lunes, 9 de enero de 2023

De las ausencias

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, de la escritora Azahara Palomeque, va de las ausencias. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








El calendario roto, los abuelos fantasma
AZAHARA PALOMEQUE
04 ENE 2023 - El País

Esta vez no habrá aviones. Ni pasaportes, ni colas kilométricas para superar los controles de seguridad, ni una maleta enorme cuyas ruedas se trastabillan en cualquier resquicio con la que pelearme, si es que no se había perdido durante el trayecto. En la historia no contada de los que nos marchamos a buscarnos las castañas a otro país, las Navidades siempre actuaron como un paréntesis de azúcar familiar —a menudo algodonada, pues casi no cabían las disputas en nuestra condición de visitantes— a partir del cual intentar en vano recuperar las raíces. Ahora, que he retornado por fin para quedarme, después de más de una década en Estados Unidos, puedo afirmar con la cabeza alta que esa provisionalidad de la invitada se acabó, con su trasiego de burocracia y encabalgamiento de medios de transporte —taxi, avión, autobús…—, pero que, cuando una pensaba haberse desprendido de los paréntesis puntuales, se encuentra con un fenómeno más desasosegante aún, la elipsis que nace entre la fecha de la emigración (2009 en mi caso) y la de llegada final, y aquí, en dicho suspiro de tiempo, es donde se juega la incapacidad de hilar la vida de antes y la vida de ahora, de aunar las dos como se cosen ambas orillas de una herida: imposible.
Paseo por el piso de mi madre y, a simple vista, pocas cosas han cambiado: los muebles son los mismos; los retratos de cuando mi hermana y yo éramos pequeñas siguen intactos; las paredes conservan ese gotelé que las torna eternas adolescentes de intratable acné a pesar de las múltiples capas de pintura. Como me empeño en hacer las paces con el pasado y, de alguna manera, recomenzar en el punto histórico que habitábamos cuando me fui, mamá es una joven de cuarenta y muchos años que podría, si quisiera, reñirme por llegar a las tantas de juerga, y no la señora cercana a la jubilación a la que le cuesta cargar las bolsas del supermercado. En la oficina de empleo no aceptaron mis títulos universitarios obtenidos en el extranjero, así que cuento sólo con las licenciaturas: con ese bagaje me inscribí en el paro y luego me di de alta como autónoma. La mayoría de mis amigos no han tenido hijos y, al no haber podido sortear del todo las varias crisis, su cotidianeidad se parece excesivamente a la de antaño: contención en gastos. Hasta ahí, es relativamente fácil untar con la argamasa de la imaginación las dos hebras y figurarme que sigo en la España de antes, un pelín más apagada en protestas, tal vez más asediada por una ultraderecha que carecía de representación parlamentaria al marchar, pero igual en su esencia. Hasta que me doy cuenta de un dato fundamental cuando, al precipitarse sobre mí estos días festivos, busco desesperada a mis abuelos, lanzo una mirada al teléfono, noto la intención de marcar su número —que no he olvidado, aunque ya no lo recoja ninguna guía— y, de repente, una losa me cae encima y ¡boom!, están inexplicablemente muertos, cómo puede ser, si yo iba a retomar la línea de mi biografía justo ahí, en sus hacendosas y arrugadas manos, por donde circulaba la sangre.
Luciana y Antonio fallecieron con casi cinco años de diferencia, pero en la misma mole de desarraigo que me impidió acudir a sendos funerales. Pensar en ellos como esqueletos anclados al muro de un cementerio, osarios rígidos nunca vistos, es tan difícil que, a veces, ni siquiera me provoca dolor, sólo una incredulidad testaruda que es capaz de convertirse en reproche hacia quien me narra su deceso: por mentirosos los odio, no concibo la realidad de esa respiración interrumpida de mis abuelos, y hasta quiero expulsar a patadas a la gente que ahora alquila su casa, por usurpadores de mi infancia y juventud. Es tal mi negación que he soñado con los dos desde el primer día que puse un pie en esta tierra para no escaparme jamás y, en instantes señalados, la veo a ella en la cocina limpiando pescado, o colocando los mantecados en la bandeja plateada de siempre, o revolviendo las fotos de cuando era mozuela, con las que oreaba una coquetería discreta mientras se sonreía, orgullosa. De él escucho su vozarrón al saludar a los vecinos, lo contemplo recogiendo la mesa antes de que los demás termináramos de comer, o dándome algún donativo en pesetas, pues su generosidad era inagotable. Ambos pululan ataviados con la ligereza de quien se sabe inmarcesible, como si encarnasen el espíritu de los dioses griegos, tan perennes precisamente porque sus rasgos eran más humanos que divinos. Y me llevan de la mano, y a la herida que yo insistía ingenuamente en suturar se le van soltando los pespuntes conforme ellos se acomodan dentro, en ese lecho mullido que ya no es carne mía, sino la suya resucitada, aunque nunca pararon de existir, y me obligan a cerrar la boca y no contarle a nadie nuestro secreto, ya que cualquiera me tacharía de loca, incluida mi madre: “¡Ayúdame con la compra, que ya no tengo 40 años!”. Pero da lo mismo; sus padres han cruzado la laguna Estigia hacia atrás y me abrazan precisamente el hueco de la ausencia, donde necesito más consuelo.
El duelo que no viví no pueden forzarme a creerlo, ¿cómo? Si, no importa lo que indague, la memoria exhibe su torpeza al indicarme que a esos dos seres los introdujeron en cajas de pino; si no les he puesto flores; si no guardo conciencia del color de la piel inerte; si la vigilia que, en teoría, se produjo en el tanatorio, ese lugar inhóspito al que fueron arribando primos, sobrinos, y los otros nietos, algunos con obsequios alimenticios para los hijos que ni un rato lograron sacar para cenar, debo inventármela contra mi voluntad, al igual que los rezos que no quise aprender. Cuando los recuerdos no aciertan a construir una verdad tan profunda como la muerte, porque ésta ocurre sólo en el censo y no en la urdimbre colectiva del ritual, entonces la única certeza pasa a ser el fantasma, que llama a la puerta mil veces, que inunda los espejos si intento reflejarme en ellos.
Hay días que me pregunto si mi experiencia comparte algún retazo melancólico con la de aquellas personas que tienen a familiares desaparecidos o sepultados en fosas comunes; otros, el desaliento de quienes perdieron a sus seres queridos a manos de la covid, arrebatándoselos los servicios médicos por miedo al contagio, me genera también empatía, pues la liturgia del entierro se llevó a cabo sin permitir la imprescindible despedida en persona. A veces, siento que cada muerto es en sí mismo una respiración que palpita, levita por los pasillos y hace gala de su presencia en los momentos más insospechados, como resultado de nuestra debilidad contemporánea para dotar de sentido a ese vacío. Sea como fuere, a mi mesa celebratoria de esta festividad, entre copas de champán y viandas, se han sentado tanto Luciana como Antonio, bien acicalados para la ocasión, como ese calendario roto que yo me había empeñado en reparar y ellos me regalan imperfectamente sincronizado, ajustado al cariño que nos debemos.





















[ARCHIVO DEL BLOG] Jóvenes contra Hitler. [Publicada el 14/06/2019]





Sophia Scholl




El escritor crítico literario Rafael Narbona, escribe en Revista de Libros sobre  Sophia Magdalena Scholl, una joven estudiante de Biología y Filosofía que participó con su hermano Hans en la escasa resistencia organizada contra los nazis desde el interior de Alemania. 
Hans, Sophie y su amigo Christoph Probst, comienza diciendo Narbona, fueron ejecutados el 22 de febrero de 1943 en la prisión de Stadelheim, en Múnich. Se utilizó la guillotina en los tres casos y la sentencia se ejecutó pocas horas después de dictar sentencia. Willi Graf corrió la misma suerte, aunque unos meses más tarde. Torturado durante semanas, no delató a nadie. La historia de Alexander Schmorell es similar. Todos eran jóvenes que se oponían a Hitler. Muchos habían combatido en el frente ruso y habían contemplado con horror las matanzas de judíos, gitanos, discapacitados, comisarios políticos y prisioneros de guerra. Al regresar a sus hogares, intercambiaron experiencias y decidieron crear el movimiento clandestino de carácter pacifista Rosa Blanca (Weiße Rose).
Los activistas de Rosa Blanca realizaron pintadas y redactaron varios manifiestos contra el régimen, llamando al pueblo alemán a no participar en los crímenes de los nazis. Les ayudó Kurt Huber, profesor de Musicología y Psicología, que se había negado a componer himnos para el Tercer Reich. Huber también fue condenado a muerte. Cuando su esposa solicitó la mediación de Carl Orff, el famoso compositor se negó por miedo a las represalias. Años después, le pediría perdón. Hans Conrad Leipelt y otros activistas de Rosa Blanca recaudaron dinero para la viuda de Huber. Su gesto les costó la vida. Leipelt fue decapitado el 29 de enero de 1945. La crueldad del régimen nazi parece inagotable. Sophie sólo tenía veintidós años cuando fue asesinada. Con talento para el dibujo y la pintura, admiraba a los llamados «artistas degenerados». Durante un tiempo trabajó como profesora de un jardín de infancia. Fue detenida el 18 de febrero de 1943, cuando lanzaba octavillas desde el atrio de la Universidad de Múnich. En los panfletos se leía «¡Fuera Hitler!» Se ha dicho que Rosa Blanca se movilizó exclusivamente por los jóvenes alemanes inmolados en el Este, pero no es cierto. En sus manifiestos se menciona a los judíos y a otras víctimas: «¡Alemanes!, ¿queréis para vosotros o vuestros hijos el mismo trato que están recibiendo los judíos? ¿Queréis que os juzguen con la misma vara de medir que a vuestros líderes? ¿Queréis que seamos para siempre el pueblo más odiado y execrado?» Poco antes de que bajara la cuchilla, Sophie, que se había mantenido entera y tranquila durante todo el juicio, exclamó: «Sus cabezas rodarán también». Prefiero las palabras de Probst: «No ha sido en vano». Rosa Blanca no se disolvió. Durante el resto de la guerra, siguieron apareciendo pintadas que proclamaban: «El espíritu sigue vivo». Hubo nuevos juicios y nuevas ejecuciones. Tal vez resulte ingenuo el pacifismo como estrategia de lucha contra la dictadura nazi, pero conviene recordar que Hans Scholl y Willi Graf habían combatido en el frente ruso, sin mostrar signos de cobardía, pero sí de repugnancia y desolación moral. Asqueados de la violencia, no quisieron imitar a los asesinos y mostraron un valor descomunal al organizar Rosa Blanca. Nada les hizo retroceder o amilanarse. Ni la tortura ni un juicio solemne ante el Tribunal Popular, presidido por el fanático y corrupto juez Roland Freisler, antiguo militante comunista. A pesar de los gritos y las amenazas, Hans se atrevió a increpar a Freisler: «Si Hitler y usted no tuvieran miedo, nosotros no estaríamos aquí».
Hace unos días, volví a ver Shoah, el documental de nueve horas de Claude Lanzmann estrenado en 1985. No es un simple testimonio: es puro cine o, dicho de otro modo, verdadera poesía, pues su tratamiento de la luz, el tiempo y el espacio reproduce el espíritu del auténtico arte, que no busca la belleza, sino la verdad en su desnudez más elemental. Los encuadres no son efectistas, pero tampoco meras filmaciones de Treblinka, Auschwitz, Chelmno o Sobibor. Los campos de exterminio de Treblinka, Chelmno y Sobibor fueron destruidos por los nazis, después de fugas, rebeliones y horripilantes matanzas, pero han sobrevivido restos, ruinas. Aún puede contemplarse «El Camino al Cielo» de Sobibor, un sendero de tierra escoltado por altos árboles que conducía a las cámaras de gas, situadas al fondo del campo y camufladas como duchas. La cámara de Lanzmann capta todo el dramatismo de un corredor de unos ciento cincuenta metros por el que caminaban desnudos los condenados, casi todos conscientes de lo que les esperaba. No es menos sobrecogedora la explanada de Chelmno, un claro en mitad de un bosque donde ardieron miles de vidas y se cometieron las peores iniquidades. Lanzmann nos ofrece varias perspectivas, con planos generales o contrapicados, donde el silencio y el vacío desprenden un sufrimiento terrible. Las traviesas de la vía de ferrocarril de Treblinka producen la misma impresión, alineadas como peldaños de un cadalso. Lanzmann se demora en ellas, rescatando el espanto que late bajo cada tramo. Son el vestíbulo de un infierno inconcebible.
En Treblinka no había barracones, pues no se había concebido como campo de trabajo, sino como campo de exterminio. La esperanza de vida de los deportados era de hora y media, una vez traspasados sus límites. Lanzmann grabó con cámara oculta a Franz Suchomel, oficial de las SS, que pasó seis años en prisión por sus crímenes en Treblinka y Sobibor, una condena incomprensiblemente benévola. La calidad de la grabación es defectuosa, pero suficiente para acercarse a la podredumbre interior de un verdugo. Aunque miente con descaro, afirmando que los primeros días lloraba, pues creía que se limitaría a ejercer labores de vigilancia, su descripción del proceso revela que la Shoah no fue una matanza más. En Treblinka se mataba de una forma primitiva, según Suchomel, pues se utilizaron los gases de motores para liquidar a las víctimas y no Zyklon B. «Treblinka sólo era una cadena –comenta tranquilo–; Auschwitz era una fábrica». Una fábrica donde se procesaba la muerte de forma industrial, no ya para obtener beneficios materiales, sino para alumbrar un nuevo concepto de humanidad, que excluía la diferencia, la disidencia, la diversidad o la presunta imperfección. Se trata de una tarea monstruosa, que pretendía destruir la herencia ilustrada en nombre de cierta interpretación del orden natural, según el cual los individuos más débiles mueren sin remedio. Al margen de su grado de eficacia, Auschwitz y Treblinka obedecen a la misma filosofía. El darwinismo social y el colonialismo están detrás de sus crímenes. Desgraciadamente, también el pensamiento de Friedrich Nietzsche y Oswald Spengler.
La Shoah es el primer paso hacia un horizonte donde la técnica ya no es un medio, sino un instrumento al servicio de una destrucción masiva. En Auschwitz se estima que murieron millón y medio de personas. Antes de ser ahorcado por crímenes contra la humanidad, Rudolf Höss, comandante del campo, elevó el cálculo hasta dos millones en su diario personal. Hace poco, el historiador ruso Vladímir Makárov afirmó que, en realidad, habían muerto cuatro millones, de acuerdo con los archivos del FSB, antiguo KGB. En el 65º aniversario de la liberación de Auschwitz por la División número 100 del Ejército Rojo al mando del general Fiódor Krasávina, Makárov hizo públicos sus datos: «Comenzaron en 1940. Llegaban cada día diez trenes con unos cuarenta o cincuenta vagones. En cada vagón había entre cincuenta y cien personas, de las que el 70% eran exterminadas nada más llegar. El resto morían de hambre, agotamiento o enfermedad en menos de tres meses. Los más infortunados sucumbían en atroces experimentos médicos. Había cinco hornos crematorios con una capacidad de incineración de doscientos setenta mil cadáveres al mes. El flujo de cadáveres era mayor del que podían absorber los crematorios, por lo que muchos cuerpos eran incinerados en fosas. La comisión que realizó el primer estudio calculó cuatro millones. El Ejército Rojo sólo encontró con vida a 2.819 personas el 27 de enero de 1945».
La frialdad de las estimaciones desborda nuestra capacidad de representación. El progreso técnico ha posibilitado matanzas inauditas y casi inverosímiles. El bombardeo de Hiroshima y Nagasaki fue el segundo paso hacia un escenario en el que el hombre puede llegar a liquidar al hombre e incluso destruir el planeta gracias a unos recursos técnicos que rebasan nuestra imaginación. La ambición de poder absoluto conduce a un nihilismo aniquilador. El «todo o nada» es el signo de una época que no se planteó convivir con el otro, sino exterminarlo. Por desgracia, esa mentalidad pervive en forma de racismo, guerras civiles y desigualdades económicas, que arrojan a millones de personas a la marginación y la desesperanza. Evidentemente, la respuesta a este conflicto no puede ser exclusivamente política, sino esencialmente moral y exige una ética en la que el cuidado del otro, lejos de ser una mera posibilidad, constituye un imperativo. Escribe Emmanuel Lévinas: «Lo ético comienza en el Yo-Tú del diálogo, en la medida en que el Yo-Tú significa el valor de otro hombre». Y añade: «El verdadero temor de Dios –tan extraño al terror frente a lo sagrado como a la angustia ante la nada– [sólo es] temor por el prójimo y por su muerte» (De Dios que viene a la idea, trad. de Graciano González Rodríguez-Arnáiz y Jesús María Ayuso Díez, Madrid, Caparrós, 1995). Creo que Sophie Scholl habría asentido al escuchar esta reflexión del notable filósofo judío.
¿Cuál es el legado de Rosa Blanca? No liberaron Auschwitz ni acabaron con el nazismo. Sin embargo, nos dejaron un admirable testimonio sobre la dignidad del espíritu humano. Su ejemplo nos permite contemplar a nuestra especie y no repudiarla. Al igual que sus compañeros, Sophie Scholl se sintió interpelada por el dolor ajeno. A pesar de su extrema juventud, cuando escuchó el lamento de los inocentes, no pudo mirar hacia otro lado. Su solidaridad con las víctimas es una lección que ilumina a una generación tras otra y aviva el principio de esperanza, manteniendo abierta la puerta de un futuro utópico, con paz, libertad, justicia e igualdad. Verdaderamente, su sacrifico no fue en vano.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt














domingo, 8 de enero de 2023

De memoria y democracia

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del historiador Daniel Rico Camps, sobre memoria y democracia. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.








Un monstruo de la memoria
DANIEL RICO CAMPS
03 ENE 2023 - El País

Nos guste más o nos guste menos, la memoria colectiva, histórica, democrática o como queramos llamarla ha venido para quedarse. La demanda social de reparación y recuerdo público de las víctimas de los episodios más negros y traumáticos del pasado no es una rareza española, sino un fenómeno global que comulga con otras luchas y movimientos en pro del reconocimiento y dignificación de la infinidad de perdedores que la historia ha dejado en la cuneta. Debemos tomarnos la memoria en serio, lo que quiere decir que tenemos que prestarle atención, escuchar sus razones y reclamaciones, y exigirle al mismo tiempo responsabilidad cívica, análisis autorreflexivo y cierta alianza con la ciencia histórica (la posible, en la medida en que la relación de ambas con el pasado suele ser antagónica). Tomarse en serio la memoria sería lo razonable en cualquier persona medianamente sensible y civilizada, pero para quienes ostentan un cargo público es, ante todo, una obligación. El actual alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, sirve a este propósito de perfecto contraejemplo. A la vista están para quien quiera verlos los dos monumentos más sonados, en el doble sentido de la palabra, que enmarcan su “política de memoria” en los ya tres años y pico de mandato al frente del consistorio madrileño.
El primero es fruto de un acto que sólo cabe calificar de vandalismo institucional: el desmantelamiento del memorial levantado en 2019 en el cementerio de La Almudena en recuerdo de las 2.934 personas ejecutadas en la capital entre 1939 y 1944. Su desfiguración, tergiversada como “resignificación”, se hizo a cámara lenta: paralización de su construcción en julio, a escasas semanas de su finalización; retirada, en noviembre, de las placas de granito con los nombres del casi millar de asesinados que ya habían sido inscritos en el monumento; instalación, en diciembre, de una inscripción marmórea de nuevo cuño: “El pueblo de Madrid a todos los madrileños que, entre 1936 y 1944, sufrieron la violencia por razones políticas e ideológicas y por sus creencias religiosas. Paz, piedad y perdón”; y eliminación, en febrero de 2020, de los tres textos que completaban el sentido del proyecto original, entre los cuales destacaban 12 versos del poema El herido de Miguel Hernández, elegidos en parte para servir de faro interpretativo de los ocho robles de bronce que yacen amontonados con sus raíces al descubierto en el centro del memorial, obra escultórica de Fernando Sánchez Castillo titulada Lar.
El segundo gran monumento de Almeida tiene su origen en una donación de la Fundación Museo del Ejército que el regidor ha querido generosamente regalar a la ciudadanía madrileña: una estatua broncínea de tres metros de altura (más otros tantos de pedestal) que encarna a un bravo y veterano legionario ataviado con uniforme de época, fusil en mano y paso al frente, inaugurada el pasado 8 de noviembre en la embocadura de la calle de Vitruvio, entre el Cuartel General del Estado Mayor y el Monumento del Pueblo de Madrid a la Constitución Española de 1978, con el fin de conmemorar el centenario del cuerpo de choque colonial creado por el general fantoche Millán Astray (“legiones malparidas por una torpe entraña”, decía el poeta alicantino). La pieza es una creación del escultor Salvador Amaya a partir de un boceto del pintor de batallas Augusto Ferrer-Dalmau y está pergeñada en un estilo que pasó de moda hará cosa de uno o dos siglos, engolado y redicho, academicista, historicista y realista (menos el rostro del soldado, que tira a guapote y está a años luz de los que inmortalizó la célebre fotografía de la guerra del Rif publicada por Roger-Mathieu en 1926).
El alcalde defendía sus tropelías en el cementerio, acusando al memorial avalado por el gobierno anterior de “sectario” y “revanchista” y de “reescribir total y completamente la historia”, en radical contraste con su propuesta de “resignificación” en pos del “encuentro” y en “el espíritu de la Transición, de la reconciliación”. Pero salta a la vista que lo que falsifica la historia es la mitificación de la Legión como “un cuerpo ejemplar por su heroísmo a lo largo de sus ya 102 años de historia” (palabras de Almeida en la inauguración de la estatua carpetovetónica), como si el Tercio de la sanguinaria guerra de Marruecos —el representado en el monumento— fuese idéntico al de las misiones de paz en el extranjero de la etapa democrática. Por contra, los cerca de 3.000 nombres del memorial provienen de una pormenorizada investigación llevada a cabo por un equipo de historiadores profesionales coordinado por el profesor Hernández Holgado, que ha trabajado codo con codo con colectivos de familiares de los represaliados y cuya contribución científica al conocimiento de la represión de la posguerra en Madrid se ha extendido más allá de las circunstancias concretas que la originaron (testimonio de ello, el libro de historia, a la par que de memoria, Morir en Madrid. Las ejecuciones masivas del franquismo en la capital, publicado en 2020). A diferencia de la mirada esencialista del monumento a la Legión, el memorial focalizaba la atención en un período y fenómeno perfectamente distinguibles y delimitables desde una perspectiva científica: la despiadada continuación de las ejecuciones cuando ya había acabado la guerra.
La incapacidad de reconocer esta realidad histórica sulfuró al gobierno de Almeida hasta el extremo de vengarse del memorial, desmontando sus letreros y deshaciendo su significado. Ahí sí tenemos una memoria “revanchista”, la misma que promovió la restitución al general esperpéntico de la calle que Carmena le retiró en 2017 para ofrecérsela a Justa Freire, maestra republicana. Memoria revanchista y, qué duda cabe, “sectaria”, alentada por una intransigencia que sólo busca el encontronazo, en absoluto el “encuentro”, en ese mismo espíritu “de ciega y feroz acometividad” que dicta la primera máxima del Credo Legionario, petrificado ahora en el pesado pedestal de la calle de Vitruvio. En un cementerio deberían caber todos los nombres, en particular si designan a quienes nunca han tenido un lugar para el recuerdo. Aunque los asesinados por el bando republicano durante la guerra ya han sido largamente honrados, si también se quiere hacer un memorial en su homenaje en el propio camposanto, como planteó en algún momento el Comisionado de Memoria Histórica madrileño, pues que se haga, pero sin cargarse el del vecino con la pantomima de la “reconciliación”. La reconciliación ya fue. La buscó la izquierda desde finales de los cuarenta y se hizo realidad con la Transición. Luego se convertiría en una tapadera para no hablar de nada. La mayoría de los monumentos a los caídos “por Dios y por España” que siguen en pie han sido resignificados en “honor a todos los que dieron su vida por España” (por decirlo como la inscripción grabada en el del Castillo de Montjuic en 1986). La memoria no es reconciliadora. No pretende unir lo desunido. No busca el consenso. Es selectiva, fragmentaria, subjetiva, parcial…, pero no necesariamente fanática, intolerante, vengativa. Un Gobierno democrático adulto debería dar libre curso a todas las memorias y evitar imponer una memoria de todos. Garantizar su coexistencia o, en el mejor de los casos, su convivencia no erradicaría la controversia, más bien al contrario. Pero es que el debate y la polémica son un componente esencial de la democracia. Es lo que el día 1 reivindicaban los activistas que colgaron un efímero busto de Franco de la bayoneta del legionario.



















[ARCHIVO DEL BLOG] Pena de muerte: España, 8 de enero de 1972. [Publicada el 13/01/2012]











Desde que tuve la edad y el raciocinio suficientes para comprender el alcance de su significado, sus implicaciones y, sobre todo, la irremediabilidad de sus consecuencias, la pena de muerte me ha parecido una monstruosidad jurídica. Una de las muchas razones que me hacen sentirme orgulloso de mi condición de ciudadano europeo es la abolición constitucional de la misma en todos los Estados de la Unión.
También tengo razones personales para odiar esa lacra histórica de la humanidad aun vigente en la mayoría de los Estados del mundo. Por partida doble: Un tío abuelo mío, Amós Acero, diputado socialista en las Cortes republicanas y alcalde del Puente de Vallecas madrileño entre 1931 y 1939, fue fusilado por el régimen franquista nada más concluida la guerra civil. Sú único delito probado en el consejo de guerra que le condenó fue el de haber sido alcalde y militante destacado del partido socialista. En el bando "contrario", mi padre, teniente de la guardia civil, a finales de los años 40, en Málaga, tuvo que mandar el pelotón que ejecutó a uno de los maquis que deambulaban por la Serranía de Ronda. 
Del primer hecho se habló siempre con orgullo en el seno de mi familia materna, especialmente por mi madre, para quién Amós Acero fue siempre su tío más querido y admirado. Del segundo no se hablaba nunca, o en contadas ocasiones, y nunca por mi padre. Como en tantas otras cosas, fue mi madre, una extraordinaria fuente de historia oral, quien aludió alguna vez al hecho, y solo para comentar las pesadillas que sufrió mi padre durante meses.
No soy muy  sentimental. No creo en la justicia ni en esa burda consideración de que el sistema penal pretende la rehabilitación social del delincuente. Eso es una falacia. El sistema penal lo único que pretende es castigar. Y hasta eso lo hace mal. Pero la pena de muerte nos retrotrae a la prehistoria, al ojo por ojo y diente por diente, y sobre todo es ineficaz, porque asesinando al delincuente ni siquiera hay castigo.
Ignoro por que extraños mecanismos mentales me ha producido tanto malestar y desasosiego el reportaje que el pasado día 8 publicaba el diario El País, firmado por el profesor de la Universidad Politécnica de Valencia, Vicente Torres, y la entrevista que el diario hace al mismo sobre la ejecución en dicha ciudad, ese mismo día de 1972, de un soldado de 21 años, Pedro Martínez Expósito, acusado y condenado por el robo y asesinato de dos mujeres.
Al leer el periódico recordé que en su momento me había impresionado aquella ejecución por el hecho de que el ajusticiado tenía el mismo nombre y apellidos de un antiguo compañero mío de colegio, aunque sabía que no podía ser él por simples razones de  edad.
En ese reportaje, el ahora profesor universitario, y en aquellos momentos soldado haciendo el servicio militar en un acuartelamiento de Valencia con el rango de cabo segundo, relata en primera persona su participación en la ejecución de Pedro Martínez Expósito como miembro del pelotón de ejecución que llevó a cabo el fusilamiento del mismo, con toda la horrenda parafernalia que el hecho mismo de la ejecución de un militar implicaba. No me ha gustado, quizá por su distanciamiento emocional; no lo sé, pero me ha dejado un regusto amargo. En la entrevista, el profesor Torres se muestra más emotivo, más humano, más cercano, más intimista. Quizá sea por la habilidad del entrevistador. Reitero que no acabo de "procesar" el mecanismo de mi mente por el que el reportaje me ha producido ese malestar. Y, sinceramente, me duele reconocerlo.
Sean felices, por favor, a pesar de la justicia que padecemos. Tamaragua, amigos. HArendt









sábado, 7 de enero de 2023

De los villancicos

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Antonio Muñoz Molina, va de los villancicos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Perduración de una fábula
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
31 DIC 2022 - El País

Hay una particular intensidad de símbolos en estos días cercanos al final del año; una gravitación de leyendas antiguas sobre nuestra conciencia laica. Lo que no es más que una división ilusoria de fechas en el calendario cobra una presencia inmediata de umbral y paso fronterizo. Por debajo de todo late la evidencia astronómica del solsticio de invierno, la noche más larga y más oscura del año, que a partir de ahora irá retrocediendo muy gradualmente según avance la duración solar de los días. Las leyendas originarias tienen sobre nosotros un influjo tan poderoso, y tan inadvertido, como las leyes de la naturaleza, que por frivolidad o soberbia tecnológica no nos cuesta nada ignorar. Lo queramos o no, igual que no podemos ignorar la alternancia cotidiana entre el día y la noche, que rigen nuestros ritmos vitales, tampoco podemos librarnos del influjo de las historias que vienen transmitiéndose desde hace milenios, y a las que respondemos de una manera tan instintiva como a la música.
Los historiadores nos enseñan que en la Roma de los primeros tiempos del cristianismo se celebraba ya el Natalis Solis invicti, el nacimiento o el renacer del sol después del día más corto del año. Encima de ese sustrato se cuenta la historia equivalente del nacimiento de Cristo en una noche cerrada de invierno, del mismo modo en que sobre el mismo solar en el que hubo un templo pagano se erige una iglesia. Como ha explicado hace poco Juan Arias en estas mismas páginas, con la sabiduría cordial que pone en todo lo que escribe, la mayor parte de los detalles familiares del relato navideño son imaginarios, y ni siquiera están fundamentados en la autoridad de los Evangelios. Pero son esos detalles circunstanciales los que alimentan la fuerza poética y narrativa de una fábula que nos estremece más aún porque su antigüedad histórica tiene su equivalencia con la lejanía de su arraigo en nuestra memoria personal: y no ya con la memoria consciente, tan limitada y tan infiel, sino con la otra más profunda, la que responde a la música y a los olores y sabores que el recuerdo voluntario no puede invocar.
A Cyril Connolly, tan inglés en su desapego irónico, tan exigente en sus criterios de calidad literaria, lo estremecía la belleza simple del villancico castellano: “La Nochebuena se viene, / la Nochebuena se va. / Y nosotros nos iremos / y no volveremos más”. Cuando encontré esos versos en la obra maestra casi secreta de Connolly, The Unquiet Grave, tuve la sensación de reconocer una voz conocida y querida en un lugar extranjero. La congoja súbita que expresan sobre el paso del tiempo contrasta con el júbilo de la música y del estribillo que los acompañan. Al niño que le presta atención por primera vez, ese villancico lo sobrecoge porque le confirma la revelación dolorosa del hecho de la muerte, que suele llegarle con tan innecesaria precocidad hacia los cuatro o los cinco años. Las cosas no seguirán siendo siempre igual que son ahora, en la arcadia sin tiempo del presente infantil. Los padres se harán viejos y morirán, igual que morirán el perro o el gato de la familia, y aunque parezca increíble también se morirá uno mismo, y no volveremos más.
Béla Bartók resume en tres los rasgos decisivos de la música popular: desnudez formal, intensidad expresiva, ausencia de sentimentalismo. Ahora los villancicos suelen ser una cantinela de voces azucaradas y agudas que suena de fondo en un centro comercial, pero los que se cantaban todavía cuando yo era niño podían enunciar verdades tan amargas como la de esa estrofa que entusiasmó a Cyril Connolly, y se correspondían exactamente con los rasgos que definió Béla Bartók, que son más o menos los mismos que atraían a los dos grandes indagadores españoles de la música popular, Manuel de Falla y Federico García Lorca. Yo despertaba una mañana de diciembre y sabía que estaban empezando las Pascuas, como se decía entonces, porque olía a ciertos dulces caseros que solo se hacían en esas fechas y porque las voces de las mujeres de mi casa iban cantando villancicos por las habitaciones según hacían las tareas diarias.
En ellos, el contenido devocional era casi inexistente, más allá de la proclamación de la alegría por el recién nacido, en la que estaba cifrado todo el júbilo y el asombro terrenal por ese hecho inusitado que es el nacimiento de una criatura. Lo que seducía de aquellos villancicos eran sus historias de intemperie y de desamparo, y una riqueza de pormenores sobre la vida popular muy parecida a la que está en los belenes napolitanos, en la pintura tardomedieval y del Renacimiento, y en esos presépios o pesebres portugueses del siglo XVIII que son como enciclopedias visuales y documentos precisos sobre los oficios, las devociones y las fiestas de la gente trabajadora, los campesinos y los pastores que son los primeros en recibir la buena nueva del nacimiento de Cristo. Había un villancico de la Huida a Egipto en el que el niño lloraba de sed: “No pidas agua mi niño / no pidas agua, mi bien / que los ríos bajan turbios / y no se puede beber”. Había otro en el que el niño Jesús aparecía aterido y desnudo a la puerta de una casa, y una mujer caritativa decidía acogerlo: “Pues dile que entre / y se calentará / porque en esta tierra / ya no hay caridad”.
De nuevo son palabras tremendas, que contrastan con la dulzura de la entonación y de la melodía, y por eso se escuchan al final de la más amarga fábula navideña del cine, el Plácido de Luis G. Berlanga, donde se les añade una apostilla sobre la caridad que también cantaban a veces las mujeres en mi casa: “Y nunca la ha habido/ y nunca la habrá”. En Plácido, mientras la gente de orden se pavonea exhibiendo la santurronería de sus caridades mezquinas, una familia desvalida va de un lado a otro pidiendo una ayuda que nadie le concede, tan vagabunda en su pobre motocarro como José y María en el cuento evangélico, el carpintero sin trabajo y la embarazada muy joven a punto de parir que no encuentran un refugio donde pasar la noche y donde tal vez ella tenga que dar a luz. Escuchando los villancicos en el calor y la seguridad de su casa, en el abrigo de su familia, el niño intuía el espanto del desarraigo, la crueldad sin explicación de un mundo en el que había personas sin un techo que las protegiera en las noches heladas de aquellos diciembres.
Al cabo de muchos años y mucho descreimiento me doy cuenta de que quizás fue en los villancicos y en las artes populares de la Navidad donde a muchos de nosotros se nos transmitieron las primeras nociones sobre la bondad y la justicia, sobre la frontera radical entre los protegidos y los expulsados, entre los poderosos que cabalgan en comitivas cargadas de tesoros y los pobres que llevan al portal de Belén la ofrenda tan valiosa de una cesta de huevos, o un queso, o una gallina. Al fondo de algunos cuadros de la Natividad, y de algunos presépios portugueses, se ven escenas terribles de la Matanza de los Inocentes. La misma pareja errante que no encontró albergue en Belén tiene que salir huyendo a otro país con su hijo recién nacido para escapar a la persecución de un déspota homicida. Vladímir Putin bombardeando escuelas y hospitales de maternidad es uno de los nombres variables de Herodes. Hay fábulas que duran siempre porque contienen una médula contemporánea de verdad.



















[ARCHIVO DEL BLOG] "Sumisión", de Michel Houellebecq. [Publicada el 22/10/2015]







Michel Thomas (1956), conocido literariamente por el seudónimo de Michel Houellebecq, es un poeta, novelista y ensayista francés. Sus obras y opiniones, muy críticas con el pensamiento políticamente correcto y con los restos de mayo del 68, le pusieron en el punto de mira de algunos medios, que lo acusaron de misógino, decadente y reaccionario, lo cual sólo hizo que aumentaran su popularidad y sus ventas. Por si fueran pocos los reproches, debido a algún pasaje de su novela Plataforma, donde aparece el tema del terrorismo islamista, se le sumó el de islamófobo. Como no se puede denunciar a nadie por lo que opine un personaje de ficción, la oportunidad para sus detractores vino a raíz de una entrevista en la revista literaria "Lire", publicada en septiembre de 2001, en la que afirmó que "la religión más idiota del mundo es el Islam" y que "cuando lees el Corán se te cae el alma a los pies". Fue entonces denunciado por varias agrupaciones islámicas y de derechos humanos por injuria racial e incitación al odio religioso. El juicio, celebrado en París en octubre de 2002, dividió a la comunidad intelectual internacional entre defensores y detractores de la libertad de expresión, que recordó el caso Rushdie. Fue absuelto de todos los cargos: el juez argumentó en la sentencia que la crítica a la religión es perfectamente legítima en un estado laico. La polémica por su presunto antiislamismo se reavivó en 2015 con la publicación de Sumisión, novela en la que plantea los profundos cambios que sufre la sociedad francesa el año 2022, cuando asume la presidencia de la República el islamista Mohammed Ben Abbes. Adorado por sus incondicionales (el escritor español Fernando Arrabal le considera el mejor escritor francés vivo) y denostado como pornógrafo, misógino y racista por sus variados oponentes (desde religiosos a notables izquierdistas), sus libros copan los suplementos literarios, las reediciones se suceden y se traducen a numerosas lenguas.
Para Alvaro Delgado-Gal, director de "Revista de Libros", Houellebecq no es un gran novelista, ni siquiera tan un buen escritor. Se le he relacionado con Céline, dice de él, pero la comparación es implausible. El estilo de Houellebecq, añade, es tosco, y la textura de su lenguaje delgada, casi periodística. Nada que ver con la urgencia, el irreverente poder, la poética desorganización, de la prosa celiniana. Y es que Houellebecq, a la inversa que Céline, escribe para enseñar. En esto responde a una tradición francesa que se remonta al menos a Montaigne y el género sentencioso del XVII y que comprende a autores tan distintos como Balzac o Proust. Aunque, de nuevo, sigue diciendo, Houellebecq no consiga estar a la altura de sus predecesores. Balzac es contagiosamente divertido, y Houellebecq, no. Proust es gigantescamente profundo, y Houellebecq, no. No resulta fácil ubicar al último en el bestiario de la literatura. Es un moralista inteligente y huraño, sigue diciendo de él Delgado-Gal, que usa la técnica del grafiti para enhebrar enormidades que regocijan a la chiquillería, escandalizan a los mojigatos y causan enojo y desasosiego entre las personas serias y comme il faut
En una densa y crítica reseña de "Sumisión" (Anagrama, Barcelona, 2015) titulada "Houellebecq contra la libertad", y publicada ayer mismo en "Revista de Libros", Álvaro Delgado-Gal arremete con ironía no exenta de sarcasmo contra Houellebecq, del que dice que ha generado tres clases de adictos: los tipos más bien à droite que se divierten leyendo maldades sobre los tipos más bien a gauche; los tipos à gauche, incluso très à gauch", apremiados por el deseo de saber lo que piensa la droite; y finalmente los adolescentes en busca de cochinadas. De cochinadas referidas al sexo, por supuesto, añade. Pero el erotismo de Houellebecq es poco erótico, dice. Reviste un carácter clínico, casi forense, y el adicto al género no se sentirá más estimulado por tal o cual pasaje escabroso, que por "La lección de anatomía" de Rembrandt. El caso es que el punto fuerte de Houellebecq son los succès de scandale, añade, y Sumisión no se ha salido de la norma. O sí, sí lo ha hecho, aunque por motivos extraños al texto propiamente dicho, continúa diciendo.
Los prolegómenos de Sumisión sigue contando Delgado-Gal, fueron borrascosos. Edwy Plenel, exredactor de "Le Monde" y director del periódico digital "Mediapart", propuso que se saludara la inminente aparición del libro con un apagón informativo. Mark Lilla, en un artículo publicado en "The New York Review of Books" («Slouching Toward Mecca»), ha comparado el gesto del extrotskista Plenel con el hábito soviético de suprimir en las fotografías a los camaradas caídos en desgracia. Pelillos a la mar: lo mismo que otras veces, Houellebecq aterrizaba con la frente aureolada de chispas y fuegos fatuos. Mas, ¡oh sorpresa!, el día 7 de enero, apenas distribuidos los primeros ejemplares de Sumisión, se producía el atentado yihadista contra "Charlie Hebdo", y de añadidura, ¡nueva sorpresa!, resultó que una de las víctimas era amigo íntimo de Houellebecq. Éste hizo una comparecencia breve y patética en televisión y se perdió en el campo, suspendiendo su gira promocional. Se desataron rumores sobre el peligro que corría su vida; se despacharon agentes a fin de que no le rompieran la crisma o lo dejaran tieso allí donde hubiese ido; y previniendo alborotos entre los beurs levantiscos del extrarradio, el Gobierno consideró necesario decir algo virtuoso y con efectos sedativos. El administrador del calmante fue Manuel Valls, primer ministro y uno de los personajes reales que Houellebecq ha incluido en su ficción. Valls declaró: "Francia no es Michel Houellebecq. No es la intolerancia, el odio y el miedo". Valls, evidentemente, no había leído el libro, o no lo habían leído sus asesores, puesto que Sumisión es subversivo, aunque no xenófobo. Al cabo, ni Valls ni Plenel impidieron que las ventas subieran como la espuma, primero en francés y a continuación en los distintos idiomas a que ha sido traducida la obra. Desgranadas estas noticias, voy ya a la novela misma, de más sustancia que el intercambio de golpes entre Houellebecq y la Francia oficial.
La acción de Sumisión, cuenta Delgado-Gal, se desarrolla en un futuro próximo: 2022. La gestión de Hollande, el presidente saliente, ha sido decepcionante, y el Partido Socialista se enfrenta a las elecciones con expectativas abismalmente bajas. Las esperanzas de éxito de los socialistas se cifran en exclusiva en una táctica iniciada por Mitterrand a principios de los ochenta: vaciar el centro-derecha potenciando al Frente Nacional. El Partido Socialista confía en ganar la segunda vuelta si se presenta como única alternativa institucional al partido de Marine Le Pen. Sin embargo, se ha creado recientemente un partido islamista moderado (La Hermandad Musulmana), y las piezas empiezan a no encajar en el esquema habitual. François, el protagonista y narrador, va cobrando conciencia de estos hechos progresivamente, casi de soslayo. François es un cuarentón desganado y apolítico, un especialista en Joris-Karl Huysmans que después de publicar una tesis brillante sobre el autor de À rebours, se ha limitado a repetir el mismo artículo, punto arriba, punto abajo, en el circuito de las revistas universitarias. Artículos para colegas, artículos solventes e insignificantes. Tiene novias que suelen plantarlo en vísperas de las vacaciones estivales, con el argumento de que «han conocido a otro». Come cocina precocinada, fuma y bebe más de la cuenta, y no es infrecuente que piense en el suicidio. Como otros muchos héroes de Houellebecq, ha perdido contacto con sus padres, los cuales, a su vez, han perdido contacto entre sí. Su vida, en fin, carece de sentido. Pero hay que añadir que en Francia, en 2022, el sentido constituye un bien escaso. Las vidas perfiladas, con planteamiento, nudo y desenlace, sólo son visibles para los franceses en los novelones románticos de Victor Hugo o en la literatura de Balzac.
No sigo; les animo a leer la reseña de Sumisión por Álvaro Delgado-Gal en el enlace de más arriba, y luego, si el interés continúa impertérrito, la novela de Houellebecq. Yo voy a leerla, sin duda, porque la crítica de Delgado-Gal me ha animado a hacerlo. Y allá cada cual con su opinión. La mía me la reservo hasta leer su libro.
Pocos días después de publicar esta entrada leí, gracias de nuevo a la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria, la Sumisión de Houellebecq. De un tirón. Me gustó. No es para ganar el Goncourt (que no lo ganó), ni como dicen en Canarias "para tirar voladores", pero desde luego se lee con interés. El estilo no es elegante; resulta bastante lineal y la trama nada compleja. Pero resulta provocadora. Y espero que no se cumpla la profecía que anuncia: la bandera de la media luna ondeando sobre la Sorbona.
Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt