aunque practicada en interés benevolente de los pueblos y con un control evaluativo técnico por resultados.

Denuncia Innerarity -añade a continuación- que la antipolítica crea una extraña boda de tecnócratas y radicales. Los primeros predican un mundo sin política porque, según ellos, podría ser dirigido espontáneamente por el mercado o por la economía. Los segundos, que son los que ahora nos interesan, porque han proliferado al calor de la crisis económica, de la austeridad y de la globalización, reaccionan de manera negativa hacia la política democrática proponiendo un mundo en el que todo sería sociedad y nada alteridad, y donde no serían necesarias las intermediaciones políticas (ni de los partidos, ni de la casta política, ni de las instituciones), porque la sociedad sería transparente a sí misma.

La afirmación populista parece, en principio, fuertemente política o politizada, pero al final de su argumento termina también con la misma existencia de la política. O, por lo menos, por lo que entendemos por política democrática. Es algo inevitable cuando ya de entrada se define una sociedad como un todo sin divisiones ni conflictos internos (el único conflicto es con un «otro» exterior a la sociedad misma), guiada por un movimiento que gestiona un principio puramente expresivo (el principio del placer) en lugar de un principio transformador (el de realidad), como hace la política. Hay algo de vuelta a la comunidad íntima y pequeña, muy humana y próxima, en estos movimientos populares surgidos al calor de la indignación contra la política tal como es. Pero la nostalgia por la comunidad (sea la del grupo, la etnia, la asamblea o el barrio) esconde siempre un imposible intento de desartificializar un mundo complejo, de polarizar los conflictos resumiéndolos en uno solo, de simplificar hasta la náusea opciones complicadas, de sustituir la reflexión por momentos de gran densidad emocional. Porque en este tipo de movimientos no existe un proyecto alternativo al de la democracia, sino sólo una necesidad de canalizar y expresar un descontento difuso: no son «subversiones desestabilizadoras» sino simples «insurrecciones expresivas» que, en último término, ponen en la antipolítica, o en la alterpolítica, las mismas expectativas desmesuradas que antes otros pusieron en la política.

Innerarity reivindica, con sólidos argumentos y brillante exposición, la necesidad de la intermediación política para que pueda de verdad realizarse, siquiera figurada e incompleta, eso que se denomina voluntad popular. Sólo la democracia representativa es capaz de representar a una sociedad pluralista. Y, -añade provocativo- por otro lado, la tan loada cercanía o proximidad entre representantes y representados conduce normalmente a la teatralización y la personalización de la política, así como a la pérdida de una lejanía entre representantes y ciudadanía que es necesaria para el desarrollo del buen juicio político y de su gestión.

En cuanto la los partidos políticos, y por muy severamente afectados que estén por una cierta esclerotización de sus comportamientos, siguen siendo necesarios como aglutinantes de unas propuestas ideológicas que permitan orientarse cognitivamente al público democrático. Las ideologías son al final atajos cognitivos que «permiten aflojar la contradicción entre la obligación de opinar a que se somete al ciudadano y la incapacidad de opinar que le aqueja, inmerso como está en el aluvión de datos que recibe de un mundo cada vez más complejo». Y los partidos son los gestores de los paquetes ideológicos. Pensar que pueden ser sustituidos por movimientos sociales altamente emocionales no es serio: «Apelar al pueblo, como a todo lo que es evidente, sirve casi siempre para bloquear la discusión», no para hacerla avanzar. En conclusión, que «la indignación, el compromiso genérico, el altermundialismo utópico o el insurreccionalismo expresivo no deben ser entendidos como la antesala de cambios radicales, sino como el síntoma de que todo esto ya no es posible fuera de la mediocre normalidad democrática y del modesto reformismo».

¿Y qué queda del eje de identificación «izquierda/derecha»?, se pregunta Soroa. Pues parece que se mantiene, pero muy distinto. Queda el eje, pero hay que trazarlo de otra forma o sobre otras coordenadas: y el esfuerzo de resituación recae sobre todo, según Innerarity, sobre la izquierda que es la que más acomodos tiene que hacer si quiere ser efectiva para transformar algo. En primer lugar, debe abandonar la concepción heroica de la política como actividad total y aceptar una limitada de más corto alcance. Y, en segundo, debe cambiar el eje de confrontación con la derecha conservadora, que no puede ser ya el de «Estado/mercado», o el de «intervención/desregulación», o el de «soberanía/globalización». La izquierda debe abandonar su rechazo moral al mercado, al que percibe como si fuera sólo un promotor de la desigualdad o una realidad antisocial. Igualmente debería dejar de percibir la globalización como un agente de desorden y, en su lugar, debería ser consciente de las posibilidades que encierra. El mercado, según Innerarity, es el mecanismo que puede utilizarse para conseguir el bien común y emprender la lucha contra las desigualdades, siempre que el Estado consiga realizar el ideal de mercado libre de interferencias y posiciones de dominio que estuvo en la base clásica de la idea liberal: «Es habitual considerar que la dominación económica se debe a una excesiva libertad de mercado, cuando ocurre más bien lo contrario: la prepotencia económica es causada por la falta de libertad económica». Más mercado, pero mejor mercado; menos Estado, pero mejor Estado. Una tercera vía «socioliberal» que no está suficientemente concretada por su autor -añade-como para discutir sus condiciones reales de posibilidad. 

Pero Soroa achaca al profesor Innerarity en la reseña de su libro algunas inconcreciones llamativas. Por ejemplo, que no aporte la más mínima indicación de qué tipo de cambios institucionales o modificación de reglas podría acercarnos a conseguir un objetivo definido en términos de regeneración democrática; que antes valorara la indiferencia política como actitud subjetiva del ciudadano moderno como algo perfectamente congruente (incluso conveniente para una política tranquila y estable), mientras que ahora parece recaer en el sobado tópico del "idiotes" pericleo como ser humano incompleto; o que considerase el disenso como una situación natural y propia de una sociedad democrática, que ahora esté a favor de una superior valoración del compromiso como método de avance del proceso político.

Pero la más importante, y que se refiere el propio esquema básico subyacente al análisis de la realidad democrática que efectúa Innerarity, es la falta de explicación de una aparente paradoja: en concreto, el hecho de que, si bien, por un lado, tenemos que nunca en la historia ha habido para la ciudadanía tantas posibilidades de acceder, vigilar y desafiar a la autoridad como ahora, porque nunca ha existido tal nivel de conocimiento y competencia individual y social sobre lo político y su funcionamiento, sucede, por otro, que nunca se ha sentido la gente tan frustrada en relación con su capacidad de hacer que la política sea algo diferente. O expuesto de otra forma, -dice- que el mayor conocimiento de que la política es una actividad en sí misma limitada no ha hecho que desciendan para nada las expectativas sociales en torno a su posible rendimiento, de lo que se sigue un creciente nivel de frustración y descontento. Esta es una aparente contradicción que merecería ser tratada y, en su caso, explicada; de lo contrario, el análisis mismo parece quedar un tanto cojo: ¿por qué el ser humano contemporáneo sigue frustrándose una y otra vez al comprobar los límites contingentes de la política cuando ya debiera saber por experiencia y educación que están ahí inevitablemente? Pero una cosa es -concluye diciendo- es describir una disfunción y otra es enderezarla. ¿Estarán las democracias condenadas a vivir en la frustración? ¿O llegarán a autodestruirse de pura frustración?




Daniel Innerarity


Disfruten de su lectura. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos míos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 2601
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 7 de octubre de 2013

Un evidente desasosiego y cansancio....


Los lectores asiduos de este blog me han oido hablar otras veces de un evidente desasosiego y cansancio que me invade y se repite cíclicamente y que se manifiesta en un agostamiento de ideas, reiteración de temas y repeticiones voluntarias. Estoy cansado... Son siete años seguidos rellenando líneas en el procesador de textos, apostillando con mejor o peor arte y fortuna comentarios y visiones del mundo y de su acontecer desde la atalaya de esta pequeña islita en medio del Atlántico, a cuatro grados del trópico de Cáncer.

Pero de vez en cuando se produce una convergencia de noticias y sucesos que me animan a ponerme ante la pantalla de mi portátil dejando de lado ese hastío del que hablaba al comienzo. Hace unos instantes he firmado una petición que está circulando hoy por las redes sociales solicitando a la conferencia episcopal, a través del papa Francisco, que la iglesia española pida perdón públicamente por el apoyo dado al régimen franquista y a la represión que siguió a la guerra civil. La he firmado porque me parece un acto de justicia.

Sobre la curia episcopal española habría que hablar largo y tendido. Desde luego, la palabra perdón no la pronuncian con excesiva frecuencia. Más bien todo lo contrario: se pasan el día largando andanadas y condenando al fuego eterno a quienes no comulgan con sus doctrinas. Afortunadamente, ese fuego ya no quema, pero no deja de ser molesta tanta desfachatez. No es extraño que de vez en cuando salga alguien con autoridad moral suficiente que les responde con claridad y pone las cosas en su sitio. Fue el caso del editor romano y profesor de filosofía Paolo Flores D'Arcais que en un artículo titulado "A Su Eminencia el cardenal Rouco Varela", en octubre de 2008, rebatía a monseñor unas declaraciones suyas ante el Sínodo de los Obispos reunido en Roma, en las que volvía a acusar al laicismo de querer hacer realidad la dictadura del relativismo ético a cuenta de propuestas como la regulación de la eutanasia. Lo irónico de todo este asunto, decía Flores D'Arcais, es que se hable de un Dios que es amor para obligar a los condenados a muerte por una enfermedad terminal a sufrir horas, días, semanas e incluso meses una tortura a la que su libertad desearía poner fin. Es un amor verdaderamente extraño éste que se atribuye a Dios, concluye, si no fuera porque al atribuir a Dios una crueldad semejante, demuestran ser los herederos -claramente no arrepentidos-, no de Francisco de Asís, sino del inquisidor Torquemada. ¿Pedirá alguna vez la Iglesia paz, piedad y perdón, como Manuel Azaña, por los sufrimientos que ha infligido a tantos inocentes durante dos mil años de existencia? Tengo mis dudas... 

Por esas mismas fechas publicaba el escritor y diplomático José María Ridao un brillante artículo, "El silencio de Azaña", glosando las emotivas palabras que el presidente de la República española, Manuel Azaña, pronunciara en Barcelona en plena guerra civil pidiendo a los españoles "paz, piedad, perdón". Pero no pudo ser: fue su último mensaje a un pueblo en plena vorágine fratricida. Y se preguntaba Ridao, con cierta angustia, que fue lo que el presidente de la República quiso decir a los españoles con su invocación, y si la invocación al "perdón" no pretendía hacer justicia a las víctimas inocentes de los desmanes de los tribunales populares republicanos. Ahora que unos hablan de "revancha" y otros de "procesos inquisitoriales" a cuenta de la Memoria Histórica, pienso que conviene mirar lo que está ocurriendo como simple afán de hacer justicia y no venganza. Y el emotivo artículo de Ridao creo que pone perspectiva y mesura en su tratamiento. Es lo que personalmente vengo defendiendo desde siempre: todos fueron víctimas y todos fueron responsables, aunque cueste admitirlo.

Y unos días antes el filósofo y profesor de la Universidad de Zaragoza Daniel Innerarity, había escrito también un artículo titulado "El retorno de la incertidumbre", en el que desde un punto de vista más filosófico que político o económico, examinaba la crisis financiera internacional que nos asola. ¡Y ya va para cinco años!... Decía Innerarity que mientras estuvo vigente el modelo de la certeza, el mundo estaba configurado por decisiones soberanas que se adoptaban sobre la base de un saber asegurado. Que ahora tocaba acostumbrarnos a la inestabilidad y la incertidumbre, tanto en lo que hace referencia a las predicciones de los economistas, el comportamiento del mercado o el ejercicio de los liderazgos políticos. Nuestro principal desafío, decía, es la gobernanza del riesgo, que no es la renuncia a regularlo ni la ilusión de que pudiéramos eliminarlo completamente, y se preguntaba si los gobiernos del mundo podrían decidir bajo condiciones de incertidumbre, incertidumbre que había venido para quedarse y para convertirse en regla y no excepción... ¿Sabrían hacerlo? Esperábamos que sí pero da la impresión de que no. Y a mí, de momento, y siento confesarlo, me pueden el cansancio y el desasosiego.

Sean felices, por favor, y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt


Entrada núm. 1980
elblogdeharentd@gmail.com
http://harendt.blogspot.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

jueves, 15 de agosto de 2013

Partidos políticos, movimientos sociales y democracia




El más clásico de los clásicos




Pienso que la mayoría de los lectores de este blog admitirán conmigo que no hay más democracia posible que la representativa y que no hay representación posible sin partidos. Dicho lo cual cabe pensar que el desapego creciente de la ciudadania hacia las instituciones democráticas como instancias para la resolución de los conflictos políticos deriva, entonces, del defectuoso funcionamiento de los canales de representación política, es decir, de los sistemas electorales y de los partidos políticos.

Ya he escrito hasta la saciedad sobre la necesidad, a mi juicio, de una reforma en profundidad del sistema electoral español, abandonando el proporcional en favor de un sistema de elección mayoritaria simple, de distritos electorales uninominales, y sobre la transformación del Senado en una cámara legislativa no electiva y conformada por representantes de los gobiernos de las comunidades autónomas, dentro de un Estado federal. No voy a insistir en ello, así que centremos la cuestión de hoy en la organización y funcionamiento de los partidos políticos, que me viene propiciada por la publicación en el diario El País del pasado día 11 de un artículo del profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco, titulado "¿El final de los partidos?", que pueden leer aquí.

Revisando mis notas de estudio sobre teoría política he reencontrado un artículo de diciembre de 2003, firmado por los profesores José Ramón Montero (Universidad Autónoma de Madrid) y Richard Gunther (Ohio State University), y publicado en la Red de Cuadernos de Trabajo del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacional de la UAM, que lleva el sugestivo título de "Los estudios sobre los partidos políticos: una revisión crítica", que pueden ustedes leer en este enlace.

En ambos estudios, separados por diez años de distancia, y miren que han pasado cosas en este decenio, las conclusiones de ambos pueden resumirse en: 1. La democracia está en crisis; 2. Los partidos políticos no están funcionando bien; 3. Los partidos necesitan una profunda transformación para responder a las necesidades actuales de la ciudadanía democrática; y 4. Los movimientos sociales no pueden responder por sí solos a las demandas de esa ciudadanía.

Dice el profesor Innerarity que "la actual crisis de los partidos políticos, su descrédito, pérdida de relevancia o fragmetación, es manifestación de una crisis más profunda [...] Del fin de una era política que presuponía un contexto social estructurado en comunidades estables, con roles profesionales definidos y formas de reconocimiento y reputación consolidadas [...] Lo que se ha acabado, concluye, es el control monopolístico del espacio público por parte de los partidos políticos, el partido-contenedor, pero en absoluto la necesidad de instancias de mediación en las que se forma la voluntad política [...] Las conquistas sociales no pueden asegurarse sin organizaciones del estilo de los partidos y los sindicatos [...] Tras la crisis de los partidos estamos en la encrucijada de o bien hacer mejores partidos o bien ingresar en un espacio amofor cuyo territorio será ocupado por tecnócratas y populistas, definiendo así un nuevo campo de batalla que sería todavía peor que el actual." El movimiento 5 Estrellas, dice, sería muy ilustrativo de la ambigüedad de esa democracia digital. Fin de la cita, y perdonen el chiste fácil. En nuestras manos está que eso no ocurra.

Retomo el estudio de los profesores Montero y Gunther citado al comienzo. Se dice en él que "Es probable que muchos estudiosos de la Ciencia Política alberguen sentimientos encontrados ante la aparición de un nuevo libro sobre los partidos políticos (se refieren a "J.R.Montero, R.Gunther y J.J.Linz (edtrs.): Political Parties: Old Concepts and New Challenges. Oxford Univerrsity Press, Oxford, 2002). Para ellos, la bibliografía existente sobre partidos sería suficiente, por lo que poco más podría aprenderse de un estudio adicional tras más de un siglo de investigación académica sobre la cuestión. Y es posible que otros especialistas tampoco consideren necesarios nuevos trabajos empíricos sobre los partidos dado que a su juicio estarían convirtiéndose en actores crecientemente irrelevantes, cosechando fracasos en sus respuestas a los problemas políticos y muchas de sus funciones realizándose con mayor eficacia por movimientos sociales organizados informalmente, por el contacto directo entre los políticos y los ciudadanos a través de los medios de comunicación o de Internet, o por innovaciones de la democracia directa. Para estos especialistas, los partidos estarían inmersos en un proceso inexorable de declive. Finalmente, un tercer grupo de expertos podría haber concluido que la investigación académica sobre los partidos no ha conseguido avanzar en la tarea de desarrollar una teoría rigurosa y convincente, y que cualquier esfuerzo que siga las vías clásicas está condenado al fracaso. Una afirmación de este tipo resultará especialmente atrayente para los investigadores que hayan adoptado aproximaciones analíticas que concedan poco valor al estudio de organizaciones complejas o de instituciones políticas y que estimen que el estudio de los partidos es irrelevante para el desarrollo de una teoría de la política de corte universal". 

Les recomiendo encarecidamente su más que instructiva lectura al respecto. Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: Ιωμεν (vámonos). Tamaragua, amigos. HArendt






El profesor Daniel Innerarity






Entrada núm. 1939
elblogdeharentd@gmail.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

miércoles, 14 de mayo de 2008

Con Mayúsculas






Siempre he tenido miedo de la gente que habla con mayúsculas. Y no me refiero a las que hablan o escriben en alemán, que hace uso profuso de ellas... Me refiero a aquellos a los que no se les cae de la boca, la pluma o el teclado palabras como Dios, Patria, Libertad, Justicia, Estado, Nación, Derecha, Izquierda, Religión y todo el largo etcétera que ustedes quieran. Me mosquean muchísimo porque suelen ser -hay pocas excepciones a la Regla (con mayúscula)- los que uso más torticero hacen de esos valores que dicen, de boquilla, defender.

Frente a la generalizada apelación a los "Valores" (con mayúscula) no vendría mal un poco más de prosaico interés en la defensa de los derechos y libertades individuales consagrados constitucionalmente y cada vez más restringidos en esta España y Europa nuestra de los "Valores" (de nuevo con mayúsculas).

Es la tesis que mantiene Daniel Innerarity, profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza, en un artículo de El País de hoy titulado "Cuidado con los valores", que comienza con una anécdota que dice que "cuando un profesor de Oxford se refiere a la decadencia de Occidente, en realidad está pensando en lo malo que es el servicio doméstico." ¿Una butade de otro insigne profesor universitario? Me temo que no. Porque como dice en su artículo, "a lo largo de la historia, los seres humanos hemos justificado hasta lo menos justificable apelando a los valores morales. Pero habría que preguntarse si con la actual inflacción de discursos morales no se está poniendo de manifiesto algo más ideológico e inquietante para las democracias contemporáneas ../.. un cuestionamiento de la prioridad que en una sociedad democrática le corresponde a los derechos, el consentimiento, las garantías y las libertades individuales ../.. reduciendo el espacio de la política, no para fundar los derechos sino para ponerlos en cuestión"... Espero que lo disfruten. Sean felices. HArendt



No se puede mostrar la imagen “http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/a/a7/Eug%C3%A8ne_Delacroix_-_La_libert%C3%A9_guidant_le_peuple.jpg/400px-Eug%C3%A8ne_Delacroix_-_La_libert%C3%A9_guidant_le_peuple.jpg” porque contiene errores.
"La Libertad guiando al pueblo", de Eugene Delacroix



"Cuidado con los valores", por Daniel Innerarity

Alguien dijo una vez que cuando un profesor de Oxford se refería a la decadencia de Occidente, en realidad estaba pensando en lo malo que era el servicio doméstico. La apelación a los valores sirve para llamar la atención sobre realidades valiosas, pero también para otras muchas cosas, algunas de muy poco valor en sí, pero de gran utilidad para quien lo realiza, como obtener alguna ventaja particular o para esquivar el punto de vista de los derechos, siempre más comprometido. La causa principal de que el recurso a los valores sea hoy tan recurrente probablemente haya que buscarla en una huida frente a la complejidad. Quien no se aclara, alivia su incomodidad instalándose en alguna evidencia que sea poco discutible. La queja moral apunta a una situación general de pérdida de valores, relativismo, consumismo, desorientación, insolidaridad, hedonismo, deslealtad, tradiciones que se abandonan. En todas partes parecen quebrarse estructuras, consensos y autoridades. Las clases sociales se difuminan y la sociedad pierde cohesión, las empresas se volatilizan en tramas virtuales, el poder del Estado se debilita, los electores son de poco fiar.

Ahora bien, el público que escucha con agrado los diagnósticos sobre la crisis de valores suele estar afectado de una carencia de conciencia histórica. Una opinión bastante extendida tiende a suponer que vivimos en un tiempo de cuestionamiento y crisis. Nuestro presente sería algo así como un momento crítico, entre el ya no y el todavía no. Ya no creemos las grandes representaciones del pasado, pero todavía no hemos conseguido sustituirlas por otras. El presente sería una especie de tierra de nadie entre las seguridades tranquilizadoras del pasado y las que sólo podemos esperar del futuro. Creo que este análisis es completamente ilusorio; responde a una ilusión que, por cierto, no es un invento nuestro, sino probablemente una característica más o menos común a todo tipo de presente.

Lo cierto es que desde hace algún tiempo, los principales partidos de nuestras sociedades democráticas, sean conservadores o progresistas, parecen tentados por volver a dar un lugar central a la defensa de los "valores morales". Esta apelación jugó un papel determinante en la reelección de Bush en noviembre de 2004, pero tampoco se trata de una peculiaridad norteamericana, pues hace tiempo que los valores morales ocupan también un lugar central en las campañas electorales europeas.

Este fenómeno de "moralización" de la vida pública se puede observar en manifestaciones muy diferentes, y cualquiera podría añadir otras muchas a las pocas que voy a mencionar aquí. Las pastorales de los obispos declinan una cruzada contra un supuesto relativismo moral y ofrecen unas orientaciones que en su literalidad no reflejan más que lugares comunes y en su contexto funcionan como tomas de partido. Por otro lado, la creciente judicialización de la política no tiene su origen en la garantía de los derechos y libertades, sino en la protección de unos valores que son entendidos de manera que precariza tales derechos y libertades.

También el fallido Tratado Constitucional de la Unión Europea apelaba a los valores comunes, concitando en torno a ellos la aprobación tanto de sus partidarios como de sus detractores. De esta manera, parecía darse a Europa una suerte de identidad sentimental más allá de los intereses económicos y de las abstracciones jurídico-políticas. Debió parecer más afectivo que el lenguaje frío de los derechos y los principios, más fácil de comprender y susceptible de generar la adhesión.

Este énfasis en los ideales y valores sobre las reglas y derechos no deja de ser significativo. En estos y otros ejemplos se advierte cómo el recurso a la moral debilita otros puntos de vista y otros niveles de realidad que son muy importantes, como la política o el derecho, cuya lógica específica no se acierta a respetar.

Pero tampoco en el inventario de los valores preferidos están todos los que son. De entrada, lo que en estos debates se llaman "valores morales" suelen ser aquellos que conciben tradicionalmente los conservadores y del modo como los conciben (familia, patria, vida, seguridad, mérito, orden, autoridad...), pero no otros que están más bien en el campo contrario y que no parecen menos importantes, como servicio público, universalidad, libre consentimiento, responsabilidad o solidaridad. Probablemente, el hecho de que la agenda pública del debate acerca de los valores se centre más en los primeros que en los segundos sea una concesión intelectual de los progresistas a los conservadores, una de las más flagrantes, ni la primera ni la única.

Mientras no se revisen esta y otras concesiones, el espacio de la discusión política seguirá sembrado de esas ventajas y desigualdades en materia de reputación que dificultan enormemente una confrontación equilibrada. No es tanto la abstención lo que perjudica a la izquierda, como suele decirse, sino la selectividad con la que se definen las prioridades morales.

Hay quien sólo verá en esta apelación generalizada a los valores un ejercicio de oportunismo y, si esta interpretación fuera la correcta, no tendríamos demasiados motivos para preocuparnos. A lo largo de la historia, los seres humanos hemos justificado hasta lo menos justificable apelando a los valores morales. Pero habría que preguntarse si con la actual inflación de discursos morales no se está poniendo de manifiesto algo más ideológico e inquietante para las democracias contemporáneas. Y es que el discurso de los valores puede ser la expresión de un cuestionamiento de la prioridad que en una sociedad democrática le corresponde a los derechos, el consentimiento, las garantías y las libertades individuales. Cuando hay una cultura política débil, la apelación a los valores en general, incluso aunque esté aparentemente destinada a fundar los derechos y libertades, acaba paradójicamente en el resultado opuesto: contestando los derechos y fragilizando las libertades individuales. El lenguaje de los valores es utilizado para reducir el espacio de la política, no para fundar los derechos sino para ponerlos en cuestión, como es el caso, por ejemplo, de la apelación a la familia, al trabajo o a la seguridad.

Tal vez no sea moralmente correcto llamar la atención sobre la falta de evidencia de unos valores a los que se apela como realidades incontrovertibles, o advertir que el acuerdo sólo durará lo que tardemos en abandonar la generalidad de los principios y descender al áspero terreno de las concreciones. Se arriesga uno a pasar por alguien de convicciones escasas. Pero si hay que tener cuidado con los valores no es porque no existan, sino porque hay demasiados, es decir, en competencia, necesitados de concreción y equilibrio.


El cuidado con los valores es la mejor prueba de que se los aprecia y respeta. En la anécdota maliciosa que contaba al principio, el profesor de Oxford estaba pensando en otra cosa cuando hablaba de crisis de valores; nuestros actuales orientadores en materia moral están pensando en cómo recortar algún derecho o en cómo introducir un punto de vista particular y discutible como si fuera una verdad evidente. Se olvidan interesadamente de que hay un debate sobre el "valor de los valores", e incluso un uso expresamente ideológico del lenguaje moral frente a la lógica de los derechos y deberes. No respetan a quien discrepa porque tampoco respetan la riqueza y complejidad de esos valores bajo cuya protección se encuentran siempre instalados con tanta comodidad. (El País, 14/05/08)





El profesor Daniel Innerarity