miércoles, 11 de febrero de 2009

Eluana

Pensaba escribir un dolorido artículo sobre Eluana Englaro, la joven italiana fallecida el pasado día 9 después de 17 años en estado de coma. Pensaba escribir también sobre la hipocresía de que hace gala la jerarquía católica italiana y el monarca absoluto del estado teocrático y totalitario más antiguo de la historia de la humanidad. Pensaba escribir, finalmente, sobre el cinismo de ese bufón impresentable, ateo, mafioso, golfo y desvergonzado individuo que preside el Consejo de Ministros de la república italiana... Pero mejor, lo dejo. Como dice el viejo refrán castellano, "el mayor desprecio es no hacer aprecio"; ni siquiera para insultar... Descansa en paz, Eluana. Como decían tus antepasados, "Sit tibi terra levis" (Que la tierra te sea leve).

Les dejo con la lectura de sendos artículos que en El País de hoy escriben sobre este suceso la profesora de Filosofía Moral y Política de la Universidad de Barcelona, Margarita Boladeras, y el corresponsal de dicho diario en Roma, Miguel Mora. Sean felices. Tamaragua. (HArendt)




Fotos:

(1) Eluana Englaro:
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(2) Benedicto XVI:
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(3) Silvio Berlusconi:
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Eluana Englaro




"Eluana: derechos frente a despotismo", por Margarita Boladeras
Catedrática de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Barcelona
(El País, 11/02/09)

Berlusconi y la Iglesia se han aliado para violar tanto los deseos de una paciente y su familia como las decisiones de los tribunales italianos. Querían mantener indefinidamente un estado vegetativo irreversible.

El día 9 de febrero, a las 20.10 horas, murió en la clínica La Quiete, de Udine, Eluana Englaro, la italiana de 38 años que estaba en estado vegetativo irreversible desde 1992, cuando sufrió un accidente de tráfico. Esta dramática situación ha llegado al extremo de la mayor injusticia y crueldad por la actuación de algunos médicos y fiscales, así como por un Gobierno que ha desafiado los derechos de los ciudadanos y las sentencias judiciales, para proclamarse protector de los dogmas de una Iglesia, hasta el punto de intentar legislar de forma inconstitucional. El pulso entre el Gobierno italiano y los jueces ha alcanzado niveles tan grotescos como dolorosos para la sociedad de aquel país.
Durante los últimos 11 años, el padre de Eluana venía reclamando el derecho de su hija a rechazar un tratamiento médico que no podía aportar ninguna mejora y que era fútil. En estas situaciones aparece el poder actual de la medicina y sus flaquezas: puede mantener la vida vegetativa de una persona durante años, algo impensable en otras épocas, pero es incapaz de restablecer la vida psíquica y personal, y algunos grupos confesionales se resisten a admitir que la obstinación terapéutica es mala praxis médica.

Ella no podía hablar, pero su familia sabía que no hubiera querido permanecer en esta situación. Como tutor, el padre podía reivindicar la voluntad de Eluana y tomar la decisión de interrumpir la hidratación y la alimentación artificial, pero las denuncias de médicos y fiscales lo impidieron. Once años de pleitos y debate público; todo lo contrario del respeto a la intimidad y a la autonomía personal.

Por fin, en 2007, los jueces determinaron que Beppino Englaro, como tutor, tenía el derecho de aceptar o rechazar los tratamientos propuestos, a pesar de que "actualmente hay una carencia legislativa que proporcione las indicaciones en casos de petición de suspensión de tratamientos médicos por parte de los tutores de personas en coma y sin esperanzas de mejoría" (Tribunal de Apelación de Milán). En 2008, la Audiencia de Milán falló a favor de la interrupción de la hidratación y la alimentación artificial.

Cuando parecía que se habían aclarado las cuestiones fundamentales del caso, es decir, que, por el principio ético y constitucional de respeto a su autonomía y a su dignidad, toda persona tiene el derecho de aceptar o rechazar los tratamientos médicos que se le proponen -por sí misma si es capaz y, si no lo es, a través de su representante legal-, la fiscalía de nuevo recurrió la sentencia porque consideraba que no se había comprobado con suficiente objetividad la irreversibilidad del estado vegetativo persistente. En noviembre de 2008, el Tribunal Supremo italiano zanjó esta cuestión, amparando la petición de la familia Englaro.

En lugar de permitir un desenlace discreto, respetando la intimidad y el dolor de estas personas, una vez más los políticos de la derecha manipuladora y despótica entraron a saco, instrumentalizando el caso y masacrando los sentimientos y las convicciones más personales de la familia Englaro y de todos los que piensan como ellos, en aras de la defensa de una forma de entender la vida que no tiene respaldo constitucional ni ético racional. Han llegado a prohibir las actuaciones autorizadas por los jueces en los centros sanitarios públicos y a amenazar a los posibles colaboradores. Muchos hemos contemplado estupefactos, indignados y tristes cómo se tergiversan los hechos y los argumentos para imponer el control del Gobierno sobre el dominio de la vida y de la muerte, en contra de los derechos ciudadanos.

El punto culminante de las medidas del Gobierno de Berlusconi ha sido su intento de promulgar una ley para prohibir la muerte de Eluana, y ello no ha creado más que confusión, crispación y temor. ¡Hasta el presidente de la República Italiana la ha calificado de inconstitucional! No podía ser de otra manera, pues la judicatura había aclarado suficientemente las cuestiones de principios fundamentales. Giorgio Napolitano ha declarado: "El monopolio de la solidaridad y la autoridad moral no es patrimonio de nadie. Tampoco el fin de la vida".

Esta apuesta tan decidida del Gobierno italiano de Berlusconi indica la dureza que están dispuestos a emplear los que se oponen a la ética racional. Hace siglos que el poder político y el dogma religioso se apoyan para tener el dominio de la vida y la muerte de las personas. Dicen que defienden la vida humana, pero no respetan los derechos humanos ni la legislación europea sobre el derecho a la autonomía del paciente y el consentimiento informado.

El señor Englaro ha manifestado: "Espero que su historia sirva para que la gente entienda que la medicina debe pensar mil veces antes de crear situaciones que no existen en la naturaleza. Eso es de locos. La vida es vida, la muerte es muerte. Blanco o negro. Las personas vivas son capaces de entender y decidir por sí mismas. Yo he pedido por caridad que dejen morir a mi hija Eluana. La condena a vivir sin límites es peor que la condena a muerte. En la familia, los tres habíamos dejado clara nuestra posición. Lo hablamos muchas veces. Vida, muerte, libertad, dignidad. Somos tres purasangre de la libertad. No necesitamos escuchar letanías. Ni culturales, ni religiosas, ni políticas".

Esta libertad que reclama la familia Englaro es lo que el actual Gobierno paternalista y demagógico de Italia no está dispuesto a tolerar. Quiere mantener la vida vegetativa irreversible pero no respeta la integridad de la vida física, psíquica y moral, ni la dignidad de cada persona de acuerdo con sus convicciones.

¿Cuántos años necesitará Italia para tener una legislación acorde con los derechos fundamentales de las personas en este ámbito, que impida las intromisiones partidistas y sectarias?

En España la situación es clara para los casos de interrupción del tratamiento médico. La Ley 41/2002, de 14 de noviembre, Básica Reguladora de la Autonomía del Paciente, reconoce el derecho de los pacientes y de sus tutores a solicitar la interrupción de un tratamiento médico. Inmaculada Echevarría, de Granada, se acogió a esta norma; el dictamen que elaboró la Comisión Permanente del Consejo Consultivo de Andalucía reconoció que "el ordenamiento aplicable permite que cualquier paciente que padezca una enfermedad irreversible y mortal pueda tomar una decisión como la que ha adoptado doña I. E. [...] Se trata de una petición amparada por el derecho a rehusar el tratamiento y su derecho a vivir dignamente". El fin de Inmaculada, igual que el de Eluana, no debe calificarse de eutanasia, sino de suspensión de un tratamiento médico.

Con todo, nuestro país también ha sufrido la irresponsabilidad política en casos tan graves como el de Leganés, que ha tenido consecuencias negativas en la administración de la sedación terminal a los enfermos y en la seguridad de los profesionales que deben tratarlos.

Queda mucho trabajo que hacer para lograr claridad de ideas en todos los que tienen responsabilidades en estas cuestiones y en las personas en general. El debate público es importante y debería ayudarnos a superar la manipulación que algunos sectores pretenden. La preservación del verdadero sentido de la vida y de la dignidad humanas dependen de ello, así como la evitación de mucho sufrimiento innecesario.




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Benedicto XVI: Monarca absoluto del Estado Vaticano




"Italia después de Eluana. El padre que ganó al Papa y a Berlusconi", por Miguel Mora
Corresponsal en Roma
(El País, 11/02/09)

Gobierno y Vaticano se aliaron por el 'caso Eluana' - Su progenitor, héroe de los laicos, es tachado de "asesino".

Para el Vaticano y el Gobierno de Silvio Berlusconi, Beppino Englaro es un "verdugo" y un "asesino". Lo reiteraron ayer en sus primeras páginas el periódico de la Santa Sede, Avvenire, y el de la familia de Berlusconi, Il Giornale. Si creemos a los que le conocen, y a muchos ciudadanos, compatriotas o no, Englaro es el verdadero Cavaliere, un referente laico, un ejemplo cívico, el padre que cualquier hijo desearía tener.
¿Cómo se explica esa divergencia de opiniones?

La historia empieza el 18 de enero de 1992. Eluana Englaro tiene 21 años y sale con unos amigos. Sus padres le han dejado su BMW. Al volver a casa, encuentra hielo en la carretera. El coche hace un trompo. Se parte el cráneo y la segunda vértebra cervical. Queda paralizada, su cerebro se desprende de la corteza. No siente dolor, no se mueve. Pero respira. Le hacen una traqueotomía antes de que sus padres lleguen al hospital. Vive, o al menos es un simulacro de vida. El padre ruega que la dejen morir. Los médicos, que no pueden.

Un año después, diagnóstico definitivo: estado vegetativo permanente, deberá ser alimentada con sonda. En 1994, las monjas misericordinas le dan una habitación en el hospital Beato Luigi Talamoni. Eluana había nacido allí. Y allí iba a permanecer, inconsciente, hasta este 6 de febrero.

Beppino Englaro es un tipo cabal y determinado, alto y enjuto, de perfil afilado. Cuando Eluana vivía, dirigía una pequeña empresa de moquetas y suelos de linóleo. Desde hace 11 años, ha dedicado su vida a defender la dignidad de su hija. Su derecho a morir. El precio ha sido altísimo. El lunes, mientras hablaba con este periódico por móvil, sonó el fijo de su casa. Englaro respondió "grazie, grazie" y colgó. Era una de las varias llamadas diarias que le tachan de asesino.

Ayer, Englaro viajó hasta Udine con escolta policial para ver por última vez a su hija. Eluana será incinerada y enterrada en Paluzza, provincia de Udine, el pueblo natal de Beppino, junto a su abuelo paterno. Sin funeral.

Mientras la campaña de desinformación sigue lanzando basura contra los médicos y la familia, el fiscal de Trieste dijo que no ve "el menor indicio de delito en la muerte de Englaro". Una periodista de la RAI, Marinella Chirico, que entró en la habitación de Eluana el domingo con permiso del padre, contó que verla fue una "experiencia devastadora". El padre habría podido enseñar una foto actual de su hija para callar bocas. No lo ha hecho.

Italia, entretanto, se ha fracturado en dos y se ha convertido en escenario de odio y manipulación. "Con la instrumentalización de una tragedia nacional y familiar", escribió ayer Ezio Mauro, director de La Repubblica, "y los ecos oscuros de quien intenta transformar la muerte en política, empieza la fase más peligrosa de nuestra historia reciente".

Los Englaro han ganado su batalla legal. Pero ellos y el país han sufrido un coste enorme. La aspiración de civilización, su fe en el Estado laico, su espíritu de libertad han sido ultrajados, en lo que Anna Finocchiaro, la senadora del PD, ha llamado "los chacales de la política". Italia ha tardado 11 años en hablar sobre el fin de la muerte. Fue en 1998, ante el abandono en que se encontraba, cuando Englaro pidió ayuda por primera vez al Estado. Tras las primeras sentencias contrarias, 1999 y 2003, se remitió a los políticos. Hasta ahora, doce gobiernos distintos habían mirado a otro lado, negándose a legislar.

¿La razón? El Vaticano se oponía, el centro izquierda era incapaz de llegar a una posición común, la derecha prefería resolver el asunto por debajo de la mesa.

Mientras eso sucedía, los jueces hacían el trabajo de la política. En julio de 2008, Apelación dice que se puede suspender la alimentación de un paciente si su estado es irreversible y se constata su voluntad. Derecho a morir. La avanzada Constitución italiana es la base de la sentencia. La Iglesia tiembla. Hay 2.000 personas alimentadas así en Italia.

En enero de 2008 ha caído el Gobierno Prodi. Claro, que eso tampoco garantiza nada: Berlusconi es un divorciado, poco de fiar, ni siquiera puede comulgar, su mujer confesó un aborto terapéutico en el extranjero. La Iglesia coloca en la secretaría de Estado de Sanidad a uno de los suyos, Eugenia Roccella, integrista provida. Ella moverá los hilos bajo la mirada del ministro, Maurizio Sacconi, ex socialista, laico en su juventud, ahora gente de orden.

El Parlamento se moviliza por fin el verano pasado. Plantea un conflicto de competencias al Constitucional, y éste determina que la magistratura, y no el legislativo, debe solucionar el caso. La fiscalía recurre. Las "togas rojas" siguen dando la razón a la familia. En Italia y en Estrasburgo. El 13 de noviembre de 2008, el Supremo confirma que Eluana puede morir. El 22 de diciembre, la Corte Europea rechaza el recurso de las asociaciones católicas. "Por fin será libre", dice su padre.

Arde Troya. El Papa lanza a sus mejores hombres a la arena. Porta a Porta, el programa de la RAI, abre sus salones a los cardenales. Hace reportajes sobre comas reversibles. Dice que Englaro mata a su hija basándose en una voluntad presunta. El 68% que apoyaba a la familia en 1999 baja al 55% en un mes.

La propaganda es fácil: dejar de alimentar a Eluana es un asesinato, todos los que estén a favor militan en la cultura de la muerte. Juego sucio, censura, insultos, demagogia, invocaciones desde el palacio de San Pedro... Vale todo.

Llega el momento. En el Senado se votan las enmiendas a la Ley de Seguridad de Roberto Maroni, ministro de la Liga Norte, socio clave de la mayoría. La Iglesia ha dicho que es una ley xenófoba. Buen momento para mostrar las uñas. Siete diputados católicos de la derecha votan con la oposición y tumban la enmienda. No es decisivo, porque la ley debe ir todavía a la cámara. Es una oferta.

En dos días, Berlusconi aprueba la ofensiva final. El cardenal Tarcisio Bertone, recién llegado de su periplo por la España socialista, se pone al mando. Roccella lanza el decreto salva Eluana. Berlusconi aprueba el texto pese a que el presidente napolitano sostiene que es inconstitucional. La Curia transmite su "desilusión" con el jefe del Estado... italiano.

Un simple vendedor de moquetas ha puesto en jaque con su laicismo y su fe en la legalidad a los poderes fuertes. "No comprenden la legalidad a la luz del sol", dice a este diario el domingo. "La Iglesia no puede imponerme sus valores". Casi todos los medios silencian el titular: "Una condena a vivir sin límites es peor que una condena a muerte".

El lunes, alcanza su trágico objetivo. Su única hija, su "esplendor", como la llamaba, se apaga a las 19.35, en pleno debate del proyecto de ley que prepara el Senado para intentar salvarla. Su médico, Amato de Monte, da a Englaro la noticia: "Tua bambina", le dice.

Su bambina tenía once años cuando sus padres le reprendieron. Ella se encaró y les dijo: "¿Y vosotros qué tenéis que ver con mi vida?". Durante 6.233 días, esa rebelde nata vivió atada a una sonda. Hace hoy 80 años justos, Italia y el Vaticano se separaron en dos Estados. Ahora, los chacales han unido otra vez sus destinos. La pobre Eluana ha escapado a tiempo. La pobre Italia deberá convivir con ellos.





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Silvio Berlusconi: Presidente del Consejo de Ministros italiano




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martes, 10 de febrero de 2009

Religión contra Democracia

"La política moderna es un capítulo dentro de la historia de la religión". Quién así se expresa tan contundéntemente es John Gray, autor de "Misa negra. La religión apocalíptica y la muerte de la utopía" (Paidós, Barcelona), catedrático de Pensamiento Europeo en la London School of Economics de Londres. Y quien da cuenta de ello es Álvaro Delgado-Gal, profesor en la Faculta de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid y director de Revista de Libros, en el artículo central del número de febrero. "El genio dentro de la botella", que es su título, sirve al profesor Delgado-Gal para comentar el citado libro de Gray así como otra de sus más famosas obras: "Perros de paja. Reflexiones sobre los humanos y otros animales" (Paidós, Barcelona), escrita unos años antes. También lo hace con el libro "The Stillborn God. Religion, Politics and the Modern West" (Alfred A. Knopf, Nueva York), del catedrático de Humanidades en la Universidad de Columbia de Nueva York, Mark Lilla, historiador de las ideas como Gray.

Es un artículo denso, de no fácil lectura, aunque revelador e interesante en extremo para aquellos que se interesen por la teoría política. No puede leerse completo en la edición electrónica de Revista de Libros salvo que se sea suscriptor de la misma, así que lo reproduzco en su integridad más adelante por si alguno de los lectores tiene interés en él; lo recomiendo encarecidamente.

El profesor Delgado-Gal nos recuerda al comienzo de su artículo que el mismo Cicerón (siglo I a.C.), aun habiendo percibido el carácter supersticioso de la religión romana, dejaba escrito en su obra "De divinatione", que la religión era un tejido de fábulas de las que no convenía descreer en público, no fuera a quedar confundido y patas arriba el orden civil de la República... Desde ese momento, la confrontación entre Religión y Política estaba servida, ¿pero cuál será el final de la misma?, ¿habrá algún ganador claro en esa guerra soterrada desde hace siglos?

Ciñéndonos a lo que denominamos "Occidente", nos dice Delgado-Gal, para el profesor Gray el cristianismo es una sangrienta patología cuya falsa secularización, cerrada en falso a lo largo de los últimos cuatrocientos años, ha provocado más sangre aún. Pero una patología, añade, que ha durado ese tiempo parece difícil que pueda ser, en realidad, una patología. Si nos tomamos la teoría de la evolución en serio, dice, lo normal sería concluir que la patología cumple alguna función, o, sumando eones y yendo más allá del cristianismo, que la religión se halla enredada con nuestra dotación genética. «Las religiones expresan necesidades humanas que ningún cambio en la sociedad puede eliminar. Los seres humanos no dejarán de ser religiosos por lo mismo que no dejarán de ser sexuados, lúdicos o violentos», continúa Gray. La pregunta, entonces, sería si se logrará contener la religión en el ámbito privado, como quería John Locke en el siglo XVII. Según Gray, ni siquiera eso será posible, porque si la religión es una necesidad primaria de los hombres, no podrá suprimirse ni relegarse al ámbito de la vida privada y debería integrarse plenamente en la esfera pública, lo que no significa que haya de establecerse una religión pública.

Para Mark Lilla, dice Delgado-Gal, que pone como ejemplo lo que ocurre al respecto en los Estados Unidos, se está manteniendo la religión a raya mediante un esfuerzo constitucional, pero tan "empeñoso", que ya empiezan a acusarse síntomas de lo que los ingenieros denominan «fatiga de materiales», provocando un derrumbe del sistema. La adecuación de Dios al orden civil, concluye, habilitó a la religión en la sociedad liberal al precio de dejarla medio muerta. Al revivir la religión, la sociedad liberal ha saltado por los aires...

La desasosegante conclusión a la que llegan ambos autores desde posiciones distintas, afirma Delgado-Gal, es que si Dios se está resistiendo a morir, no cabe excluir que nos espere a la vuelta de la esquina el caos anterior a Locke, la atmósfera moral que precedió a la Gran Separación (el mundo de ideas en el que la Política dejó de depender de la Teología, enunciado por Hobbes en su "Leviatán") con la diferencia fundamental de que lo que en este momento histórico podría haber entrado en crisis no fuera Dios, sino la democracia. ¿Se saldrá la "religión" con la suya? Ejemplos recientes, caso Eluana -añado yo-, tenemos de sobra. Sean felices. Tamaragua. (HArendt)





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El profesor John Gray




"El genio dentro de la botella", por Álvaro Delgado-Gal

Revista de Libros nº 146 · febrero 2009

John Gray
PERROS DE PAJA. REFLEXIONES SOBRE LOS HUMANOS Y OTROS ANIMALES
Trad. de Albino Santos
Paidós, Barcelona 240 pp. 9,90 €

John Gray
MISA NEGRA. LA RELIGIÓN APOCALÍPTICA Y LA MUERTE DE LA UTOPÍA
Trad. de Albino Santos
Paidós, Barcelona 350 pp. 29 €

Mark Lilla
THE STILLBORN GOD. RELIGION, POLITICS AND THE MODERN WEST
Nueva York, Alfred A. Knopf


El pasado es un caos que los historiadores atenúan poniendo marcas en el calendario. Este ejercicio, mitad ceremonioso, mitad mnemotécnico, no es necesariamente inútil. Cabe afirmar, sin daño aparatoso de la verdad, que la Roma del legendario Escévola y de los verídicos escipiones empezó a acabarse el año en que César se declaró dictador vitalicio de la República; o que Grecia baja de punto y se desliza tras ser vencida la coalición de ciudades estado por las tropas imperiales macedonias en Queronea. Ni el golpe de mano de César, ni la rota de Queronea, cambiaron, por sí solos, los destinos romano o griego. Pero constituyen episodios límite. Se diría que hay ocasiones en que el tiempo se dobla sobre sí y adquiere espesor, lo mismo que un cordón al ser herido por la torcedera. Presentan un perfil más esquivo, más difuso, las grandes crisis espirituales. ¿Qué es una crisis espiritual? Y supuesto que sepamos lo que es, ¿por qué señales se manifiesta?

Sigo con los clásicos. Dos siglos antes de Cicerón, Roma era una robusta ciudad guerrera, sólidamente asentada sobre las costumbres atávicas. Los romanos, cuando partían para fundar una nueva colonia, cargaban, junto a los enseres y las armas, los penates domésticos. Y también al revés: no era infrecuente que, invirtiendo el flujo numinoso, agregaran al botín de guerra las estatuas de los dioses vencidos, cuyos poderes propiciatorios confiaban en apropiarse. La religión integraba, en fin, un galimatías eficaz, que los poetas no habían estilizado aún en hermosos hexámetros. Pero Cicerón ha probado el veneno de la filosofía griega, y aunque pertenece al colegio de augures y practica los ritos sagrados con el celo de un homo novus, percibe ya el carácter supersticioso de la fe nativa. En De divinatione sugiere que la religión es un tejido de fábulas de las que no conviene descreer en público, no vaya a quedar confundido y patas arriba el orden civil de la República. San Agustín imputa el mismo parecer a Varrón (La ciudad de Dios, VI, 6). Sin duda alguna, algo se ha quebrado en la visión de las cosas de los romanos cultos. Es lícito hablar de crisis, de crisis espiritual. Al tiempo, no lo es, si por crisis hemos de entender una suspensión del orden vigente y la llegada inmediata de otro alternativo. Habrán de transcurrir casi cuatrocientos años, digo bien, cuatrocientos, antes de que se consolide en el orbe romano la disciplina de la cruz.

La historia ulterior del cristianismo es, de nuevo, la de una sucesión de crisis, resueltas de modo más o menos compatible con la Palabra Revelada o con las reinterpretaciones que de la última hubieron de ensayarse al compás de los tiempos y los conflictos entre los hombres. No existe un guión limpio, una sucesión apretada y coherente de conceptos. En 1679, Bossuet invoca todavía los milagros para vindicar la fe verdadera. Dios asegura sus designios mediante intervenciones directas que anulan las leyes de la naturaleza y alteran el curso de la historia (Discours sur l'histoire universelle, II, 1). Al año siguiente, y a contrapelo de Bossuet, Malebranche teoriza, en su Traité de la nature et de la grace, un Dios arquitecto cuya obra no es perfecta porque, más importante todavía que la perfección de la obra, es la pulcritud y economía de medios con que ésta debe ser ejecutada. Malebranche no es el innombrable Spinoza, y no niega los milagros. Ha redactado el Traité con un objetivo devoto: el de explicar la razón por la que Dios, a despecho de ser infinitamente bueno, ha generado un mundo en que la inmensa mayoría de los hombres están condenados a tostarse en el infierno. Los milagros, no obstante, ya sólo entran de canto o como al bies en la composición de lugar de Malebranche, de claro sabor deísta. En el póstumo A Discourse on Miracles (1706), Locke cruza el Rubicón. El argumento de Locke es expeditivo. Un hecho sólo constituye un milagro si subvierte una ley natural; nunca llegaremos a un acuerdo definitivo sobre cuáles son las leyes naturales; luego será mejor que no nos fatiguemos indagando tras este suceso o el de más allá la acción portentosa del Creador. ¿Ha entrado en crisis irreversible el cristianismo, o bien se han averiguado maneras de hacerlo congruente con la nueva ciencia?

La ortodoxia contemporánea tiende a apuntarse al primer brazo del dilema. Según ésta, una serie de acontecimientos marcan, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, una crisis magna, una crisis cuyo desenlace es el final de la era teológica y el comienzo del mundo en que vivimos ahora. Ese proceso, o mejor, lo que de él se deriva, recibe el nombre de «secularización». El mecanicismo galileano en Física; la distinción, dentro del Derecho Natural, entre teología moral y una inteligencia de las leyes sociales de prosapia utilitarista; el auge de la burguesía y la correlativa invención en el área protestante de mecanismos constitucionales que desplazan la fe a la esfera privada y basan la legitimidad de la política sobre principios meramente civiles habrían sido los agentes principales del cambio.

Anticipo que nuestros dos autores dedican el grueso de su esfuerzo a desautorizar la ortodoxia contemporánea. Mark Lilla con suavidad de formas y John Gray desgañitándose como un hooligan; para que no haya equívocos, abre Misa negra con esta afirmación lapidaria: «La política moderna es un capítulo dentro de la historia de la religión». Pero antes de centrarme en los textos y quienes los han escrito, estimo conveniente discutir una ambigüedad inherente al concepto de secularización. A veces, se entiende que se ha secularizado el que ha conseguido reconstruir sus representaciones morales a partir de principios exentos de connotaciones religiosas. El ejemplo canónico nos viene dado por Kant o, para ser más precisos, nos habría venido dado por Kant en la hipótesis de que hubiese logrado lo que probablemente no logró: erigir una ética desde premisas que se justifican sin acudir a la autoridad de la religión recibida. En otras ocasiones, por el contrario, la especie «secularización» no alude a una aventura o un denuedo en el campo de las ideas sino a una mera constatación sociológica: la de que la gente está dejando de ir a misa, o ya no consulta el santoral para decidir qué nombre pondrá a sus hijos, o come carne los viernes, o se disgusta mucho cuando un familiar se mete a cura. La distinción no impresionará demasiado al sociólogo positivista. Éste dará por hecho que las ideas que la gente tiene son una cosa, y su manera de ir por la vida, otra, y aquí paz y después gloria. Si nos tomamos, empero, las ideas en serio –y Lilla y Gray son historiadores profesionales de las ideas–, el asunto varía por completo. Imaginemos que la moral laica que a la sazón profesamos resultara ser, o precaria y vulnerable –veredicto de Lilla–, o religión disimulada –John Gray–. Entonces parecerá razonable concluir que la conducta aparentemente secularizada de la gente en las democracias occidentales representa un caso de falsa conciencia. Es oportuno recuperar el paralelo con la Roma de Cicerón. Esa Roma experimentó una crisis por cuanto los optimates cultos percibieron una incongruencia entre los principios que animaban el orden social y político, y la razón. Pero ahora nos encontramos en la situación inversa. Lo que estaría ocurriendo ahora es que la gente cree estar viviendo con arreglo a principios racionales que, o son postizos, o no terminan de ser lo que pretenden ser. Gray, cuya antipatía hacia el cristianismo es notoria, llega a afirmar que los cristianos deliberados de antaño eran más inteligentes que los inconfesos de hogaño. Al menos, sabían qué terreno pisaban. Y Lilla nos invita permanentemente a no olvidar nuestros orígenes, que no han sido suprimidos, sino provisionalmente desactivados. Sea como fuere, no atravesaríamos una era de secularización triunfante, sino, más bien, de confusión galopante.

John Gray es un hombre sugestivo, extravagante, y en trashumancia permanente desde los tiempos en que ofició como asesor de Margaret Thatcher. En Misa negra se refiere a ella con un respeto mitigado por una objeción de fondo. La objeción es que el conservadurismo liberal de Thatcher constituye una contradictio in terminis. Gray, siguiendo la tesis de Karl Polanyi en La gran transformación, sostiene que el capitalismo se afirmó en Inglaterra a través de una férrea política centralizadora, más hacedera en ese país que en otras regiones de Europa porque el Parlamento de Londres reunía poderes excepcionales. La consolidación del orden capitalista/liberal se levantó sobre un montón de ruinas: el de las complejas formas culturales y societarias que conformaban la vieja vida inglesa, venerable e improductiva. El reproche que dirige a Thatcher se repite en su análisis de Hayek: no es dable exaltar los méritos de la destrucción creadora del capitalismo y declararse a la vez conservador (Hayek, por cierto, negó serlo; pero no creo que haya convencido a nadie). Gray escribió un buen libro sobre Hayek, al que añadió en ediciones sucesivas un post scriptum con las notas disidentes que acabo de comentar. La conclusión de Gray es que Hayek fue un excelente economista, y un mal fenomenólogo cultural. Me parece que lleva razón.

¿Qué intuye Gray tras la exaltación por Hayek del carácter proteico, innovador, del liberalismo capitalista? El mito del progreso –«La civilización es progreso y el progreso es civilización», afirma Hayek en The Constitution of Liberty–. Pero el mito del progreso reproduce el mito cristiano de un orden providencial... con un matiz agravante. En realidad, los cristianos mainstream, los que han tenido vara alta desde el asentamiento de la doctrina tras los primeros y balbucientes años, han tendido a asociar el orden providencial cristiano con el triunfo de la Iglesia tras la llegada del Mesías, es decir, con un proceso cuyo cumplimiento se sitúa en el pasado. Agotado el tiempo mundano, ingresaremos en otra esfera: nuestros cuerpos serán gloriosos y nuestras miradas extáticas estarán fijas en Dios. El progresista secularizado, sin embargo, ha licenciado el más allá. De resultas, la dislocación cristiana entre los dos tiempos, el de la historia y el de la eternidad, se suelda para dar lugar a un tiempo único, con resultados explosivos: el reino de Dios en la tierra, prudentemente metaforizado como el triunfo de la Iglesia en la historia, se convierte de nuevo en un anhelo, en un deseo exigible de gloria, aquí y ahora. Y se abre la caja de los truenos, la que habían acertado a sellar hombres más avisados que Condorcet, Comte o Marx.

En Misa negra, Gray ubica en la Revolución Francesa el momento fatídico en que Occidente traslada a los afanes del día la promesa cristiana de salvación. Con arreglo al calendario de los secularistas, la Revolución Francesa integró un exceso del que surgirían a continuación innúmeros bienes: los derechos, la participación política universal, la libertad. Gray, a quien Norman Cohn, uno de los máximos especialistas en movimientos milenaristas, ha asesorado en Misa negra, prefiere decir que los jacobinos inauguran un nuevo quialismo, con tal cual brote gnóstico. Los fanáticos antañones se movían en ámbitos de dimensión artesanal: la glosolalia o el creerse invulnerables a las balas, originó, o lances cómicos, o muertes absurdas. Pero las enormes capacidades de la técnica y del Estado moderno han puesto en manos de los iluminados instrumentos de destrucción aterradores. Gray incluye en su requisitoria el rosario de experimentos comunistas que dejó al siglo XX convertido en un camposanto. Tampoco omite a los nazis, a los que considera, provocadoramente, hijos de la Ilustración.

Nazismo y comunismo son objeto de improperio y deprecación que el decoro vigente tolera. Gray es más subversivo, y no deja títere con cabeza. Incluso el liberalismo aparece como una anomalía cristiana más, como una burbuja liberada por el fondo de un cristianismo oculto. Misa negra es un libro desaforado, y también irregular. El periodismo de urgencia, el tratamiento histérico de la guerra de Irak y la militancia antiBush –éste, sí, cristiano a tocateja–, ocupan un espacio absurdo dentro de un libro escrito al trote. Gray carga tanto las tintas que se tiene, en ocasiones, la impresión de que ha empuñado la pluma sacudido por una catástrofe personal. Esta sensación se modera cuando se echa un vistazo a Perros de paja, publicado unos años antes que Misa negra. Perros de paja nos depara, por así decirlo, la clave filosófica de la que manan las fulminaciones del libro más tardío. Se trata de una clave sencilla: el hombre es un animal, no el compuesto de alma inmortal y cuerpo deleznable que ha pretendido la tradición cristiana y quiso antes Platón. Si el hombre es sólo un animal, y carece por tanto de los atributos que penden de su presunta singularidad óntica –la encarnada por el auriga, por retomar la imagen platónica del Fedro–, será inevitable recibir cum grano salis el sistema de derechos, capacidades o expectativas que a esa singularidad van asociados. A lo que, a la postre, nos lleva la naturalización radical del hombre es a invertir a Kant, fénix y cifra de muchos lugares comunes de la filosofía contemporánea. En la filosofía kantiana, la libertad, Dios y la vida eterna aparecen como exigencias deducibles de nuestra experiencia moral. Gray echa a chacota que seamos libres, no se entretiene en discutir si Dios existe, y niega incluso que seamos propietarios de una conciencia, en la acepción que defendió Kant y alega el sentido común. Para Gray, por supuesto, Kant es otro cristiano embozado. Cita, a este respecto, un divertido pasaje de El fundamento de la moral de Schopenhauer. Un hombre acude a un baile e inicia un escarceo con una belleza enmascarada. Pero al final del baile ésta se quita la máscara y el hombre descubre que ha estado pelando la pava con su esposa. El hombre es Kant, y la esposa, el cristianismo.

El errático, aunque intenso, examen de Gray plantea una pregunta capital: la de qué precio ha de pagarse por el abandono de las supersticiones cristianas. La respuesta es que el precio es enorme. Habríamos de renunciar, por ejemplo, a los derechos, entendidos como una garantía acreditable por el hombre con independencia de la sociedad o el régimen cultural que le hayan caído en suerte. Esto es un corolario del naturalismo tomado en serio. La consecuencia fue extraída, mucho antes, por Jacques Monod, nobel de medicina y autor del celebérrimo El azar y la necesidad. Escribe Monod (capítulo noveno): «Las sociedades liberales de Occidente celebran de dientes afuera, y proponen como fundamento de la moral un fárrago repugnante de religiosidad judeocristiana, progresismo cientificista, creencia en los derechos "naturales" del hombre, y pragmatismo utilitarista». Conviene reparar, sobre todo, en que Monod ha entrecomillado "naturales" al hablar de «derechos». El concepto de derecho natural, como insistiré en demostrar dentro de un instante, o es teológico o no es. El naturalismo de verdad nos deja a solas en un mundo cuyas leyes no hemos construido y que es indiferente a nuestros anhelos. Gray renuncia heroicamente a la noción de derecho, aunque suaviza este arrojo con una conjetura facilona: sugiere que la mutilación que supone el abandono de los derechos no es peor que las devastaciones causadas por la fe, bien en sus manifestaciones palmarias, bien en las recónditas. A esto los economistas lo llaman un trade-off: lo comido por lo servido. A la vista del mundo que apunta, yo preferiría llamarlo wishful thinking: no hay mal que por bien no venga.
Pese a todo, compensa leer Misa negra. ¿Por qué? La razón es que la perspectiva forzada de Gray sirve de contrapeso a las no menores violencias que en nuestra comprensión de las cosas han introducido los prejuicios dominantes. Llevamos siglos procurando recuperar las certidumbres del cristianismo desde un punto de partida no cristiano. Kant, un hombre de genio, dio el pistoletazo de salida, y Rawls ha encendido la última bengala. Pero una lectura atenta de los libros fundadores, y cierta independencia de la presión que ejerce la opinión establecida, deberían bastar a persuadirnos de que el intento es mucho menos sencillo de lo que se cree. El concepto, por ejemplo, de derecho individual, o derecho humano, es dudosamente inteligible, como aventuré hace un rato, fuera de una matriz teológica. La idea de derecho humano, humano a secas, proyecta a escala cósmica un artículo jurídico cuya definición presupone la existencia de un orden civil y de un magistrado que pueda garantizar ese orden con su autoridad. La extrapolación no tendrá sentido si no se realiza in toto: si no incluye, junto al artículo en cuestión, un orden de magnitud también cósmica y alguien que desde arriba lo tutela. Pretender lo primero sin conceder lo segundo suscita dificultades enormes, según se aprecia, con claridad maravillosa, en el reproche que Barbeyrac dirige a Grocio en la traducción anotada que de Los derechos de la guerra y de la paz realizó al francés. La idea de Grocio es que lo justo seguiría siendo de obligado cumplimiento incluso si, per impossibile, Dios no lo ordenara (Libro I, capítulo I, X). Barbeyrac contesta que esto es absurdo, porque nadie está obligado a nada si un tercero no lo fuerza a la obediencia. Mucho antes, el tomismo había afirmado que el mundo, en cuanto creado por Dios, exhibe una estructura que está orientada a un fin bueno y que el hombre puede aprehender por medio de la razón.

Ello franquea la puerta a una justicia universal y a la vez ateológica, en la línea seguida por Grocio. Pero este compromiso es inestable. Aunque no estemos postulando a Dios, estamos postulando su Providencia, y entonces, bien mirado, estamos postulando a Dios. Lo natural es que la cuestión acabe por resolverse, o en clave abiertamente religiosa, o en clave spinozista. En Spinoza ha desaparecido del cosmos todo rastro providencial. El resultado es que lo lícito y lo ilícito, lo piadoso y lo impío, no se pueden determinar antes de que el soberano los defina mediante sus decretos positivos, los cuales sólo serán vinculantes en la medida en que aquél se halle en situación de instarlos apelando a su poder incontrastable (Tratado teológico-político, capítulo XIX). En el mundo de Spinoza, evidentemente, queda poco margen para los derechos. Me refiero a los que proclama la Declaración de 1789 o a los que enarbolan las cartas de la ONU. Los clásicos modernos comprendieron la relación entre derecho y teología, y la arduidad de separarlos –y en ocasiones, de hacerlos compatibles– mucho mejor que nosotros.

Mark Lilla, el autor del tercer libro, es también, ya lo sabemos, historiador de las ideas, especialmente, historiador del pensamiento alemán. Profesa como catedrático de Humanidades en la Universidad de Columbia y escribe con frecuencia en The New York Review of Books (Gray es catedrático de Pensamiento Europeo en la London School of Economics y ha colaborado abundantemente en The Times Literary Supplement, de modo que asistimos a una perfecta simetría transatlántica). Entre The Stillborn God, el libro de Lilla, y los dos de Gray, se registran intrigantes paralelismos e, igualmente, diferencias muy importantes. Lilla prefiere no exceder los límites de su especialidad y es siempre más razonable que Gray. Pero opina, lo mismo que éste, que llevamos la religión pegada a la espalda. En Europa, según Lilla, ha sido históricamente hegemónica la teología política, entendida como una justificación del poder a partir de la Palabra Revelada y de su articulación por teólogos y juristas. Lilla atribuye la «Gran Separación» –el ingreso en un mundo de ideas en que la política deja de depender de la teología– a Hobbes (la idea germinal, por cierto, es de Carl Schmitt, al que Lilla prefiere no citar). Es Hobbes quien, en Leviatán, reinterpreta la religión como un artificio puramente humano y logra, por lo mismo, desactivarla. Nietzsche haría lo mismo unos siglos más tarde, aunque para sacar consecuencias por entero distintas. Sea como fuere, el Dios subyugado de Hobbes no tardará en sacudirse las cadenas. Lilla traza un itinerario arbitrario, aunque fascinante, que pasa por «La profesión de fe de un vicario saboyano» de Rousseau, se alarga a Kant y Hegel, y surca de caminos y menudos senderos la teología liberal alemana.

La reaparición de Dios representa también una reincorporación de éste al mundo social, bajo sucesivos disfraces. En Rousseau, nos asomamos al dios de los deístas: un Dios que nuestro corazón solicita y que no conoce acepción de ritos o cultos concretos. En Kant, Dios es una exigencia de la ley moral: se precisa un más allá en que el sujeto pueda alcanzar la perfección que no le ha sido concedida en este mundo y donde el sentido del deber y los impulsos del sentimiento se confundan hasta constituir un todo inconsútil y perfecto. Kant, por cierto, elaboró una eclesiología: es misión de las iglesias cristianas apacentar a sus rebaños con el propósito de converger hacia una religión límite que sólo puede ser racional. Al cabo, la Iglesia Militante dará lugar a la Iglesia Triunfante. Hegel da un paso más en la reinserción de Dios en la estructura civil y política. Las citas exactas valen más que mil exégesis, de modo que invocaré la sección 552 de la Enciclopedia: «Puede calificarse de error monstruoso de nuestro tiempo esto de empeñarse en considerar como separables, incluso como recíprocamente independientes, cosas inseparables (la conciencia religiosa y la ética)». El error se repite, añade Hegel, cuando ponemos de un lado la religiosidad subjetiva, y del otro el Estado y el derecho constitucional. En el esquema hegeliano, el Estado y la Iglesia han entrado en armonía, aunque no son equipolentes: el Estado liberal hegeliano luce más galones en la bocamanga que la clericatura y, en caso de conflicto, deberá prevalecer sobre ésta. En la estela de Hegel, los teólogos liberales –protestantes y judíos– intentan una adaptación de la religión a las ideas e instituciones modernas. El experimento concluye penosamente en la Gran Guerra. Adolf von Harnack y Ernst Troeltsch, los dos representantes señeros de la teología liberal, apoyan al káiser y se van, lo mismo que él, por el desaguadero de la historia.

El gran desastre europeo transformó la faz de Occidente. Se renueva el arte, la ciencia, el pensamiento. El gran acontecimiento teológico es la publicación de la Epístola a los romanos, en la que Karl Barth clama por un Dios que ya no tiene nada que ver con la deidad cortés, aburguesada, cortada a la medida de las necesidades civiles del Estado alemán, que habían cultivado sus antecesores liberales. Esto fue emocionante, pero alojaba también grandes peligros. Antes de la Gran Separación, la teología política se había visto contenida por una serie de mecanismos defensivos cuya expresión heráldica nos viene dada por la doctrina agustiniana de las Dos Ciudades. Los elegidos son peregrinos en la tierra, y mientras no llegue la parusía, habrán de acomodarse a convivir con los poderes que tienen la sartén por el mango en Babilonia (véase La ciudad de Dios, Libro XIX, capítulo XVII). La restitución de Dios al mundo profano operada por los teólogos liberales destruyó este equilibrio. Si la teología liberal hubiese triunfado, Dios habría desaparecido por asimilación: su mensaje habría acabado por confundirse con los manuales de buena conducta del ciudadano comme il faut. Dado, sin embargo, que la teología liberal no triunfó, sino que fracasó, lo que vino a ocurrir es que Dios resurgió desde el interior del reducto en que se le había intentado confinar. Es decir, desde la propia sociedad, infructuosamente secularizada. El efecto fue explosivo. Aunque Barth fue un antinazi impecable, no sentó ejemplo entre muchos de sus colegas. A lo largo de los veinte y los treinta, la teología política hizo estragos en la cultura europea. No sólo porque muchos hombres de religión se plegaron a la barbarie, sino porque ésta se adornó con atributos teológicos. El libro de Lilla concluye en un tono vagamente ominoso: el triunfo de la democracia y de la civilidad liberal no puede darse por sentado. Alojamos un volcán, que podría estallar en cualquier momento y cuyas devastaciones resultarán tanto mayores cuanto más ignoremos de dónde venimos o cuál es la componenda excepcional sobre la que se erige el orden actual.

Como he observado antes, las coincidencias entre Lilla y Gray son en ocasiones asombrosas. Sobre el libro de Lilla me permitiré exponer dos comentarios críticos. Ambos se refieren a Hobbes. Se me antoja excesivo atribuir a Hobbes la Gran Separación. Allí donde ésta fue duradera y eficaz –Estados Unidos e Inglaterra–, el modelo no vino dado por Hobbes, sino por Locke. Y Locke no destierra a Dios, sino que lo domestica. La estrategia lockeana está muy bien resumida en el capítulo que Locke dedica a los entusiastas en An Essay Concerning Human Understanding (Libro IV, XIX). Consiste en limitar las revelaciones de Dios a las que ya están codificadas en la Biblia y exigir que las restantes teofanías se sometan al examen de la razón. Lo que aparece entonces es un espacio de expresión pública que no niega a Dios pero que embrida eficazmente la invocación de Su Nombre. En The Reasonableness of Christianity se dibuja claramente una forma de fe que hace caso omiso de la teología y sus complejidades (la divinidad de Cristo, etc.), y que apunta hacia el deísmo. La separación entre Estado e Iglesia que establecen años más tarde los constituyentes americanos es consecuencia plausible del trabajo previo de Locke.

Mi segunda objeción es que la lectura que Lilla hace de Hobbes es unilateral. Hobbes fue, casi con seguridad, ateo. No obstante, ello no le impidió trasladar al soberano los atributos temibles que las teologías escotista y ockhamista habían asignado al Creador. La clave de esas teologías es el voluntarismo: ante el dilema de si Dios está obligado a querer lo que es bueno, o nada puede oponerse a la voluntad de Dios, se respondió diciendo que es bueno lo que Dios quiere. Dios define lo bueno queriéndolo. El hallazgo portentoso atraviesa de la cruz a la fecha la teología calvinista, y Hobbes lo aplica sin sombra de duda a Leviatán, un heterónimo de Dios de tejas abajo. De aquí a la construcción de un pensamiento político totalitario, plenamente asumido por los exponentes más radicales de la fórmula democrática, media un paso. Quedarse sólo con el Hobbes desacralizador es perderse la mitad de la función.

Ignoro qué título dará al libro de Lilla el editor que tenga el buen acuerdo de publicarlo en nuestro idioma. Sea cual fuere su decisión, la traducción literal reza así: «El Dios nacido muerto». ¿A qué Dios se refiere Lilla? Al alumbrado por los teólogos liberales. Fue un Dios de tan baja tensión, un Dios tan a ras de la moral cotidiana, que no acertó a cumplir la función que siempre ha cumplido Dios. Que es la de prometer la salvación y ayudarnos a soportar mediante esa promesa las incongruencias y miserias que devastan el mundo sublunar. Dios, en fin, no cabe en código civil. Pero, ¿es necesario, según Lilla? O mejor: ¿existen motivos para pensar que las alternativas laicas a Dios son un mero sueño de la razón?

Lilla elude pronunciarse sobre este asunto. Mi impresión, sin embargo, es que está al borde de decir «sí». Entiéndase, de admitir –con pesar– que Dios es imprescindible. Extraigo esta conclusión del tenor general de su argumento y de alguna que otra incursión –repárese, sobre todo, en las páginas 253-254– en el viejo asunto de los entusiastas, a saber, las sectas que se creían en comunicación directa con el Espíritu Santo y pusieron a Europa manga por hombro a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Las extravagancias de los entusiastas no conocieron límites. Todas las orquestas de rock del orbe, reunidas y ampliadas, son un aburrimiento en comparación con esos grupos de iluminados fanáticos que los poderes seculares y las iglesias establecidas persiguieron, diezmaron y torturaron. Para tener una vislumbre de ese mundo desaparecido, basta acudir a la glosa que de Locke hace Leibniz en sus Nouveaux essais sur l'entendement humain. Leibniz menciona, entre los entusiastas, a Antoinette Bourignon. ¿Quién fue Antoinette Bourignon? Una dama rica de Brabante que se creyó esposa de Cristo y que edificó una teología personal. Entre sus prodigios está el de haber inspirado al arquitecto Lacoste la demostración de la cuadratura del círculo. O el de conjeturar el procedimiento por el que Adán se reproducía antes de cometer el pecado original y dividirse en hombre y mujer. Gracias a su amor místico a Dios, Adán, d'après Bourignon, quedaba fecundado, y ponía unos huevos de los que salían otros tantos retoños. Los elegidos, en el paraíso, se multiplicarán de idéntica manera.

Los entusiastas fueron con frecuencia gente ignorante y siempre intratable. Pero sedujeron a teólogos e intelectuales formados. Bourignon se ganó, entre otras devociones, la de Poiret, un hombre cultivado. La fascinación que ciertos loquinarios ejercen sobre personas respetables brota de un sentimiento profundo: el de que no vivimos, no podemos vivir, con arreglo al sistema cerrado de ideas que se despliegan en los libros de filosofía. Estos sistemas son racionalizaciones ex post de otras ideas, salvajes y colmas de energía, y existencialmente más aptas que sus sucedáneos, por así llamarlos, exotéricos, o pasados por la aduana del pensamiento organizado. Para nosotros Poiret se pierde en el fondo de un pasado casi ininteligible. Pero autores modernos, y enormemente inteligentes, parecen participar del sentimiento que acabo de señalar. Un ejemplo obvio es Weber. A todas luces, Weber se siente más cerca del capitalista de primera generación, el cual acumulaba buscando en la riqueza señales de que había sido distinguido por la gracia, que de los capitalistas inerciales de su época. Éstos se le antojan a Weber puros autómatas, en el fondo, meros imbéciles morales. Otro ejemplo interesante es el que nos depara Schumpeter. En Socialismo, capitalismo y democracia, Schumpeter conjetura que el capitalismo morirá, no a impulso del socialismo, sino de sí mismo. ¿El motivo? El motivo es que su ethos reposa en estructuras culturales antiguas, que el propio éxito del capitalismo socava. Vuelvo a los entusiastas y a Lilla. El último no cita un artículo que sería rarísimo que no hubiese leído: «Religious Freedom and the Desacralization of Politics: From the English Civil Wars to the Virginia Statute», de J. G. A. Pocock. La tesis de Pocock es que la desactivación de los entusiastas fue una de las grandes tareas de la política durante los primeros siglos modernos, y que la solución consistió finalmente en convertir la religión en un asunto de mera «opinión». En algo que no estaba vedado a la especulación, pero que de ningún modo debía invocarse como argumento en las relaciones entre los hombres, o de éstos con la esfera pública. Nos encontramos, de nuevo, ante la «Gran Separación» de que habla Lilla, aunque en clave lockeana mucho más que hobbesiana. Por las razones que ustedes conocen, me inclino más por el retrato que hace Pocock de la situación que por el que bosqueja Lilla. Este punto, no obstante, no es el que me importa destacar ahora. Lo interesante es que el artículo de Pocock está escrito en un registro weberiano: Pocock aventura que el amansamiento de Dios integró también su desvirtuación, y que no está claro que el fuego, al extinguirse, no nos haya cegado el corazón de escorias y ceniza. O, por hablar al modo de Lilla, que la normalización de la teología no haya alumbrado un Dios muerto. El mismo escrúpulo he percibido en la discusión lateral que hace Lilla de los entusiastas en The Stillborn God. De ser mi sensación certera, la inanidad del Dios herrado por el poder civil, y la inanidad consiguiente de las formas de vida que crecieron en el espacio abierto por la Gran Separación, no serían sólo imputables a un episodio de la cultura alemana. La inanidad, la debilidad, y el peligro, afectarían a todo el mundo occidental contemporáneo.

Pero Lilla, a la vez, es un hobbesiano sincero. Contempla con más horror que trepidación interior el retorno a los desgarros civiles que la religión provocó en la Europa de su mentor. Ello confiere a su libro una sabrosa ambigüedad: vivimos una época mejor, una época en muchos sentidos deseable. Pero también vivimos una época de aleación espiritual baja. Esencialmente, porque descansa sobre la represión de Dios, no sobre su superación. Resulta interesante notar que Lilla publicó en The New York Times («The Politics of God», 19 de agosto de 2007) un anticipo popularizado de The Stillborn God. No se trata de un mero resumen, puesto que se adentra en cuestiones de actualidad que no trata en su estudio sistemático. Y afirma dos cosas tremendas. La primera, que es un «milagro» –o sea, algo que es probable que no vaya a durar– que el edificio constitucional estadounidense esté soportando las disensiones que sacuden al país en materias tales como el aborto, la eutanasia, las células madre o la oración en las escuelas. La segunda, que el islamismo es inadaptable. Lo es por cuanto se trata de una auténtica religión, entiéndase, de una religión no despotenciada por la Gran Separación. Los intentos por sujetarla al orden de las democracias liberales resultan, por tanto, vanos. Si el islamismo se hace por fin compatible con nuestras formas de vida, será gracias a una revolución teológica interior, no menos formidable que la obrada por Lutero hace quinientos años. Y no sabemos si eso ocurrirá, ni, por supuesto, cuándo ocurrirá. Mientras tanto, la creciente presencia de musulmanes en suelo occidental habrá de gestionarse acudiendo al procedimiento medieval del gueto, en la acepción laxa del concepto. Tendrá que reconocerse a una parte de la población el derecho a regirse por normas que difieren de las de la mayoría. Es inevitable no advertir la naturaleza crepuscular de estas reflexiones. Según el guión oficial, Occidente superó primero la cuestión religiosa, y luego consiguió evitar la lucha de clases. De ahí resultaron sociedades altamente homogéneas, en que se combinaba la libertad individual con dosis grandes de redistribución. Estábamos en el paraíso socialdemócrata. Pero el paraíso socialdemócrata empezó a deteriorarse en lo cultural en los sesenta, y en lo económico en los setenta. Ahora la socialdemocracia empieza a parecer una cosa del pasado. Los valedores de las indiscutibles virtudes del orden socialdemócrata recordarían crecientemente a los defensores de la sociedad patriarcal en época de Locke. Serían reaccionarios en la acepción aséptica del término, como fue un reaccionario objetivo Filmer, el gran rival de Locke.

¿Qué pronósticos adelanta por su lado Gray sobre el futuro de la religión? Se detecta una inflexión, un giro, al comparar Perros de paja con Misa negra. En el primer libro, el cristianismo nos es presentado como una sangrienta patología cuya falsa secularización promete más sangre aún. Se diría que Occidente, y por extensión todo el mundo occidentalizado, terminarán por morir de un atracón de sí mismos, como lo hicieron los habitantes de las islas de Pascua en la descripción que de ese fenómeno misterioso nos ha transmitido Jared Diamond. Pero una patología que ha durado más de dos mil años parece difícil que pueda ser, en realidad, una patología. Si nos tomamos la teoría de la evolución en serio, lo normal será concluir que la patología cumple alguna función, o, sumando eones y yendo más allá del cristianismo, que la religión se halla enredada con nuestra dotación genética. Es la consecuencia a la que Gray llega en Misa negra. Escribe textualmente Gray: «Las religiones expresan necesidades humanas que ningún cambio en la sociedad puede eliminar [...]. Los seres humanos no dejarán de ser religiosos por lo mismo que no dejarán de ser sexuados, lúdicos o violentos». Todavía queda en pie una pregunta: ¿se logrará contener la religión en el ámbito privado, como quería Locke? Ni siquiera, según Gray. Añade nuestro autor: «Si la religión es una necesidad primaria de los hombres, no debería suprimirse ni relegarse al ámbito de la vida privada. Debería integrarse plenamente en la esfera pública, lo que no significa que haya de establecerse una religión pública. Las sociedades tardías alojan una diversidad enorme de puntos de vista [...]. El mundo moderno tardío es insobornablemente híbrido y plural».

Pero la coletilla final de Gray suena a falso. Una religión afirmativa no se resignará nunca a no ser una religión expansiva, porque la verdad no es negociable, no se restringe a ser «mera opinión». En el caso alemán, como explica Lilla, la adecuación de Dios al orden civil habilitó a la religión en la sociedad liberal al precio de dejarla medio muerta. Al revivir la religión, la sociedad liberal saltó por los aires. En el caso de Estados Unidos, se está manteniendo la religión a raya mediante un esfuerzo constitucional tan empeñoso que ya empiezan a acusarse síntomas de lo que los ingenieros denominan «fatiga de materiales». En resumen: si es verdad que Dios se resiste a morir, no cabe excluir que nos espere, a la vuelta de la esquina, el caos prelockeano, la atmósfera moral que precedió a la Gran Separación. Mutatis mutandis: lo que podría haber entrado en cuarto menguante es la democracia liberal, no Dios. Esto es lo que insinúa Mark Lilla, y Gray firmemente piensa, aunque a veces se muerda la lengua.




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El profesor Mark Lilla




(E-1101) .../...

sábado, 7 de febrero de 2009

Bananaria, despendolada

Paulino Rivero, presidente del des-gobierno canario es como Berlusconi (al menos parece que lo intenta) a lo pobre y sin gracia. Dos artículos de opinión del mismo períódico, La Provincía-Diario de Las Palmas, en la isla de Gran Canaria, que reproduzco más adelante, dan cuenta con cierta dosis de humor, de los límites de corrupción y cachondeo institucional en que el ejercicio de la política ha caído en estas, otrora, Islas Afortunadas. La República de Bananaria (perdón, de Canarias), dirigida en comandita por ATI-CC y por el PP, da ya a los canarios grima y rabia más que pena y tristeza. Como estamos en Carnaval, vamos a tomárnoslo sin acritud y un poco a broma, pero ¡por Dios, qué pase pronto!. ¿Qué mal hemos hecho los canarios a la divinidad para merecer este gobierno?

Esta es la entrada 1100 de este su blog. Desde el 1 de agosto de 2006 hasta la fecha de hoy. Gracias por esta ahí. Son ustedes, sus lectores, una de las razones de su existencia. Sean felices.
Tamaragua. (HArendt)


















HArendt




"Amenaza y periodismo: Sentencias de fondo", por Ángel Tristán Pimienta
(El Blog "Apuntes". La Provincia-Diario de Las Palmas, 07/02/09)

La Sección Primera de la Sala de lo Contencioso Administrativo del TSJC ha dado otro demoledor varapalo a la técnica escapista del Gobierno de Canarias de utilizar informes externos para puentear a los funcionarios en el ámbito de las licencias o las adjudicaciones, y con el claro objetivo de imponer un grado inaceptable de discrecionalidad. Siempre se ha dicho que el recurso a la consultoría externa era una puerta abierta a la prevaricación, un intento, descarado por su abuso, de dar cobertura legal al chanchullo, porque es una obviedad que quien paga, manda, aunque no lo exprese por escrito, como es lógico en estos asuntos. Todos los que tengan algo que ver con este mundo de los concursos y los trámites saben de varios casos en que un dictamen con tales conclusiones puede dar paso a otro idéntico en sentido contrario, incluso motu proprio cuando se olfatea un cambio térmico en las alturas.

Los magistrados Francisco J. Gómez Cáceres, Jaime Borras Moya y Javier Varona Gómez- Acedo han sido especialmente claros y firmes en dos recientes sentencias, la 529/2008 en el recurso de la Opinión de Tenerife contra la adjudicación de las TDT por el Gobierno de Canarias, y la 579/2008 sobre la reclamación de LIDL contra el mismo Gobierno de Canarias que le denegó la apertura de sus tiendas de descuento duro. En ambos episodios los jueces condenan sin paliativos el puenteo de los técnicos de la propia Comunidad Autónoma, y la sustitución de sus funciones constitucionales por elementos ajenos a la esfera pública.

"… debe asimismo afirmarse que los informes técnicos que recabe las Mesas de contratación deben ser realizados por los propios servicios técnicos con que cuenta la Administración, y solo en los casos en que quede acreditado que tales servicios no existen o son insuficientes, podría acudirse a asesoramientos externos. Entenderlo de otra forma sería desnaturalizar la propia existencia de la Administración constitucionalmente concebida para servir con objetividad los intereses generales en la forma que se contiene en el artículo 103 CE. No existe la posibilidad de que los titulares de las potestades administrativas acudan a su libre albedrío a los órganos de la Administración o a otros externos según pueda en cada caso convenirles. Ello implicaría por sí mismo un ejercicio arbitrario de tales potestades". Sin embargo, José Manuel Soria ha considerado en sus declaraciones públicas meros 'problemas técnicos' la sentencia que anula la baremación, y por lo tanto, la adjudicación de las TDT.

La sentencia relativa a los comercios baratos LIDL abunda en estaargumentación doctrinal. "…la Administración en este caso encargó directamente a una empresa externa - sin que conste que en su selección se han observado los principios de publicidad y concurrencia - la elaboración del informe que de acuerdo con la Ley debía ser emitido por la propia Administración (Dirección General de Comercio)". Tras recordar que "solo los informes emitidos por los propios servicios de la administración gozan de la presunción de acierto y objetividad", se reitera que en las distintas leyes aplicables "no se encuentra la posibilidad de encomendarlos o contratarlos con entidades u organizaciones privadas".

No hace falta estar dotado de unas especiales condiciones intelectuales para deducir a tenor del pronunciamiento y explicaciones de sus señorías la sospecha de que la Administración haya querido dar un pucherazo. Dudas que aumentan si consideramos que la empresa que sustituyó a quienes no podía sustituir es propiedad de un antiguo alto cargo del Gobierno vinculado precisamente al área de Comercio. No son tiquismiquis, como dice el líder del PP José Manuel Soria, meros asuntillos administrativos fáciles de solucionar y pelillos a la mar. El problema no es de forma, como se quiere hacer ver, sino de fondo, y de mucho calado. Tanto que una lectura contextualizada de esta y de otras sentencias sugiere la existencia de métodos consolidados cuya persistencia y contumacia en el error suscita la sospecha de prevaricación: actuar mal a sabiendas.

La contundente descalificación judicial de la perversa práctica gubernamental de hurtar los informes a los funcionarios, cuya independencia de criterio está protegida por las leyes, y sustituirlos por encargos a empresas privadas para conseguir un criterio predeterminado sin duda comenzará a cambiar un sistema impregnado de discrecionalidad con finalidades abiertamente tramposas. Además, se conseguirá un sustancial ahorro en los Presupuestos, y la extinción de uno de los canales que los expertos consideran 'clásicos' para la corrupción y la financiación ilegal.

Lo grave es que los políticos concernidos quiten importancia a estos avisos de ilegalidad y a las evidencias inconstitucionales que señalan, y anuncien en cambio que proseguirán en el intento de hacer de estas islas el definitivo archipiélago de Bananaria.




http://www.elpais.com/recorte/20070712elpepinac_6/LCO340/Ies/Paulino_Rivero.jpg
Paulino Rivero, presidente del Gobierno de Canarias




"El Anticristo del imputado", por Juan José Jiménez
La Provincia-Diario de Las Palmas, 06/02/09

Al señor Barak Obama le han salido rana cuatro de los candidatos que su equipo había propuesto para formar parte del gabinete. Diversos motivos, mayormente todos relacionados con el fisco, han devuelto al cuarto de piletas de sus propias casas a tres de ellos antes de poder calentar el echadero, y el que queda está en veremos.

Pero con la tercera y última, la de antier, Nancy Killefer, una señora que en principio se tenía que dedicar a controlar los presupuestos, que ya es casualidad, se ha bordado el proceso.

La doña Killefer dejó de pagar un impuesto sobre una compensación a un empleado del hogar por unos 731 euros, según la cuenta que le hace The New York Times.

Muchos se han llevado las manos a la cabeza, por fitetú, cómo la señora Killefer, toda una doctora del Instituto Tecnológico de Massachusetts, se las ha querido pegar con ketchup a los norteamericanos con tremendo palo. A mí, qué quieren que les diga, lo de la Killefer me parece una mala suerte del carajo la vela: sólo por culpa de nacer en la otra costa de este mismo Atlántico que nos baña se le arruinado la carrera, que por cierto y según su biografía es verdaderamente estratosférica.

De ser la doña Killefer pongamos de Mogán, o de Las Teresitas, o de Telde, y alguien de la oposición, un periodista o un magistrado osara pasarle por los besos el asunto este de los 731 euros sería, perdonando la licencia, un descojono.

Aquí con un pufo de 731 euros lo más que se conseguiría es pagar otro chorro en uno de los cinco baños secretos de Rivero, o aflojarse cuatro güisquis a bordo de la avioneta a chorro con la que Soria dice que no fue a pescar el salmón a Noruega, o la facturación de un bolso falso del impagable caso Faicán. O el conmutador del generador de las comisiones eólicas.

Además es tan poquita la cantidad, para nuestros lujuriosos criterios, que ni sale a cuenta movilizar al círculo de empresarios para encender los faxes y emitir un comunicado contra jueces, fiscales, policías y demás arrieros del pescaíto fresco.

Y esta es la diferencia entre un proyecto ilusionante como el de Obama, un anticristo del imputado que comienza con un majo y limpio de todo lo que distraiga del fino cometido público, y el de un gobierno aturullado que antes de sacudirse a sus tramposos prefiere cargarse el sistema. De esto cabe deducir que si Obama hiciera escala en Gando se nos queda en blanco.




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Paisaje de Gran Canaria



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viernes, 6 de febrero de 2009

Antisemitismo

Comparto muy pocas de las posiciones políticas del premio Nobel y vecino mio (vive en la isla de Lanzarote), el escritor portugués, José Saramago. Desde luego no comparto sus públicas manifestaciones de desprecio y odio hacia Israel, comparando su enfrentamiento con los palestinos como un nuevo Holocausto, a la inversa. Suena a rectificación de esa postura, rayana en el antisemitismo, el artículo publicado ayer en su, por otra parte, interesante blog, "El cuaderno de Saramago". Se titula "Adolf Heichmann". Reclama en él la necesidad de una revolución moral en Israel, y condena la actitud manifestada por relevantes personalidades de la iglesia católica negando el Holocausto. Bienvenida sea la puntualización.

De su obra literaria no puede opinar con gran conocimiento de causa. He leído su "El Evangelio según Jesucristo" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1992), que me encantó; y también su último libro: "El viaje del elefante" (Alfaguara, Madrid, 2008), que me ha defraudado y cabreado a partes iguales por su particularísimo uso de la ortografía, que ofende a cualquier lector inteligente por mucho que el autor pretenda justificarla en una peculiar visión del lenguaje.

De antisemitismo va el artículo del escritor mexicano Enrique Krauze, director de la revista literaria "Letras Libres", titulado "El enfásis sospechoso", y publicado en El País, también de ayer. Se critica en él las últimas actuaciones concretas del gobierno israelí en su confrontación con los palestinos, pero también denuncia como muy preocupante la ola de antisemitismo que se ha extendido por toda la izquierda europea, y en concreto entre la población española, la más radicalizada de Europa en su antisemitismo.

¿Atavismos de un pasado y una injusticia histórica aún no asumidos por la sociedad española, ignorancia, irresponsabilidad? De todo un poco; a mi me avergüenza profundamente esa actitud de mis compatriotas, no sólo como descendiente de judíos, sino como español y como persona de izquierdas. Sean felices. Tamaragua. (HArendt)


Fotos:
(1) Manifestación antiisraelí en España:
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(2) El escritor José Saramago:
http://www.mundolatino.org/cultura/saramago/pplano_1.jpg
(3) El escritor Enrique Krauze:
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Manifestación antiisraelí en España




"Adolf Heichmann", por José Saramago
El Cuaderno de Saramago, 05/02/09

Al comienzos de la década de los 60, cuando trabajaba en una editorial de Lisboa, publiqué un libro con el título de Seis millones de muertos en que se relataba la acción de Adolf Eichmann como principal ejecutor de la operación de exterminio de judíos (seis millones fueron) llevada a cabo de modo sistemático, casi científico, en los campos de concentración nazis. Crítico como he sido siempre con los abusos y represiones ejercidas por Israel sobre el pueblo palestino, mi principal argumento para esa condena es y sigue siendo de orden moral: los inenarrables sufrimientos infligidos a los judíos a lo largo de la Historia y, sobre todo, en el marco de la llamada "solución final", deberían ser para los israelíes de hoy (desde los últimos sesenta años para mayor exactitud) la mejor de las razones para no imitar en tierra palestina a sus verdugos. De lo que Israel necesita realmente es de una revolución moral. Firme en esta convicción nunca he negado el Holocausto, solamente me he permitido extender esa noción a los vejámenes, a las humillaciones, a las violencias de todo tipo a que el pueblo palestino ha estado sometido. Es mi derecho y los actos se encargan de irme dando la razón.

Soy un escritor libre que se expresa tan libremente como la organización del mundo que tenemos lo permite. No dispongo de tanta información sobre este asunto como la que está al alcance del papa y de la Iglesia Católica en general, lo que conozco de estas materias desde el principio de los años 60 me basta. Me parece por tanto altamente reprobable el comportamiento ambiguo del Vaticano en toda esta cuestión de los obispos de obediencia Lefebvre, primero excomulgados y ahora limpios de pecado por decisión papal. Ratzinger nunca ha sido persona de mis simpatías intelectuales. Lo veo como alguien que se esfuerza por disimular y ocultar lo que efectivamente
piensa. En miembros de la Iglesia no es procedimiento raro, pero a un papa hasta un ateo como yo tiene derecho de exigirle un comportamiento frontal, coherencia y consistencia crítica. Y auto-crítica.





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El escritor José Saramago




"El énfasis sospechoso", por Enrique Krauze

El País, 04-02-2009

Hace cinco siglos que los judíos fueron expulsados de España, pero a veces pareciera que todavía ronda en España el fantasma del judío, no en las calles de Gerona o las sinagogas de Toledo, sino en el alma de algunos españoles en quienes persiste -soterrado, inconfesable- el viejísimo prejuicio antisemita.

Conviene aclarar, en negativo, qué entiendo por antisemitismo:

Criticar la fundación de Israel teniendo en cuenta el altísimo costo que tuvo que pagar desde entonces el pueblo palestino, no implica por fuerza un acto antisemita: historiadores israelíes de la corriente post-sionista han ejercido y documentado esa crítica. Criticar la política exterior israelí en las últimas décadas conlleva aún menos una actitud antisemita: de hecho, los propios israelíes liberales y de izquierda han visto en los asentamientos un acto de ocupación inadmisible, cruel y, a fin de cuentas, contraproducente.

Criticar la reciente ofensiva israelí en Gaza tampoco supone albergar un prejuicio antisemita: existen argumentos serios contra su desproporción y una indignación general por el sufrimiento de la población civil. Ni siquiera criticar a "los judíos" supone necesariamente un reflejo antisemita: los fanáticos de la identidad suelen generalizar así sus antipatías, lo mismo contra "los judíos" que contra "los yanquis", "los chinos", "los sudacas" o "los gachupines".

Dicho todo lo cual, creo que a raíz de la guerra de Gaza afloraron dos actitudes preocupantes: una roza el antisemitismo, otra lo asume abiertamente.

La primera es la parcialidad noticiosa y editorial de algunos medios con respecto al tema, como si la ofensiva israelí se hubiese dado (casi) en el vacío, sin la provocación previa de los proyectiles de Hamás sobre el sur de ese país y la amenaza cierta de que en un futuro cercano cayeran sobre Tel Aviv.

Creo que no se documentó de manera suficiente el hecho (recogido con amplitud, por ejemplo, en el Corriere de la Sera) de que Hamás puso en posiciones de riesgo militar deliberado y forzado a su población civil.

Creo que ese énfasis condenatorio no se ha visto en otras tragedias: pienso en Chechenia, donde fueron torturadas y muertas decenas de miles de personas. La doble moral resulta inexplicable.

Nadie comparó entonces a los rusos con los nazis. Hubiera sido una infamia, a pesar de lo que hicieron en Chechenia. Y es que los rusos sufrieron indeciblemente a manos de los nazis. Los judíos aún más. Otorgar a las víctimas la identidad de los victimarios es una perversidad moral.

Allí reside la segunda actitud, francamente antisemita:

Su expresión más socorrida es la amalgama de maldad: la equiparación (ostentada en las manifestaciones de Madrid y Barcelona) de la Esvástica con la Estrella de David, que a su vez supone la equiparación (formulada por varios importantes escritores y periodistas) de la tragedia de Gaza con el Holocausto. Se trata de dos fenómenos distintos que por su magnitud y naturaleza no pueden ser homologables.

La amalgama de todos los males conduce a la banalización del mal: si 600 víctimas inocentes son lo mismo que seis millones (aunque la muerte de los seis o 600 sea claramente reprobable) el mal resulta relativo, el mal no importa. Pero aún más decisiva que la diferencia cuantitativa es la diferencia de sentido.

El Holocausto representó la voluntad (cumplida en un 50%) de exterminar un pueblo, de borrarlo, de tratar a niños, mujeres, ancianos como plaga y no como personas. Este exterminio no fue solamente un crimen contra los judíos sino contra el concepto mismo del ser humano. La inteligencia, la racionalidad y el lenguaje desaparecen si no suponemos una semejanza radical entre los hombres.

En el caso actual, son los fundamentalistas islámicos quienes reproducen el ánimo nazi: quieren borrar al otro, en Jerusalén, Nueva York, Madrid o Londres. Ni en esta ofensiva ni en ninguna otra, Israel se ha propuesto exterminar a la población palestina.

Según el Pew Research Center de Chicago, desde 2005 España es el país de Europa donde el prejuicio antisemita ha aumentado más aceleradamente: pasó del 21% al 46%. Según una encuesta realizada por el Observatorio Español de Convivencia Escolar, más de la mitad de los estudiantes de secundaria declararon que preferirían no sentarse junto a un joven judío en sus aulas.

La España tolerante y plural que ha otorgado el Premio Príncipe de Asturias a las comunidades que preservaron el legado de Sefarad no puede -sin negarse a sí misma- desdeñar esos datos sin hacer un análisis valiente y objetivo.

Y la España democrática y moderna, que ha sido víctima reciente del terrorismo islámico, no puede ignorar -sin caer en la esquizofrenia- que Hamás busca la imposición de un régimen fundamentalista mientras que Israel es el único Estado democrático de la región.

¿Qué haría España, mutatis mutandis, en el caso, improbable pero no imposible, de que un triunfo generalizado del islam radical en el norte de África se tradujera en una amenaza sobre sus puertos mediterráneos bajo el pretexto teológico de recobrar el territorio de Al Andalus que fue suyo siete siglos?

En el tema judío, hay que volver a la tradición liberal de Benito Pérez Galdós, quien en tres novelas (Aita Tettauen, Misericordia y Gloria) mostró comprensión y compasión por el drama histórico del pueblo judío. Israel no es una nota al pie de página en ese drama.

Israel es el corolario de ese drama. Si se acepta la legitimidad de su existencia (producto, no olvidemos, de las circunstancias sin precedente creadas por el Holocausto), debe admitirse también su derecho a vivir sin la amenaza cotidiana que ha pendido sobre sus habitantes.

Esa doble aceptación no implica, repito, justificar la política israelí de los últimos decenios. Pero sí implica mirar al conflicto en toda su diabólica complejidad, distinguir la responsabilidad de ambos
bandos, y dar a los muertos israelíes el mismo peso que los muertos palestinos.

Implica evitar la inmoral referencia al Holocausto y exorcizar el fantasma del judío para poder verlo como los nazis y los fundamentalistas no lo ven: como un ser humano.





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El escritor Enrique Krauze




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jueves, 5 de febrero de 2009

Café con leche

Durante muchos de los 62 años (y 362 días) de mi vida he tenido "vida pública", de bajo nivel, pero pública. Pública en el sentido que da al termino la pensadora Hannah Arendt, de manifestación en el ágora, de relación y actividad activa más allá de la vida propia y familiar,
con los "otros", los ajenos, los contrarios de los intimos. Durante todo ese tiempo de vida pública siempre creo haber manifestado un rechazo explícito, aunque nunca airado, por los "Mayúsculos", es decir, por las personas que hablan en "mayúsculas", que pronuncian con mayúsculas, y con énfasis, palabras como "Dios, Patria, Nación, Justicia, Libertad, Enemigo, Estado, Amigo, Unidad, Derecho, Nosotros, Yo"..., etc., etc.

Tuve un compañero de actividades "públicas" que gustaba siempre de decir que el mundo, y los que en el habitan, o son "café" o son "leche"; así, sin matices. Todo pureza inmaculada o mal absoluto. A eso, en filosofía, se le conoce con el nombre de maniqueísmo. A mi me gusta decir que el mundo, y las personas que lo habitan, somos mayoritariamente "café con leche", que tenemos matices; que son los matices, precisamente los matices, los que marcan la diferencia, los que distinguen, los que otorgan la gracia, lo mejor del mundo... ¡Ah!, y que conste: a mi el café me gusta solo, cortado, con leche, caliente, tibio, frio, ..., pero con azucar. Igual que el mundo y sus gentes.

Tenía pensado y hasta medio concluido un borrador sobre la "crisis", pero la lectura de un artículo del profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona, Félix Ovejero Lucas, en El País de hoy, me ha hecho cambiar de opinión. Y ahora, me vuelvo a la cama, que son las seis de la mañana y hoy no tengo que llevar a mi nieto al colegio. Sean felices. Tamaragua. (HArendt)





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Lámina del pintor Thomas Wood




"Y, además, se comen a los niños crudos", por Félix Ovejero Lucas


No hace mucho, en estas mismas páginas, alguien, no recuerdo quién, sostenía que Franco era racista. Las pruebas, de eso estoy más seguro, eran bastante circunstanciales. Desde luego, mucho más débiles que las que permitirían calificar como racista a Jordi Pujol cuando escribía que "el otro tipo de inmigrante es, generalmente, un hombre poco hecho. Es un hombre que hace centenares de años que pasa hambre y vive en un estado de ignorancia, y de miseria cultural, mental y espiritual".

¿Era Franco racista? ¿Lo era Pujol? ¿Lo seguía siendo hace un par de años cuando declaraba sentirse muy satisfecho de aquellos escritos? No, ni uno ni otro eran racistas, si acaso otra cosa, no sé si mejor. Desde luego, no eran ideólogos racistas. Nadie que profese una ideología se avergüenza de ella y estoy seguro de que se sentirían ofendidos si se los llamara racistas.

Pero no me interesa ahora el racismo, sino ese afán que lleva a cargar todos los muertos al personaje odiado. El malo sería malo como el tonto es tonto en la caracterización orteguiana: vitalicio y sin poros, no descansa nunca. El hábito es común. Se ha repetido a cuenta de los niños del gueto de Gaza: Israel, responsable de sus muertes, porque responsable de una muerte es el que dispara, no sólo se burla del derecho internacional, sino que los exterminaría con gusto y ganas; los de Hamás no sólo eran terroristas, es que estarían encantados de sacrificarlos como escudos. Ni un matiz. Con qué facilidad circularon esos días, ante el menor "ejem", calificativos
como "antisemita" o "prosionista". Aquí, desde luego, también hacemos uso del recurso. Los rivales son inmorales, ignorantes e imbéciles. El lote completo, la triple I. No cabe que a Aznar le pudiera gustar la poesía y, por supuesto, Zapatero es simplemente bobo. Ni agua.

Esa disposición a describir a los otros como la encarnación de todos los males incapacita para entender el mundo. Pocos ejemplos más chuscos que el de esos extraviados soldados de una guerra fría que se resisten a creer acabada, que necesitan no dar por acabada, y que en cualquier esquina encuentran agentes imperialistas, "fascistas" se añade con despendolada ligereza, o, en el otro lado del fantasmal muro, equiparan, sin que les estorben las sutilezas, a Zapatero, Chávez y Castro, todos ellos, a su parecer, pequeños aprendices de Stalin. Incluso, ya en la pendiente del delirio, empaquetan en el mismo lote a Putin, sin otra razón que su condición de ruso, en un
movimiento simétrico, todo hay que decirlo, de aquellos otros que en la izquierda se sienten obligados a defenderlo por lo mismo, por ruso.

Lo peor de tales obnubilaciones es que tienen consecuencias prácticas, malas, como sucede siempre que la acción se basa en una incorrecta información. La lucha contra ETA proporciona un claro ejemplo. Cuantas veces escuchamos aquello de "son irracionales", "me niego a interpretar sus acciones", "matan cuando pueden". Quienes sostienen esas cosas se incapacitan para la política antiterrorista. Guste o no, la racionalidad de ETA es un supuesto imprescindible. De todos. Desde luego, de los partidarios de la negociación o del diálogo: uno no negocia con una piedra. La negociación, por definición, asume que el de enfrente, a la luz de sus posibilidades, mueve sus fichas. Pero también de quienes creemos que no hay nada que negociar o discutir, que el mejor modo de acabar con los criminales es hacerles entender que los crímenes no tienen retribuciones políticas.

En uno y otro caso, en contra de lo que muchas veces se dice, resulta inevitable hacer algún tipo de "juicio de intenciones", de juicio sobre los motivos de los otros. Allí y en cualquier relación humana, cuando nos hablan y hasta cuando nos callan, por ejemplo, cuando no nos contestan un emilio. En nuestras relaciones mutuas los humanos somos poco más que máquinas de hacer juicios de intenciones.

El mecanismo de las extrapolaciones es conocido, incluso está catalogado en psicología como "efecto halo": un sesgo cognitivo que, a partir de una característica más o menos circunstancial, extrae conclusiones sobre rasgos esenciales de la personalidad que contaminarían cada uno de los actos del individuo. A veces, sin que tengan nada que ver, como sucede con la disposición a tomar una cara bonita como señal de honradez. Los soldados del Vietcong atrajeron a muchos vietnamitas, antes que por sus ideas, por sus maneras incorruptibles. En las culturas políticas calvinistas el político a quien se descubre una relación extramatrimonial se puede dar por acabado. La máxima que permite sentenciarlo viene a ser: "si miente en esto, miente en todo".

La vida, bien sabemos, es más compleja. Está instalada en el matiz. Como en el poema de Borges, somos un yo plural de sombra única. Conozco investigadores honestos, amantes de la verdad y entregados al estudio de nobles principios, que en su trato con los demás mienten más que hablan. Uno no se casaría con ellos, pero estaría encantado de escribir un libro a dos manos. Entre los alemanes que arriesgaban sus vidas por rescatar a los judíos no faltaban los golfos irrecuperables. ¿Tenemos que dudar de las teorías de los científicos estadounidenses porque el 40% de ellos creen en Dios y le rezan? Sobran los ejemplos de músicos de jazz de vida disipada, entregados al principio del placer más inmediato, cuyo buen hacer artístico sólo puede ser el resultado de una portentosa capacidad de disciplina y de concentración.

Por supuesto, hay coherencias exigibles. Resulta difícil tomarse en serio al psicoanalista que ante el menor avatar emocional se atiborra de pastillas, al maestro zen que cierra los garitos en Las
Vegas o al político nacionalista que lleva a sus hijos a la escuela alemana. Ellos son los primeros en no tomarse en serio. Pero lo que no podemos hacer es juzgar la calidad del asesor financiero por sus consejos amorosos o la integridad del político por sus gustos literarios. Una cosa es ser coherentes y otra graníticos. Salvo los imbéciles irreparables y los psicópatas no hay "personas de una sola pieza". En realidad, si encontramos alguno, hay que desconfiar. El político que sabe que su comportamiento en las distancias cortas servirá para sopesar su conducta pública acabará por fingir hasta con sus amigos. Lo primero que nos dicen quienes nos acaban engañando es que ellos no mienten nunca.

Todo lo demás es ejercer de maniqueo y dar curso a la autocomplacencia moral. Como si faltaran razones y hubiera que trucar las pruebas. Como si nuestra sensibilidad necesitara algo más de lo ya sabido. Hitler no era mejor persona por sus refinados gustos estéticos y Franco no se salva porque no se comiera a los niños crudos. Simplificar no es pensar claro, sino evitarse la fatiga de pensar. Y la simplificación, conviene aclarar, nada tiene que ver con la radicalidad. No era precisamente un pusilánime el político que acuñó aquello del "análisis concreto de la situación concreta". Hay encendidos, o por mejor decir, incendiarios defensores de la moderación democrática que, cuando se los escucha, entran ganas de invadir Polonia y no parar hasta el Mar de China. Pero, si nos detenemos a pensar en lo que dicen, pronto se cae en la cuenta de que las atronadoras palabras no rozan un concepto ni iluminan un detalle.

Un pequeño test de autocontrol. Acaso algún lector, tras la lectura del primer párrafo, haya pensado "facha españolista". A su pesar me estará dando la razón. Gracias por colaborar en el
experimento. (El País, 05/02/09)




http://farm1.static.flickr.com/213/512129402_d6a87b46a5_m.jpg
El profesor Ovejero Lucas




Fotos:
(1) El profesor Ovejero Lucas:
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(2) Lámina del pintor Thomas Wood:
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domingo, 1 de febrero de 2009

Darwin en su bicentenario

Doscientos años después del nacimiento de Charles Darwin, -se cumplen el próximo 12 de febrero-, y casi ciento cincuenta después de la publicación de su obra fundamental: "Sobre el origen de las especies" (Alianza, Madrid, 2007), el profesor José Manuel Sánchez Ron, miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid, escribe un interesante artículo en El País de hoy titulado "El ejemplo y las lecciones de Darwin", en el que se pregunta como es posible que un hecho científico, contrastado de manera abrumadora, y cuya relevancia para situarnos en el mundo es obvia, no es todavía universalmente aceptado.

Por citar únicamente dos ejemplos de sociedades tecnificadas y culturizadas: en Estados Unidos solamente la acepta el 40% de la población. En Europa su aceptación es mayor, especialmente entre los franceses y los escandinavos (creen en ella aproximadamente el 80%), aunque no deja de tener problemas: en una encuesta realizada en Reino Unido por la BBC en 2006, el 48% la aceptaba, mientras que el 39% optaba por alguna forma de creacionismo, y un 13% "no sabía".

El intento de compaginar ciencia y fe es un intento valdío. Lo han intentado muchos, y todos han fracasado. La ciencia es racionalidad y prueba; la fe, irracionalidad y dogma. Lo intentó, por citar un solo ejemplo, el jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), paleontólogo y filósofo, en una excepcional obra "El fenómeno humano" (Taurus, Madrid, 1965), uno de los libros más interesantes que he leído nunca. El intento le costó la separación de la iglesia, en una práctica excomunión, sin lograr tampoco el reconocimiento de la comunidad científica.

De manera mucho más burda que Tielhard e Chardin, el "Creacionismo", una teoría pseudocientífica muy arraigada en ciertas comunidades protestantes de los Estados Unidos, defiende una explicación del origen del mundo basada en uno o más actos de creación por un Dios personal. Tiene un gran número de seguidores, pero no responde a base científica alguna, y sólo es un rebuscado intento de compaginar lo incompaginable.

Recuerdo haber leído una entrevista al eximio premio Nobel de Medicina de 1959, el español Severo Ochoa (1905-1993), contestando con esa sencillez que le caracterizaba a la impertinente pregunta del periodista que le interrogaba sobre la vida después de la muerte: "no hay nada después de ésto, somos átomos y en átomos nos reconvertimos al morir". Yo, más poéticamente, diría que somos "polvo de estrellas", que es lo que le responde su padre a Hilde, la protagonista de "El mundo de Sofía" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1999), ante una pregunta similar. Un magistral libro de Jostein Gaarder, que debería ser lectura obligatoria en la escuela española. En fin, espero que hayan pasado un buen fin de semana. Disfruten del artículo del profesor Sánchez Ron y sean felices, por favor. Tamaragua. (HArendt)


Notas:
(1) http://es.wikipedia.org/wiki/Charles_Darwin
(2) http://www.cervantesvirtual.com/FichaObra.html?Ref=2174
(3) http://www.elpais.com/articulo/opinion/ejemplo/lecciones/Darwin/elpepuopi/20090201elpepiopi_12/Tes
(4) http://es.wikipedia.org/wiki/Pierre_Teilhard_de_Chardin
(5) http://www.cibernous.com/autores/tchardin/textos/fhumano.html
(6) http://es.wikipedia.org/wiki/Creacionismo
(7) http://es.wikipedia.org/wiki/Severo_Ochoa
(8) http://www.librosgratisweb.com/pdf/gaarder-jostein/el-mundo-de-sofia.pdf
(9) http://es.wikipedia.org/wiki/El_mundo_de_Sof%C3%ADa
(10) http://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Manuel_S%C3%A1nchez_Ron

Fotos:
(1) http://api.ning.com/file/cwatjpG2ncWVAvYp7iB0lLtqacsuA2sfMQRolFXv3fBdNB78gNaBfiTsfLG1mIG-vQ*ZnGC-7dhi2UoDiWr1LU20PmDlSrS0/CharlesDarwin.jpg
(2) http://www.uned.es/psico-1-fundamentos-biologicos-conducta-I/orientaciones/images/cap10.jpg




http://api.ning.com/files/cwatjpG2ncWVAvYp7iB0lLtqacsuA2sfMQRolFXv3fBdNB78gNaBfiTsfLG1mIG-vQ*ZnGC-7dhi2UoDiWr1LU20PmDlSrS0/CharlesDarwin.jpg
Charles Darwin




"El ejemplo y las lecciones de Darwin", por José Manuel Sánchez Ron
(El País, 01/02/09)

Cuando se cumplen 200 años del nacimiento del científico y 150 de la publicación de 'El origen de las especies', el creacionismo sigue dando batalla en numerosos países ilustrados de Occidente, incluida España.

Hace 200 años, el 12 de febrero de 1809, nació Charles Darwin. Podemos debatir si los trabajos y teorías -y a la cabeza de éstas, la del origen de las especies mediante selección natural- de Darwin son más o menos importantes que el sistema geométrico que sistematizó Euclides, que la dinámica y teoría gravitacional de Newton, que la química que creó Lavoisier, que la relatividad de Einstein, que la física cuántica o que la teoría biológico-molecular de la herencia, pero lo que es difícil negar es que ninguna de esas contribuciones logró lo que consiguieron las de Darwin, que desencadenaron una serie de procesos que afectaron a algo tan básico como nuestras ideas acerca de la relación que nos liga con otras formas de vida animal que existen o han existido en la Tierra. En este sentido, abordó cuestiones que van dirigidas a la médula de la condición humana.

Expresado muy brevemente, Darwin sustanció con muy variadas evidencias la idea (que otros antes que él habían propuesto) de que las especies evolucionan, encontrando además un mecanismo que hacía plausible tal evolución; defendió que la vida es como un árbol, de cuyas raíces han ido brotando diferentes ramas, esto es, especies que con el paso del tiempo continúan diversificándose, dando origen a otras bajo la presión de determinados condicionamientos. Después de esforzarse por encajar en una gran síntesis las piezas (zoología, botánica, taxonomía, anatomía comparada, geología, paleontología, cría domestica de especies, biogeografía...) del gigantesco rompecabezas que es la naturaleza, y estimulado por la noticia de que Alfred Wallace había llegado a conclusiones similares, aunque no tan sustanciadas, en noviembre de 1859 -pronto hará, por consiguiente, 150 años- publicó un libro que forma parte del tesoro más precioso de que dispone la humanidad: El origen de las especies. Doce años más tarde, en otro gran libro (El origen del hombre), aplicó a los humanos las lecciones del primero, despojándonos del lugar privilegiado en la naturaleza que hasta entonces nos habíamos adjudicado.

A lo largo del siglo y medio que nos separa de la publicación de El origen de las especies, la esencia de su contenido no ha hecho sino recibir confirmación tras confirmación. Puede que aún resten cuestiones por dilucidar, pero el evolucionismo darwiniano nos suministra un marco conceptual y explicativo imprescindible para comprender el mundo natural de manera racional, sin recurrir a mitos.

A la vista de todo lo dicho, podría pensarse que la única actualidad de Darwin y de su obra es la de honrar su memoria utilizando la excusa de los dos mencionados aniversarios. Ojalá fuese así. La evolución entendida a la manera de Darwin es un hecho científico, contrastado de manera abrumadora, y su relevancia para situarnos en el mundo es obvia, pero no es universalmente aceptada. En Estados Unidos solamente la acepta el 40% de la población. En Europa su aceptación es mayor, especialmente entre los franceses y los escandinavos (creen en ella aproximadamente el 80%), aunque no deja de tener problemas: en una encuesta realizada en Reino Unido por la BBC en 2006, el 48% la aceptaba, mientras que el 39% optaba por alguna forma de creacionismo, y un 13% "no sabía".

La historia de la oposición de los creacionistas a Darwin ha sido comentada en numerosas ocasiones y no pretendo volver a este asunto, que, sin embargo, continúa vigente, aunque ahora sea recurriendo sobre todo a una nueva terminología: el diseño inteligente, la idea de que un Dios debió de diseñar cada una de las especies que existen. Me interesa más hacer hincapié en el hecho de que una teoría científica contrastada y de enorme relevancia social sea rechazada o muy pobremente comprendida. En mi opinión, una explicación posible del tal rechazo reside en el desconocimiento.

Debatimos insistentemente -ahora estoy pensando en España- acerca de los programas educativos para nuestros jóvenes; por ejemplo, si es aceptable o no imponer asignaturas como Educación para la Ciudadanía, ante la cual algunos argumentan que limita la libertad de los padres a ejercer sus derechos en la formación (moral y religiosa) de sus hijos. Y, mientras tanto, la enseñanza de ciencias sufre cada vez de más carencias.

No parece preocuparnos demasiado, por ejemplo, si se enseñan adecuadamente sistemas científicos tan básicos como la teoría de la evolución de las especies. El pasado noviembre, se publicó un libro en el que se adjudicaba a la Reina, doña Sofía, la siguiente manifestación: "Se ha de enseñar religión en los colegios, al menos hasta cierta edad: los niños necesitan una explicación del origen del mundo y de la vida".

Podrá resultar doloroso a algunos, pero la única explicación que da lugar a comprobaciones contrastables sobre el origen del mundo y de la vida procede de la física, de la química, de la geología y de la biología. La religión pertenece a otro ámbito.

¿Es legítimo ocultar a los niños ese mundo científico, condicionando así sus opiniones futuras, en aras a algo así como "mantener su inocencia", o por las ideologías de sus padres? Haciendo públicas sus opiniones en una cuestión cuya importancia no puede ignorar, y por la elevada posición que ocupa, doña Sofía hizo publicidad de una determinada forma de entender el mundo, que jamás ha recibido comprobaciones contrastables.

Una forma, además, que, al menos en España, de la mano de la jerarquía católica, pretende intervenir en apartados que pertenecen al poder legislativo, como son los programas educativos o lo que es admisible o no en los tratamientos médicos (no puedo olvidar en este punto las manifestaciones de la Conferencia Episcopal Española a raíz del nacimiento, en octubre de 2008, de un niño tratado genéticamente para curar a un hermano que sufría anemia congénita: "El nacimiento de una persona humana ha venido acompañado de la destrucción de sus propios hermanos a los que se ha privado del derecho a la vida"; palabras no sólo cuestionables desde el punto de vista de la ciencia sino también, en mi opinión, carentes de compasión ante el sufrimiento ajeno).

Necesitamos educar en la ciencia a nuestros jóvenes; no, naturalmente, para que entiendan que ella es el juez supremo para las opciones que quiere asumir una sociedad democrática. La ciencia es, simplemente, un instrumento -el mejor- que los humanos hemos inventado para librarnos de mitos, orientarnos ante el futuro y protegernos de una naturaleza que no nos favorece especialmente. Sucede, no obstante, que no se ha instalado de manera tan segura en nuestras sociedades como se podría pensar, siendo contemplada frecuentemente con sospecha. Si como muestra sirve un botón, he aquí la siguiente cita (Juan Manuel de Prada, XL Semanal, 5-11/X/2008): "La ciencia parece dispuesta a demostrar esto y lo otro; y mañana podrá sin empacho alguno desdecirse y demostrar que lo opuesto a lo contrario es lo cierto, en un tirabuzón enloquecido y sin fin. Y todo ello bajo un manto de inapelable respetabilidad". Por supuesto que existen científicos envanecidos, incluso tramposos, y también que se cometen errores, pero no olvidemos que en última instancia la ciencia no es sino capacidad de identificar y remediar equivocaciones, de buscar sistemas con capacidad predictiva.

Recordar y celebrar a Darwin es más que un acto festivo; constituye un homenaje a la ambición y el rigor intelectual, al poder de nuestra mente para comprender el mundo. Y también es un ejemplo de que la investigación científica no tiene por qué ser ajena a atributos humanos como son el amor a la familia, la decencia, la discreción o el ansia de justicia. La biografía de Charles Darwin -un hombre que llevó a cabo un largo y complejo camino, que le llevó a consecuencias que no había previsto y que le obligaron a desprenderse, en un doloroso proceso, de las creencias religiosas en que había sido educado- está repleta de todo esto.





http://www.uned.es/psico-1-fundamentos-biologicos-conducta-I/orientaciones/images/cap10.jpg
El mecanismo de la evolución




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