martes, 25 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] La elegancia del ADN





Los humanos no solemos aprender leyendo diccionarios, sino ‘deduciéndolos’ de nuestra experiencia, escribe en El País el profesor Javier Sampedro, doctor en genética y biología molecular e investigador del Centro Severo Ochoa de Madrid y del Medical Research Council de Cambridge. 

Todos los gremios se quejan de que nadie entiende la importancia de su trabajo, comienza diciendo Sampedro. ¿Cómo no va usted a interesarse por la química, señor mío, si todo es química en su cuerpo?, dirá el portavoz de los químicos. Su ignorancia de los principios de la ingeniería eléctrica, mi querida amiga, le impide entender el mundo moderno en toda su gloria, opondrá el delegado de los chispas. Por argumentos similares, todo es física y arquitectura, biología y algoritmo, narración y pintura. Todo eso está muy bien, pero ¿qué decir de los pobres lexicógrafos? Sí, esos tipos que hacen los diccionarios y se pasan el día manufacturando definiciones impracticables. Porque, como ya habrá adivinado el lector, todo es lexicografía.

¿Cómo definirías sentarse? Así lo hace el libro gordo: “Poner o colocar a alguien en una silla de manera que quede apoyado y descansando sobre las nalgas. Úsase también como pronominal”. Deje de reír el lector e intente hacerlo mejor que eso. Muchas veces no es fácil, y a menudo es imposible. Veamos la definición de yo: “Sujeto humano en cuanto persona”. Esa es fuerte. ¿Y cuál será la de tú? Redondeando un poco, no la hay, aunque podríamos sugerir: “Otro sujeto humano en cuanto otra persona”. No me interpretéis mal. Yo admiro a los lexicógrafos. Mi intención no es reírme de ellos, sino destacar la enorme dificultad de su trabajo. Y ahora vayamos con lo que nos trae aquí, que es la definición de elegancia.

Casi todo el mundo asocia la elegancia al buen gusto para el vestir, sobre todo si el que viste vive nadando en el almacén de dinero del Tío Gilito, lo que suele mejorar mucho el gusto de la gente. Pero lo cierto es que esta acepción es humilde y secundaria en el libro gordo. La primera acepción de elegante —“dotado de gracia, nobleza y sencillez”— es mucho más importante para la ciencia y el avance del conocimiento.

¿Qué es la elegancia para los científicos? Esta es la clase de pregunta que John Brockman, uno de los editores más singulares de nuestro tiempo, y también una especie de animador cultural de la élite científica, hace a sus pupilos una vez al año para la revista electrónica Edge.org. Su inspiración son sociedades de la vanguardia intelectual como la Mesa Redonda de Algonquín y el Grupo Bloomsbury. Hace unos años preguntó a todos esos cerebros: “¿Cuál es tu explicación bella, profunda o elegante favorita?”. Hubo un alud de respuestas, y Deusto acaba de publicarlas en español. Por todo lo que he leído ahí, seguimos sin una definición adecuada de la elegancia científica. Pero también creo que eso cada vez importa menos. Los humanos no solemos aprender leyendo diccionarios, sino deduciéndolos de nuestra experiencia. Ese es el gran valor de este libro.

Llama la atención la cantidad de físicos que, a la hora de elegir su teoría elegante favorita, votan por la selección natural darwiniana. Es probable que tengan razón. Jamás un mecanismo tan simple, autoconsistente y matemáticamente sólido habrá explicado una realidad tan compleja y exuberante como la totalidad de la vida de la Tierra, un proceso de evolución ininterrumpido que comenzó hace 4.000 millones de años, no mucho después del origen del sistema solar y, por tanto, de nuestro propio planeta.

Mi físico favorito, Frank Wilczek, cree que la simplicidad lleva a la profundidad, a la elegancia y a la belleza, y añade: “Hay pocos procesos tan elegantes como la construcción de un bebé siguiendo el programa de ADN”.



El físico Frank Wilczek. Foto de Mónica Torres para El País



>Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

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