miércoles, 2 de noviembre de 2016

[A vuelapluma] Día de Difuntos





Vivir es tener una historia que contar a quienes vienen después... Comentábamos ayer mi mujer y yo nuestras vivencias infantiles sobre el Día de los Difuntos. Ella me recordaba con cariño Los Ranchos de Ánimas de su infancia, aquellos grupos de cantadores y tocadores cuya finalidad original era recaudar fondos para sufragar las misas de difuntos... Y yo le recordaba las numerosas veladas de mi infancia acurrucado junto a mi madre al calor del brasero bajo la mesa camilla de casa, ayudándola a desgranar las lentejas que iba a preparar como comida para el día siguiente, mientras oíamos, año tras año, por la radio el Don Juan Tenorio de Zorrilla... Sabía a ciencia cierta que esa noche iba a tener pesadillas, pero no me privaba de escucharlo ni un solo año...

Se cuenta que un afamado escritor contemporáneo suyo le preguntó al filósofo británico David Hume si no tenía miedo a la muerte o preocupación por el más allá. La respuesta de Hume fue que si nunca le había preocupado saber donde había estado antes de nacer, difícilmente iba a preocuparle lo que le ocurriera después de morir.

Me parece una respuesta inteligente y madura. Hace un tiempo comentaba con dos buenas amigas la impresión que me había causado el libro El corazón de las tinieblas, del escritor polaco-británico Josep Conrad, que acababa de terminar de leer, y en la que cobraba sentido esa pregunta sobre el sinsentido de la existencia: "Luchar a brazo partido con la muerte es lo menos estimulante que puede imaginarse. Tiene lugar en un gris implacable, sin nada bajo los pies, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin un gran deseo de victoria, sin un gran temor a la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en los propios derechos, y aun menos en los del adversario. Si tal es la forma de la última sabiduría, la vida es un enigma mayor de lo que alguno de nosotros piensa. Me hallaba a un paso de aquel trance y sin embargo descubrí, con humillación, que no tenía nada que decir".

Tremendo y desolador alegato sobre la existencia, sobre el sentido de la vida... Yo, la verdad, no sé si lo tiene. Soy de los que piensa que no. Que estamos aquí por puro azar. Que somos polvo de estrellas, como dice uno de los personajes de El mundo de Sofía, del escritor noruego Jostein Gaarder. Que al final vamos a desaparecer sin dejar rastro. Que todo lo que ha existido se extinguirá sin dejar recuerdo ninguno de su existencia ni de nuestro paso por el mundo. Y no me refiero al paso personal de cada uno de nosotros, que no tiene mayor importancia, sino al de la humanidad completa. De la que nada quedará, ni siquiera memoria...

Hay pocas cosas que puedan consolarnos de ese sinsentido de la existencia, Entre ellas, el amor, la amistad y los libros. El amor de las personas más cercanas: esposos, hijos, nietos, padres, hermanos. La amistad, el más noble de los sentimientos humanos, el que nos hace solidarios con los otros: un poco de generosidad y el hombre es un paraíso para el hombre, dejo dicho Jean-Paul Sartre. Y los libros y la historia, claro, porque nos permiten conocer lo que otros han hecho antes que nosotros; y dejar constancia de lo que nosotros hemos hecho antes de que lleguen los siguientes.

Leí hace tiempo una bellísima autobiografía del escritor israelí Amos Oz, el mismo del que hablaba en mi entrada de ayer, titulada Una historia de amor y oscuridad. Un relato sobre la historia de su familia, que se inicia a mediados del siglo XIX en Europa oriental y continúa hasta el Israel del siglo XXI: Cuando era pequeño, cuenta Oz en las primeras páginas, quería crecer y ser libro. No escritor, sino libro: a las personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil matar a los escritores. Pero un libro, añade más tarde, aunque se lo elimine sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca perdida de Reikjavik, Valladolid o Vancouver.

En esa misma obra de Amos Oz hay unas páginas que el autor dedica a su relación como alumno con el profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén Samuel Hugo Bergman. Casi el único tema que trataba nuestro maestro, dice, en unos encuentros privados que mantenía en su casa todos los lunes con su grupo de alumnos preferidos, era la pervivencia del alma, o la posibilidad, si es que existía alguna posibilidad, de una existencia después de la muerte. De eso nos hablaba, dice Oz, las tardes de los lunes de aquel invierno, mientras la lluvia golpeaba las ventanas y el viento silbaba en el jardín. A veces nos pedía nuestra opinión y escuchaba atentamente, no como un maestro paciente vigilando los pasos de sus alumnos, sino como alguien que estuviera oyendo una obra musical muy compleja y entre todos los sonidos tuviese que localizar uno especial, menor, y determinar su autenticidad.

-Nada, sigue contando Oz, -nos dijo una de aquellas tardes inolvidables para mí, hasta tal punto no lo he olvidado que creo que podría repetir sus palabras casi al pie de la letra-, nada desaparece. Jamás. De hecho la palabra "desaparición" supone que el universo es aparentemente finito y que es posible alejarse de él. Pero naaada (alargó a propósito esa palabra), naaada sale jamás del universo. Ni tampoco entra en él. Ni una sola mota de polvo desaparece ni se añade. La materia se transforma en energía y la energía, en materia, los átomos se unen y se vuelven a separar, todo cambia y se transforma, pero naaada puede pasar de ser a no ser. Ni el más minúsculo pelo que pueda brotar en la punta de la cola de un virus. El concepto de infinito es completamente abierto, abierto hasta el infinito, pero al mismo tiempo es un concepto cerrado herméticamente: nada sale y nada entra.

Pausa. Una sonrisa desnuda e ingenua se expandía como la luz del ocaso por el paisaje de arrugas de su rostro rico, fascinante: 

-Y entonces por qué, tal vez alguien pueda explicármelo, por qué se empeñan en decirme que lo único que se aparta de esta regla, lo único que está destinado a ir al infierno, a convertirse en no ser, lo único a lo que le espera la aniquilación total en todo el universo, donde ningún átomo puede reducirse a la nada, es precisamente a mi pobre alma. ¿Es que cualquier mota de polvo y cualquier gota de agua va a continuar existiendo eternamente, aunque con otra forma, todo excepto mi alma? 

-El alma  -murmuró algún joven y perspicaz genio desde un rincón de la habitación- aun no la ha visto nadie.

-No -aceptó Bergman de inmediato-, pero tampoco las leyes de la física y las matemáticas se las encuentra uno por los cafés. Tampoco la sabiduría, la necedad, el placer o el miedo. Nadie ha metido aun una pequeña muestra de alegría o de nostalgia en una probeta. Pero, mi querido joven, ¿quién te está hablando ahora? ¿Los humores de Bergman te están hablando? ¿Su bazo? ¿Será por casualidad el intestino grueso de Bergman el que está filosofando contigo¿ ¿Y quién, perdóname, provoca en este momento esa sonrisa tan poco agradable en tus labios? ¿No es tu alma? ¿Los cartílagos tal vez? ¿Los jugos gástricos?

Y en otra ocasión dijo:

-¿Qué nos espera después de la muerte? Naaadie lo sabe. De cualquier modo es un desconocimiento que comporta cierta demostración o cierto potencial de persuasión. Si yo cuento esta tarde que a veces oigo la voz de los muertos y que su voz es más clara y comprensible para mí que la mayoría de las voces de los vivos, tenéis todo el derecho a decir de inmediato que este viejo se ha vuelto loco. Que ha perdido un poco la cabeza por el espanto que le causa la cercanía de la muerte. Por tanto no os hablaré de voces, esta tarde os hablaré de matemáticas: como naaadie sabe si hay algo o no hay nada más allá de nuestra muerte, de este desconocimiento absoluto se puede concluir que la posibilidad de que exista algo es exactamente igual a la posibilidad de que no exista nada. Un cincuenta por ciento para la aniquilación y un cincuenta por ciento para la pervivencia. Para un judío como yo, un judío de Centroeuropa de la generación del holocausto nazi, esa posibilidad de pervivencia completamente estadística no es en absoluto despreciable.

Por aquellos años, sigue relatando Oz, también a Gershom Scholem, amigo y admirador de Bergman, le fascinaba al tiempo que le mortificaba la cuestión de la vida después de la muerte. La mañana en que informaron por la radio de la muerte de Scholem escribí: "Gershom Scholem ha muerto esta noche. Ahora lo sabe. También Bergman lo sabe ya. También Kafka. Y mi madre y mi padre. Y sus conocidos y amigos, y la mayoría de los hombres y mujeres de aquellos cafés, aquellos que utilicé para contarme historias y aquellos que ya han caído en el olvido, todos lo saben ahora. Algún día también nosotros lo sabremos. Y mientras tanto seguiremos aquí recopilando diferentes datos. Por si acaso". Por eso he escrito al inicio de la entrada lo de que vivir, a fin de cuentas, no es más que tener una historia que contar a los que vienen después... 

Manuel Fraijó, catedrático emérito de Filosofía en la UNED, mi alma mater, escribía ayer un hermoso artículo en El País sobre el asunto de la muerte. Por mucho que se la intente esquivar, dice en él, la muerte jamás falta a su cita y nunca nos encuentra preparados. “Hay que saber llorar”, decía Unamuno a propósito de ese último viaje para el que no sirve cualquier aprendizaje. Se titula Otra vez es noviembre. Y se lo recomiendo encarecidamente,

Dejó escrito Spinoza, comienza diciendo, que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte. Algunos sociólogos parecen darle la razón al destacar que en las sociedades modernas la muerte pierde visibilidad y tal vez disminuye incluso su carácter dramático. En favor de su tesis aducen, en primer lugar, que gracias a los adelantos de la medicina nuestros padres y familiares más cercanos mueren en edades avanzadas, cuando ya nuestra dependencia de ellos no es tan acuciante; señalan, además, que, por lo general, ya no se muere en casa, sino en los hospitales y clínicas, bajo los cuidados de personas que apenas conocen al paciente y que, por tanto, no pueden sentir su muerte como se sentía cuando esta acontecía en el domicilio familiar; en tercer lugar dan importancia al hecho de que, después del fallecimiento, se hace cargo del cadáver personal especializado —funerarias— que tampoco conoció al difunto durante su vida, algo bien diferente de los tradicionales velatorios en casa. Por último, los cortejos fúnebres suelen evitar el centro de las ciudades. Se argumenta que lo hacen para no entorpecer el tráfico, pero los mencionados sociólogos se malician que los motivos son otros: restar visibilidad a la muerte, evitar a las sociedades bien instaladas en el éxito y el triunfo la contemplación del último viaje, del camino sin retorno. “La verdad de las cosas finitas —escribió Hegel— es su final”. Y un buen conocedor de Hegel, el también filósofo Eugenio Trías, evocó la muerte como “el inicio del más arriesgado, inquietante y sorprendente de todos los viajes”.

Y es que por mucho que se la intente esquivar, añade, la muerte siempre sale airosa, jamás falta a su cita; y nunca nos encuentra preparados. Ortega y Gasset se lamentaba de que ninguna cultura ha enseñado al hombre a ser “lo que constitutivamente es: mortal”. Se trata probablemente del más arduo de los aprendizajes. Religiones y filosofías se juramentaron durante siglos para lograr un correcto ars moriendi; pero el arte de morir siempre será una asignatura pendiente. Ortega se extrañaba, pero ningún mortal aprende a morir, la muerte no se ensaya. Freud pensaba incluso que nadie cree en su propia muerte. El memento mori —recuerda que tienes que morir— resuena a través de los tiempos como constante advertencia filosófica y religiosa.

Una advertencia que en el mes de noviembre se torna —para muchos— meditación y oración y —para todos— recuerdo y gratitud, continúa escribiendo. El “animal guardamuertos”, que según Unamuno somos todos, inicia este mes visitando, adecentando y engalanando con flores sus “moradas de queda”. Así llamaba este genial filósofo, escritor y poeta a nuestros cementerios. Las contraponía a las “moradas de paso”, a las “habitaciones” de los vivos. Y se maravillaba de que, ya en tiempos remotos, gentes que vivían en “chozas de tierra o míseras cabañas de paja” elevasen “túmulos para los muertos”. Con gran vigor concluía: “Antes se empleó la piedra para las sepulturas que para las habitaciones”. Unamuno reposa en su “morada de queda”, en el cementerio de su querida Salamanca. Con razón, a su muerte, escribió Ortega: “Ya está Unamuno con la muerte, su perenne amiga-enemiga. Toda su vida, toda su filosofía han sido, como las de Spinoza, una meditatio mortis”. “Hay que saber llorar” fue la última recomendación unamuniana ante la muerte. Elogió, con su habitual ímpetu, la fuerza de un miserere entonado en días de tribulación.

Aunque Nietzsche calificó a la muerte de “estúpido hecho fisiológico”, añade, lo cierto es que todas las culturas han intentado comprenderla y explicarla. Un antiguo mito melanesio, llamado “la muda de la piel”, la explica así: al principio, los humanos no morían, sino que cuando eran de edad avanzada mudaban la piel y quedaban rejuvenecidos de nuevo. Pero un día aconteció lo inesperado: una mujer mayor se acercó a un río para cumplir con el rito de mudar la piel; arrojó su piel vieja al agua y volvió a casa rejuvenecida y contenta; pero su hijo no la reconoció, alegó que su madre en nada se parecía a aquella extraña joven. Deseosa de recuperar el amor de su hijo, la mujer volvió al río y se puso de nuevo su vieja piel que había quedado enredada en un arbusto. Desde entonces, concluye el relato, los humanos dejaron de mudar la piel y murieron. El origen de la muerte se relaciona en este mito con la única fuerza superior a ella: el amor de una madre.

Otra explicación mitológica, continúa más adelante, muy común en África, es la del “mensajero fracasado”. Según esta leyenda, Dios envió un camaleón a los antepasados míticos con la buena nueva de que serían inmortales; pero al mismo tiempo envió un lagarto con el mensaje de que morirían. Como era de temer, el camaleón se lo tomó con calma y llegó antes el lagarto. Así entró la muerte en el mundo; no se culpa a Dios, sino al pobre y lento camaleón. De parecido tenor es otro motivo, también africano, el de “la muerte en un bulto”. Dios permitió al primer hombre que eligiera entre dos bultos: uno contenía la muerte, en el otro estaba la vida. Como tantas otras veces acontecería a sus descendientes, el primer hombre se equivocó de bulto y nos quedamos para siempre con la muerte.

Estamos ante intentos, muy indefensos, de explicar lo inexplicable, señala. Sin olvidar, naturalmente, que también existe el rechazo de toda explicación, la aceptación serena del perecimiento sin ánimo alguno de vencer a la muerte. Fue el caso, entre tantos otros, de Borges: anhelaba “morir enteramente” y “ser olvidado”.

En realidad, sigue diciendo, son las religiones las que con más ahínco se afanan en salvarnos de la muerte. Casi todas quieren consolarnos con la promesa de que las unamunianas “moradas de queda” no tendrán la última palabra. En concreto, toda la historia del cristianismo es un denodado forcejeo contra la nada como origen y como meta final de la vida. Cuenta Hans Küng que una de sus hermanas le preguntó a bocajarro: “¿Crees realmente en la vida después de la muerte?”. La respuesta fue un “sí” espontáneo, decidido. Küng está convencido de que, tras la muerte, “no me aguardará la nada”. Algo en lo que coincide con el maestro de todos los teólogos actuales, Karl Rahner. También él se pasó la vida argumentando su “no” a la nada. Y entendía la muerte en clave de generosidad. Morir, escribió, es “hacer sitio” a los que vendrán después, es nuestro último ejercicio de amor, responsabilidad y humildad. Es incluso nuestro postrer ejercicio de libertad. Rahner escribió páginas memorables sobre la aceptación libre de la muerte.

Noviembre, concluye su artículo, ha conocido evocaciones melancólicas y titubeantes, pero también mereció un día estos versos del poeta Tagore: “La muerte es dulce, la muerte es un niño que está mamando la leche de su madre y de repente se pone a llorar porque se le acaba la leche de un pecho. Su madre lo nota y suavemente lo pasa al otro pecho para que siga mamando. La muerte es un lloriqueo entre dos pechos”. Sería magnífico que los poetas, además de indudables creadores de belleza, lo fuesen también de realidad. En todo caso, sus versos revelan —lo escribió Antonio Machado— que aún “quedan violetas”. También en noviembre.








Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[Humor en cápsulas] Para hoy miércoles, 2 de noviembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en los diarios Canarias7: Morgan; La Provincia: Padylla y Montecruz, ambos de Las Palmas de Gran Canaria; y El País, de Madrid, en su edición nacional: Forges, Peridis, Ros y El Roto. Espero que disfruten de las mismas.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 1 de noviembre de 2016

[A vuelapluma] Sobre la libertad





Hace unos días que vengo leyendo a trompicones y ratos libres un fascinante libro del escritor israelí Amos Oz y su hija Fania Oz-Salzberger, doctora en Historia, titulado Los judíos y las palabras, en el que intentan dilucidar mediante narración, investigación, conversación y argumentación el por qué las palabras son tan importantes para los judíos.

No creo que sea la porción de sangre de judeo-conversos que corre por mis venas la responsable de la irrefrenable pasión por los libros y la escritura que me corroe por dentro, pero supongo que algo tendrá que ver. Por poner dos ejemplos, el llevar un diario personal que alcanza ya los cincuenta y dos años, desde que tenía 18, y un blog, este que ustedes están leyendo, que ya ha llegado a los diez y que hoy alcanza su entrada número 3000. 

Y por cierto, esta entrada de hoy iba a titularse sobre "La libertad, la tolerancia y el liberalismo", pero los hados quisieron que cuando ya estaba totalmente terminada y solo faltaba apoyar el dedo sobre la tecla "guardar", el texto desapareciera como por ensalmo de la pantalla del ordenador sin posibilidad alguna de recuperarlo. Y la verdad, no me encuentro con fuerzas para reeditarla a base de memoria, que no es mi fuerte. Así pues, hablemos solo, al menos hoy, "Sobre la libertad", y la peculiar idea que sobre la misma tienen algunos energúmenos que alegran el solar patrio desde su calidad de "hombres públicos".

El historiador José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales de la Universidad Complutense de Madrid, escribía hace pocos días en El País que quienes han actuado en nombre del pueblo, la nación o el proletariado han ejercido demasiadas veces la tiranía contra gran parte de esos mismos colectivos y que la tradición antiliberal sigue nutriendo la cultura política española.

No estamos ante un aniversario redondo de la publicación del libro On Liberty, de John Stuart Mill, ni de ninguna otra fecha significativa de la vida de este autor, dice al comienzo del mismo. Pero el momento es tan bueno como cualquier otro para evocarlo, porque en él expresó la esencia de la cultura liberal y hace pensar aún hoy tanto como cuando se escribió.

Su tesis fundamental, sigue diciendo, es sencilla: que nuestra libertad individual debe ser protegida como algo sagrado frente a las intromisiones de los Gobiernos o del conjunto social. Nadie tiene derecho a inmiscuirse en nuestro espacio privado, impidiéndonos u obligándonos a actuar en cierto sentido, incluso si lo hace por nuestro bien o para procurarnos la felicidad. Nadie puede obligarnos a ser buenos. Los únicos límites lícitos a nuestra libertad son los que impiden que perjudiquemos o perturbemos la libertad de otros. Mientras nuestros actos no nos afecten más que a nosotros mismos, nadie tiene por qué imponernos ni prohibirnos nada. De este derecho básico a organizar y dirigir nuestra vida íntima se derivan las libertades de conciencia y expresión.

La defensa apasionada de estas libertades, añade, es el meollo del libro de Mill. En este terreno, todo límite es malo, incluso si quien lo impone disfruta de un apoyo social abrumador. Es dictatorial que la minoría imponga su opinión a la mayoría, pero también que esta no deje hablar a aquella. Porque cuando existen discrepantes, aunque sea uno solo, las posibilidades son dos: que tengan razón, al menos parcialmente, en cuyo caso la sociedad, al prohibirles expresarse, pierde una oportunidad de superar errores generalizados; o que no la tengan, en cuyo caso el debate servirá para revitalizar y fortalecer la opinión dominante. Porque no hay verdad más fuerte que aquella que es explicada y defendida cada día frente a sus adversarios.

La cuestión de fondo, añade, sigue diciendo Mill, es que no existe una verdad absoluta, objetiva e indiscutible. Los individuos somos la única realidad social, el único fundamento de las verdades y los principios morales. Sólo a través de la diversidad y el contraste de opiniones entre nosotros vamos acordando ciertas verdades parciales y transitorias. E incluso sobre estas, nadie es infalible. Eso es lo que no aceptan quienes imponen su opinión a otros, que convierten su verdad, o su certeza, en verdades y certezas absolutas; es decir, que deciden una cuestión para los demás.

Durante siglos, prosigue más adelante, los gobernantes españoles pensaron lo contrario. Y proscribieron la heterodoxia en pro de la concordia social, creyendo que la homogeneidad de creencias evitaba los conflictos. Sofocaron así la creatividad y fomentaron la sumisión, el temor, el conformismo del “doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”. El país se aisló y apenas aportó nada a los formidables avances intelectuales europeos de los siglos XVII a XIX. Mejores resultados alcanzaron otras sociedades con menor temor a los discrepantes.

Y no hablo sólo de un pasado muy remoto, precisa. En mi propia mente tengo viva la imagen de aquel cura de mi colegio clamando, a mediados de los años cincuenta: “Libertad, libertad. Mucho hablar de la libertad. Pero si la Iglesia también está a favor de la libertad... La defiende en China o Japón, para predicar allí el Evangelio. Libertad, sí. Pero libertad para difundir la verdad. Libertad para el error, no. ¿Cómo se puede poner al mismo nivel la verdad y el error?”.

En ese ambiente nos criamos, señala. Nadie nos hizo leer a Stuart Mill (¡ay, lo que pudo ser Educación para la Ciudadanía! Pero para padres de familia). Y así de asilvestrados salimos. Permítanme otro recuerdo: California, durante la guerra de Vietnam, un mitin izquierdista donde tomó la palabra, imprevisiblemente, alguien que defendía la política de Nixon. Nuestro grupo europeo (latino, la verdad: italianos, franceses, españoles) empezó a abuchearle. Uno de los radicales estadounidenses, situado a mi lado, me decía que le dejáramos hablar: “Let him talk!”. Como era de los nuestros, creí que no entendía bien lo que aquel tipo defendía e intenté explicárselo: ¿Pero no ves que es un reaccionario? Y se limitó a repetirme, lento, serio, tajante: “Let-him-talk!”.

Esa tradición antiliberal, dice, sigue nutriendo la cultura política española. Una tradición que no basa la legitimidad en las voluntades individuales sino en la de un ente etéreo, referente de la verdad. Un ente de carácter divino en las viejas monarquías absolutas y que, desde Rousseau para acá, ha encarnado en una colectividad: la nación, el pueblo, el proletariado, la “gente”. Según la lógica rousseauniana, en efecto, si gobierna el pueblo, ¿en nombre de qué se le pueden poner límites?, ¿quién puede proteger al pueblo contra su propia voluntad?, ¿cómo podría el pueblo tiranizarse a sí mismo?

Pero todo Gobierno necesita límites, afirma. Ante todo, porque ese ente ideal que legitima sus decisiones es ilocalizable. Nadie podrá presentarnos nunca a Dios, a la nación o al pueblo, sino sólo a individuos que dicen hablar en su nombre. Esos pueden alcanzar el poder, pero mejor será que este esté dividido y limitado si queremos evitar los abusos que siempre ocurren cuando se concentra en unas únicas manos, libres de trabas. Y, desde luego, que protejamos las libertades individuales básicas frente a su violación por cualquier gobernante o mayoría social.

No sólo el terror jacobino durante la Revolución Francesa sino el leninismo, los fascismos y los populismos han puesto repetidamente de manifiesto los fallos de este planteamiento colectivista/esencialista sobre la legitimidad del poder. Hay demasiados ejemplos de gobernantes que, dice más adelante, en nombre del pueblo, la nación o el proletariado, han tiranizado a gran parte de esos mismos colectivos. No haber puesto límites a su acción política ha sido desastroso.

En España, añade, este antiliberalismo es común a la derecha y la izquierda. Muchos conservadores blasonan de liberales y, cuando tienen el poder, lo ejercen de manera autoritaria, sin aceptar límites y aplastando a sus oponentes. El orden público, la jerarquía social, los principios morales irrenunciables o la unidad de la patria les preocupan más que las libertades individuales. Su liberalismo se reduce a suprimir controles sobre las actividades económicas y privatizar los servicios públicos (para dárselos a sus amigos).

En cuanto a la izquierda radical, afirma, la semana pasada grupos de matones impidieron hablar en la Universidad Autónoma de Madrid a personajes que no eran de su gusto. Que ocurran cosas así, en principio, no es tan escandaloso; siempre habrá locos violentos. Pero sí lo es que les avalen personas que aspiran a gobernarnos, o a legislar en nuestro nombre. Es el caso del secretario general de Podemos, que ha descrito esos hechos como síntoma de la “buena salud política” de que disfruta la Universidad. Coincide con el cura de mi colegio: libertad para predicar, pero sólo la verdad. Lo contrario de lo que defendía Stuart Mill.


Dibujo de Eduarda Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Humor en cápsulas] Para hoy martes, 1 de noviembre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en los diarios Canarias7: Morgan; La Provincia: Padylla y Montecruz, ambos de Las Palmas de Gran Canaria; y El País, de Madrid, en su edición nacional: Forges, Peridis, Ros y El Roto. Espero que disfruten de las mismas.






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lunes, 31 de octubre de 2016

[Humor en cápsulas] Para hoy lunes, 31 de octubre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en los diarios Canarias7: Morgan; La Provincia: Padylla y Montecruz, ambos de Las Palmas de Gran Canaria; y El País, de Madrid, en su edición nacional: Forges, Peridis, Ros y El Roto. Espero que disfruten de las mismas.






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[Historia] Los socialistas, la democracia y la monarquía



La diosa Clío, musa de la historia


Para cuando ustedes lean esta entrada en Desde el trópico de Cáncer, Mariano Rajoy, del partido popular, ya habrá sido investido como presidente del gobierno de España por el Congreso, gracias a la abstención de 68 diputados del partido socialista. Yo hubiera preferido otro presidente del gobierno para mi país, pero es lo que hay. 

Aunque me defino de izquierdas y socialdemócrata, y por tanto no marxista, no estoy afiliado a ningún partido. La mayor parte de mis amigos se declaran de izquierdas, muchos socialistas, y algunos, menos, votantes de Podemos. Por respeto a ellos, a los primeros, no he querido intervenir en exceso en la polémica que ha sacudido hasta los cimientos a los afiliados, votantes y simpatizantes del partido socialista. Pero me duele la polémica porque creo que se han formulados juicios precipitados sobre la misma. Creo que se equivocan muchos de sus afiliados, votantes y simpatizantes cuando piensan que lo que han hecho los diputados del partido socialista al abstenerse es una traición a sus principios; creo que se equivocan cuando piensan que la ideología y los principios del socialismo deben estar por encima de los principios de la democracia; creo que se equivocan cuando piensan que hay otras formas de democracia distintas y mejores que la representativa; y creo que se equivocan cuando piensan que la Transición fue un enorme engaño en el que cayeron, como imbéciles, los dirigentes socialistas de aquel entonces. No; creo honestamente que se equivocan los que así piensan, porque tanto los diputados socialistas de 1978, con Felipe González a la cabeza, como los 68 diputados socialistas de octubre de 2016, han antepuesto los intereses de todos los españoles y de una democracia que acoja a todos ellos, sean estos de derechas o de izquierdas, al triunfo improbable y siempre parcial de sus propios intereses como partido. Y creo que se equivocan también aquellos socialistas que enarbolan como propia, con honestidad no exenta de nostalgia pero también con ignorancia, la bandera tricolor de la II República, rechazando como ajena la que lo es de todos desde hace más de 250 años. La bandera tricolor es el símbolo de una democracia perdida y añorada, pero que nunca lo fue; porque no la dejaron, sí, pero porque tampoco supo ser la de todos y para todos por desgracia para los españoles.

Ese mismo reconocimiento a los socialistas de 1978 lo hago extensivo también con todo merecimiento al partido comunista español y a sus dirigentes de aquel momento histórico, y a su secretario general Santiago Carrillo. Que fuera oportunismo su gesto de aceptación de la monarquía y la bandera de todos, se me escapa. Pero fue un gesto que hizo posible el inicio de la paz y la reconciliación de los españoles de buena fe, y de una verdadera democracia por vez primera en toda nuestra historia. Paz y reconciliación que 38 años después algunos, no de tan buena fe como cabría esperar, se empeñan en negar, desde la derecha y desde la izquierda. 

Ignoro si mis palabras anteriores van a molestar a algunos lectores habituales del blog y desilusionar a algunos amigos. Lo siento. Por ellos, y por mí sobre todo, porque nunca he antepuesto mis ideas políticas a mi relación con las personas, y menos aún con mis amigos. Pero algunas veces, aunque, no soy de los que creen eso de que la verdad nos hace siempre libres, conviene decir lo que uno piensa para que otros no crean eso que dicen también de que el que calla otorga.

Les pido perdón por este largo excurso porque la verdad es que el motivo de esta entrada no era hablar de la elección de Mariano Rajoy como presidente del gobierno sino de un libro recientemente publicado sobre la interesante y complicada historia del socialismo español con la democracia y la monarquía (y la república).

Manuel Álvarez Tardío, profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos, autor de Anticlericalismo y libertad de conciencia. Política y religión en la Segunda República Española (1931-1936) (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002); El camino a la democracia en España. 1931 y 1978 (Madrid, Gota a gota, 2005); y, con Roberto Villa García, El precio de la exclusión. La política durante la Segunda República (Madrid, Encuentro, 2010), publicaba hace unos días en Revista de Libros un artículo titulado "Los socialistas y la monarquía", reseñando el reciente libro del también historiador Juan Francisco Fuentes, titulado Con el rey y contra el rey. Los socialistas y la monarquía. de la Restauración canovista a la abdicación de Juan Carlos I (1879-2014) (Madrid, La Esfera de los Libros, 2016)

Muy pocos días después del golpe de los bolcheviques en Rusia, señala el profesor Álvarez Tardío, en plena Guerra Mundial, "El Socialista" reconocía abiertamente en su editorial el «asombro y dolor» por una acción que podía poner en peligro la victoria de los aliados. Pero había también algo más en esas reservas. Varios meses más tarde, Pablo Iglesias mantenía una posición de abierta discrepancia, calificando lo de los bolcheviques como una «perturbación». A la vez, justificaba la huelga general apoyada por los socialistas españoles en 1917 y señalaba que entre los objetivos de esa acción estaba conseguir una república en la que las organizaciones obreras fueran influyentes. Quedaban por delante meses de profundas discusiones y congresos extraordinarios hasta la derrota de los terceristas y la consumación de la escisión comunista. Eran los años, además, de la crisis de la Monarquía de la Restauración, en los que los socialistas españoles se enfrentaban a problemas domésticos decisivos para su futuro. Por entonces, pese a sus más de treinta años de vida, no eran ni de lejos el grupo de gran afiliación e influencia que llegarían a ser a partir de 1931. Su capacidad para competir con éxito en las elecciones y consolidar un partido que les permitiera ser un factor de peso en la redefinición constitucional del régimen de 1876 venía dado no tanto por los posibles obstáculos que impedían la democratización de la monarquía, como por una evidente y paralizante ortodoxia marxista, en virtud de la cual buena parte de la elite socialista seguía instalada en posiciones ambiguas y radicales que no contribuían a desterrar el lenguaje de la dictadura del proletariado y la lucha de clases en beneficio del de los derechos individuales y el reformismo parlamentario. Si ya hacía casi veinte años que Eduard Bernstein había explicado a sus compañeros alemanes que el socialismo no era un punto de llegada, sino un camino, y que si la libertad y la dignidad del individuo se subordinaban a la revolución el resultado no podía ser otro que una nueva forma de tiranía de partido, en la mayoría de los socialistas españoles esas reflexiones no habían calado. Actuaban con cierta prudencia en beneficio de la estabilidad de su organización, y tanto por ese pragmatismo como porque advirtieron que la dictadura del proletariado de Lenin era la dictadura del partido bolchevique, se mantuvieron a cierta distancia del aventurismo revolucionario.

Por eso, dice más adelante, en parte, reaccionaron como lo hicieron cuando, en septiembre de 1923, un golpe de Estado acabó con el orden constitucional, es decir, no secundaron ninguna acción de movilización y protesta y esperaron a ver venir los acontecimientos. Porque su línea de acción hasta finales de 1930 puede definirse como la de un conservadurismo notable de la organización, no incompatible, antes al contrario, con una ortodoxia marxista totalmente ajena al revisionismo bernsteiniano y, por tanto, basada en la idea de que no había, para ellos, motivo alguno para preferir instituciones liberal-constitucionales antes que cualesquiera otras mientras el orden socioeconómico y, por tanto, la lucha de clases estuvieran vigentes. Pablo Iglesias había hablado de República en 1918 y seguiría hablando de dictadura del proletariado. Pero el rasgo fundamental que caracterizaba a los socialistas españoles antes de 1930, y que explica su reacción acomodaticia con la dictadura de Primo de Rivera, no consistía en situarse, primero y por encima de todo, en el debate entre libertad y despotismo, sino en considerar ese debate una preocupación pequeñoburguesa que podía distraerles en el camino de la consolidación de su organización sindical y en la preparación del terreno para la inexcusable, aunque ciertamente imprecisa y siempre inalcanzable, revolución social. Así las cosas, la monarquía, el parlamento, las elecciones y, más globalmente, las instituciones del Estado de derecho, eran asuntos con los que relacionarse de forma problemática e imprecisa, advirtiendo en última instancia que todo eso no formaba parte de su camino y de sus preocupaciones, si bien puntualmente podían dedicarle alguna atención. Monarquía o república eran cuestiones accidentales, hasta el punto de que monarquía seguía siendo España cuando ellos colaboraron con la dictadura de Primo de Rivera.

Y esa percepción, sigue diciendo, sólo cambió cuando se decidieron a apoyar el movimiento republicano en 1930 y se encontraron, literalmente de la noche a la mañana, en abril de 1931, con que podían profundizar en la línea iniciada en los años previos y utilizar el poder, ahora republicano, para consolidar su posición sindical y modificar más profundamente las normas del mercado laboral y el campo educativo como paso previo a transformaciones más profundas. No formaban un bloque monolítico y existían, obviamente, diversas corrientes internas y liderazgos que rivalizaban entre sí provocando fuertes tensiones internas. Pero la etiqueta del accidentalismo era, probablemente, lo que mejor casaba con la trayectoria del socialismo español desde principios de siglo hasta el tiempo de la Segunda República. Porque, como se demostró con la llegada de esta última, lo relevante, para ellos, no era en absoluto la conciliación de la teoría liberal del Derecho con una postura de socialismo reformista –el sector que más se acercaba a esa posición nunca fue muy fuerte–; no, dentro de objetivos sindicales y políticos muy concretos, articulados de forma imprecisa en torno al lenguaje de la revolución, república o monarquía eran cuestiones accidentales en un camino en el que lo importante era derribar obstáculos tradicionales y afianzar la organización: claro está que a costa de anarquistas y católicos. No en vano, cuando empezó el debate constituyente de la república, los socialistas no sólo carecían de una propuesta concreta para articular institucionalmente la división de poderes, sino que su mayor preocupación, como reconoció abiertamente su jurista de cabecera, Luis Jiménez de Asúa, era hacer o no hacer una Constitución de partido. Es decir, la república como entramado institucional al servicio de la libertad individual, el pluralismo y la competencia pacífica por el poder no era una convicción socialista, ni siquiera una preocupación prioritaria. La república importaba como entramado de poder al servicio de conquistas concretas y progresivas que permitieran, bajo la etiqueta de reformas, justificar su colaboración.

Cuarenta y seis años más tarde, en 1977, continúa diciendo, no sólo habían cambiado las elites del socialismo español, sino que también lo habían hecho las circunstancias nacionales e internacionales. Había pasado, además, mucho tiempo, el suficiente para reflexionar a fondo sobre el papel del PSOE en la política de los años treinta y encajar, incluso, algo de autocrítica respecto de la quiebra de la democracia y el transcurso de la Guerra Civil. Pero lo más importante, por lo que se refiere a la inminente conciliación de socialismo, democracia representativa y monarquía, residía en una audaz apuesta de una nueva elite que comprendió dónde había estado buena parte del problema de su partido antes de 1936. Lo expresó muy bien el socialista Gregorio Peces-Barba en un artículo publicado en la revista Sistema en abril de 1977, cuando escribió sobre los impedimentos que habían «retrasado la existencia de una teoría socialista del Derecho y del Estado» que fuera ¡nada menos! que «integradora de la teoría liberal democrática». Los impedimentos no eran otros que las raíces de la ortodoxia marxista que había acompañado a los socialistas desde los tiempos de Pablo Iglesias: la llamada «determinación de la superestructura, y dentro de ella del Derecho y del Estado por la infraestructura de las relaciones de producción, de una manera simplista y mecánica y la progresiva desaparición del Derecho y del Estado en la sociedad socialista». Todas esas «barreras para la reflexión» de las que hablaba Peces-Barba eran, en realidad, las barreras intrínsecas al marxismo socialista que habían impedido, tanto en tiempos de la monarquía de Alfonso XIII como en el de la Segunda República, colocar al PSOE en una posición que sí adoptaría en 1978: aquella desde la que la «perspectiva liberal democrática» no era el enemigo a derrotar, sino el elemento a integrar en una reformulación del socialismo en la que quedara claro que el Estado de derecho y la protección jurídica de los derechos individuales no podían ser elementos irrelevantes en una discusión ideológica que primara elementos «tan inmaduros y tan toscos como el de dictadura del proletariado». De este modo, los dirigentes socialistas iban a desembocar en el trascendental debate constituyente desde una posición para la que la monarquía no tenía por qué ser un obstáculo, sino todo lo contrario, en el proceso de construcción de un Estado nuevo que podía y debía integrar elementos de una teoría del Derecho socialista a partir de la «continuidad dialéctica», que no del enfrentamiento estéril, entre lo que Peces-Barba llamaba «liberalismo-democracia y socialismo».

Cómo pudo llevarse a cabo ese tránsito, señala, entre un socialismo accidentalista que abrazó la Segunda República como oportunidad de transformación radical del país en el marco de un régimen acaparado por las izquierdas, hasta un socialismo democrático que, sin dejar de ser accidentalista, se aferró a la monarquía «de todos los españoles» para construir un Estado de derecho que era antes liberal que socialista, pero que abría enormes oportunidades de transformación social y económica, es una de las historias más fascinantes de la compleja evolución de la política española en el siglo XX. Y esa historia es la que ha contado y analizado Juan Francisco Fuentes en su último libro: Con el rey y contra el rey. Los socialistas y la monarquía, bien editado por La Esfera de los Libros.

Fuentes es uno de los mejores historiadores de la política española del siglo XX, dice más adelante, como ha demostrado ya con varios títulos, entre los que destaca la sobresaliente biografía de Adolfo Suárez. Además, su buen conocimiento del socialismo español –publicó también una biografía de Largo Caballero– y, en general, de la complejidad de la evolución institucional de nuestro país, son credenciales más que suficientes para abordar una cuestión tan espinosa como una historia del socialismo español en sus más de ciento treinta años de vida. Porque el libro Con el rey y contra el rey no es solamente una narración de la relación entre el partido de Pablo Iglesias y la monarquía, sino un intento de explicar las claves de una evolución cargada de paradojas y no pocos sinsentidos entre los socialistas, la revolución y la democracia.

Uno de los méritos indudables del trabajo que ha realizado Fuentes, añade, es que no renuncia a plantear ninguno de los problemas que han jalonado la larguísima trayectoria del socialismo español. Con todo, si bien el libro aborda en sus comienzos la mala relación del PSOE con la monarquía de la Restauración, el grueso del mismo está centrado en la evolución de los socialistas tras la Guerra Civil y su incuestionable e importante contribución a la construcción de una democracia inclusiva (ahora sí) a partir de 1977. Como explica Fuentes, «la república nunca fue una prioridad para los padres fundadores del PSOE» (p. 425). Se comprende peor por qué, manteniendo vigente la lógica del análisis marxista, dejaron de considerar que era una «falsa ilusión» y se comprometieron con la República de 1931. Pero, como señala Fuentes, lo indiscutible (si bien casi desconocido por las elites del socialismo de la era pos-Rodríguez Zapatero) es que lo de los años treinta fue «una mala experiencia», y no sólo por la guerra. Sin esta consideración no se entiende, como ha explicado el autor, que durante los años del exilio fuera fraguándose una autocrítica y un balance del tiempo pasado que, sumado al cambio de contexto social, económico e internacional, preparó a los socialistas para convertirse en protagonistas de una democratización que, como pedía Peces-Barba, no aspiraba a demoler, sino a integrar una teoría del Derecho liberal. El porqué no siguió siendo un obstáculo la monarquía fue, como explica Fuentes, primero por el hecho de que los socialistas ya se habían acostumbrado a negociar con monárquicos para acabar con Franco antes de 1975, pero, sobre todo, porque Felipe González y otros altos dirigentes socialistas de la Transición comprendieron algunas lecciones centrales del pasado y, a diferencia de la experiencia de los años treinta, no permanecieron presos de las trampas que se derivaban de sus obsesiones ideológicas. Así, comprendieron que si la monarquía contribuía a una «ruptura» constitucional pactada e integradora, no cabía sino darle la bienvenida. Es verdad que no fue un camino fácil y el libro de Fuentes demuestra que no siempre la aceptación de la monarquía llegó con una sólida reflexión histórica y teórica, sino por pura contemporización y cálculo de intereses. Pero esta vez, al menos, el pragmatismo y el accidentalismo contribuyeron a una posición política basada en la weberiana ética de la responsabilidad.

Pero el libro de Fuentes no acaba ahí, concluye diciendo. Buena parte de su valor reside, además, en que el lector encontrará otras doscientas páginas más, después del análisis de la transición a la democracia, sobre la evolución de los socialistas en la monarquía parlamentaria desde 1979 hasta hoy. Páginas en las que se formulan algunas respuestas a preguntas de tanta actualidad como son la relación entre los presidentes del gobierno y el titular de la Corona o la verdadera dimensión del papel del rey en la política exterior. Lo cierto, en todo caso, es que buena parte de esa larga historia lo es de liderazgos o de su ausencia, y también, por tanto, de relaciones personales, sin las que no se entiende no ya el binomio socialismo-monarquía, sino la relación entre el PSOE y la democracia representativa. Hace bien Fuentes en concluir citando unas palabras pronunciadas por Felipe González a mediados de 2014 y que reflejan buena parte del problema, a la vez que solución, de la cuestión socialismo-monarquía en la España del siglo XX: «Mis compañeros se confunden al decir que los socialistas siempre hemos sido republicanos. No es así. Éramos accidentalistas».



Manifestación republicana



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domingo, 30 de octubre de 2016

Política] Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados. Tercera jornada del debate de investidura de Mariano Rajoy como presidente del gobierno





Desde este enlace pueden ustedes acceder al Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados correspondiente al día 29 de octubre de 2016, con el desarrollo completo de la tercera jornada del debate de investidura de Mariano Rajoy, del partido popular, en la que ha resultado elegido presidente del gobierno de España a propuesta de S.M. el Rey.

Si prefieren ver la sesión en vídeo pueden hacerlo desde este otro enlace.  







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[Humor en cápsulas. Para hoy domingo, 30 de octubre de 2016





El Diccionario de la lengua española define humorismo como aquel modo que presenta, enjuicia o comenta la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios.

Como yo no soy humorista, me quedo con la primera acepción, y a partir de hoy, siempre en la medida de lo posible, iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en los diarios Canarias7: Morgan; La Provincia: Padylla y Montecruz, ambos de Las Palmas de Gran Canaria; y El País, de Madrid, en su edición nacional: Forges, Peridis, Ros y El Roto. Espero que disfruten de las mismas.







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