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lunes, 16 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Quimeras policíacas



Cadena de ADN. Pixabay


Si las células de un donante -escribe el divulgador científico y doctor en genética y biología molecular, Javier Sampedro- pueden colonizar el semen de un receptor, y otros órganos, imaginemos que algún día, en algún tipo innovador de trasplante, puedan colonizar también el cerebro.

"Cabeza de león, torso de cabra y cola de dragón, -comienza diciendo Sampedro-, así era la quimera de la mitología griega que asoló el sur de Anatolia y sabe Zeus qué más hubiera asolado de no ser por la oportuna hazaña de Belerofonte, el 007 de la época. El centauro, la sirena y la criatura del doctor Frankenstein son quimeras en un sentido más lato, pues están hechas de partes de individuos distintos, componentes deshilvanados que, sin embargo, parecen funcionar bien en ese régimen de joint venture, según nos dicta el potaje febril que la imaginación humana ha cocinado durante 25 siglos. Y, sin embargo, las quimeras existen y caminan entre nosotros.

Hay casos conocidos en la literatura médica, niños a los que solo les baja el testículo derecho y que, tras un examen más detallado, resultan tener un ovario en el lado izquierdo, o hijos de padres con colores de piel distintos que están compuestos por zonas de distinta tonalidad, a menudo con fronteras nítidas entre un color y el otro. La mayoría de estos casos se debe a la fusión de dos embriones en el útero. Aunque la misma pareja concibiera un millón de embriones, no habría dos iguales, y unos llevarán los genes oscuros de papá y otros los genes claros de mamá. Si dos se fusionan en el desarrollo temprano resultará una quimera que puede observarse a simple vista. El fenómeno es más frecuente de lo que creemos, porque la mayoría de los casos de quimerismo requieren análisis de ADN para detectarlos, y no suele haber razones médicas para hacerlos.

Pero sí que hay razones policiacas. Aprendo en un concienzudo reportaje de Heather Murphy para The New York Times que, en 2004, unos policías de Alaska extrajeron ADN de semen en un caso de violación, lo subieron a las bases de datos genéticos y encontraron una coincidencia perfecta con el ADN de un hombre que estaba fichado. Eso serviría normalmente como una prueba decisiva para un juez. Pero había un problema: el sospechoso estaba en la cárcel cuando se cometió el delito. ¿Qué pasaba ahí? Pasaba que el hombre había recibido un trasplante de médula de su hermano, que las células trasplantadas habían colonizado su esperma, y que el violador no era él, sino su hermano.

En otro caso posterior, el semen revelaba dos perfiles de ADN, como si la mujer hubiera sido violada por dos hombres, pero ella aseguraba que solo había sido uno. De nuevo, el violador había recibido un trasplante de médula. En este caso, la médula del donante no había reemplazado por completo a la del receptor, sino solo en parte. Es evidente que los policías científicos van a tener que tomar un curso acelerado de quimerismo genético, con particular atención a los trasplantados de médula.

Volviendo al terreno de la imaginación febril, bajo la inspiración de la mitología griega, dejemos volar un poco la mente por las geografías ignotas del futuro cercano. Si las células de un donante pueden colonizar el semen de un receptor, y otros órganos como el bazo y el riñón, imaginemos que algún día, en algún tipo innovador de trasplante, puedan colonizar también otros órganos. El cerebro, por poner un ejemplo tonto. No es una perspectiva realista ahora mismo, pero puede ser un buen experimento mental. Hacedlo".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 25 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] La elegancia del ADN





Los humanos no solemos aprender leyendo diccionarios, sino ‘deduciéndolos’ de nuestra experiencia, escribe en El País el profesor Javier Sampedro, doctor en genética y biología molecular e investigador del Centro Severo Ochoa de Madrid y del Medical Research Council de Cambridge. 

Todos los gremios se quejan de que nadie entiende la importancia de su trabajo, comienza diciendo Sampedro. ¿Cómo no va usted a interesarse por la química, señor mío, si todo es química en su cuerpo?, dirá el portavoz de los químicos. Su ignorancia de los principios de la ingeniería eléctrica, mi querida amiga, le impide entender el mundo moderno en toda su gloria, opondrá el delegado de los chispas. Por argumentos similares, todo es física y arquitectura, biología y algoritmo, narración y pintura. Todo eso está muy bien, pero ¿qué decir de los pobres lexicógrafos? Sí, esos tipos que hacen los diccionarios y se pasan el día manufacturando definiciones impracticables. Porque, como ya habrá adivinado el lector, todo es lexicografía.

¿Cómo definirías sentarse? Así lo hace el libro gordo: “Poner o colocar a alguien en una silla de manera que quede apoyado y descansando sobre las nalgas. Úsase también como pronominal”. Deje de reír el lector e intente hacerlo mejor que eso. Muchas veces no es fácil, y a menudo es imposible. Veamos la definición de yo: “Sujeto humano en cuanto persona”. Esa es fuerte. ¿Y cuál será la de tú? Redondeando un poco, no la hay, aunque podríamos sugerir: “Otro sujeto humano en cuanto otra persona”. No me interpretéis mal. Yo admiro a los lexicógrafos. Mi intención no es reírme de ellos, sino destacar la enorme dificultad de su trabajo. Y ahora vayamos con lo que nos trae aquí, que es la definición de elegancia.

Casi todo el mundo asocia la elegancia al buen gusto para el vestir, sobre todo si el que viste vive nadando en el almacén de dinero del Tío Gilito, lo que suele mejorar mucho el gusto de la gente. Pero lo cierto es que esta acepción es humilde y secundaria en el libro gordo. La primera acepción de elegante —“dotado de gracia, nobleza y sencillez”— es mucho más importante para la ciencia y el avance del conocimiento.

¿Qué es la elegancia para los científicos? Esta es la clase de pregunta que John Brockman, uno de los editores más singulares de nuestro tiempo, y también una especie de animador cultural de la élite científica, hace a sus pupilos una vez al año para la revista electrónica Edge.org. Su inspiración son sociedades de la vanguardia intelectual como la Mesa Redonda de Algonquín y el Grupo Bloomsbury. Hace unos años preguntó a todos esos cerebros: “¿Cuál es tu explicación bella, profunda o elegante favorita?”. Hubo un alud de respuestas, y Deusto acaba de publicarlas en español. Por todo lo que he leído ahí, seguimos sin una definición adecuada de la elegancia científica. Pero también creo que eso cada vez importa menos. Los humanos no solemos aprender leyendo diccionarios, sino deduciéndolos de nuestra experiencia. Ese es el gran valor de este libro.

Llama la atención la cantidad de físicos que, a la hora de elegir su teoría elegante favorita, votan por la selección natural darwiniana. Es probable que tengan razón. Jamás un mecanismo tan simple, autoconsistente y matemáticamente sólido habrá explicado una realidad tan compleja y exuberante como la totalidad de la vida de la Tierra, un proceso de evolución ininterrumpido que comenzó hace 4.000 millones de años, no mucho después del origen del sistema solar y, por tanto, de nuestro propio planeta.

Mi físico favorito, Frank Wilczek, cree que la simplicidad lleva a la profundidad, a la elegancia y a la belleza, y añade: “Hay pocos procesos tan elegantes como la construcción de un bebé siguiendo el programa de ADN”.



El físico Frank Wilczek. Foto de Mónica Torres para El País



>Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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