viernes, 30 de junio de 2017

[Pensamiento] Utopías. ¿Tienen sentido aún?



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512, Museos Vaticanos)


Utopía: Del lat. mod. Utopia, isla imaginaria con un sistema político, social y legal perfecto, descrita por Tomás Moro en 1516, y este del gr. οὐ ou 'no', τόπος tópos 'lugar' y el lat. -ia '-ia'. Plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización. Representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano (Real Academia Española).

Respeto a todo aquel que piense lo contrario, pero tengo que decir que las utopías me provocan pánico. Las dos utopías sociopolíticas que emergieron en el pasado siglo, comunismo y nazismo, tiñeron de sangre el mundo y deberían habernos vacunado para un largo plazo de tiempo, pero sospecho que no es así. Ahora se llaman nacionalismo y populismo. Me gustaría verlas desaparecer pero soy bastante escéptico al respecto. 


Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Berkeley y completado estudios en Keele, Oxford, Siena y Múnich. Es autor de Sueño y mentira del ecologismo (Madrid, Siglo XXI, 2008) y de Wikipedia: un estudio comparado (Madrid, Documentos del Colegio Libre de Eméritos, núm. 5, 2010). Sus últimos libros son Real Green. Sustainability after the End of Nature (Londres, Ashgate, 2012), Environment & Society. Socionatural Relations in the Anthropocene (Dordrecht, Springer, 2015) y La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI (Barcelona, Página Indómita, 2016). 

Hace unas semanas el profesor Maldonado publicaba en Revista de Libros un interesante artículo titulado Izquierda, capitalismo y utopía: comedia para el fin de los tiempos, reseñando el libro An American Utopia. Dual Power and the Universal Army (Londres y Brooklyn, Verso, 2016), de Fredric Jameson, editado por Slavoj Žižek

«Estoy harto de utopías», exclama Visarión Belinski, crítico literario que formaba parte de la camarilla modernizadora liderada por Aleksandr Herzen y Mijaíl Bakunin durante las décadas centrales del siglo XIX, en un momento de La costa de la utopía, la espléndida trilogía que Tom Stoppard dedica a aquellos exiliados románticos de la Rusia zarista, comienza diciendo Maldonado. En ese hartazgo, nuestro hombre se parece más a nosotros que a sus contemporáneos, impregnados de la esperanza en un futuro de armonía social y abundancia material. Tiene su lógica: aunque la literatura utópica poseía ya entonces una larga solera, su realización histórica no se produciría hasta décadas más tarde con la llegada al poder de los bolcheviques rusos. Es ahora, pasados cien años del exitoso golpe de Estado bolchevique y casi veinte después de la caída del Muro de Berlín, que simbolizó largamente la vigencia de la alternativa comunista, cuando esa ingenuidad nos resulta alarmante: la negra luz de la historia ha debilitado nuestros anhelos utópicos mediante una amarga cura de realidad. ¡Nadie otorga ya crédito a las utopías! O, al menos, eso creíamos.

Y lo creíamos hasta que Fredric Jameson, sigue diciendo, veterano pensador marxista y celebrado teórico del capitalismo tardío, ha dado a la imprenta An American Utopia, que es exactamente lo que su título sugiere: una utopía política comunista concebida para su aplicación en la Norteamérica contemporánea.  Jameson mismo es un experto en pensamiento utópico: a él dedicó un exhaustivo estudio publicado hace poco más de una década. Aquí ha puesto en práctica esos saberes para diseñar una utopía propia, cuyo interés excede con mucho el que dispensaríamos a una simple fantasía política. Entre otras razones, porque el propio Jameson presenta ambiguamente su utopía como un «programa político», difuminando la línea que lo separa de un ideal situado fuera de la historia. Pero también por el carácter sintomático de la obra, que Slavoj Žižek presenta en su prólogo como «ideal para activar un debate sobre posibles e imaginables alternativas al capitalismo global». La estructura de la obra es peculiar: tras un breve prólogo de Žižek, se abre con el largo ensayo de Jameson y continúa con una serie de capítulos de varios autores que hacen las veces de comentario a la propuesta utópica en cuestión, incluido uno del propio Žižek, para cerrarse con un epílogo de Jameson en el que este responde a las críticas. El papel de Žižek como editor del libro, que reúne tras el largo ensayo inicial de Jameson a lo más granado del pensamiento de izquierda radical contemporáneo (Jodi Dean, Alberto Toscano, Agon Hamza e tutti quanti), representa un aval para sus pretensiones y tiende un puente entre dos generaciones separadas por el tiempo, pero unidas por su voluntad de acabar con el capitalismo. Es verdad que muchas de las glosas son severas, pero la discrepancia tiene que ver con los medios y no con los fines. Todos, pues, están de acuerdo con algo que ha dicho Žižek en otro lugar: que la «hipótesis comunista» −así bautizada por Alain Badiou− es el único marco apropiado para el diagnóstico de la actual crisis.

En realidad, comenta, quizá sería más correcto afirmar que sin crisis no habría diagnóstico o, cuando menos, que este tendría menos fuerza, ya que son la Gran Recesión y sus consecuencias sociopolíticas las que han otorgado nueva legitimidad al rechazo integral del capitalismo. Y es que de este provendrían todos los males, al decir de sus críticos, empezando por la deformación de las subjetividades individuales y terminando por la abolición de la política democrática. Jameson tiene claro que democracia y capitalismo son incompatibles, entre otras razones porque «las grandes empresas no pueden operar en una situación en la que los presupuestos y la política fiscal en general sean decididas mediante el voto popular» (p. 32). Se trata de un argumento que la izquierda radical ha sostenido de manera constante, pero que también enarbolan con éxito los populismos de todas las confesiones y que no es extraño a la tradición utopista. En su prólogo a la edición de 1976 de Walden Two, publicada originalmente en 1948, el psicólogo B. F. Skinner presenta su utopía conductista a la luz de una crisis de legitimidad de las democracias que recuerda en muchos aspectos a la contemporánea: «mucha gente [...] ha perdido la fe en un proceso democrático en el que la así llamada voluntad del pueblo es obviamente controlada de manera antidemocrática». Žižek, por su parte, acusa al capitalismo de privar a los individuos «de cualquier mapa cognitivo significativo»: de no proporcionar un sentido capaz de llenarnos afectivamente. Este defecto central se vería agravado ahora que el capitalismo se extiende al resto de civilizaciones. Žižek dice aquí lo mismo que Pankaj Mishra en su celebrado Age of Anger: la globalización no presta a las sociedades no occidentales el tiempo necesario para elaborar culturalmente el impacto de la modernización. Para colmo, el malestar resultante converge ahora con el experimentado en las propias sociedades occidentales. Sorprende, en ese sentido, que Jameson nos presente una utopía nacional en lugar de una global. Aunque se sobreentiende que su hipotético éxito en Estados Unidos, centro de tantos poderes, provocaría un efecto perturbador sobre el resto del complejo liberal-capitalista.

Sea como fuere, añade, el problema teórico estriba menos en la presentación de una crítica frontal al capitalismo −muy engrasada ya− que en la formulación de una alternativa viable que dé expresión al anhelo transformador de la izquierda marxista. A este respecto, como plantea Agon Hamza en su contribución a este volumen, esta misma izquierda se ha convertido en «una fuerza política desmoralizada y desmoralizante» que no es capaz de perturbar a su enemigo (p. 149). Por eso, sostiene, el primer paso para cualquier política emancipadora contemporánea es «abandonar la noción y el concepto de la izquierda» (p. 149). ¡Ahí es nada! Hamza alude con ello tanto a las hipotecas que el marxismo jamás podrá pagar como a un lenguaje autorreferencial cuyo impacto sobre la realidad social −exigible a la luz de la undécima tesis sobre Feuerbach− es casi inexistente. Y ello, en gran medida, porque pese a las chanzas vertidas contra el "Fin de la Historia" anunciado por Francis Fukuyama tras el derrumbe del comunismo soviético, la alternativa sistémica al capitalismo global sigue sin aparecer por ninguna parte. Quizá por eso tiene dicho Jameson que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Es aquí donde entra en juego, para bien y para mal, su utopía estadounidense.

Jameson, dice poco después, arranca su reflexión señalando que ninguna de las vías tradicionales para la política de izquierda posee ya credibilidad alguna: tanto el reformismo socialdemócrata como la revolución tradicional son vías muertas en el camino a la sociedad poscapitalista. Hay, en cambio, un tercer tipo de transición menos reconocida, pero más prometedora, que constituirá el núcleo de su programa político y conducirá a su propuesta utópica: el poder dual. Teorizado por Lenin, el poder dual se dará allí donde una organización política provea de servicios a una comunidad ignorada por el gobierno central, de manera que el poder se desplace gradualmente de uno a otro, hasta que ese poder alternativo se convierta en gobierno de facto sin necesidad de desafiar abiertamente a la estructura legal vigente. Son ejemplos de esta práctica los Panteras Negras y Hamas, pero no Chiapas (donde los zapatistas ocuparon un territorio espacialmente separado del poder estatal) ni insurrecciones explícitas como la Primavera Árabe u Occupy Wall Street. Si este razonamiento resulta familiar al lector español, se debe a que Pablo Iglesias hizo hace unos meses la defensa de los «contrapoderes sociales» que trabajan al margen de lo que disponga un parlamento donde «todo el pescado está vendido y todas las cartas están repartidas», invocando precisamente el ejemplo de los Panteras Negras como proveedores de servicios comunitarios en la Norteamérica de los años sesenta.

Ahora bien, señala el profesor Maldonado, ¿qué institución puede cumplir ese papel en la Norteamérica contemporánea? ¿Desde dónde proyectar ese poder dual llamado a absorber, andando el tiempo, el poder del Estado? Jameson descarta sucesivamente a los sindicatos (dado que entramos en una era de desempleo estructural masivo y el mercado «gris» domina la oferta de empleo), al servicio postal nacional (debilitado institucionalmente, pese a que llegó a cumplir funciones de caja de ahorros en algunos países), así como a las Iglesias (que entiende ligadas a una religión que ningún marxista puede defender, pero a la que concede cierto crédito como fetiche cohesionador en determinados momentos históricos). Nuestro autor se decanta, en cambio, por un candidato improbable: el ejército. Y no por razones utópicas, subraya, sino de orden práctico. En el sistema federal norteamericano, apunta, el ejército es una de las pocas instituciones que trasciende las jurisdicciones estatales, asumiendo de paso funciones de asistencia sanitaria para los soldados veteranos. Jameson tiene en mente convertirlo en un Ejército Universal, que no es una forma de gobierno, sino una nueva estructura socioeconómica. Y el procedimiento para lograrlo comienza con la conscripción forzosa que nos convierte a todos en soldados; una renacionalización que exigirá una previa lucha discursiva que devuelva a esta política su prestigio perdido. Una vez que el reclutamiento se haga obligatorio, integrando en el ejército a todas las personas entre los quince y los sesenta años, el ejército se transformará en una «masiva fuerza popular capaz de coexistir con éxito con un “gobierno representativo” cada vez menos representativo» (p. 28). Jameson trae así a colación a un Jean Jaurès que enfatizaba la importancia sociopolítica de los reservistas y a un Trotski que defendía la «democracia militar» y la función liberadora del «ejército socialista». Todo ello bajo la premisa de que la militarización asegura la disciplina necesaria para construir una sociedad igualitaria. Su previsión es que los hospitales militares se conviertan en una sanidad universal y gratuita, mientras que la propia educación podría reorientarse con arreglo a directrices militares.

Se percibe aquí, añade, hasta qué punto el ejército presenta una ventaja espacial por su mera presencia en todos los Estados federados. Pero Jameson no habla de un acto revolucionario militar, sino del ejército como vehículo para una transformación social que otorgará a lo militar un papel perdurable en la sociedad así transformada. Es a la luz de estas consideraciones como cobran sentido sus críticas al miedo cuasiparanoide que exhibe el foucaultianismo ante cualquier forma de organización social o política y a la propia idea de libertad. A su juicio, el obstáculo principal para la realización de la utopía es el miedo a la utopía misma: miedo existencial a disolver nuestra individualidad en un colectivo más amplio, a mezclarnos con extraños en una institución interclasista como el ejército. Por eso este último es «el primer atisbo de una sociedad sin clases» (p. 61) y la experiencia de la conscripción forzosa da paso a una promiscuidad social que representa el genuino «modo de ser» de una verdadera democracia.

Pero, ¿qué pasa después?, se pregunta. ¿Qué tipo de sociedad produce el desplazamiento del poder a esa institución dual que es el ejército universal? ¿Y de qué manera se organiza? Jameson sostiene que su utopía presupone el fin del Estado y de la política tal como las entendemos, al tiempo que afirma que la productividad y la tecnología «se cuidan solas» aun cuando el sistema motivacional difiera del capitalista. El problema no es la productividad, afirma, sino la distribución. Sobre todo, la del trabajo, debido a la función social vertebradora que cumple el pleno empleo. Una posible solución sería el uso de una lotería que adjudicase los empleos de manera periódica, siguiendo la propuesta de Barbara Goodwin. No hace falta ser economista para percatarse de que esto causaría problemas de especialización y competencia, porque ni siquiera en una sociedad utópica puede cualquiera ejercer como ingeniero. Jameson se desmarca por elevación: el verdadero problema sería el culto a la eficiencia, elemento central a la lógica del capitalismo sin cuya crítica frontal no es posible completar la necesaria transformación de las mentalidades. De manera que un repudio sistemático de la ideología de la eficiencia [...] bien puede suministrar una nueva visión del mundo, donde la naturaleza humana (podemos dar vida al concepto en una suerte de esencialismo estratégico) es entendida no como buena ni mala, sino como esencialmente ineficiente (p. 49).

Hay que suponer, continúa diciendo, que el ciudadano educado en el Ejército Universal aceptará de buen grado esa falta de eficiencia. En todo caso, no se aburrirá: Jameson no incurre en el error de dibujar una sociedad carente de conflictos interhumanos, sino que subraya cómo la desaparición de los antagonismos de clase hará aumentar los antagonismos individuales. Su realismo es saludable, máxime en el marco de una tradición acostumbrada a concebir la revolución como el punto final de todo conflicto:

¿Puede alguien de verdad creer que el disgusto visceral que a veces siente un individuo por otro desaparecerá en un mundo perfecto? ¿O que la rivalidad desaparecerá en las jóvenes generaciones, con independencia de las recompensas que puedan ofrecerse en lugar del dinero y el beneficio? ¿O, incluso, más seriamente, que el conflicto generacional no amenazará perpetuamente la reproducción social (incluyendo la del propio sistema utópico)? ¿O, finalmente, [...] que la envidia [...] dejará de atormentar a los individuos biológicamente incompletos que somos y que no dejaremos de ser, siquiera en el «paraíso»? (p. 64), ironiza Maldonado.

Jameson se apoya aquí, dice más adelante, en el agonismo político de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, pero sobre todo deja ver la influencia de Lacan y su identificación del «otro» como componente interno a nuestra propia subjetividad: envidiamos a los demás porque suponemos que experimentan un goce que a nosotros nos está vedado. La cura es, por ello, imposible y lo más que puede hacerse es abrazar el antagonismo social como rasgo permanente de cualquier colectividad imaginable: todos somos neuróticos en el sentido psicoanalítico y la sociedad, del tipo que sea, no puede ser sino una colección de neuróticos de varios tipos, cuya cohabitación nunca puede ser regulada de manera armónica o utópica (p. 77).

Una sociedad socialista sí sabrá, al menos, fomentar la conciencia individual de esta falta y de su insolubilidad, a diferencia de lo que sucede en una sociedad capitalista, donde ese sentimiento negativo trata de canalizarse hacia el consumo de bienes, afirma. A fin de acabar con la lacra del consumismo, Jameson prevé incluso la desaparición del dinero, que coexistirá en su utopía estadounidense con una redistribución bienes y plusvalías «absoluta». Sólo así podrá solventarse el problema del antagonismo individual y resolverse el obstáculo que representa el federalismo, que crea estructuras políticas separadas y desiguales que resisten toda homogenización.

Otros aspectos destacables de la sociedad futura concebida por Jameson, comenta Maldonado, tienen que ver con el equilibrio entre normalidad y excepcionalidad. Jameson trata aquí de cuadrar el círculo, al enfatizar la necesidad de dejar espacio en la utopía para «la pasión por la estabilidad y la continuidad, para un heideggeriano habitar la tierra» en coexistencia con «el disfrute de la aceleración, la novedad, la destrucción creativa y el movimiento perpetuo» (p. 78). A tal fin, piensa en unas «vacaciones desplazadas» con arreglo a las cuales la población de ciudades enteras intercambia sus lugares de residencia. No menos pintoresca es la solución que encuentra al problema de la criminalidad, entendida como una pulsión inerradicable: adoptar la propuesta del escritor de ciencia ficción Samuel Delaney e instituir un sector «liberado» donde todo esté permitido. Estas vías de escape son las que autorizan a Jameson a descartar el peligro del totalitarismo, a su modo de ver un problema menor al lado del que plantea el federalismo.

No obstante, añade, es en las páginas finales de su bosquejo utópico donde Jameson presenta una institución llamada a reemplazar de manera natural al gobierno y las estructuras políticas: la Agencia de Colocación Psicoanalítica [Psychoanalitic Placement Bureau]. Citando como precedente el «cálculo de las pasiones» ideado por Charles Fourier, nuestro autor atribuye a esta agencia la función de organizar y distribuir el empleo, así como asignar toda clase de terapias individuales y colectivas con el auxilio de sistemas informáticos complejos. Lo que se trata de organizar es un cuerpo social cuyos miembros participan en tareas productivas unas cuantas horas al día, quedando libres para hacer lo que deseen una vez que las concluyan. La existencia de una agencia así se explica por la creencia de Jameson en que la organización económica no plantea demasiados problemas: las horas de producción pueden calcularse, reducirse las horas, garantizarse un salario mínimo anual.

Y este, concluye Jameson, es el lugar donde empezar, una afirmación que ilustra admirablemente el celebrado novelista de ciencia ficción Kim Stanley Robinson en Mutt and Jeff Push the Button, la primera de las glosas que incluye este volumen: un relato breve cuyos protagonistas son dos informáticos que, tras una breve charla sobre las condiciones políticas existentes, deciden apretar el botón que reconfigurará la sociedad.

Se ha apuntado que los últimos años han conocido un resurgimiento de las obras dedicadas al fin del capitalismo, comenta: ensayos de distinto orden dedicados a preverlo, planificarlo o profetizarlo. Desde el poscapitalismo digital de Paul Mason (para quien el progreso tecnológico capitalista no podrá ser asumido por el propio capitalismo) al ejercicio de futurología de Peter Frase (quien dibuja un conjunto de escenarios que van desde el exterminismo al comunismo), pasando por el más riguroso análisis de Wolfgang Streeck (quien, no obstante, sostiene, a la manera clásica, que el capitalismo se derrumbará gradualmente debido a sus contradicciones internas). Sin embargo, ninguna de ellas hace una apuesta formal tan arriesgada como An American Utopia, inscrita en un género de hondas raíces en el pensamiento occidental y nunca desaparecido del todo. Antes de reflexionar sobre lo que nos dice Jameson, pues, hay que preguntarse por qué nos lo dice mediante la forma utópica, que naturalmente forma parte de lo que nos dice.

No hace falta detenerse demasiado en la bien conocida prosapia del género utópico, afirma más adelante, que tiene en la República de Platón una de sus primeras manifestaciones y se enriquece posteriormente con las aportaciones clásicas de Tomás Moro, Tommaso Campanella o Francis Bacon, hasta conocer en las últimas décadas aportaciones tan personales como las de Ursula K. Le Guin, Margaret Atwood u Octavia E. Butler. Interesa más elucidar cuál es el carácter del género, que presenta la imagen mental de una sociedad donde determinados principios ideales son aplicados en la práctica. Abundan las variaciones: si la utopía es la prueba de que esos principios son aplicables, la antiutopía es la afirmación de lo contrario, y la distopía, la figuración de un futuro catastrófico a partir de un presente defectuoso. A diferencia de otras manifestaciones del pensamiento político, la utopía se caracteriza por su atención al detalle: por una minuciosa descripción de la sociedad imaginaria, que a menudo atiende a aspectos marginados por el pensamiento abstracto. Sería un error, sin embargo, creer que las utopías se conciben siempre como modelos para ser aplicados. Más bien, como ha señalado Peter Stillman, pueden servir a distintos fines (reforma, transformación, crítica) empleando una misma estrategia: crear en el lector una sensación de extrañamiento respecto de su realidad que lo empuje a pensar de otra manera, en lugar de aceptar pasivamente la hegemonía del presente. Desde este punto de vista, hacer una lectura literal de la utopía sería una mala práctica interpretativa, por más que la vívida minuciosidad que suele caracterizarlas nos empuje en esa dirección.

Antes de elaborar una utopía propia, sigue diciendo, Fredric Jameson ya había dedicado su atención al género y sus múltiples manifestaciones. Es en su Archaeologies of the Future donde desarrolla una teoría política de la utopía que sitúa en su núcleo la dialéctica entre identidad (la sociedad existente) y diferencia (la sociedad posible).  Escribe nuestro autor: La forma utópica es en sí misma una meditación representacional sobre la diferencia radical, la radical otredad, y sobre la naturaleza sistémica de la totalidad social, hasta el punto de que uno no puede imaginar ningún cambio fundamental en nuestra existencia social que no haya sido antes prefigurado en una visión utópica, como las chispas que deja atrás un cometa.

Por eso atribuye a la «psicología de la producción utópica» una función epistémica colectiva, comenta, e identifica un «impulso utópico» que trasciende a las obras concretas y se manifiesta con fuerza en géneros aparentemente marginales, como la ciencia ficción. Ese impulso habría renacido en los últimos años, después de que la Guerra Fría hubiese «neutralizado» el género por la vía de convertirlo en instrumento anticomunista. Para Jameson, la utopía ha vuelto a cambiar de signo y está de nuevo al servicio de las fuerzas progresistas. No obstante, sugiere en An American Utopia, la utopía no puede limitarse ya a presentar los defectos de la sociedad contemporánea, sino que debe proponer versiones más elaboradas de un sistema social alternativo. Es como si Jameson urgiera a los pensadores de izquierda radical a dejarse de vaguedades y les instase a concretar a qué se refieren cuando hablan de subjetividades alternativas y futuros contrahegemónicos a fin de que podamos evaluar su deseabilidad. Esa concreción es la que lleva él a cabo en la obra que nos ocupa, respondiendo con cierto detalle a aquellas preguntas que resulta más fácil dejar sin respuesta. Tal como escribía Quentin Skinner en el prólogo a su utopía: «¿Qué hay de la economía y del gobierno? ¿No debemos responder también a esas preguntas? Bien, no estoy seguro de que debamos». Honra a Jameson que las aborde; cuestión distinta es que sus respuestas resulten satisfactorias.

Pero tampoco está claro que debamos tomarnos en serio esas respuestas, dice Maldonado. ¿No supondría eso incurrir en una lectura literal de esta utopía estadounidense y reducir con ello el abanico potencial de sus significados? En su contribución al volumen, el filósofo alemán Frank Ruda relata cómo el día en que Jameson presentó su propuesta en el Graduate Center de la City University de Nueva York, el público rompió a reír de manera espontánea. La utopía de Jameson, dice Ruda, es «una utopía cómica» (p. 208). A sus ojos, Jameson formula una propuesta imposible y eso la mantiene arraigada en el género utópico, por cuanto una utopía imaginable cambia inmediatamente de carácter. Su valor reside entonces en hacernos ver que incluso en una sociedad utópica seguiríamos siendo freaks sujetos a deseos irrealizables y envidias permanentes; estamos, pues, ante una terapia. También la filósofa feminista Kathi Weeks apuesta por no leer literalmente −o no del todo− la obra de Jameson, apostando más bien por la función negativa de la utopía como mecanismo de distanciamiento. Podríamos, asimismo, leerla como una ficción: en el epílogo del libro, Jameson sostiene que el socialismo no será posible sin un nuevo cuerpo de fantasías e imágenes capaces de superar las que emanan del capitalismo tardío. Hay que pensar que su utopía tiene por objeto contribuir a la construcción de ese imaginario y dotarlo de fuerza afectiva, aunque Jameson escribe una reflexión teórica y no una narración literaria.

No son pocos los pensadores que se decantan en este mismo volumen por una interpretación más o menos literal, comenta. Saroj Giri encomia a Jameson por haber encontrado una manera de resolver −nada menos− el problema de la relación entre libertad individual y democracia, mientras que Agon Hamza valora sobre todo el «programa positivo» contenido en la obra, que habrá por ello de ser juzgada en función de «los efectos que tiene sobre el pensamiento contemporáneo» (p. 153). Todos los demás, de Jodi Dean a Slavoj Žižek, proceden a discutir las propuestas concretas que Jameson pone sobre la mesa: el ejército como poder dual, la Agencia Psicoanalítica de Colocación, la relación entre trabajo y ocio. Desde luego, es difícil tomarse en serio un organismo llamado «Agencia Psicoanalítica de Colocación», por no hablar del intercambio de viviendas entre ciudades enteras o la instauración de un sector social en el que no rijan las leyes penales: son ideas tan delirantes que quizá sólo puedan tomarse en serio «rebajándolas» a la categoría de ficciones literarias. Pero, si es el caso, ¿por qué leer An American Utopia? Si es una broma destinada a inocular en nosotros una distancia crítica respecto del presente, ¿por qué discutir sus detalles? Si es una alegoría, ¿dónde queda la realidad?

Recordemos que el propio Jameson es ambiguo acerca del estatuto de la obra, comenta, oscilando en todo momento entre la propuesta utópica y el programa político. Y no cabe duda de que el empleo del ejército como poder dual pertenece al segundo, aun cuando el bosquejo de la sociedad resultante se inscriba en la primera. Pero, a su vez, los principios generales que dan forma a la utopía no son utópicos en sí mismos, sino dignos de discusión. E incluso los aspectos más cómicos de la misma, como la Agencia Psicoanalítica de Colocación, han de debatirse como si se planteasen en serio y fueran realizables. ¿No es el como si la instancia fundacional que comparten la utopía y el pensamiento político normativo en sus respectivas meditaciones sobre lo deseable? Aunque la etimología de la palabra ya manifieste con claridad que lo propio de la utopía es presentar un lugar que no existe ni puede existir, la única manera de honrar la propuesta de Jameson es discutirla como si pudiera realizarse.

Allí donde otros autores eligen comunidades pequeñas que sirven como experimentos piloto para construir una sociedad alternativa, señala después, Jameson trabaja a lo grande: su propósito es acabar con el capitalismo y ello exige una considerable concentración de poder, aunque nuestro autor se limite a la transformación inicial de la sociedad norteamericana. Es la necesidad de esa concentración la que explica la elección del ejército como instrumento del poder dual, pues su implantación federal haría posible vencer la resistencia ejercida por las unidades políticas individuales que no desean perder sus privilegios o sacrificar su identidad. En este aspecto, su utopía no se aleja demasiado de los planteamientos comunistas clásicos, por cuanto el cambio social es impuesto mediante un poder centralizado más que decidido por sus protagonistas. Naturalmente, Jameson no habla en esos términos, sino que imagina una transición gradual caracterizada por un desplazamiento de la legitimidad: el ejército la acumularía, el gobierno central la perdería. Es verdad que, como le reprocha Žižek, aquí se desmantela el aparato estatal tradicional. Pero otras facetas de su propuesta delatan la naturaleza coercitiva del proyecto, que no ha pasado inadvertida para los propios comentaristas de izquierda.

Así, señala más adelante, Jodi Dean lamenta que el ejército universal −colectividad en la que uno no elige integrarse− opere en la práctica como mecanismo despolitizador, al generar una población «maquinal» organizada en términos económicos a través de la Agencia de Colocación Psicoanalítica. Tanto él como Hamza prefieren, por eso, un partido universal antes que un ejército. Por su parte, Kathi Weeks plantea la dificultad de concebir un ejército libre de connotaciones masculinas: simbólicamente, es una institución desafortunada. Desde luego, no es la primera vez que alguien defiende la función cohesionadora de la conscripción obligatoria y la subsiguiente creación de un espacio de convivencia entre personas de distinto origen social. Entre nosotros, Rafael Sánchez Ferlosio se opuso a la abolición del servicio militar invocando argumentos de corte republicano, arguyendo que un ejército profesional es un ejército mercenario y no un «ejército de ciudadanos» capaz de oponerse a decisiones políticas injustas. Pero Ferlosio está pensando en sociedades democráticas, y no en el empleo del ejército como herramienta para un cambio social radical. La utopía estadounidense de Jameson comienza así con un acto de coerción: la inclusión forzosa de todos los ciudadanos en una institución militar común a todos. ¿Y cómo podría suceder esto? Según cuenta Žižek, interrogado en el seminario neoyorquino cómo imagina que pudiera llegar a aplicarse su conscripción forzosa, Jameson respondió que probablemente de resultas de una catástrofe ecológica. Y Žižek mismo se plantea si no es triste que la izquierda radical haya de ser salvada por una catástrofe. Tan triste, podemos añadir, como ver aplicado su programa mediante la militarización obligatoria.

Pero los ribetes autoritarios −o antipolíticos− de la utopía jamesoniana no terminan aquí, señala el profesor Maldonado. Recordemos que no será el individuo quien decida qué tipo de contribución hace a la vida productiva, en función de sus gustos o habilidades, sino que esa decisión corresponderá a la Agencia de Colocación Psicoanalítica.  Más aún, esta forma organizativa es burocrática y no política: Jameson incurre en el viejo defecto marxista de suprimir la esfera política, pese a que no es tan ingenuo como para esperar una desaparición de los conflictos individuales en la sociedad sin clases. Si no hay forma de gobierno en la utopía estadounidense, sin embargo, es porque se espera que el fin del capitalismo sea también el fin de los conflictos propiamente políticos. Tiene su lógica: la construcción de un enemigo todopoderoso −el capitalismo tentacular − sólo puede conducir a una sociedad liberada de sus males. Es por eso especialmente llamativo que la crítica frontal al capitalismo no se corresponda con un conocimiento suficiente de su funcionamiento, como queda de manifiesto cuando Jameson esboza los principios organizativos de la «estructura» económica de su sociedad utópica.

El veterano pensador norteamericano, señala, razona como si las virtudes productivas del capitalismo pudieran replicarse en ausencia de las instituciones que lo hacen posible. Así, por una parte, la productividad y la tecnología se dan por supuestas, incluso en ausencia de un sistema motivacional −ligado sobre todo a las recompensas salariales− capitalista. Se nos da a entender que seremos productivos y seguiremos innovando, sin aclararse cómo, porque lo que interesa a Jameson es decidir cómo vamos a distribuir los frutos de ese dinamismo económico. Pero, ¿habrá empresas, competencia, precios? En realidad, ni siquiera habrá dinero: Jameson propone su abolición a fin de suprimir con ello el consumo desordenado de bienes que identifica como principal enfermedad moral del capitalismo. Los bienes y las plusvalías serán redistribuidos de manera «absoluta», aunque no tengamos una noción clara de la procedencia de esas plusvalías, ni se pondere el efecto que una redistribución así tiene sobre las motivaciones individuales; aunque algo sí sabemos gracias a la historia del comunismo soviético. Su concepción del mercado de trabajo no es menos pintoresca: la Agencia de Colocación Psicoanalítica funciona porque se deposita una fe injustificada en la planificación centralizada, que hace posible calcular las horas de producción necesarias y garantizar un salario mínimo anual (pagadero en especie, hay que suponer). Incurre Jameson en la clásica falacia que imputa un número fijo de empleos disponibles a una economía con independencia de lo que suceda en esa economía. ¡No digamos si esos empleos son asignados al margen de nuestras competencias o talentos! Nada de esto tiene mucho sentido, o sólo lo tiene para quien participe de una visión simplista del mercado, pero ya se ha apuntado antes que Jameson guarda un as en la manga: la deslegitimación cultural de la eficiencia.

Su argumento es que la revolución cultural que la utopía presupone y fomenta tiene como tema central una reivindicación de la naturaleza «ineficaz» de los seres humanos, afirma. De qué manera encajan entre sí la crítica de la eficiencia y el elogio de la disciplina militar es algo que no podemos saber. Y aunque no hay nada que objetar a la crítica de los excesos cometidos en nombre de la eficiencia, ¿cree Jameson que la eficiencia es un fin en sí mismo, una herramienta ideológica diseñada para convertirnos en esclavos del sistema económico? Seguramente su cristalización pueda explicarse de manera mucho más sencilla en el marco de la competencia económica e intelectual, como un proceso espontáneo de mejoramiento que debe mucho a la experiencia comparada entre distintos modelos de gestión y manufacturación. En cualquiera de los casos, suponiendo que se creasen aquellos incentivos negativos que fomentasen la ineficiencia, ¿cómo podría hacerse realidad la utopía abundantista de Jameson? Porque se da por hecho que la combinación de productividad y tecnología generará una riqueza que debe ser redistribuida de manera «absoluta», pero simultáneamente se denuesta la eficiencia que la hace posible. En la utopía estadounidense así pergeñada, ¿quién se ocuparía de que las estanterías de los supermercados estuviesen llenas de productos, de la innovación médica, de los rendimientos agrícolas, de garantizar la movilidad individual y colectiva, de la seguridad alimentaria, de la sostenibilidad medioambiental, de la producción editorial, del funcionamiento de Internet, del orden público, de impartir justicia? ¿Sería todo esto hacedero con la ineficacia por bandera? ¿Aceptarían los ciudadanos de esa sociedad un estado de cosas semejante? ¿Cómo se compadece una economía estacionaria con el dinamismo y la aceleración que Jameson admite como parte de la buena vida en su utopía?

Aunque Jameson responde a muchas preguntas que otros dejan en blanco, continúa diciendo, es aún mayor el número de las que esperan respuesta. Tal como expone Gerald Gaus en su reciente trabajo sobre las teorías ideales, cuando una filosofía política pasa de hacer juicios abstractos sobre la justicia a presentar recomendaciones organizativas, no puede limitarse a justificar sus preferencias normativas: tiene que apoyarse en otras disciplinas para exponer seriamente el modo en que su sociedad ideal funcionaría. Y eso Jameson, apoyándose en la naturaleza utópica de su propuesta, no lo hace.

Nos encontramos, señala, así con un programa político consistente en la militarización universal y forzosa de la población, que da paso a una propuesta utópica cuyo aspecto central es el desmantelamiento del capitalismo y su reemplazo por una forma centralizada de organización social. En ella, el empleo es asignado con ayuda de algoritmos y el individuo apenas trabaja tres o cuatro horas al día antes de dedicarse a aquello que le plazca, todo ello en un contexto de abundancia material no reñido con la animosidad interpersonal. Así es, a grandes rasgos, la utopía estadounidense de Fredric Jameson. Y cabe preguntarse: ¿es esta la alternativa que la izquierda marxista opone al capitalismo liberal-democrático en la segunda década del siglo XXI?

Todo depende del punto de vista del observador, comenta. Para Žižek, la propuesta de Jameson es un ejercicio de realismo en la persecución de la sociedad comunista. Es, en otras palabras, «un gran paso en la dirección de la censura de nuestros sueños» (p. 279). La razón es que Jameson se atreve a romper algunos de los viejos tabúes de la izquierda revolucionaria: rechaza por igual el socialismo de Estado de corte leninista-estalinista y la visión libertaria del comunismo como red asociativa, acepta la pervivencia del resentimiento en la sociedad sin clases, y acepta la separación de producción y placer en la sociedad comunista: mañanas productivas, tardes placenteras. Por todo ello, Žižek incluye la utopía estadounidense de Jameson dentro de esas «semillas de la imaginación» (expresión que parafrasea un título anterior de Jameson) que han de plantarse para poder imaginar de nuevo una sociedad comunista. Son, pues, razones internas a una literatura fascinante y esotérica cuya conexión con la realidad social se antoja dudosa. Que la izquierda marxista tiene un sentido peculiar del realismo se demuestra en sus consideraciones sobre el comunismo histórico: Jodi Dean lamenta el final de la Unión Soviética debido a que con ella se derrumbó «el sujeto sobre el que proyectaba la creencia, el sujeto a través del cual otros creían» (p. 127), mientras que Žižek ve en las sociedades comunistas «territorios liberados» del capitalismo totalitario.

¿Qué pensar?, se pregunta. Es patente que nos encontramos, para empezar, con una severa discrepancia en el diagnóstico. Si las sociedades liberal-capitalistas son contempladas −en un mashup de Marx con Foucault− como órdenes injustos y desiguales donde las libertades individuales carecen de contenido real a causa del control social de la subjetividad individual, la utopía estadounidense de Jameson no tendrá mal aspecto. Pero si se arroja sobre nuestra realidad social una mirada más templada y se comparan los datos disponibles −sobre renta per cápita, pobreza, asistencia sanitaria, desigualdad entre regiones y países, acceso a bienes básicos, posición social de la mujer o tolerancia hacia formas de vida alternativas− con los de hace cincuenta o cien años en las propias sociedades liberales, no digamos en las comunistas, el veredicto no puede ser tan negativo.

Desde luego que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, comenta, pero quizá sí en el mejor de los que han existido hasta el momento: esto es poco, pero es algo. Y a la vista de la experiencia histórica, no puede proclamarse tan alegremente que una sociedad comunista mejorará a las sociedades liberales: no se encuentran pruebas de esta afirmación por ninguna parte. Sin duda, el impulso utópico es comprensible, porque la utopía acaso exprese eso tan humano que es la frustración: frustración, a la vista del sufrimiento y las privaciones de tantos, por que las cosas no puedan ser de otra manera. Pero es que hoy, tras siglos de experimentación económica e institucional, sabemos que algunas cosas no pueden ser de otra manera o no pueden serlo inmediatamente; lo que, claro, nos frustra aún más.

Nada de esto quiere decir, concluye su reseña el profesor Maldonado, que no sea legítimo presentar eso que Žižek ha descrito como el problema del bien común, ni que el comunismo sea una idea que deba ser excluida del debate teórico y público. Tampoco que las utopías, entendidas como maniobras de extrañamiento respecto del presente, hayan dejado de ser útiles. Pero no puede ocultarse que el pensamiento anticapitalista atraviesa una notable crisis de credibilidad cuya causa mayor es la ausencia de una alternativa sistémica al capitalismo liberal. Hay críticas y objeciones, así como propuestas de reforma parcial; pero no una idea de sociedad a la vez radicalmente diferente y políticamente viable. Esto puede explicarse por el propio dinamismo del sistema capitalista, por el éxito institucional de la socialdemocracia, por la velocidad del cambio tecnológico, por el fracaso de la alternativa comunista en el siglo XX o por el disfrute (alienante o no) que experimentan los individuos en el capitalismo de consumo. El hecho es que casi treinta años después de que Fukuyama proclamase el fin de la historia, la izquierda marxista no tiene ningún modelo viable que oponer a las sociedades abiertas que combinan democracia representativa, libre mercado y asistencialismo estatal: sólo una enmienda a la totalidad de gran sofisticación teórica y escaso impacto social. Y es éste un vacío que la utopía estadounidense de Jameson, con su militarización universal y su agencia de colocación psicoanalítica, viene involuntariamente a confirmar.




Desfile militar en Corea del Norte



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jueves, 29 de junio de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy jueves, 29 de junio de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey y Ricardo en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[A vuelapluma] El hundimiento del Estado





Me resulta imposible de aceptar que alguno de los amables lectores de Desde el trópico de Cáncer desconozca a esta alturas quien es Paul Krugman (1953), economista, ilustrado polemista, profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton, profesor centenario en Escuela de Economía y Ciencia Política de Londres, académico distinguido de la unidad de estudios de ingresos Luxembourg en el Centro de Graduados de CUNY, y columnista op-ed del periódico New York Times.  Fuerte crítico de la doctrina neoliberal y del monetarismo, fue en su momento un feroz opositor de las políticas económicas de la administración del presidente Bush. Ganó el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en el año 2004 y el Premio Nobel de Economía en 2008 por sus contribuciones a la Nueva Teoría del Comercio y la Nueva Geografía Económica. Según el Comité que otorga el galardón, el premio fue entregado por el trabajo en donde Krugman explica los patrones del comercio internacional y la concentración geográfica de la riqueza, mediante el examen de los efectos de las economías de escala y de preferencias de los consumidores de bienes y servicios diversos.

Hace unas semanas escribía en El País sobre el hundimiento del EstadoTras la sorpresa de la victoria electoral de Donald Trump, comienza diciendo, mucha gente de derechas e incluso de centro intentó razonar que realmente no sería tan malo. Cada vez que mostraba un ápice de autocontrol —aunque no equivaliese a más que leer su guion sin improvisaciones o dejar el Twitter un día o dos— los analistas se apresuraban a declarar que sencillamente se había “hecho presidente”.

¿Pero podemos admitir ahora que verdaderamente es tan malo como habían predicho sus críticos más duros, o incluso peor?, se pregunta. Y no es solo su desprecio por el Estado de Derecho, que tan claramente puso de manifiesto la declaración de James Comey: como dice el jurista Jeffrey Toobin, si eso no es obstrucción a la justicia ¿qué es? También está el hecho de que la personalidad de Trump, su combinación de revanchismo mezquino y descarada indolencia, lo hace inepto para el cargo. Y eso es un enorme problema. Piensen por un minuto cuánto daño ha hecho este hombre en múltiples frentes en solo cinco meses.

Fijémonos en la sanidad, señala Krugman. Todavía no está claro que los republicanos puedan aprobar un sustituto para el Obamacare (aunque sí está claro que, si lo logran, les quitará la cobertura a decenas de millones de ciudadanos). Pero ocurra lo que ocurra en el frente legislativo, hay grandes problemas en ciernes en los mercados de los seguros en este preciso momento: empresas que se retiran, dejando sin servicio algunas partes del país, o que piden enormes aumentos de primas.

¿Por qué?, comenta. No es, digan lo que digan los republicanos, porque el Obamacare sea un sistema inoperativo; los mercados de los seguros estaban estabilizándose claramente el pasado otoño. El problema, más bien, como las propias aseguradoras han explicado, es la incertidumbre creada por Trump y compañía, en especial el hecho de no aclarar si se mantendrán subvenciones cruciales. En Carolina del Norte, por ejemplo, Blue Cross Blue Shield ha solicitado un aumento del 23% en las primas, pero declarando que habría pedido solo un 9% si estuviese seguro de que se mantendrían las subvenciones para compartir gastos.

¿Y por qué no ha recibido esa garantía? ¿Porque Trump cree sus propias afirmaciones de que puede hacer que el Obamacare se hunda, y después conseguir que los votantes culpen a los demócratas? ¿O porque está demasiado ocupado escribiendo tuits coléricos y jugando al golf como para ocuparse del tema? Es difícil saberlo, responde, pero en cualquier caso, no es manera de hacer política.

O pensemos en la increíble decisión de ponerse del lado de Arabia Saudí en su conflicto con Qatar, un pequeño país que alberga una enorme base militar de Estados Unidos, dice más adelante. En esta disputa no hay buenos, pero sí todas las razones para que Estados Unidos se mantenga al margen. Entonces, ¿qué pretendía Trump? No existe, ni por asomo, una visión estratégica; algunas fuentes insinúan que a lo mejor ni siquiera conocía la existencia de la gran base estadounidense en Qatar y la función crucial que desempeña.

La explicación más probable de sus actos, que han provocado una crisis en la región (y empujado a Qatar a los brazos de Irán), ironiza Krugman, es que los saudíes lo adularon —el Ritz-Carlton proyectó una imagen de cinco pisos de su rostro en uno de los laterales de su propiedad en Riad— y que sus cabilderos gastaron grandes sumas en el hotel Trump International de Washington.

Normalmente, pensaríamos que es ridículo insinuar que un presidente estadounidense pueda desconocer hasta ese punto las cuestiones cruciales y que se le pueda llevar a adoptar medidas de política exterior tan peligrosas con unos incentivos tan ramplones, dice más adelante. ¿Pero podemos creerlo de un hombre incapaz de aceptar la verdad acerca del número de asistentes a su toma de posesión y que se jacta de su victoria electoral en las circunstancias más inadecuadas? Sí.

Y pensemos en su negativa a respaldar el principio central de la OTAN, la obligación de defender a los aliados, una negativa que provocó indignación y sorpresa en su propio equipo de política exterior, comenta poco después. ¿A qué vino eso? Nadie lo sabe, pero vale la pena considerar que, por lo visto, Trump abroncó a los líderes de la Comunidad Europea por la dificultad de construir campos de golf en sus países. De modo que tal vez fuese pura petulancia.

La cuestión, insiste, es que todo indica que Trump ni está a la altura del cargo de presidente ni está dispuesto a hacerse a un lado para dejar que otros hagan bien el trabajo. Y esto ya está empezando a tener consecuencias reales, desde una mala cobertura sanitaria hasta la destrucción de alianzas o la pérdida de credibilidad en el escenario mundial.

Pero, dirán ustedes, afirma, la Bolsa sube, de modo que no puede ir tan mal la cosa. Y es cierto que si bien Wall Street ha perdido parte de su entusiasmo inicial por la trumponomía —el dólar ha vuelto a bajar a niveles preelectorales— inversores y empresarios no parecen estar computando el riesgo de una política verdaderamente desastrosa. Sin embargo, ese riesgo es completamente real, y sospecho que las grandes fortunas, que tienden a equiparar riqueza y virtud, serán las últimas en caer en la cuenta de lo grande que es realmente el riesgo. La presidencia estadounidense es, en muchos aspectos, una especie de monarquía electa, en la que un dirigente temperamental e intelectualmente inepto puede hacer un daño inmenso.

Eso es lo que está ocurriendo ahora, concluye diciendo. Y apenas ha transcurrido la décima parte del primer mandato de Trump. Lo peor, casi con toda seguridad, está por venir.




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[Píldoras literarias] Hoy, con "Cuento de horror", de Juan José Arreola






Continúo hoy la serie Píldoras literarias con el relato titulado Cuento de horror, de Juan José Arreola (1918-2001), escritor, académico, traductor y editor mexicano. De formación autodidacta, desempeñó los más diversos oficios a lo largo de su vida. Arreola pertenece a la generación del 50, que incluye a autores como Emilio Carballido, Rosario Castellanos, Sergio Magaña, Ernesto Cardenal, Jaime Sabines, Juan Rulfo, Rubén Bonifaz Nuño. Gracias a obras como Confabulario (1952) Bestiario (1959) y La Feria muy divertida (1963) se le considera como uno de los impulsores más importantes del cuento fantástico contemporáneo en México así como uno de los máximos exponentes de la minificción latinoamericana, junto con Julio Torri y Augusto Monterroso.

La noción de brevedad ronda siempre las consideraciones sobre la minificción de los minirrelatos. Aunque la brevedad no sea, ni con mucho, el único rasgo que es necesario observar en estas brillantes construcciones verbales, resulta lógico que para el lector común, e inclusive en cierta medida para el escritor, resalte de manera especial. 

Fue, en efecto, la primera característica que llamó la atención de lectores y críticos de esta forma literaria: la que primero produjo desconcierto y, a partir de allí, admiración. Ocurre, sin embargo, que tal noción es eminentemente subjetiva. Se puede considerar breve un relato de ocho o diez páginas, pero también lo será uno de un par de páginas, e igualmente, y con mayor razón, algún texto de extensión aún menor, que podremos describir en función de un determinado número máximo de líneas o de palabras, y no de páginas ni de párrafos. 

Pesan en este sentido la tradición de una literatura, y también la implícita comparación -casi instintiva, casi subconsciente- que formulamos con otros textos que conocemos, o bien con lo que se considera cuento o relato en nuestra propia literatura o en una distinta de ella. ¿Habremos de aceptar una categoría nueva, la del microrrelato brevísimo o hiperbreve, aunque el nombre resulte redundante? ¿O bien entenderemos que hay casos en que el escritor extrema alguna de las características que también tienen otros textos de este tipo, y ese hecho es percibido por el lector como un factor de diferenciación? 

Les dejo con el relato Cuento de horror. Fue publicado en la obra Palindroma (1980). Tiene dieciséis palabras, y dice así:


CUENTO DE HORROR
por 
Juan José Arreola

La mujer que amé 
se ha convertido en fantasma. 
Yo soy el lugar de las apariciones.



Separación, de Edvard Munch (1863-1944)


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miércoles, 28 de junio de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy miércoles, 28 de junio de 2017





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey y Ricardo en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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[A vuelapluma] El liberticidio de Internet





Vivimos una época en la cual todas las crisis se han juntado. En otros tiempos las crisis eran de sectores y abarcaban geografías diversas. Hoy también la crisis se ha globalizado. Aquello escrito por Paul Valéry en La crisis del espíritu, que por el año 1919 todavía parecía premonitorio "Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales", ya es una realidad, dice el escritor y exministro de Cultura César Antonio Molina en un reciente artículo en el diario El Mundo.

¿Qué libertad de decisión conservan los estados frente al poder de las entidades supranacionales?, se pregunta Molina. Crisis empresarial y del capitalismo. Crisis de las ideologías, crisis de los partidos que las representan y de la propia democracia, pérdida de los valores morales de las sociedades, peligros para muchas libertades duramente conseguidas y la transformación del ciudadano en empleado-consumidor. Crisis de la solidaridad y de la humanidad, desarrollo incontrolado del individualismo más feroz. En vez de compañeros que trabajan para el bien común ahora antagonistas que defienden únicamente sus intereses a costa de lo que sea. Crisis de la fe y, lo que aún es peor, de la razón. De la fe a través de las religiones moderadas que contenían los sentimientos y las pasiones de sus feligreses. Nietzsche ya había comentado que la desaparición de la idea de Dios podía conducir a mucha gente a pensar que ya todo estaba permitido, por ejemplo, el nihilismo dostoievskiano. También se creyó bienintencionadamente que el ateísmo nos conduciría a la paz y a la desaparición de las injusticias, pero tampoco fue así: millones de asesinatos en su nombre. 

Curiosamente, hoy muchos símbolos religiosos se han convertido en referentes laicos, por ejemplo, los crucifijos, dice más adelante. El horror estético de Halloween es una cristianización de las fiestas paganas, la fiesta del solsticio de invierno coincidente con nuestras fiestas de todos los santos y del día de difuntos. Los monoteísmos fanáticos han sido fuentes de conflictos gigantescos; aún lo son. El politeísmo no fomentó las guerras de grandes dimensiones, incluso las primeras persecuciones cristianas lo fueron por el aspecto revolucionario que tenían. La inspiración pagana sí influyó en algunas de las ideologías totalitarias (fascismo-nazismo), pero no en su ideología sino en sus rituales. A la crisis de la fe se unió la de la razón laica. El Estado fracasa en el cuidado de sus ciudadanos y esa masa toma conciencia de su orfandad y comienza a moverse sin dirección conocida. La masa se desasosiega, se desideologiza y se uniformiza en torno a otros valores violentos y prerrevolucionarios. Tampoco la confianza en el desarrollo tecnológico lo calma todo. ¿Eran progresistas aquellos que tenían fe en el desarrollo apaciguador de la tecnología? ¿Eran reaccionarios aquellos que predicaban el retorno a la tradición bucólica incontaminada de los orígenes?

Los medios de comunicación audiovisuales, fundamentalmente la televisión, han ido acaparando espacios vacíos laico-religiosos-cívicos, añade. Y así, todo lo que allí aparece tiene un valor social así como cierta influencia en los modelos morales. Ya da igual que sea una ONG que ha salvado a cientos de personas en un terremoto, o un asesino que se deja entrevistar o una prostituta o un deportista. Todo vale con tal de ocupar un espacio en ese medio millonario en espectadores ociosos. Lo importante es que, al día siguiente, sean reconocidos por la calle no por sus méritos o deméritos, sino por el simple hecho de aparecer. Según la ciencia criminalística, a un asesino en serie lo mueve el deseo de ser descubierto y hacerse famoso, pues Dios le ha fallado. Él era, cuando existía, su principal testigo y destinatario. Ahora, a diferencia de otras épocas en las cuales la cultura jugaba un papel determinante, la sociedad a través de la televisión crea reputaciones, prestigios y popularidad. La buena fama parece estar en seria decadencia y ha sido sustituida por la notoriedad: lo importante es ser vislumbrado por nuestros semejantes, pero no sólo por lo bueno sino y, sobre todo, por lo malo, extravagante, licencioso, escandaloso... "El hecho de aparecer esposado ya no le destroza la vida a nadie" (Umberto Eco, De la estupidez a la locura).

De entre los nuevos ídolos que han ido surgiendo para suplantar a las antiguas fes, comenta poco después, se encuentran las redes sociales, producto de las nuevas tecnologías. Twitter, por ejemplo, es una fe de vida. Quien no está en Twitter no existe, yo mismo sin ir más lejos. Tuiteo ergo sum. Quedó viejo y obsoleto aquello de pienso, luego existo. La mayor parte de las opiniones expresadas en Twitter son irrelevantes y vergonzosas. Uno ya no cabe en su asombro ante semejante asamblea de sabios. Y qué se puede decir de los 140 caracteres. Sí, sí, la historia de la literatura está repleta de memorables 140 caracteres, incluso de muchos menos: el comienzo de la Eneida o del Quijote... Pero aquí pocos Virgilios y Cervantes. Bauman habla de sociedad confesional, es decir, saca a la luz pública sus interioridades para reconocerse socialmente viva. Por otra parte, especialmente en los blogs, se promociona el exhibicionismo, el narcisismo y el vouyerismo infame de gentes que no tienen nada que decir y, sin embargo, lo dicen. El filósofo polaco, refiriéndose a las redes sociales, especialmente Facebook, afirma que representan un instrumento de vigilancia del pensamiento y de las emociones ajenas que son utilizadas por distintos poderes como una función de control, gracias a la colaboración entusiasta de quienes forman parte de ellas. Así, por primera vez en la historia de la humanidad, los espiados (esclavos, siervos de la gleba, súbditos, ciudadanos, consumidores y, ahora también, espiados) colaboran desinteresadamente con los espías porque se sienten bien al saber que la gente los ve enseñando sus existencias vacías que estas actividades les llenan. Pero el exceso de información sólo produce a la larga desinformación, confusión, ruido inmenso y, también, el silencio de nuestras neuronas. Afortunadamente, como dice Eco en el volumen anteriormente mencionado, todavía las diferentes constituciones democráticas occidentales permiten no estar en la Red. Quizá en el futuro quien no lo esté será castigado. 

El poder vigilará así el pensamiento en un nuevo totalitarismo, concluye diciendo. ¿A dónde, entonces, se podrá uno exiliar?, se pregunta. La privacidad está desapareciendo y el control se está implantando como un atentado contra nuestra libertad, un término cada vez más en desuso aún especificado en nuestras frágiles constituciones. Control a través del móvil, la tarjeta de crédito, el ordenador, las cámaras de vigilancia. No nos olvidemos que el Gran Hermano orweliano era un dictador. Los ciudadanos también se están convirtiendo en figurantes de un guión escrito por otros. La sociedad televisiva ha transformado lo reprobable en irreprochable. La masa sucumbe porque la educación que ha recibido tiene un menor impacto cautivador e hipnótico que esas imágenes. La escuela ha dejado de ser el lugar del aprendizaje y acostumbradas las nuevas generaciones al ordenador la mayoría de esos jóvenes viven ya gran parte de su existencia en un mundo virtual. Un mundo virtual donde aparece modificado el sentido de la violencia, el sexo y los valores morales de convivencia democrática.Realmente, ¿para qué se utiliza internet? Hasta ahora las páginas más consultadas son las pornográficas, con millones de visitas de diferencia con respecto a materias de otro tipo. Así internet estimula el deseo frente a la inteligencia. También la violencia tiene un lugar primordial. Y todo sin apenas control, y todo permitido, y todo accesible a cualquier tipo de edad. ¿Cómo educar a la juventud deseducándola? Vivimos en medio de una crisis profunda y generalizada a la que no le estamos dando respuestas, y los jóvenes en su soledad se confían a la compañía de las redes sociales. Sus cerebros ya son parte de estos otros electrónicos porque no son capaces de formular un pensamiento por cuenta propia. Internet es la pereza frente al esfuerzo, internet es, en muchos sentidos, una forma de liberticidio.



Dibujo de Raúl Arias para El Mundo


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