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lunes, 8 de junio de 2020

[TEORÍA POLÍTICA] Ciberleviatán



El filósofo Karl Popper


Cuando Popper -escribe en Revista de Libros [¿El ocaso de la sociedad abierta? Mayo, 2020] el historiador Rafael Núñez Florencio- publicó el libro que le daría fama y se convertiría en un clásico del pensamiento del siglo XX, La sociedad abierta y sus enemigos (1945) no podía en modo alguno vislumbrar que la gran amenaza para el orden liberal y el pensamiento crítico no vendría de sus llamados adversarios tradicionales —aquellos contra los que se dirigía la obra— sino del progreso científico y tecnológico. En términos políticos, durante la casi totalidad del citado siglo, los mayores antagonistas de los regímenes democráticos eran fácilmente identificables: fascismo y comunismo —las dos caras del totalitarismo— y dictaduras civiles o militares —autoritarismo—. Derrotados militarmente los sistemas fascistas y desacreditadas las dictaduras, el tercer acto, la implosión del socialismo real entre 1989 y 1991, parecía sancionar el triunfo definitivo del liberalismo y la democracia, el «fin de la historia» (Fukuyama dixit).

No duró mucho la euforia, si realmente hubo tal. Pocas victorias han sido tan silentes, quizá porque la mentalidad liberal acarrea una mala conciencia histórica, como si tuviese que hacerse perdonar un pecado original de indiferencia o simple postergación de las otras dos proclamas revolucionarias, igualdad y fraternidad (léase, en términos actualizados, justicia social). Pero más importante que este complejo liberal era el hecho de que en la pujante sociedad occidental —en buena medida como consecuencia de su propio éxito— se estaba incubando el huevo de la serpiente: el peor enemigo —una vez más en la historia— no era el que se divisaba enfrente sino el que nacía en el propio seno de una sociedad que parecía satisfacer todas las necesidades humanas y, aun así, se abría a un progreso incesante como punto último de referencia. De aquí precisamente vendría el problema, tan insidioso como inevitable.

Siendo un elemento predecible en sus líneas esenciales, el avance científico y tecnológico ha adquirido en los últimos tiempos un sesgo desconcertante para los seres humanos, probablemente por su desarrollo exponencial. Como se ha dicho en múltiples ocasiones, hoy día cualquier teléfono móvil es más sofisticado que toda la tecnología que usó la NASA hace medio siglo (1969) para llevar el hombre a la luna. Por resumir y simplificar en una acuñación que lo englobe todo, la llamada inteligencia artificial condiciona o, mejor dicho, determina nuestras vidas hasta sus aspectos más nimios. Los requisitos tradicionales para una existencia plenamente humana se han puesto patas arriba en cuestión de pocos años. En la actualidad todo, de la educación al ocio, pasando por la asistencia sanitaria o cualquier otro tipo de interacción social, transita necesariamente por Internet y el acceso a un inmenso depósito de datos y conocimientos. Un mundo insondable que, a falta de mejor término, hemos denominado con notoria imprecisión «realidad virtual».

La imparable tendencia del Estado al control de los individuos —que viene de algunos siglos atrás— ha encontrado en ese desarrollo tecnológico un arma formidable, que implica a su vez un cambio cualitativo en la relación entre el poder y los ciudadanos. ¿Vamos —o acaso estamos ya— ante un Ciberleviatán? Esto es lo que plantea José María Lassalle en un ensayo que lleva por título ese mismo concepto y un subtítulo bastante más aclaratorio de sus intenciones: El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital (Arpa Editores). De entrada, habría que decir que el planteamiento en sí resulta curioso porque remite a la teoría política clásica, el Leviatán de Hobbes frente al Estado liberal de Locke. No estoy totalmente convencido de que este planteamiento académico sea el más adecuado para afrontar una realidad tan novedosa como la presente pero en todo caso, si así fuera, arrojaría un resultado sorprendente, el aplastamiento inmisericorde del sistema liberal por el monstruo hobbesiano.

En esa línea historicista podría también decirse que estamos ante una inopinada variante de la célebre exclamación leninista, «¿libertad, para qué? ». Dimos por sentado apresuradamente que la posición totalitaria no solo fallaba por minusvalorar el ansia humana de libertad sino, sobre todo, porque su alternativa, el poder centralizado, era mucho más ineficiente que el mercado y la sociedad abierta. Esa es la causa última de su fracaso, nos dijimos. Pero… ¿qué pasaría si el desarrollo tecnológico y la inteligencia artificial posibilitaran un Estado más que centralizado, omnipotente, un Ciberestado, que satisficiera todas las necesidades —no solo materiales— de los seres humanos? Un poder que regulara la economía y el trabajo —asegurándonos además una renta mínima vital—, con una prestación universal de educación y sanidad, administrador de ocio y cultura, capaz en fin de atender a los aspectos más diversos de la vida cotidiana. En una palabra, un Estado paternal que proporcionara seguridad y bienestar a cambio de controlar nuestras vidas como piezas de un inmenso engranaje. Un requisito por lo demás —me refiero a dicho control— que estaría plenamente justificado como medio indispensable para el fin antedicho: en el fondo, nuestro bien, nuestra felicidad.

Lassalle examina en su breve ensayo los aspectos más alarmantes de un progreso tecnológico que, como caballo desbocado, escapa ya a nuestro control y, lo que es aún más inquietante, amenaza con arrollarnos en su loca carrera. Esta socorrida imagen resulta empero bastante imprecisa, no ya solo porque no hay nada demencial en este proceso —más bien al contrario— sino especialmente porque nos fuerza a replantearnos el rol de víctimas —nosotros mismos— que arroja el trance. Si todo ello amenaza con convertirnos en cierto modo en esclavos, forzoso es reconocer que habría que hablar, como en la ópera de Arriaga, de «esclavos felices». El matiz está lejos de ser anecdótico porque lo distintivo de este nuevo escenario histórico sería precisamente la general aquiescencia —creo que Lassalle llega en algún momento a usar el concepto de aclamación— con que se produciría la implantación del Ciberleviatán. Al fin y al cabo si ya el existencialismo ponderó el lastre de la libertad —esa condena a ser libres, ese agobio de tomar decisiones—, ahora, en otra vuelta de tuerca, nos veríamos liberados de esa angustia, o sea, absueltos del libre albedrío… ¡por fin! Un poder omnisciente decidiría por nosotros.

Acabo de utilizar una serie de formulaciones condicionales, referidas a un posible tiempo venidero. Pero ¿cabe asegurar que lo anterior se refiere sin más al futuro? ¿No vivimos ya los preliminares —o algo más— de ese proceso? Si es así, ¿estamos aún a tiempo de poderlo detener o, sería mejor decir, queremos detenerlo? Estas preguntas no solo se plantean en el ensayo sino que casi constituyen el leitmotiv angustioso del mismo. Quizá aún sea posible pero, si es así, no dispondremos de muchas más oportunidades antes de que la situación se torne irreversible. Las señales apuntan claramente en un sentido inequívoco y en muchos aspectos ya no hay vuelta atrás. Basta un ejercicio de reconocimiento personal en cada uno de nosotros para constatar lo que significa en nuestro entorno y cotidianeidad la revolución digital (lo mucho que hemos ganado pero también todo lo que nos hemos dejado en el empeño). En cualquier caso, nadie se plantea el imposible o el absurdo de un retorno. De lo que se trata, dice con cordura Lassalle, es de encauzar la situación y sobre todo tomar las riendas para saber a qué horizonte nos queremos dirigir.

Para ello es necesaria una estrategia y antes aún conocer bien el estado actual de cosas, es decir, todo aquello que ha transformado tan radical como inexorablemente nuestro mundo en un puñado de años. El problema no es que las nuevas tecnologías hayan construido una nueva realidad sino que para millones de personas esta realidad paralela se ha convertido en predominante hasta el punto de vivir —trabajar, relacionarse, divertirse— en ella más que en el mundo físico. De hecho, el mundo hoy para la mayoría de los seres humanos se contempla a través de pantallas: móviles, ordenadores, televisiones. La realidad virtual, las recreaciones y hasta las meras ficciones adquieren así más consistencia que la experiencia captable por nuestros sentidos. La distancia que se establece con lo que antes llamábamos la realidad es cada vez mayor, a medida que aumenta la intermediación: antes nos impresionaban por ejemplo los testimonios fotográficos de las guerras pero de unos años a esta parte los bombardeos se presentan y perciben como si fueran videojuegos y, aún más, estos con frecuencia superan en realismo todo lo demás. Por añadir otro ejemplo elemental, la mayoría de los acontecimientos y espectáculos de nuestro mundo se ven mejor —más reales— desde una pantalla que estando en el escenario de los hechos.

Esa nueva realidad ha provocado una transformación del ser humano o, para ser más precisos, un profundo cambio en su conciencia e identidad. Se trata de otro inesperado quiebro en la trayectoria histórica de los últimos siglos. Creíamos desde la Ilustración que el materialismo iba ganando terreno y hubiéramos asegurado hasta hace poco que estaba llamado a convertirse en hegemónico. Hoy la materia ha quedado desplazada como soporte primigenio: simplemente se materializa la creación digital o virtual, como hacemos al escribir libros o cuando usamos una impresora 3D. En el ámbito humano, el cuerpo incorpora cada vez más elementos mecánicos o inteligentes (prótesis, baipás, chips). Con todo, lo más relevante es la superación de la corporeidad como elemento indispensable de la identidad humana. Las máquinas nos han ayudado a concebir el yo desgajado de la envoltura corporal. Empezamos a vislumbrar que la conciencia humana puede encarnarse como un software en cualquier elemento material: de ahí los perfiles virtuales o avatares que nos representan en el ciberespacio. La ciencia ficción ha jugado a menudo con esta nueva noción de la conciencia desgajada del cuerpo: yo sigo siendo yo en cualquier soporte y ello en última instancia me permite acceder a una suerte de inmortalidad, pues al no sentirme ya ligado al cuerpo burlo mi destino último.

Sostiene Lassalle que esta postergación de la corporeidad se enmarca en un ámbito político caracterizado por el ascenso de los populismos, en un clima de crisis —¿definitiva? — del humanismo. Si «el hombre ha perdido la centralidad directiva y narrativa del mundo», si es más importante «sentirse parte de una comunidad virtual que física», si la socialización cae en pura frivolidad y ausencia de empatía, la democracia deviene mera caricatura: aturdido por la saturación de datos en un mundo cada vez más ininteligible sin el auxilio de las máquinas, el ciudadano se siente solo, perdido, incapaz de elegir por sí mismo. Esta nueva minoría de edad constituiría el combustible del populismo. Es verdad que este fenómeno tiene raíces más profundas en la historia pero, soslayando ahora los rasgos diferenciales epidérmicos, los populismos posmodernos coinciden en los tres grandes ingredientes que se daban en el pasado: recetas fáciles para problema complejos, apelación a los sentimientos por encima de la razón y distinción de un enemigo que aglutine un «nosotros» frente a «ellos», responsables de todos los males. Cualquiera de estas tres características vincula el populismo con su primo hermano, el nacionalismo. La democracia —formalmente respetada— se degrada así al nivel de la más rastrera demagogia. El rasgo más alarmante hoy es que esa tendencia se ha hecho universal y aparentemente imparable, sin alternativas factibles.

Este juego democrático degradado sería compatible con el Ciberestado totalitario y controlador, pues esta maquinaria inteligente ejercería su dictadura implacable con autonomía e independencia de las personas y partidos que accedieran al poder. De hecho, con ocasión de la pandemia del Covid-19 hemos podido comprobar la similitud de medidas de confinamiento y control de la población que han adoptado todos los regímenes del mundo, de China a USA pasando por la Unión Europea. Se dirá que este ha sido un caso excepcional, pero también puede verse como un ensayo general, a escala planetaria, del mundo que nos espera. El último capítulo de Lassalle se titula «Sublevación liberal» y a pesar de que su primera frase es «El liberalismo está en crisis», constituye en su conjunto una puerta abierta a la esperanza: el Ciberleviatán no es inevitable (Locke aún puede vencer a Hobbes) y el humanismo liberal puede y debe reaccionar, proyectando «un modelo de civilización digital que subordine las máquinas al hombre». El problema es que Lassalle ha sido tan persuasivo y convincente en los capítulos anteriores que, como pasaba en la literatura regeneracionista clásica, el lector queda tan impactado por la descripción tenebrosa del presente y el inmediato futuro que ese llamamiento a la resistencia le parece, más que otra cosa, un grito desesperado de auxilio. Lo cierto, en fin, es que este presente se parece ya mucho a algunas de las distopías que imaginábamos hace un puñado de años. Y lo peor es que no duele.


El historiador Rafael Núñez Florencio


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sábado, 30 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Humanismo tecnológico



Filósofos griegos en el British Museum, Londres. Getty Images


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, del escritor José María Lasalle, en el que nos anima a profundizar en un humanismo tecnológico que digitalice a Protágoras y proclame que el ser humano es la medida de todas las cosas que pasan en la Red.

"La revolución digital necesita humanizarse -dice Lasalle-. Evolucionar hacia un diseño que restablezca la centralidad de lo humano como idea normativa. Una idea universal que haga medible a escala humana los efectos políticos, económicos y sociales de la transformación tecnológica. Hay que digitalizar a Protágoras y proclamar que el ser humano es la medida de todas las cosas que pasan en la Red. Y, de paso, hay que digitalizar también a Kant y defender que la persona es tecnológicamente un fin en sí mismo. 

La humanidad, entrado el siglo XXI, ha de pertrecharse frente a la amenaza de ser instrumentalizada y cosificada. Debe reivindicarse como protagonista y subordinar la tecnología a propósitos cívicos y humanísticos que saquen lo mejor de nosotros. Este es un empeño colectivo que exige una estrategia pública que sirva a un nuevo proyecto de emancipación humana que resignifique la revolución digital. Para lograrlo es urgente establecer una complicidad operativa con la cultura y el derecho. Algo que los griegos consiguieron hace 2.500 años. Entonces nos ofrecieron un relato sobre la técnica, a la que asociaban el entendimiento y la justicia que sustentan la creatividad humana. Un relato de responsabilidad que los dioses confiaron a los hombres, tal y como Platón abordó en el famoso mito de Prometeo.

Esto supone hoy día convertir el bienestar material y espiritual del ser humano en el propósito responsable de los cambios que impulsa la técnica. Un objetivo al servicio de la libertad y la equidad que debe fijar un perímetro de seguridad jurídica que proteja a la persona en su dignidad frente a las vulnerabilidades a las que se expone en un espacio digital que hasta el momento se ha desarrollado sin reglas ni derechos. Pero también un objetivo que ha de impulsar educativamente dispositivos universales de emancipación que favorezcan experiencias individuales y colectivas que desde la cultura refuercen la autonomía y la capacidad crítica del sujeto para responsabilizarse de su propio destino digital.

La estructura del mundo se ha hecho tecnológica. Incluso ha alterado el marco interpretativo de los poderes del entendimiento humano. Hasta el punto de configurar una nueva hegemonía cultural que condiciona nuestra forma de vivir y de organizarnos. No solo porque altera la ontología corpórea de la humanidad y las consecuencias morales de nuestras acciones, sino porque el horizonte mismo de nuestra identidad está expuesto al desafío de una nueva alteridad. Una otredad que se insinúa en el ambiente como una posibilidad realizable y que está asociada a la robótica o la inteligencia artificial. Un reto para el que, sin duda, debemos prepararnos no solo emocional y cognitivamente, sino también ética y legalmente.

Para afrontar estos desafíos, y otros más profundos que, por ejemplo, tienen que ver con la propia finitud humana, hace falta atribuir a la humanidad la responsabilidad de controlar la automatización del mundo. Tenemos por delante la tarea emancipadora de liberar a los seres humanos del estrés digital al que les somete un relato de maximización eficiente de dispositivos inteligentes que solo buscan asistirnos y, de paso, monitorizarnos de forma cotidiana en el ejercicio de nuestras decisiones. Administrado sin cortapisas por quienes monopolizan la economía de plataformas, el relato del capitalismo cognitivo bajo el que vivimos debe ser modificado. Al menos si queremos encontrar una salida al panóptico en el que hemos convertido la revolución digital que habitamos como simples usuarios de aplicaciones y consumidores de contenidos. Pero sobre todo si deseamos liberarnos de la dinámica extractiva de un modelo capitalista que nos reduce a huellas digitales de nosotros mismos.

De ello puede librarnos el humanismo tecnológico al invocar un pacto de equidad real entre el hombre y la técnica. Un humanismo que fortalezca el sentido ético de lo humano y que actúe como la herramienta educativa sobre la que formar la capacidad creativa de una humanidad que ha de dar sentido a las máquinas. Si queremos hacerlo, hemos de poder colaborar con ellas y explorar e intensificar la potencialidad imaginativa y creativa que aloja el cerebro y la sensibilidad humanas. Algo a lo que nos puede ayudar un humanismo que nos convenza de que no se trata de competir con ellas, sino de trabajar a su lado".







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jueves, 14 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Contra el antipopulismo





El diputado de Podemos, Íñigo Errejón Galván, doctor en Ciencias Políticas, reseñaba el sábado pasado en la revista Babelia (El País), el libro Contra el populismo (Debate, Madrid, 2017) del también politólogo y secretario de Estado José María Lasalle Ruiz, al que califica de un "ensayo vigoroso contra un fantasma de contornos imprecisos", y de artillería intelectual contra el populismo. Nada que objetar, salvo que me resulta un poco cínico. Les dejo con él.

José María Lassalle, comienza diciendo Errejón,  ha escrito un ensayo breve, ágil y vigoroso dedicado a combatir la que en su opinión es la principal amenaza para las democracias contemporáneas, un fantasma de contornos imprecisos que en los últimos años inspira ríos de tinta, gruesos titu­lares y cataratas de adjetivos: el fantasma del populismo. Con un buen olfato intelectual y un explícito compromiso liberal y conservador, Lassalle diagnostica la discusión fundamental de nuestros días: para sectores cada vez más amplios de nuestras sociedades, las certezas de antaño, las promesas de seguridad y prosperidad, están hoy rotas y se han llevado por delante con ellas la confianza de los gobernados en las élites políticas y económicas.

A partir de aquí, y todo en virtud del combate de la demagogia y las “bajas pasiones”, Lassalle no escatima en recursos e imágenes para que compartamos su inquietud: “Entre los escombros de la fe en el progreso (…) repta silenciosa y oculta a los ojos de la opinión pública la serpiente de un populismo que puede convertirse en la columna vertebral de un nuevo leviatán totalitario”. Casi nada. A lo largo del ensayo, la ausencia de demostraciones empíricas que permitan contrastar la encendida prosa con la realidad es compensada por más andanadas retóricas, hasta dibujar un paisaje tenebroso en el que causas y consecuencias se confunden.

El autor acierta en su lectura de la sensación generalizada de fin de ciclo, de pacto social y político resquebrajado. Pero indaga poco o nada en sus causas, en el tipo de políticas concretas que han sustituido la conciencia de los derechos por el miedo al futuro, en la voladura de las instituciones o las políticas públicas que tenían como objetivo limitar el poder de los más fuertes, elevar las oportunidades de los más débiles y garantizar unas reglas del juego compartidas por toda la comunidad política. Este marco de convivencia, en el libro de Lassalle, habría volado por los aires fruto de una “crisis” sin nombres ni apellidos, sin decisiones concretas con ganadores y perdedores de las mismas. Un fenómeno al margen de la política, sobre el que no cabe hacerse preguntas políticas ni, por tanto, pensar alternativas, igual que sucede, por ejemplo, ante un huracán. Así que el problema pasa a ser que sobre ese fenómeno han surgido fuerzas políticas que para Lassalle son más bien “estados de ánimo”, por supuesto irracionales: rencor, venganza, miedo. La fractura social, la jibarización de la democracia por poderes privados no sometidos a control alguno no existían hasta que despiadados tribunos de la plebe la han señalado, de tal manera que el problema es señalarla, no su existencia. Por poner un ejemplo concreto: el desprestigio de las instituciones no tendría tanto que ver con su uso patrimonial —o saqueador— por parte de las élites tradicionales como por la artillería discursiva del populismo.

El constitucionalista norteamericano Ackerman señala que la historia pasa por “épocas frías”, durante las cuales la institucionalidad existente contiene en lo fundamental las esperanzas y demandas de la población, y por “épocas calientes”, de carácter más bien fundacionalista, en las que un excedente popular no contenido o satisfecho en la institucionalidad existente reclama con más o menos éxito la reconstrucción del interés general y una arquitectura institucional acorde. Esto no es resultado de malignas y demagógicas conspiraciones, sino la esencia de la política: los fines de una comunidad, su propia composición, no están dados y es en torno a su definición que se articula la disputa y el pluralismo. También los “antipopulistas” elaboran relatos que explican la realidad, atribuyen responsabilidades, reparten posiciones e identifican a un “nosotros” que quieren mayoritario. La diferencia es que ellos lo niegan.

Nuestros sistemas políticos contemporáneos son hijos de una convergencia, no exenta de conflictos, entre el principio democrático y el principio liberal. Ambos han convivido en un equilibrio siempre inestable. En los últimos tiempos, ese equilibrio se ha escorado claramente hacia el principio liberal por la erosión de los derechos sociales y el estrechamiento de la soberanía popular. De ahí procede el desencanto y la brecha entre gobernantes y gobernados. Sin embargo, a los intentos de reequilibrar esta convivencia Lassalle los mira como afanes revanchistas y rencorosos propios de perdedores. Su solución es protegerse aún más del componente popular y profundizar el desequilibrio en favor del liberalismo. Salir del hoyo cavando.

Una de las mejores hebras del libro es el análisis de la tensión entre la “excepcionalidad” del momento de construcción popular y la “normalidad” del enfriamiento institucional. El problema es que Lassalle no la puede desarrollar pues para él no hay tensión, sino contraposición moral. A pesar de todas las evidencias empíricas, para él se trata de dos fuerzas antagónicas y no de una tensión que genera un movimiento pendular. Al negar todo posible entendimiento entre el momento popular y el momento republicano, Lassalle nos devuelve en lo teórico a la dicotomía simplificada liberalismo versus comunitarismo, y en lo político nos condena a la inmovilidad y la mistificación de lo existente como lo único posible.

Siempre que, tras un momento de dislocación y crisis, hay una nueva reunión de voluntades, un “volver a barajar las cartas”, aparece el pueblo, la gente o el país, como nueva voluntad colectiva. Es el momento fundacional de we the people que a los conservadores de distinto signo ideológico fascina cuando está escrito en un código o expuesto en un museo de historia, pero horroriza cuando asoma la cabeza en el presente. El “pueblo”, por tanto, es entonces algo así como un imposible imprescindible: imposible porque la diversidad de nuestras sociedades —­afortunadamente— nunca se cancela o cierra en una voluntad general plenamente unitaria y permanente, pero al mismo tiempo imprescindible, porque no existen sociedades sin mitos, relatos y metas compartidas en torno a las cuales construir orden y anticipar soluciones a los principales problemas del momento. La hegemonía es la capacidad dirigente para articular un nuevo horizonte general que incluya también a los adversarios. Y hoy está en disputa, lo que inquieta a sus tradicionales detentadores hasta el punto de llevarles a escribir encendidos ensayos.

Los conservadores siempre han desconfiado de “los riesgos que conlleva la arquitectura masiva e igualitaria de la democracia” y en los años dorados del neoliberalismo acariciaron la utopía regresiva de establecer “democracias sin demos”: de electorados y consumidores, fragmentados, solos frente a los grandes poderes, sin pasiones ni identidades compartidas, que se reúnen sólo dentro de los límites y cuando son oficialmente convocados: exorcizar la comunidad. Tal cosa nunca fue posible, pero el estallido de la crisis financiera y el devastador resultado de su gestión en favor de intereses de minorías privilegiadas hacen hoy inaplazable la discusión que de manera certera identifica Lassalle: la refundación democrática de nuestras comunidades políticas para paliar la incertidumbre, la precariedad, la desprotección y el sentido de injusticia e impunidad de los poderosos que se abaten sobre nosotros.

Parece difícil negar que hoy atravesamos un momento caliente. La encrucijada es si sabremos encauzarlo institucionalmente o elegiremos condenarlo moralmente —“los míos son actores políticos legítimos, los otros son un estado de ánimo, una suspensión de la razón”—. Nos jugamos que el impulso popular sirva para ensanchar y robustecer nuestras democracias o que se estrelle contra unas élites atrincheradas y temerosas del futuro... e incluso de una “sobredimensión de la esencia popular de la democracia”. Esta es, como bien señala el autor, la batalla intelectual más relevante del momento, y Lassalle es sin duda de los más lúcidos y preparados para librarla desde el campo conservador. Bienvenida sea.





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