El desencadenante fue la Primera Guerra Mundial, a la que él se opuso, y que terminó con el desmembramiento del Imperio Austríaco. En 1919 formó parte de un efímero gobierno socialista, donde este dandi monárquico y liberal no encajaba en absoluto. En realidad, su pensamiento era heterodoxo y difícil de encasillar (hoy lo reclaman como suyo tanto los conservadores libertarios como los socialdemócratas), pero sus ideas y su arrogancia no cuadraban bien con sus colegas, de modo que, cuando el gabinete se disolvió, no fue llamado de nuevo a integrar el siguiente. Luego fue fundador y director del Banco Biedermann, pero tampoco aquí logró hacer amigos, y se vio relevado al poco tiempo. Sus ejecutorias no fueron fracasos de gestión, ni en política ni en banca, pero sí mostraron sus problemas para relacionarse y entablar amistades fuera de los círculos académicos. Y a ellos volvió (Universidad de Bonn), arruinado pero feliz, después de su boda en 1925 con una modistilla vienesa. Pero en 1926 la tragedia se cernió sobre él: con pocas semanas de diferencia murieron su madre (a la que, como hijo único y huérfano de padre, siempre estuvo muy unido) y su esposa, ésta al dar a luz a un hijo que también murió. Hundido e inconsolable, visitó frecuentemente Inglaterra y Estados Unidos hasta que en 1932 aceptó una oferta de Harvard y allí se quedó para el resto de sus días. Y allí tuvo otro golpe de fortuna: su largo noviazgo y matrimonio con la historiadora económica Elizabeth Boody, quince años más joven, que fue su compañera y colaboradora durante los dieciocho que pasó en Estados Unidos, sin duda los más fructíferos de su carrera científica. Ella fue quien compiló y preparó sus escritos sobre historia del pensamiento económico, que se publicaron póstumamente (los dos murieron antes de publicarse el libro en 1954: él en 1950 y ella en 1953) en la monumental History of Economic Analysis.
La superioridad de Schumpeter sobre Keynes radica en que fue algo más que un economista puro: fue un coloso de la ciencia social. Su trabajo desborda hacia otras ciencias sociales, en particular la Sociología. No en vano otro de sus maestros fue Max Weber. Su modelo básico de pensamiento se encuentra, como dije, ya encapsulado en su gran libro de 1911, la Theorie der wirtschftliches Entwicklung. En él resuelve su autor un pequeño rompecabezas teórico: como buen alumno de la Escuela de Viena, Schumpeter comprendía perfectamente la teoría del equilibrio económico, que se logra gracias a los ajustes de la oferta y la demanda por medio de la competencia perfecta en los mercados de libre concurrencia; ahora bien, la economía real nunca está en equilibrio: la experiencia histórica del último milenio es que la economía crece. La teoría neoclásica decía muy poco sobre este tema. ¿Qué es lo que hace que la economía crezca, se pregunta Schumpeter? Y su respuesta es: la innovación. La innovación aumenta la productividad: con la misma cantidad de factores, especialmente trabajo, se produce más. Esto es el crecimiento. La próxima pregunta es: ¿de qué depende la introducción de innovaciones? Y la respuesta es: de los empresarios, que arriesgan su capital introduciendo estas innovaciones (inventadas por ellos o, más frecuentemente, por otros) para obtener mayores beneficios, porque la mayor productividad les permite vender más barato, compitiendo así con ventaja. Para Schumpeter, el empresario innovador (gente como Stephenson, Bessemer, Krupp, Edison, Tesla, Benz, Jobs, Gates, o, en España, José Luis de Oriol o Damià Mateu) es el héroe del mundo moderno. Hoy esto puede parecernos trivial de puro sabido. También puede parecérnoslo la mano invisible de Adam Smith. Ambos descubrimientos fueron revolucionarios en su día y llevó mucho tiempo que fueran aceptados por la mayoría de los economistas.
De esta visión que Schumpeter publicó a los veintiocho años fue deduciendo aspectos que se concretaron en teorías, como la del crecimiento, la de los ciclos económicos, la teoría socioeconómica de la empresa, o la teoría sobre el futuro del capitalismo (de la que trata el libro que aquí estamos examinando). A esto hay que añadir otras contribuciones separadas, como sus teorías del imperialismo, de las clases sociales y, por supuesto, su monumental historia del análisis económico, que no es una historia convencional, puesto que está organizada en torno a ideas y no a economistas, y que revela una cantidad de lecturas y una estructura de pensamiento que hoy siguen pareciendo casi sobrehumanas.
La contribución de Keynes estuvo más puramente ceñida a la coyuntura económica. También nació de la insatisfacción con el modelo canónico de la economía marginalista neoclásica, tal como lo estudió con Alfred Marshall. A Keynes no le preocupaba tanto el crecimiento económico: seguía apegado a la cuestión del equilibrio. Si a Schumpeter ya a principios de siglo le parecía que el modelo no explicaba el crecimiento, a Keynes en los años veinte y treinta le parecía que no explicaba los brutales desequilibrios de la época: la inflación y el desempleo de la primera posguerra y de la Gran Depresión. Diríamos que, como un experto mecánico, desmontó el modelo, detectó qué piezas no funcionaban y las sustituyó por otras. Y propuso otro modelo, que a él le pareció de valor más general, y de ahí el título de su gran libro: La teoría general del empleo, el interés y el dinero (1936). Hoy prevalece la opinión entre los profesionales de que, más que de una teoría general, se trata de un modelo especial para los casos en que fallan los supuestos de la teoría neoclásica. Schumpeter sintió celos ante la popularidad de este libro, y lo criticó, resumiendo esta crítica en una elegante frase (que atribuyó a otro): la Teoría general «no nos hace keynesianos, nos hace mejores economistas», y en esta otra: «Con Keynes, la recomendación práctica era el fin y el foco que guía todo análisis» (Ten Great Economists, Nueva York, Oxford University Press, 1965, pp. 291 y 273). Esta última frase me parece reflejar un cierto desdén, propio del intelectual centroeuropeo hacia el utilitarismo anglosajón.
Schumpeter tuvo su desquite, siquiera fuera parcial, con el éxito del libro que aquí examinamos (primera edición: 1942), con ese título tan provocador y ese objetivo tan ambicioso: nada menos que predecir el advenimiento de la socialdemocracia, nacida de las cenizas del capitalismo clásico. El tema y las conclusiones revelan que el autor era un verdadero científico, dispuesto a cambiar sus convicciones si así se lo imponían las modificaciones que se operaban en el objeto de estudio. La sociedad había cambiado radicalmente durante el período de entreguerras: el capitalismo de la belle époque, el tiempo en que Schumpeter se formó en la añorada Viena fin de siècle, había periclitado: la Guerra Mundial aceleró el proceso de cambio social del capitalismo atomístico al capitalismo de la gran empresa, frecuentemente multinacional; pero también al capitalismo que dio entrada en los gobiernos a los partidos socialistas y a los sindicatos. Los actores individuales habían sido sustituidos por grandes conglomerados a ambos lados del mercado laboral. Esto también lo había advertido Keynes y sugerido en su famoso artículo «The end of laissez-faire» (1926, reproducido en sus Essays in Persuasion). Pero Schumpeter estaba dispuesto y capacitado para llevar el análisis mucho más allá y examinar todas las consecuencias de esta mutación del capitalismo. Y eso es lo que hace en Capitalismo, socialismo y democracia, desbordando ampliamente la economía y haciendo ciencia social a lo grande.
El libro se abre con una larga introducción sobre el pensamiento de Marx. Al fin y al cabo, Marx había predicho el triunfo del socialismo y Schumpeter, sin ser marxista (esto lo deja muy claro desde la primera línea), estaba de acuerdo con él, aunque el socialismo y su manera de advenimiento que Schumpeter preveía eran muy diferentes de la revolución y dictadura del proletariado anunciadas por Marx.
La segunda parte del libro es una magnífica síntesis de su visión del capitalismo, y la primera mitad una nueva exposición de su teoría de la economía en crecimiento, con el empresario como protagonista y la innovación como levadura del desarrollo. Aquí es donde él lanzó las famosas frases de la «destrucción creadora» y la «creación destructora» para describir cómo funciona el capitalismo: las industrias nuevas triunfan a costa de las viejas, las destruyen. Pero lo hacen porque sirven mejor a las necesidades del mercado, en último término, de los consumidores, bien rebajando precios, bien ofreciendo mejores productos. Pero, al hacer esto, las empresas innovadoras se convierten en monopolistas temporales (gracias a una patente o a haber tomado la delantera), de ahí los beneficios extraordinarios que obtienen; pero esta ventaja es temporal, porque las patentes expiran y los competidores imitan. A la larga, los beneficios bajan y todo tiende a retornar al equilibrio. Pero, claro, las empresas que han sido monopolistas temporales tratan de perpetuarse en esta situación privilegiada para seguir gozando de beneficios extraordinarios, y a veces lo consiguen, logrando el «coto cerrado» gracias a privilegios políticos u otras prácticas restrictivas. Aquí quiero mencionar que, hace muchos años, estudié la introducción de la dinamita en España por medio de la patente de Nobel a través de la Sociedad Española de la Dinamita en 1872. El proceso fue exactamente como lo describe Schumpeter. La dinamita era una gran innovación para la minería y las obras públicas. Su producción y venta estuvo protegida por una patente. Los beneficios eran muy altos. Cuando la patente expiró, la competencia entró en el mercado: los precios y los beneficios bajaron rápidamente. Entonces la Sociedad de la Dinamita organizó un lobby que consiguió que el Estado español estableciera el monopolio de los explosivos en 1897 y se lo concediera a una empresa que agrupaba a la Sociedad y a sus competidores, la Unión Española de Explosivos. Los precios y los beneficios se recuperaron; la calidad del producto empeoró.
Schumpeter ve en este proceso de consolidación, rigidificación e intervención del Estado, que el caso de la dinamita española ejemplifica a la perfección, un paso hacia la implantación del socialismo. Lo mismo ocurriría con el crecimiento de los trusts y las multinacionales en Estados Unidos, Alemania, etc., desde aquel mismo período. Era el fin del laissez-faire clásico, el inicio del intervencionismo estatal, que la Gran Guerra aceleró, y que trajo consigo la introducción gradual de la socialdemocracia a que antes me referí. No es la victoria del socialismo marxista: lo que ha triunfado, conviene insistir en ello, es la socialdemocracia.
El resto del libro de Schumpeter está dedicado a estudiar la viabilidad del socialismo y su compatibilidad con la democracia. Se trata, insisto, de un socialismo que no rechaza el mercado: los consumidores continúan siendo soberanos. Siguiendo a Enrico Barone, que en 1908 publicó un artículo sobre el funcionamiento de una economía socialista con mercado, demuestra que este tipo de socialismo es tan viable como el capitalismo. Y posteriormente se ocupa de examinar la compatibilidad de este tipo de socialismo con la democracia. El problema no parece baladí, porque la democracia nació con el capitalismo (en mi opinión, esto no es exactamente así: democracia plena y socialdemocracia nacieron juntas: véase mi Los orígenes del siglo XXI, capítulo VIII). Schumpeter resuelve, sin embargo, el problema que había planteado innecesariamente con el siguiente razonamiento: para que funcione la democracia, tiene que haber una mayoría de acuerdo con sus postulados básicos; en la actualidad (inicios de los años cuarenta), el número de los disconformes con el capitalismo era tan grande que la democracia tenía que funcionar mejor con el socialismo. Como vemos, a un falso problema da Schumpeter una falsa solución. Falso problema: la democracia nació con el capitalismo, por lo tanto no sabemos si será compatible con el socialismo. La premisa no es cierta: lo que nació con el capitalismo fue el sistema parlamentario representativo. La democracia, es decir, el sufragio universal de ambos sexos, se generalizó en el mundo tras la Primera Guerra Mundial, precisamente cuando los partidos socialistas llegaron al poder. Falsa solución: la insatisfacción con el capitalismo que Schumpeter había percibido se daba en el período de entreguerras por las crisis de la posguerra y la Gran Depresión. El recién estrenado sufragio universal impuso la generalización gradual del «Estado de Bienestar» a partir de los años veinte; en otras palabras, el socialismo de que hablaba Schumpeter estaba ya en vías de generalizarse cuando él redactaba Capitalismo, socialismo y democracia, y fue esta última la que lo propició. No hacía falta demostrar que eran compatibles democracia y socialismo, porque eran como las dos caras de una misma moneda, una moneda que estaba acuñándose mientras nuestro autor redactaba este libro.
Pero esto son cuestiones relativamente menores. Schumpeter acertó plenamente: la Guerra Mundial y las crisis de entreguerras demostraron que el antiguo capitalismo de laissez-faire ya no era viable. El intento de sustituirlo por el comunismo encandiló a muchos, pero a la larga demostró ser un rotundo fracaso. En cambio, su sustitución por la socialdemocracia por medio de un proceso evolutivo y democrático (valga la redundancia) fue un gran triunfo de las sociedades avanzadas de Europa Occidental y de los Estados Unidos (el New Deal fue la versión estadounidense del socialismo europeo). El libro concluye con una breve historia del socialismo, que él fue poniendo al día en las sucesivas ediciones y que tiene gran interés por lo original de sus opiniones y por su conocimiento de primera mano de las etapas recientes del socialismo europeo.
No puedo concluir esta síntesis de la obra de Schumpeter sin volver al tema del paralelismo (o su ausencia) entre las obras de Keynes y Schumpeter. En realidad, por caminos muy dispares, ambos se convirtieron en adalides de la socialdemocracia. El caso de este último acabamos de comentarlo. En el caso de Keynes, su crítica al modelo neoclásico y su defensa del gasto público como único remedio posible a los desequilibrios inherentes al sistema capitalista, al menos al de la primera mitad del siglo XX, lo convirtió en el autor que más contribuyó a convencer a economistas y políticos de las ventajas de Estado de Bienestar, no necesariamente por razones éticas o políticas, sino por razones estrictamente macroeconómicas: porque proporciona los «estabilizadores automáticos» que la economía moderna necesita para alcanzar el equilibrio, como el cojo necesita un par de muletas. Es natural que las dos grandes mentes económicas del siglo XX coincidieran en desentrañar la gran mutación económica del siglo XX: la sustitución del laissez-faire por la socialdemocracia.
Disponíamos ya de varias traducciones al español de Capitalismo, socialismo y democracia. Al menos que yo sepa, estaban la de Aguilar (Madrid, 1971) y la de Orbis (Barcelona, 1983). Esta versión que reseñamos es nueva, y viene precedida de un prólogo de Joseph Stiglitz, lo cual le añade un indudable interés. En el libro no se indica que este prólogo fue escrito para la reedición inglesa de Routledge en 2010, que es la que Página Indómita ha traducido. El prólogo de Stiglitz, como digo, añade interés a la nueva edición, pero en mi opinión no hace plena justicia a la obra de Schumpeter, aunque afirme al comenzar que «Siempre es un placer releer la obra monumental de Schumpeter». Sin embargo, para Stiglitz (p. 12), «El ritmo de la innovación [en las últimas seis décadas] ha sido mayor que el previsto por Schumpeter». Pero, ¿cuál era ese ritmo de innovación previsto por Schumpeter? En este libro no ofrece ninguna cifra concreta. Aparte de esto, en su teoría de los ciclos, Schumpeter postula que el ritmo de la innovación fluctúa, de modo que difícilmente podría haber predicho un ritmo preciso para las futuras décadas. La afirmación de Stiglitz me parece incomprensible e injusta, atribuyendo a Schumpeter algo que no dijo. Tampoco me parece convincente afirmar que «los monopolios pueden ser considerablemente más duraderos de lo que Schumpeter creía» (p. 14). Es cierto que Schumpeter decía que el empresario innovador se convierte en monopolista temporal mientras dura la patente o, simplemente, se beneficia de llevar la delantera a sus competidores, pero que a la larga pierde esa situación ventajosa; sin embargo, también cree, como hemos visto, que con el advenimiento de la gran empresa la situación estaba cambiando y que «entró en escena lo que generalmente se denomina la tendencia moderna hacia el dominio monopolista» (p. 207). Precisamente esa tendencia creciente hacia el monopolio era uno de los elementos que, para Schumpeter, justificaban el avance del socialismo. De nuevo, Stiglitz atribuye a Schumpeter algo que no dijo.
En resumen: Stiglitz es muy crítico con el funcionamiento de la economía capitalista actual, y no cree que haya nada de socialismo en ella, pero olvida con ello que Schumpeter anunciaba el triunfo gradual del socialismo precisamente por efecto del exceso de monopolización de la economía: lo convierte en un profeta del capitalismo y, en consecuencia, le hace todos estos reproches. Muchas de las críticas de Stiglitz a la economía norteamericana actual están justificadas, pero creo que no advierte, al menos en este prólogo, que, incluso en Estados Unidos, la economía es un híbrido de capitalismo y socialismo, aunque este híbrido puede ser subvertido por los intereses privados para poner al «Estado benefactor» al servicio de los intereses de las grandes empresas. Así, denuncia, con razón, «algo que he definido como “asistencialismo corporativo”: se emplea el poder del Estado para proteger a los ricos y poderosos en lugar de a los más desfavorecidos y a la sociedad en general» (p. 13). Pero añade, sin razón: «Se trata de un fracaso de las limitaciones del tipo de democracia competitiva que Schumpeter pregonaba». Si hubiera releído el libro con más atención, hubiera visto que Schumpeter era muy consciente de los peligros de esta democracia competitiva. Es injusto achacarle los problemas del capitalismo híbrido actual cuando él dedicó precisamente este libro a anunciar la defunción del capitalismo por sus fallos inherentes. En cuanto a la democracia competitiva, la frase de Churchill en el Parlamento sigue siendo tan válida como cuando la pronunció. La democracia es muy mala, pero las alternativas son peores. Schumpeter era muy consciente de ello.