Aunque muchas personas podrían sostener que consideran la libertad como el bien supremo, suelen optar en la práctica por la seguridad, escribía en enero pasado en Revista de Libros el médico y escritor inglés Anthony Daniels, que suele publicar sus libros y artículos bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, reseñando el del escritor polaco Witold Szabłowski, titulado Dancing Bears. True Stories of People Nostalgic for Life Under Tyranny.
Admitir que se prefiere el confort al riesgo, comienza diciendo Dalrymple, lo conocido a lo desconocido, la rutina a la aventura y la dependencia a la responsabilidad personal tiene algo de vergonzoso, lo cual explica por qué la gente no reconoce sus preferencias en público y se condena en consecuencia a incurrir en la mala fe. Tienen que pretender creer algo en lo que no creen, a saber, que la libertad es su bien supremo.
En la cárcel en que trabajé durante muchos años como médico solía preguntar en un aparte, y en confianza, a los presos que habían sido detenidos y condenados por enésima vez si preferían realmente la vida en la cárcel a la vida en el exterior. Alrededor de un tercio me admitieron que sí, porque en la cárcel se encontraban a salvo: de sus enemigos, de las exigencias intimidantes de las madres de sus hijos, de la necesidad de arreglárselas por sí solos, pero, sobre todo, de ellos mismos. Cuando quedaban a su libre albedrío, no sabían qué hacer y, en consecuencia, hacían las cosas más obviamente autodestructivas. Lo cierto es que no era inhabitual que un preso lanzara un ladrillo a la cárcel nada más ser liberado con la esperanza de volver a entrar lo antes posible. Incluso el escritor Arthur Koestler escribió en cierta ocasión que no se había sentido nunca más libre que cuando fue condenado a muerte en una de las prisiones franquistas durante la Guerra Civil. Pero ningún preso admitiría jamás a otro preso que le gusta la cárcel, porque, si así lo hiciera, sería considerado como un debilucho en el mejor de los casos y, en el peor, como un traidor. Ni los debiluchos ni los traidores lo pasan bien en una cárcel.
En este libro, el periodista polaco Witold Szabłowski traza un sugerente paralelismo entre la liberación de los conocidos como osos danzantes en Bulgaria, que se produjo gracias a la presión de los grupos que luchan por los derechos y el bienestar de los animales en Europa Occidental, y el de los pueblos de Europa del Este tras la caída del Muro de Berlín. Tanto los osos como las personas tuvieron dificultades al enfrentarse a su recién recuperada libertad. Mi ejemplar del libro dice en la contracubierta que el autor pertenece a la tradición de Ryszard Kapuściński, pero no estoy del todo seguro de que eso sea, o deba ser, enteramente un cumplido cuando se describe una obra que se encuadra supuestamente en el género del reportaje. Kapuściński era un escritor maravilloso y cautivador, pero también tenía algo de fabulador que tendía a presentar la ficción como una verdad literal sobre las bases espurias de que la ficción puede penetrar en verdades más profundas que el reportaje de los meros hechos. Todos creemos esto, quizá, pero nos gusta saber, sin embargo, cuándo están fabricándose los supuestos hechos y no nos gusta que nos tomen por tontos ignorantes o por crédulos.
La analogía entre las dificultades de los osos danzantes tal como las describe Szabłowski y las de los pueblos de Europa del Este es, por supuesto, más poética que exacta. Durante siglos, los gitanos de los Balcanes han amaestrado a los cachorros de oso para ejecutar gracias que divirtieran a la gente y hacer ganar dinero con ello a sus dueños. Aunque esto suponga dolor para los animales ‒se les sacan los dientes, por ejemplo, se ponen anillos que les atraviesan su órgano más sensible, su nariz, a los que se engancha una cadena a la que van unidos durante el resto de su vida, reciben una alimentación inadecuada y son condicionados por medio de estímulos aversivos para que actúen de un modo absolutamente ajeno a su naturaleza y su dignidad natural‒, sus dueños afirman que los aman y defienden que tienen una relación especial con ellos. No pueden imaginar la vida sin ellos.
Cuando se ilegalizó en Bulgaria la posesión de osos danzantes, no podía dejarse a los animales en libertad sin más, por supuesto. No sabían cómo buscar comida; no sabían cómo prepararse para la hibernación ni comprender siquiera que tenían que hibernar; con toda probabilidad, osos genuinamente salvajes los habrían matado. En cualquier caso, no habrían sobrevivido mucho tiempo.
Tras haber liberado a los osos de sus dueños gitanos, las organizaciones en defensa de los derechos de los animales y los grupos de presión ecológicos crearon una especie de parque ursino o centro de rehabilitación de unas diez hectáreas en el que los osos podían moverse libremente, pero en el que llevaban una vida no más natural para un oso que la que hacían con sus anteriores propietarios. La alambrada que los rodeaba se electrificó a fin de que no pudieran traspasarla. Había que procurarles comida y se construyeron refugios invernales. No podían tener cachorros porque estaban esterilizados. Cuando se encuentran en la naturaleza, los osos pasan tres cuartas partes de su tiempo buscando comida, pero, ¿qué es lo que podían hacer ahora con su tiempo los osos liberados? No puedes tener a un oso viendo todo el tiempo la televisión, al contrario que un antiguo drogadicto o un criminal. Lo que se decidió fue esconder la comida a fin de que tuvieran que salir en su búsqueda.
El libro se vale de los osos como una metonimia para las poblaciones de Europa del Este tras su liberación del comunismo. La transición de la tiranía a la libertad no fue en absoluto fácil para ellas. Del mismo modo que los osos quedaron desconcertados por su nueva vida, otro tanto les sucedió a las poblaciones de Europa del Este, al menos tal como las retrata el autor.
Cuando sus antiguos dueños acudían de visita al centro de rehabilitación, los osos solían empezar a bailar, al igual que hacían en los viejos tiempos. A veces se mostraban perplejos cuando se les quitaban los anillos de la nariz. Por dolorosos que hubieran sido sin duda los anillos, los osos se habían acostumbrado tanto a ellos que les resultaba difícil comprender por qué estaban ahora sin ellos. Esto era, grosso modo, el equivalente de la nostalgia por los tiempos pasados que empezaron a sentir muchos de los habitantes de los antiguos países comunistas. A menudo, cuando fueron libres para hacerlo, votaron por quienes habían sido sus opresores de antaño. Ahora que se les pedía que se las arreglaran por sí solos y que habían de enfrentarse a fenómenos nuevos y tan extraños como las facturas de la luz, añoraban los tiempos de su existencia empobrecida pero estable bajo regímenes comunistas (olvidando, por supuesto, la extrema violencia que los habían visto nacer), durante la cual contaban estrictamente con lo justo, aunque carecieran de libertad. Visto retrospectivamente, a muchos de ellos esto les parecía una posibilidad mejor que aquello que les ofrecía la nueva situación política. Del mismo modo que los osos no sabían qué hacer con su tiempo, las poblaciones de Europa del Este no sabían qué hacer con su libertad.
En aquellos regímenes comunistas seguía existiendo una suerte de emprendimiento, pero se dirigía casi en exclusiva a hacer tejemanejes para conseguir pequeñas ventajas o privilegios del sistema estatal. Era redistributivo más que productivo, ya que la economía comunista era un juego de suma cero en el que el acceso de cualquier persona a un bien escaso (café o mantequilla, por ejemplo) privaba necesariamente de él a otra persona, puesto que la demanda jamás generaba oferta. Contar con conexiones políticas, la zorrería, la falta de escrúpulos y los sobornos eran los ingredientes necesarios para este tipo de emprendimieto.
No era sorprendente, por tanto, que este siguiera siendo el modelo en la mente de muchas personas después del cambio, y a veces con razón. En Kosovo, por ejemplo, casi toda la actividad económica estaba (y sigue estando) relacionada con la captación y el reciclamiento de subvenciones de Occidente, de tal modo que este tipo especial de emprendimiento sigue siendo la clave para la prosperidad personal, si bien a un nivel más elevado. En Ucrania, el cultivo del suelo más fértil de Europa, si es que no del mundo, no resulta tan beneficioso como el contrabando de coches y, por tanto ‒lo cual no resulta irrazonable desde un punto de vista personal‒, los emprendedores se dedican al contrabando de coches y no a producir alimentos.
El concepto central del libro es que los europeos del Este son los osos danzantes de la humanidad. Al igual que los osos liberados que no pueden vivir en libertad natural, los europeos del Este liberados del socialismo no pueden vivir en las condiciones que procura la democracia liberal, sino que existen más bien en un limbo curioso e incómodo situado en alguna parte entre uno y otra, en el que no disfrutan ni de la seguridad, por empobrecida que fuera, del socialismo, ni de las ventajas de una economía libre.
A primera vista, los paralelismos parecen sugerentes e, incluso, persuasivos. Sin embargo, pasan a serlo menos cuanto mayor sea el detalle con que se examinan. Por comenzar con una sola diferencia evidente, en los antiguos países de Europa del Este que formaban el Consejo de Ayuda Mutua Económica (COMECON) no había alambradas electrificadas que les impidieran aventurarse al exterior y, de hecho, millones de personas decidieron marcharse.
Los osos danzantes son reducidos en número, mientras que la población humana de Europa del Este es muy amplia. Resulta posible, por tanto, hablar de los osos en general de un modo en el que también resulta posible hablar de los europeos del Este en general, aunque hubiera diferencias individuales incluso entre los osos. Por ejemplo, algunos apenas se dieron cuenta de que les habían quitado los anillos que les traspasaban la nariz, mientras que a otros la eliminación de los anillos les resultó profundamente desconcertante. Pero la variación entre seres humanos, tanto individualmente como en grupos, es, por supuesto, inmensamente mayor que entre los osos. El repertorio de reacciones ante un cambio de circunstancias resulta (apenas hace falta que lo diga) infinitamente mayor entre humanos que entre osos.
Es posible, por tanto, contar la historia de los osos de una manera que no puede servirnos para contar la historia de Europa del Este. Los encuentros del autor con europeos del Este que integran la segunda mitad de su libro parecen misceláneos y azarosos. ¿Por qué elegir, por ejemplo, a una mujer polaca que no tiene casa y vive en la calle en Londres? ¿De qué se supone que ha de ser emblemática? Parece ser que hay un millón de polacos en Gran Bretaña, muy pocos de ellos sin casa. Su falta de rumbo ‒está pensando en trasladarse a España por el sol‒ difícilmente resulta característica de sus compatriotas. La queja popular contra ellos más bien es que, al estar preparados para realizar trabajos tan duros, se quedan con los empleos de la gente local. Ahorran dinero, a menudo para invertirlo en Polonia. No es fácil que su conducta nos haga pensar en la indefensión de los osos liberados.
En conjunto, lo implícito opera más poderosamente en la mente que lo explícito, pero en un libro como este, en el que las analogías son vagas, se requiere algún tipo de análisis explícito: pero no hay ninguno. Aun para el observador casual, resulta obvio que a algunos países de Europa del Este les ha ido mejor que a otros y, en consecuencia, se requiere una explicación de las diferencias. ¿Por qué los efectos psicológicos de las tiranías comunistas han demostrado ser más serios y duraderos en unos países que en otros?
Incluso el subtítulo induce a confusión: hace referencia a las tiranías en general y no específicamente a las tiranías comunistas totalitarias que padecieron los países de Europa del Este durante más de cuarenta años. Esto es importante, porque esas tiranías eran de un tipo especial, ya que no sólo proscribían la expresión pública de determinadas opiniones (lo cual es común a todas las tiranías), sino que convirtieron asimismo en obligatoria la expresión pública de otras opiniones. Se trata de una imposición mucho peor que la simple censura. Que te impidan decir lo que sabes que es cierto es una cosa, pero otra muy diferente es que te obliguen a decir lo que sabes que no lo es, y esto resulta mucho más dañino para la psique y la personalidad humanas.
Además, las tiranías comunistas intentaron destruir en la mayor medida posible toda, o prácticamente toda, la actividad económica y social que escapaba a su control. El alcance del éxito de su empeño dependía de una serie de factores: la cultura preexistente y el carácter de los países en que se instituyeron, su grado de crueldad y la duración de su control. Los hábitos de un juicio independiente pueden perderse, del mismo modo que tienden también a atrofiarse las facultades de la mente que no se utilizan nunca. Cuanto más se prolonga la falta de uso, más tiempo se requerirá para la necesaria rehabilitación. Este es el motivo por el que los efectos de las tiranías comunistas han demostrado ser más difíciles de superar que los efectos de otros tipos de tiranías, por traumáticos que puedan haber sido en su momento.
Sea cual sea la inadecuación de su concepto central, el libro suscita, sin embargo, importantes cuestiones de filosofía política. ¿Qué importancia reviste para nosotros la libertad en comparación con otras desideratas? ¿En qué condiciones somos capaces de disfrutarla? ¿Cuál es el precio que estamos dispuestos a pagar por ella?
Ciertamente, la elección que se realiza sin sabiduría o discreción es con frecuencia desagradable de contemplar y peligrosa en sus consecuencias: pero, ¿cómo va a alcanzarse la sabiduría o la discreción sin el ejercicio de la elección? Observar qué hacen las personas con la libertad recién recobrada suele ser una experiencia desalentadora; pero la libertad es la libertad, no el buen gusto o cualquier otro desiderátum. Y quien desee vivir en un país libre debe limitar o controlar su disgusto ante las elecciones de otros.
En los países occidentales no deberíamos engañarnos, sin embargo, en lo relativo a la fuerza de nuestro compromiso con la libertad. El impulso para ejercer poder sobre otros, supuestamente por su propio bien, no está nunca muy lejos de los pensamientos y los deseos de los intelectuales. El deseo de silenciar a aquellos con quienes discrepamos parece estar fortaleciéndose como fenómeno social. Al mismo tiempo, la libertad que ansían muchas personas es la de las consecuencias naturales de sus propias elecciones. Desean la libertad (y defienden el derecho) de hacer lo que quieran ‒tomar drogas, por ejemplo‒, pero desean contar asimismo con la seguridad de saber que otros pagarán por sus decisiones cuando las cosas vayan mal. Una de las debilidades del libertarismo es la imposibilidad, en nuestras circunstancias actuales, de que quienes toman las decisiones más evidentemente estúpidas cobren conciencia de los costes de su conducta.
No quiero sostener ninguna falsa equivalencia, pero la analogía del oso danzante podría, quizás, aplicarse con más fuerza a personas que viven en Estados del bienestar y no en uno comunista. Recuerdo ahora el pasaje de Tocqueville en su La democracia en América: Después de haber tomado a cada individuo, uno por uno, en sus poderosas manos, y de haberlos moldeado a su antojo, el poder soberano extiende sus brazos sobre la totalidad de la sociedad; cubre la superficie de la sociedad con una red de reglas pequeñas, complejas, diminutas y uniformes que las mentes más originales y los espíritus más vigorosos no pueden romper para ir más allá de la multitud; no rompe voluntades, pero las suaviza, las dobla y las dirige; raramente impone la acción, pero se opone constantemente a tu actuación; no destruye, impide el nacimiento; no tiraniza, dificulta; reprime, enerva, extingue, aturde y, finalmente, reduce cada nación a no ser más que un rebaño de animales tímidos y diligentes, de los que el gobierno es el pastor.
Como metonimias para nuestra situación actual, los osos danzantes y los animales tímidos y diligentes tienen mucho en común. Como médico que ha trabajado en el sistema sanitario estatal, yo fui, en todo caso, más a menudo un oso danzante que un tímido animal diligente, dado que me obligaron a saltar por un gran número de absurdos aros burocráticos, aunque también fui diligente. Además, parece haber un aumento inexorable en el número de aros que encontramos ante nosotros, lo que hace que el baile resulte más difícil. He conocido a conductores de taxi africanos en París que estaban pensando en volver a dictaduras en África: a fin de ganar más libertad.
Merece la pena, por tanto, recordar las palabras de Tocqueville: Siempre he creído que este tipo de servidumbre, regulada, suave y pacífica [...] podría combinarse mejor de lo que imaginamos con algunas de las formas externas de libertad, y que no sería imposible que se estableciera a la sombra misma de la soberanía del pueblo.
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