lunes, 21 de agosto de 2023

Del oficio de escritor

 








Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Javier Cercas, va del oficio de escritor. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









Pequeña antología de grandes éxitos
JAVIER CERCAS
13 AGO 2023 - El País - harendt.blogspot.com

Allá va un secreto a voces: el oficio de escritor es el mejor oficio del mundo, y todo plumífero, por insignificante o desdichado que sea, atesora triunfos íntimos, instantes pletóricos en los que, aunque sólo sea por un segundo, se siente justificado como escritor. El problema es que no se los podemos contar a nadie: ni a nuestras familias, que están hartas de nosotros (un escritor es básicamente un individuo insufrible: algunos, de lejos, dan bien, pero de cerca todos somos para salir corriendo), ni mucho menos a nuestros colegas, porque los escritores somos muy envidiosos y nos odiamos entre nosotros: todos los escritores hablamos mal de todos, y todos tenemos razón. Así que no nos queda más remedio que comernos con patatas nuestras alegrías. Se trata, sobra decirlo, de una injusticia flagrante, con la que voy a terminar ipso facto gracias a esta pequeña antología de grandes éxitos. Al fin y al cabo, si uno no es capaz de hablar bien de sí mismo, ya me contarán ustedes quién demonios va a hacerlo.
Me limitaré a referir tres anécdotas. La primera es de un 23 de abril, fiesta de Sant Jordi en Barcelona. Por entonces yo llevaba un par de años sin publicar una novela, así que aquella mañana me encerré a escribir en vez de salir a firmar mis libros por las calles del centro, abarrotadas como cada año de libros y rosas. El hecho ocurrió al mediodía. Llevaba cinco horas partiéndome la cara con el ordenador sin conseguir arrancarle una maldita frase decente, y había llegado a la conclusión de que yo no era un escritor o de que era el peor escritor español desde don José Echegaray, primer premio Nobel de Literatura de nuestro país, cuando bajé a un restaurante cercano a mi despacho. Comí con ganas de echarme a llorar sobre los macarrones y el bistec, y, cuando pedí la cuenta, la camarera me dijo que ya estaba pagada. La miré sin entender. “Un señor”, se encogió de hombros, señalando una mesa vacía. “Me ha dicho que es un lector suyo y que a ver cuándo publica un libro nuevo”. Al salir del restaurante esprinté hacia mi despacho, dispuesto a pasarme el resto del día partiéndome la cara con el ordenador (y con quien hiciera falta).
La segunda anécdota ocurrió años más tarde, en Sevilla, donde el diario Abc tuvo la generosidad insensata de concederme un premio por un artículo sobre la ciudad. Hubo una ceremonia. Pronuncié un discurso. Hubo un cóctel. Fue entonces cuando vi que se abría paso hacia mí un tipo impecable, repeinado y sonriente: era Rafael Ruiz, el moreno de Los del Río. “¡Ey, Macarena!”, pensé. “Me ha encantado”, me espetó Ruiz, refiriéndose a mi discurso. Le di las gracias. “¡Lo he entendido todo!”, añadió, incrédulo (en realidad, lo que dijo fue: “L’entendío to”). En el colmo del entusiasmo, remachó: “¡¡Ni una sola metáfora!!”. Comprendí que aquel era mi gran momento, que nadie volvería a dedicarme un elogio tan grande. “Chaval”, me dije, derritiéndome de gratitud. “Ya puedes morirte tranquilo”.
La tercera anécdota ocurrió no hace mucho, en El Asador de Aranda de la avenida del Tibidabo, Barcelona. Había ido a comer allí con mi familia y, al salir del baño, un hombre muy serio me señaló con un dedo intimidante; parecía el encargado, o el propietario. Me asusté: pensé que había hecho algo mal, pensé que me iban a echar a patadas del restaurante. Sin dejar de señalarme, el tipo dijo: “Un hombre que se molesta porque los demás se rían de él no es un hombre”. La frase me sonaba, pero no sabía de qué. La cara del tipo se iluminó con una sonrisa. “Eso no lo digo yo”, puntualizó, alargándome la mano. “Lo dice Melchor”. Melchor es Melchor Marín, el protagonista de mi última novela, y, mientras estrechaba la mano de aquel hombre, me pregunté cuántas veces se habría molestado porque alguien se había reído de él, y me dije que aquellas palabras habían encontrado su lector ideal.
Paul Valéry escribió que las obras maestras las escriben los lectores, no los escritores. Llevaba razón. El protagonista de la literatura no es el autor, sino el lector, que es quien termina los libros. El Premio Nobel es magnífico, pero el premio máximo de un escritor son sus lectores.































[ARCHIVO DEL BLOG] Ética, mentiras y política. [Publicada el 15/05/2008]








No soy dado a las grandes admiraciones. Por cumplir la Ley de Igualdad cito dos mujeres, Hannah Arendt (politóloga norteamericana de origen judeo-alemán) y Simone Weil (filósofa francesa de origen judío), y dos hombres, Emilio Lledó (filósofo y filólogo español) y Hans Küng (teólogo suizo). Por los cuatro citados siento una profunda admiración, tanto por la importancia de su obra intelectual como por el ejemplo de sus vidas. Y uno de ellos fue profesor mío en la Facultad de Geografía e Historia de la UNED; solo por el privilegio de haberle conocido y tenido como profesor merecieron la pena los años de estudio.
Pero hoy sólo quiero hablar de Hans Küng, teólogo católico, suizo, de renombre universal, consultor especial del Concilio Vaticano II por decisión expresa del papa Juan XXIII, y apartado fulminantemente de su cátedra de Teología en la Universidad alemana de Tubinga por el papa Juan Pablo II, por oponerse al dogma de la infalibilidad pontificia.
No soy creyente. No lo era ya cuando leí, durante unas vacaciones en Mallorca con mi mujer y mi hija mayor, la primera de sus grandes obras teológicas: "Ser cristiano" (Ediciones Cristiandad, Madrid, 1974). Seguí sin serlo después de leer con sincera admiración al menos una decena sus títulos posteriores. Sigo ateo, a Dios gracias, diría yo. Pero no, desde luego, por culpa suya, porque reconozco que pocos libros existen con la profunda religiosidad y el rigor teológico de los escritos por Hans Küng. Aun hoy, a sus 80 años justos, sigue empeñado en la elaboración de una Ética de validez universal y del diálogo sin condiciones entre todas las iglesias. Y yo, esperando con ilusión la publicación en español de la segunda parte de su "Libertad conquistada. Memorias" (Trotta, Madrid, 2004), ya publicada en alemán.
El diario El País de hoy publica un interesante artículo suyo titulado "¿Está justificada la mentira en política?" por el que desfilan George W. Bush, Henry Kissinger, Richelieu, Metternich, Bismarck, Theodore Roosevelt, Maquiavelo,Thomas Jefferson, Martín Lutero, Helmut Schmidt, Jimmy Carter, Bill Clinton y Monica Lewinsky..., entre otros. Espero que les resulte interesante, e instructivo... Sean felices. HArendt











domingo, 20 de agosto de 2023

Del capitalismo, el socialismo y la democracia

 




Hola, buenas días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del historiador y economista Gabriel Tortella, va del capitalismo, el socialismo y la democracia. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com






Un profeta de la socialdemocracia
GABRIEL TORTELLA
14 DIC 2015 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro Capitalismo, socialismo y democracia de Joseph Alois Schumpeter. Barcelona, Página Indómita, 2015
Joseph Alois Schumpeter es, a mi modo de ver, uno de los mayores economistas del siglo XX, honor que comparte con John Maynard Keynes, con quien tan frecuentemente se le ha comparado. Sin embargo, yo creo que lo único que tienen en común ambos economistas es la grandeza, ya que, aparte de la fecha de nacimiento (ambos nacieron en 1883), poco más tienen de común sus biografías e incluso sus obras (aunque confluyen en algo que más adelante veremos). La vida trató bien a Keynes: miembro de la clase media-alta universitaria inglesa, nacido en la elite académica de Cambridge, su valía intelectual fue tempranamente reconocida en los medios universitarios y políticos en que siempre se movió; fue admirado por sus amigos bohemios de Bloomsbury por su prestigio de economista competente, y en los círculos de la economía y la política por su aprecio en los medios culturales y artísticos. Casi todo lo que emprendió recibió inmediato reconocimiento y en la última década de su vida (1936-1946) fue aclamado como el mejor economista británico y quizá mundial, y en su virtud encargado por su gobierno de representarlo en las conferencias económicas internacionales, en particular la de Bretton Woods, teniendo un papel decisivo en el diseño de la arquitectura financiera y monetaria del mundo tras el fin de la guerra. Quien esto escribe estudió Economía en los Estados Unidos en los años sesenta del siglo pasado y recuerda que, en sus universidades, la macroeconomía keynesiana era entonces el evangelio en las aulas y los libros de texto.
Sin que se le pueda considerar un paria, la vida trató a Schumpeter con mucho menos mimo. Los Schumpeter formaron parte de la nobleza alemana en la Edad Media, pero luego vinieron muy a menos, quizá por los desastres de la Guerra de los Treinta Años. El caso es que los antepasados cercanos de nuestro personaje estuvieron dedicados a humildes trabajos manuales, hasta que el abuelo y el padre fundaron y dirigieron una empresa textil en la villa de Trest, al sur de la actual República Checa. Schumpeter fue hijo único y muy niño perdió a su padre. Estudió Derecho en Viena y pronto se sintió atraído por la economía, que por entonces alcanzaba allí un brillante desarrollo. El marginalismo de Carl Menger había creado escuela (la llamada «Escuela de Viena») y de ella fue discípulo Schumpeter; se contaban allí mentes muy brillantes, destacando la de Eugen Böhm von Bawerk, su maestro más directo. Schumpeter era un estudiante sobresaliente, lector infatigable, mente vivaz y curiosa, dominador de varios idiomas. Junto al marginalismo, el marxismo era en Viena la otra gran corriente de pensamiento, y, aunque nunca fue marxista, Schumpeter estudió a fondo a Marx. Esta formación dual, de economía neoclásica y marxista, fue muy fecunda para el desarrollo intelectual de Schumpeter, como podrán comprobar los lectores de Capitalismo, socialismo y democracia. Acabados sus estudios, tuvo una serie de puestos académicos y publicó, en 1911, su Theorie der wirtschaftlichen Entwicklung (Teoría del desenvolvimiento económico, como reza la primera traducción española, de Fondo de Cultura Económica), libro breve y genial, donde se encuentra en germen todo el pensamiento económico del autor. Éste era en aquellos momentos un joven y deslumbrante estudioso, de prestigio creciente, muy pagado de sí mismo, tanto por su intelecto como por sus nobles si bien lejanísimos antepasados, sintiéndose austríaco alemán aunque nacido en tierra checa, y orgulloso de ser un distinguido ciudadano del Imperio. Era además un dandi, mujeriego y aficionado a los caballos. Pero pronto se vendría su mundo abajo y su vida entraría en una etapa de altibajos como una montaña rusa.
El desencadenante fue la Primera Guerra Mundial, a la que él se opuso, y que terminó con el desmembramiento del Imperio Austríaco. En 1919 formó parte de un efímero gobierno socialista, donde este dandi monárquico y liberal no encajaba en absoluto. En realidad, su pensamiento era heterodoxo y difícil de encasillar (hoy lo reclaman como suyo tanto los conservadores libertarios como los socialdemócratas), pero sus ideas y su arrogancia no cuadraban bien con sus colegas, de modo que, cuando el gabinete se disolvió, no fue llamado de nuevo a integrar el siguiente. Luego fue fundador y director del Banco Biedermann, pero tampoco aquí logró hacer amigos, y se vio relevado al poco tiempo. Sus ejecutorias no fueron fracasos de gestión, ni en política ni en banca, pero sí mostraron sus problemas para relacionarse y entablar amistades fuera de los círculos académicos. Y a ellos volvió (Universidad de Bonn), arruinado pero feliz, después de su boda en 1925 con una modistilla vienesa. Pero en 1926 la tragedia se cernió sobre él: con pocas semanas de diferencia murieron su madre (a la que, como hijo único y huérfano de padre, siempre estuvo muy unido) y su esposa, ésta al dar a luz a un hijo que también murió. Hundido e inconsolable, visitó frecuentemente Inglaterra y Estados Unidos hasta que en 1932 aceptó una oferta de Harvard y allí se quedó para el resto de sus días. Y allí tuvo otro golpe de fortuna: su largo noviazgo y matrimonio con la historiadora económica Elizabeth Boody, quince años más joven, que fue su compañera y colaboradora durante los dieciocho que pasó en Estados Unidos, sin duda los más fructíferos de su carrera científica. Ella fue quien compiló y preparó sus escritos sobre historia del pensamiento económico, que se publicaron póstumamente (los dos murieron antes de publicarse el libro en 1954: él en 1950 y ella en 1953) en la monumental History of Economic Analysis.
La superioridad de Schumpeter sobre Keynes radica en que fue algo más que un economista puro: fue un coloso de la ciencia social. Su trabajo desborda hacia otras ciencias sociales, en particular la Sociología. No en vano otro de sus maestros fue Max Weber. Su modelo básico de pensamiento se encuentra, como dije, ya encapsulado en su gran libro de 1911, la Theorie der wirtschftliches Entwicklung. En él resuelve su autor un pequeño rompecabezas teórico: como buen alumno de la Escuela de Viena, Schumpeter comprendía perfectamente la teoría del equilibrio económico, que se logra gracias a los ajustes de la oferta y la demanda por medio de la competencia perfecta en los mercados de libre concurrencia; ahora bien, la economía real nunca está en equilibrio: la experiencia histórica del último milenio es que la economía crece. La teoría neoclásica decía muy poco sobre este tema. ¿Qué es lo que hace que la economía crezca, se pregunta Schumpeter? Y su respuesta es: la innovación. La innovación aumenta la productividad: con la misma cantidad de factores, especialmente trabajo, se produce más. Esto es el crecimiento. La próxima pregunta es: ¿de qué depende la introducción de innovaciones? Y la respuesta es: de los empresarios, que arriesgan su capital introduciendo estas innovaciones (inventadas por ellos o, más frecuentemente, por otros) para obtener mayores beneficios, porque la mayor productividad les permite vender más barato, compitiendo así con ventaja. Para Schumpeter, el empresario innovador (gente como Stephenson, Bessemer, Krupp, Edison, Tesla, Benz, Jobs, Gates, o, en España, José Luis de Oriol o Damià Mateu) es el héroe del mundo moderno. Hoy esto puede parecernos trivial de puro sabido. También puede parecérnoslo la mano invisible de Adam Smith. Ambos descubrimientos fueron revolucionarios en su día y llevó mucho tiempo que fueran aceptados por la mayoría de los economistas.
De esta visión que Schumpeter publicó a los veintiocho años fue deduciendo aspectos que se concretaron en teorías, como la del crecimiento, la de los ciclos económicos, la teoría socioeconómica de la empresa, o la teoría sobre el futuro del capitalismo (de la que trata el libro que aquí estamos examinando). A esto hay que añadir otras contribuciones separadas, como sus teorías del imperialismo, de las clases sociales y, por supuesto, su monumental historia del análisis económico, que no es una historia convencional, puesto que está organizada en torno a ideas y no a economistas, y que revela una cantidad de lecturas y una estructura de pensamiento que hoy siguen pareciendo casi sobrehumanas.
La contribución de Keynes estuvo más puramente ceñida a la coyuntura económica. También nació de la insatisfacción con el modelo canónico de la economía marginalista neoclásica, tal como lo estudió con Alfred Marshall. A Keynes no le preocupaba tanto el crecimiento económico: seguía apegado a la cuestión del equilibrio. Si a Schumpeter ya a principios de siglo le parecía que el modelo no explicaba el crecimiento, a Keynes en los años veinte y treinta le parecía que no explicaba los brutales desequilibrios de la época: la inflación y el desempleo de la primera posguerra y de la Gran Depresión. Diríamos que, como un experto mecánico, desmontó el modelo, detectó qué piezas no funcionaban y las sustituyó por otras. Y propuso otro modelo, que a él le pareció de valor más general, y de ahí el título de su gran libro: La teoría general del empleo, el interés y el dinero (1936). Hoy prevalece la opinión entre los profesionales de que, más que de una teoría general, se trata de un modelo especial para los casos en que fallan los supuestos de la teoría neoclásica. Schumpeter sintió celos ante la popularidad de este libro, y lo criticó, resumiendo esta crítica en una elegante frase (que atribuyó a otro): la Teoría general «no nos hace keynesianos, nos hace mejores economistas», y en esta otra: «Con Keynes, la recomendación práctica era el fin y el foco que guía todo análisis» (Ten Great Economists, Nueva York, Oxford University Press, 1965, pp. 291 y 273). Esta última frase me parece reflejar un cierto desdén, propio del intelectual centroeuropeo hacia el utilitarismo anglosajón.
Schumpeter tuvo su desquite, siquiera fuera parcial, con el éxito del libro que aquí examinamos (primera edición: 1942), con ese título tan provocador y ese objetivo tan ambicioso: nada menos que predecir el advenimiento de la socialdemocracia, nacida de las cenizas del capitalismo clásico. El tema y las conclusiones revelan que el autor era un verdadero científico, dispuesto a cambiar sus convicciones si así se lo imponían las modificaciones que se operaban en el objeto de estudio. La sociedad había cambiado radicalmente durante el período de entreguerras: el capitalismo de la belle époque, el tiempo en que Schumpeter se formó en la añorada Viena fin de siècle, había periclitado: la Guerra Mundial aceleró el proceso de cambio social del capitalismo atomístico al capitalismo de la gran empresa, frecuentemente multinacional; pero también al capitalismo que dio entrada en los gobiernos a los partidos socialistas y a los sindicatos. Los actores individuales habían sido sustituidos por grandes conglomerados a ambos lados del mercado laboral. Esto también lo había advertido Keynes y sugerido en su famoso artículo «The end of laissez-faire» (1926, reproducido en sus Essays in Persuasion). Pero Schumpeter estaba dispuesto y capacitado para llevar el análisis mucho más allá y examinar todas las consecuencias de esta mutación del capitalismo. Y eso es lo que hace en Capitalismo, socialismo y democracia, desbordando ampliamente la economía y haciendo ciencia social a lo grande.
El libro se abre con una larga introducción sobre el pensamiento de Marx. Al fin y al cabo, Marx había predicho el triunfo del socialismo y Schumpeter, sin ser marxista (esto lo deja muy claro desde la primera línea), estaba de acuerdo con él, aunque el socialismo y su manera de advenimiento que Schumpeter preveía eran muy diferentes de la revolución y dictadura del proletariado anunciadas por Marx.
La segunda parte del libro es una magnífica síntesis de su visión del capitalismo, y la primera mitad una nueva exposición de su teoría de la economía en crecimiento, con el empresario como protagonista y la innovación como levadura del desarrollo. Aquí es donde él lanzó las famosas frases de la «destrucción creadora» y la «creación destructora» para describir cómo funciona el capitalismo: las industrias nuevas triunfan a costa de las viejas, las destruyen. Pero lo hacen porque sirven mejor a las necesidades del mercado, en último término, de los consumidores, bien rebajando precios, bien ofreciendo mejores productos. Pero, al hacer esto, las empresas innovadoras se convierten en monopolistas temporales (gracias a una patente o a haber tomado la delantera), de ahí los beneficios extraordinarios que obtienen; pero esta ventaja es temporal, porque las patentes expiran y los competidores imitan. A la larga, los beneficios bajan y todo tiende a retornar al equilibrio. Pero, claro, las empresas que han sido monopolistas temporales tratan de perpetuarse en esta situación privilegiada para seguir gozando de beneficios extraordinarios, y a veces lo consiguen, logrando el «coto cerrado» gracias a privilegios políticos u otras prácticas restrictivas. Aquí quiero mencionar que, hace muchos años, estudié la introducción de la dinamita en España por medio de la patente de Nobel a través de la Sociedad Española de la Dinamita en 1872. El proceso fue exactamente como lo describe Schumpeter. La dinamita era una gran innovación para la minería y las obras públicas. Su producción y venta estuvo protegida por una patente. Los beneficios eran muy altos. Cuando la patente expiró, la competencia entró en el mercado: los precios y los beneficios bajaron rápidamente. Entonces la Sociedad de la Dinamita organizó un lobby que consiguió que el Estado español estableciera el monopolio de los explosivos en 1897 y se lo concediera a una empresa que agrupaba a la Sociedad y a sus competidores, la Unión Española de Explosivos. Los precios y los beneficios se recuperaron; la calidad del producto empeoró.
Schumpeter ve en este proceso de consolidación, rigidificación e intervención del Estado, que el caso de la dinamita española ejemplifica a la perfección, un paso hacia la implantación del socialismo. Lo mismo ocurriría con el crecimiento de los trusts y las multinacionales en Estados Unidos, Alemania, etc., desde aquel mismo período. Era el fin del laissez-faire clásico, el inicio del intervencionismo estatal, que la Gran Guerra aceleró, y que trajo consigo la introducción gradual de la socialdemocracia a que antes me referí. No es la victoria del socialismo marxista: lo que ha triunfado, conviene insistir en ello, es la socialdemocracia.
El resto del libro de Schumpeter está dedicado a estudiar la viabilidad del socialismo y su compatibilidad con la democracia. Se trata, insisto, de un socialismo que no rechaza el mercado: los consumidores continúan siendo soberanos. Siguiendo a Enrico Barone, que en 1908 publicó un artículo sobre el funcionamiento de una economía socialista con mercado, demuestra que este tipo de socialismo es tan viable como el capitalismo. Y posteriormente se ocupa de examinar la compatibilidad de este tipo de socialismo con la democracia. El problema no parece baladí, porque la democracia nació con el capitalismo (en mi opinión, esto no es exactamente así: democracia plena y socialdemocracia nacieron juntas: véase mi Los orígenes del siglo XXI, capítulo VIII). Schumpeter resuelve, sin embargo, el problema que había planteado innecesariamente con el siguiente razonamiento: para que funcione la democracia, tiene que haber una mayoría de acuerdo con sus postulados básicos; en la actualidad (inicios de los años cuarenta), el número de los disconformes con el capitalismo era tan grande que la democracia tenía que funcionar mejor con el socialismo. Como vemos, a un falso problema da Schumpeter una falsa solución. Falso problema: la democracia nació con el capitalismo, por lo tanto no sabemos si será compatible con el socialismo. La premisa no es cierta: lo que nació con el capitalismo fue el sistema parlamentario representativo. La democracia, es decir, el sufragio universal de ambos sexos, se generalizó en el mundo tras la Primera Guerra Mundial, precisamente cuando los partidos socialistas llegaron al poder. Falsa solución: la insatisfacción con el capitalismo que Schumpeter había percibido se daba en el período de entreguerras por las crisis de la posguerra y la Gran Depresión. El recién estrenado sufragio universal impuso la generalización gradual del «Estado de Bienestar» a partir de los años veinte; en otras palabras, el socialismo de que hablaba Schumpeter estaba ya en vías de generalizarse cuando él redactaba Capitalismo, socialismo y democracia, y fue esta última la que lo propició. No hacía falta demostrar que eran compatibles democracia y socialismo, porque eran como las dos caras de una misma moneda, una moneda que estaba acuñándose mientras nuestro autor redactaba este libro.
Pero esto son cuestiones relativamente menores. Schumpeter acertó plenamente: la Guerra Mundial y las crisis de entreguerras demostraron que el antiguo capitalismo de laissez-faire ya no era viable. El intento de sustituirlo por el comunismo encandiló a muchos, pero a la larga demostró ser un rotundo fracaso. En cambio, su sustitución por la socialdemocracia por medio de un proceso evolutivo y democrático (valga la redundancia) fue un gran triunfo de las sociedades avanzadas de Europa Occidental y de los Estados Unidos (el New Deal fue la versión estadounidense del socialismo europeo). El libro concluye con una breve historia del socialismo, que él fue poniendo al día en las sucesivas ediciones y que tiene gran interés por lo original de sus opiniones y por su conocimiento de primera mano de las etapas recientes del socialismo europeo.
No puedo concluir esta síntesis de la obra de Schumpeter sin volver al tema del paralelismo (o su ausencia) entre las obras de Keynes y Schumpeter. En realidad, por caminos muy dispares, ambos se convirtieron en adalides de la socialdemocracia. El caso de este último acabamos de comentarlo. En el caso de Keynes, su crítica al modelo neoclásico y su defensa del gasto público como único remedio posible a los desequilibrios inherentes al sistema capitalista, al menos al de la primera mitad del siglo XX, lo convirtió en el autor que más contribuyó a convencer a economistas y políticos de las ventajas de Estado de Bienestar, no necesariamente por razones éticas o políticas, sino por razones estrictamente macroeconómicas: porque proporciona los «estabilizadores automáticos» que la economía moderna necesita para alcanzar el equilibrio, como el cojo necesita un par de muletas. Es natural que las dos grandes mentes económicas del siglo XX coincidieran en desentrañar la gran mutación económica del siglo XX: la sustitución del laissez-faire por la socialdemocracia.
Disponíamos ya de varias traducciones al español de Capitalismo, socialismo y democracia. Al menos que yo sepa, estaban la de Aguilar (Madrid, 1971) y la de Orbis (Barcelona, 1983). Esta versión que reseñamos es nueva, y viene precedida de un prólogo de Joseph Stiglitz, lo cual le añade un indudable interés. En el libro no se indica que este prólogo fue escrito para la reedición inglesa de Routledge en 2010, que es la que Página Indómita ha traducido. El prólogo de Stiglitz, como digo, añade interés a la nueva edición, pero en mi opinión no hace plena justicia a la obra de Schumpeter, aunque afirme al comenzar que «Siempre es un placer releer la obra monumental de Schumpeter». Sin embargo, para Stiglitz (p. 12), «El ritmo de la innovación [en las últimas seis décadas] ha sido mayor que el previsto por Schumpeter». Pero, ¿cuál era ese ritmo de innovación previsto por Schumpeter? En este libro no ofrece ninguna cifra concreta. Aparte de esto, en su teoría de los ciclos, Schumpeter postula que el ritmo de la innovación fluctúa, de modo que difícilmente podría haber predicho un ritmo preciso para las futuras décadas. La afirmación de Stiglitz me parece incomprensible e injusta, atribuyendo a Schumpeter algo que no dijo. Tampoco me parece convincente afirmar que «los monopolios pueden ser considerablemente más duraderos de lo que Schumpeter creía» (p. 14). Es cierto que Schumpeter decía que el empresario innovador se convierte en monopolista temporal mientras dura la patente o, simplemente, se beneficia de llevar la delantera a sus competidores, pero que a la larga pierde esa situación ventajosa; sin embargo, también cree, como hemos visto, que con el advenimiento de la gran empresa la situación estaba cambiando y que «entró en escena lo que generalmente se denomina la tendencia moderna hacia el dominio monopolista» (p. 207). Precisamente esa tendencia creciente hacia el monopolio era uno de los elementos que, para Schumpeter, justificaban el avance del socialismo. De nuevo, Stiglitz atribuye a Schumpeter algo que no dijo.
En resumen: Stiglitz es muy crítico con el funcionamiento de la economía capitalista actual, y no cree que haya nada de socialismo en ella, pero olvida con ello que Schumpeter anunciaba el triunfo gradual del socialismo precisamente por efecto del exceso de monopolización de la economía: lo convierte en un profeta del capitalismo y, en consecuencia, le hace todos estos reproches. Muchas de las críticas de Stiglitz a la economía norteamericana actual están justificadas, pero creo que no advierte, al menos en este prólogo, que, incluso en Estados Unidos, la economía es un híbrido de capitalismo y socialismo, aunque este híbrido puede ser subvertido por los intereses privados para poner al «Estado benefactor» al servicio de los intereses de las grandes empresas. Así, denuncia, con razón, «algo que he definido como “asistencialismo corporativo”: se emplea el poder del Estado para proteger a los ricos y poderosos en lugar de a los más desfavorecidos y a la sociedad en general» (p. 13). Pero añade, sin razón: «Se trata de un fracaso de las limitaciones del tipo de democracia competitiva que Schumpeter pregonaba». Si hubiera releído el libro con más atención, hubiera visto que Schumpeter era muy consciente de los peligros de esta democracia competitiva. Es injusto achacarle los problemas del capitalismo híbrido actual cuando él dedicó precisamente este libro a anunciar la defunción del capitalismo por sus fallos inherentes. En cuanto a la democracia competitiva, la frase de Churchill en el Parlamento sigue siendo tan válida como cuando la pronunció. La democracia es muy mala, pero las alternativas son peores. Schumpeter era muy consciente de ello.


























[ARCHIVO DEL BLOG] Un funeral de todos. [Publicada el 08/09/2008]











Quiero suponer que no hay mala voluntad en ellos, pero la verdad es que ofende a la sensibilidad moral ese deseo por parte de la jerarquía católica de hacerse intérprete, mediadora y protagonista del dolor ajeno. Y aunque no va a servir de gran cosa, me sumo a la petición concretada en El País de hoy por el teólogo (católico) y director de la cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid, Juan José Tamayo, de que se suspenda el Funeral de Estado organizado por el arzobispado de Madrid en memoria de las víctimas del accidente aéreo de Barajas de hace unos días.
No quiero decir con ello que el funeral católico no pueda celebrarse. Puede y debe hacerse, pero sin el rango de Funeral de Estado. Juan José Tamayo, pide -pienso que con toda la razón-, que este acto sea sustituido por una solemne ceremonia civil, en un lugar público, con representación de las más altas autoridades del Estado y de las diferentes confesiones religiosas que profesaban las víctimas. Con todo respeto, pido respeto para las víctimas y su memoria. HArendt










sábado, 19 de agosto de 2023

De la idea de normalidad

 






Hola, buenas tardes de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la politóloga Mariola Urrea, va de la idea de normalidad. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com










Una idea de normalidad
MARIOLA URREA CORRES
13 AGO 2023 - El País - harendt.blogspot.com

La del chupinazo con la que arrancan las fiestas en tantos pueblos de España. La de charanga y procesiones. La de comparsa de gigantes y cabezudos y suelta de ganado bravo. La de churros y tómbola. La de orquestas y fuegos artificiales. La de chamizos que reúnen a comer a cuadrillas para disgregarse el resto del año por ideas, geografía o proyectos vitales. Esta descripción con tintes costumbristas es una realidad de las múltiples que adopta nuestro país en agosto. Una descripción reconocible por contener trazos de lo que representa para una mayoría el veraneo. Se trata, en suma, de un pequeño microcosmos que condiciona el interés de muchos por asuntos alejados de la actividad política y que contrastará, a lo largo de la semana, con la actividad en el Congreso de los Diputados. Una normalidad esta otra de naturaleza institucional y propia del discurrir natural de la vida democrática.
La sesión constitutiva que se vivirá el próximo jueves en la Cámara baja permitirá tomar juramento o promesa a los diputados electos, con fórmulas variopintas para acatar la Constitución, y en ella se elegirán los miembros de sus órganos de gobierno. En ausencia de mayorías absolutas, este proceso adquiere una significación de consecuencias determinantes para la sostenibilidad de la legislatura. Su resultado final depende del éxito de una compleja negociación de la que casi nada se sabe. Será en unos días cuando descubramos qué partidos tendrán representación en la Mesa del Congreso, qué perfil político asumirá su presidencia y cuántos grupos parlamentarios podrán formarse. La foto resultante ofrecerá además algunas evidencias en torno a la mayoría capaz de respaldar una investidura viable. Una mayoría diferente a la que, en su caso, tendrá representación en el Gobierno. Y es en esta circunstancia donde vale la pena detenerse.
De hecho, una de las lecciones que deja la legislatura pasada tiene que ver precisamente con la confusión que generó para amplias capas de la población la mayoría parlamentaria con la que el Ejecutivo llevaba a término su programa de legislatura y aquella otra que representaba la coalición de gobierno. El PP cultivó esta confusión con cierto éxito durante la campaña electoral, trasladando la idea de que Bildu ha gobernado con Sánchez. No juzgo ahora el (des)crédito político que todavía representa este u otros partidos a la hora de configurar mayorías en nuestro país; eso requiere un tratamiento monográfico. Sin embargo, conviene precisar la diferente naturaleza que tiene para la gobernanza de un país la lógica que inspira la vida parlamentaria y la que debe exigirse para el funcionamiento interno del Gobierno. Hacerlo es un compromiso en términos de pedagogía política que ayuda a entender las distintas condiciones y exigencias con las que se ordenan los pactos de investidura, los de legislatura y aquellos que determinan el acuerdo en una coalición de gobierno como la que puede vislumbrarse entre PSOE y Sumar.
En los dos primeros supuestos se trataría de negociar una mayoría robusta en lo esencial (investidura), pero dúctil en lo programático (agenda legislativa) hasta el punto de permitir espacios para la discrepancia entre socios o la apertura a acuerdos con otros. Nada que ver con las exigencias de cohesión en el funcionamiento que debe imponerse a la mayoría minoritaria que pueda conformar el Gobierno. Una y otra mayoría exigen, en todo caso, claridad en la negociación, generosidad en el acuerdo y lealtad para llevarlo a término. La negociación y el pacto son el instrumental que puede evitar la parálisis y la convocatoria de unas nuevas elecciones. Además, son la única vía para integrar la pluralidad de intereses legítimamente representados en el Parlamento. A esta realidad, marcada por la exigencia de acordar entre diferentes, la llamamos complejidad cuando salta a las instituciones, pero es pura normalidad en la vida de cualquier ciudadano. Hacer que aquello que es normal en la calle sea también normal en el Congreso resulta sensato. Y ahora, con permiso de sus señorías, que siga la fiesta.






























[ARCHIVO DEL BLOG] La justicia constitucional en entredicho. [Publicada el 10/08/2013]










Los lectores asiduos de este blog saben ya de mi escasa consideración por la justicia en general, nuestro sistema judicial en concreto, y la mayoría de los jueces y magistrados en particular. No es nada personal... La cosa viene de antiguo, y tal y como funciona la justicia en España, ya he dicho en alguna ocasión anterior que sería mucho más eficiente, rápido y económico sustituir todos los procedimientos judiciales por un cara-o-cruz con garantías de imparcialidad por parte del lanzador de la moneda al aire. Sólo el Tribunal Constitucional (un órgano que, por cierto, nada tiene que ver con el sistema judicial), se escapaba a tan severo juicio por mi parte. Y no porque dos de sus ilustres miembros hayan sido profesores míos: Francisco Tomás y Valiente y Elisa Pérez Vera, sino por una magnífica ejecutoria de procedimientos y sentencias interpretativas de la Constitución con los que se ganó un merecido prestigio. Hasta el momento en que los políticos, o lo que más de innoble tienen los políticos, metieron a saco sus manazas en él y lo ensuciaron de arriba a abajo. Lo último, el conocimiento público de que el recién nombrado presidente del Tribunal Constitucional, Francisco Pérez de los Cobos, fue afiliado y cotizante del partido popular entre los años 2008 y 2011, cuando ya era miembro del propio Tribunal Constitucional. Algo que la Constitución prohíbe expresamente. Si esperan ustedes su dimisión, pueden hacerlos sentados; no lo hará.
Creo que fue Winston Churchill, pero no me hagan mucho caso, el que dijo que en política uno tiene (de menor a mayor grado de confrontación): rivales, adversarios, enemigos, y compañeros de partido... La amistad en política no solo es mala consejera, es, siempre, fuente de conflictos, una vez veces íntimos, otras internos y casi siempre, públicos. Y cuando esa amistad o afinidad política interfiere en los nombramientos judiciales..., "¡la jodimos, macarrón!", que decían en mi pueblo.
El 19 de agosto de 2008 el catedrático de Derecho Civil Pablo Salvador Coderch publicó en El País un artículo titulado "Amigos, jueces y escorpiones" en el que contraponía el sistema de nombramiento de los jueces del Tribunal Supremo de los Estados Unidos al de nuestro Tribunal Constitucional, conformado por miembros designados por el Congreso de los Diputados, el Senado, el Gobierno y el Consejo General del Poder Judicial, que se renuevan periódicamente. En los Estados Unidos, el presidente propone al candidato a juez del Tribunal Supremo, que debe obtener la aprobación del Senado; su mandato es vitalicio, y colegiadamente con los restantes miembros del Tribunal, se convierte en máximo intérprete de la Constitución norteamericana, la más antigua del mundo. Este Tribunal es también el primer órgano judicial en la historia que asumió la decisión de someter las leyes a la Constitución y arrogarse la interpretación de la misma en exclusiva.
¿Es mejor el sistema norteamericano de jueces vitalicios que el español? Méritos y abusos se pueden dar en ambos, pero desde luego lo que no se puede tolerar por más tiempo es que los partidos políticos jueguen con sus nombramientos como críos chicos, intercambiándose cromos con las fotos de sus candidatos, según su grado de amistad y de compromiso o afinidad política. No se lo merecen, ni ellos (los magistrados) ni nosotros. Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos, HArendt