viernes, 28 de febrero de 2020

[HISTORIA] Cómo cae una democracia





"Hacia 1923, gran parte de Italia -afirma el escritor Álvaro Delgado-Gal, director de Revista de Libros- se había hecho fascista. Giovanni Gentile, Pirandello o Ungaretti aplaudían el régimen naciente o colaboraban con él. Nicola Bombacci, el hombre de Lenin en Italia, iniciaba una aproximación. El éxito político de Mussolini fue repentino y ferozmente rápido. Después un revolcón humillante en los comicios de 1919, lograría recuperar el equilibrio lanzando a sus matones contra un partido socialista al que le había dado la ventolera de fingirse bolchevique. En el 22 tuvo lugar la marcha sobre Roma, seguida de una ganga fenomenal para quien la había convocado: la presidencia del Consejo. En el 25 fue sojuzgado el parlamento. «M. El hijo del siglo», aparecido hace poco en Italia y traído a España el mes pasado por Alfaguara, recorre los seis años (1919-1925) que convertirían al hijo de un herrero forlivés en jefe carismático de los italianos. El autor del libro, Antonio Scurati, no es un escritor depurado: añade, al efectismo, toques escatológicos perfectamente innecesarios. Pero el relato es eficaz: la reconstrucción de Scurati tira más que una novela e instruye tanto como un tratado de historia. Atestados de la policía, recortes de prensa o fragmentos de cartas completan la mise-en-scène. En conjunto, se nos ofrece un cuadro apasionante de cómo, bajo el empuje de un puñado de marginales, se vino a tierra una democracia de cuarenta millones de habitantes, los mismos que contaba la francesa por aquellas calendas.

Destacaré solo dos puntos. El primero es que los revolucionarios no vencen. Más bien, el Estado se suicida. La llamada «marcha sobre Roma» no pasó de ser un bluff de dimensiones colosales. Los escuadristas, mucho menos temibles cuando no les echaba una mano, o incluso dos, la policía, carecían de armas, preparación militar y apoyo logístico. Una lluvia incesante, torrencial, se abatió esos días sobre la península. Los jóvenes camisas negras, aturdidos y a la desbandada, se perdieron por los caminos rurales, asaltando alquerías y robando gallinas para saciar el hambre. El alto mando central, por llamarlo de alguna manera, era una mera estampilla sobre el papel fantasioso en que se había improvisado el plan insurreccional. Acuartelados en un hotel de Perugia, los jefes encargados de coordinar la sublevación no coordinaron nada. No disponían siquiera de teléfonos operativos, y en vista de que estaban a verlas venir y sitiados, por más señas, por el ejército, decidieron matar el tiempo agarrando una pítima descomunal. El general De Vecchi, uno de los cuadrunviros, se los encontró, de vuelta de la capital, en estado lamentable, tumbados en el suelo entre vómitos, restos de comida y botellas vacías. En Milán, Mussolini se había parapetado en la sede de su diario detrás de unas cuantas bobinas de papel prensa. La reacción de las autoridades fue casi incomprensible. Giolitti, la única figura políticamente considerable, estaba a 700 km de Roma celebrando su cumpleaños. Facta, el primer ministro, era un hombre rutinario. Llegado el momento crítico consultó su reloj, vio que faltaban unos minutos para las diez de la noche y se fue a la cama, según tenía por costumbre. El rey tampoco estuvo a la altura. Anunció su abdicación si no le permitían declarar el estado de sitio pero no llegó a firmar el decreto. Con los cabecillas cercados en Perugia, con Mussolini cercado en Milán, habría sido un juego de niños abortar la rebelión. El Estado se inhibió, y el asunto acabó como acabó.

¿Por qué los que podían, prefirieron no poder? Interviene aquí un factor misterioso: la vacilación moral, fruto de la inercia y de una percepción confusa de las cosas. Giolitti, que en 1921 había dado entrada a Mussolini en sus listas electorales, continuó estimando, equivocadamente, que se podría domesticar al bárbaro vertical enredándolo en combinaciones ministeriales y otras garambainas por el estilo. Por lo común, los años europeos de entreguerras reprodujeron en lo político los mismos errores que en lo militar. Los franceses pensaban que la línea Maginot contendría a los alemanes. Hitler aplicó la Blitzkrieg y llegó en un tiempo récord a París. Los notables del régimen liberal italiano se entretuvieron, ¡ay!, en idear triangulaciones mientras Mussolini preparaba el asalto al Estado. Símbolo máximo de la ceguera liberal fue Benedetto Croce, quien necesitó que Mussolini se levantara con el santo y la limosna para comprender que no había comprendido nada.

El segundo punto nos remite a los socialistas. Estos habían acertado al oponerse al ingreso de Italia en la Primera Guerra Mundial, desastrosa para su país (ver The White War: Life and Death on the Italian Front, 1915-1919, de Mark Thompson). Suele desconocerse que Italia perdió cerca de 700.000 hombres, más todavía, en proporción a su censo demográfico, que Gran Bretaña, a despecho de que la última tuviera en frente a los alemanes y no a la valetudinaria Austria-Hungría y la línea de fuego se estirara desde el mar del Norte a Suiza y no a largo de un arco alpino de dimensiones relativamente modestas. Sí, la guerra fue una calamidad nacional. Pero los socialistas no solo se opusieron a ella, con buen fundamento, sino que, presa de un arrebato milenarista con fugas místicas, renunciaron a la nación. Peor, substituyeron la patria efectiva por la tercera Roma: Moscú. Mientras los fascistas gritaban «¡Viva Italia!», los socialistas invocaban a los soviets rusos. Esta radical descolocación tendría para ellos consecuencias funestas. Aunque el héroe indubitable en el libro de Scurati es Matteotti, expulsado, por cierto, del PSI en el 22, se extrae la conclusión de que tampoco los socialistas habían comprendido su época y el hecho de que los principios de justicia social deben ejercerse dentro de un perímetro concreto, al abrigo de una solidaridad que no sea solo abstracta y contando con una Administración asentada por el tiempo. Los fascistas, más sobre sí, conjugarían políticas socializantes y el poder del Estado con un patriotismo de relumbrón. En el fondo, no eran nada. Un porcentaje abrumador de los escuadristas de primera generación no había desempeñado nunca un empleo remunerado y muchos figuraban en las fichas de la policía como delincuentes comunes. Robin Hood completó su fisonomía con el antifaz que en los cómics lucen los asaltantes de banco. Y ganó la partida".



El escritor Álvario Delgado-Gal


La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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[SONRÍA, POR FAVOR] Es viernes, 28 de febrero






El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...



















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jueves, 27 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Destino pin





"Un partido político, Vox, -señala la escritora Leila Guerriero en el A vuelapluma de hoy jueves-, promueve en España la implementación del pin parental para oponerse al “adoctrinamiento en ideología de género que sufren nuestros menores en los centros educativos, en contra de la voluntad y contra los principios morales de los padres”. Propone que ante cualquier materia, charla o taller cuyo tema “afecte a cuestiones morales socialmente controvertidas o sobre la sexualidad que puedan resultar intrusivos para la conciencia y la intimidad de nuestros hijos” se solicite una autorización expresa a los padres. Del texto citado se desprende una convicción: que todo padre sabe con certeza lo que resulta conveniente para sus hijos y que estos, además, deben compartir sus principios morales. Es una idea rara.

La Convención sobre los Derechos del Niño considera a niños y niñas sujetos de derecho y no meros objetos de protección. Mis padres no pensaron en eso cuando colgaron sobre la cama de su dormitorio —qué lugar— un pergamino con las palabras de Khalil Gibrán: “Tus hijos no son tus hijos. Son hijos e hijas de la vida (…). Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos. Pues ellos tienen sus propios pensamientos”. Decía que mis padres no pensaron en eso cuando colgaron el cuadrito porque la Convención se firmó en 1989, cuando hacía cinco años que yo me había ido de esa casa, pero sobre todo porque no eran tan progresistas: a la hora de cuidar el himen y las apariencias —edad para tener novio, largo de la minifalda— estaban lejos de esa mirada zen e intentaban imponer su voluntad. Mi reacción, basada estratégicamente en el cuadrito, era gritar “¡No soy de ustedes y hago lo que quiero!”. Yo no hice del todo lo que quise. Y ellos tampoco. El resultado no fue tan malo. Pero muchos pagan aquella convicción —que todo padre sabe lo que resulta conveniente para sus hijos— con sangre y salud psíquica. En abril de 2019, la ONG Save the Children advirtió que uno de cada cuatro niños españoles sufre violencia por parte de sus tutores legales: abusos físicos y psicológicos. En una de cada cuatro familias los padres se imponen por la fuerza, con la certeza de saber qué es lo mejor. Porque, como dijo Negan en The Walking Dead, temporada 9, “uno nunca cree estar del lado de los malos, siempre cree que los suyos son los buenos”. Yo, por ejemplo, creo que los buenos fueron mi profesora de historia que se jugó el pellejo en abril de 1982 (el teniente coronel Galtieri, al frente de la dictadura que gobernó la Argentina entre 1976 y 1983, acababa de declarar la guerra al Reino Unido invadiendo las islas Malvinas), cuando nos dijo: “Hoy no damos clase. Vamos a hablar de por qué esta guerra es la locura de un demente”. O mi profesora de filosofía que, ante el estupor de todos, defendió ante las autoridades a una compañera embarazada a la que sus padres habían molido a golpes por haberse preñado. O la que me sugirió que, si no quería ser escolta de la bandera e ir a actos oficiales (yo no quería), me pintara las uñas de rojo para que no pudieran obligarme (durante la dictadura, los jeans y las uñas pintadas estaban prohibidos en el colegio). O la que nos habló con desprecio de los alumnos que habían escrito una frase cruel en el baño de hombres dirigida a nuestro profesor de dibujo, que era gay aunque no lo decía. La educación en mi casa era estimulante, mis padres eran ilustrados, no estaban a favor de la dictadura. Pero tampoco estaban de acuerdo con la pérdida de la virginidad antes del casamiento ni con que una chica de 15 se pintara las uñas, y la homosexualidad y la guerra eran cosas que les sucedían a otros. “Tus verdaderos educadores (…) te revelan (…) la materia básica de tu ser, algo en absoluto susceptible de ser educado ni formado, pero (…) difícilmente accesible, apretado, paralizado: tus educadores no pueden ser otra cosa que tus liberadores”, escribía Nietzsche. En plena dictadura, con gestos mínimos, algunos profesores me hicieron pensar en contra: de mis padres, de la época, de los prejuicios de mis padres, de los míos. Pero esas son antigüedades. Quienes promueven el pin parental son verdaderos hijos de su tiempo: un tiempo en el que sólo se degluten ideas de los que piensan como uno, se copula con prejuicios regurgitados y se rumia masturbatoriamente dentro de una jaula cómoda. El colegio no es un sitio ideal. Pero solía ser un sitio en el que se esperaba que aprendiéramos, entre otras cosas, que el ecosistema familiar no es el único que existe. Que no es, sobre todo, un destino al que debemos someternos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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[ARCHIVO DEL BLOG] La ratonera. (Publicada el 20 de agosto de 2009)



Soldados de la OTAN en Afganistán, 2009


Afganistán vota hoy en unas elecciones presidenciales que casi con toda probabilidad no van a resolver nada ni van a servir para dar estabilidad a ese desgarrado país. Como para el Imperio británico en el siglo XIX y para el soviético en el XX, Afganistán se ha convertido hoy para la ONU y las fuerzas de la OTAN en una auténtica ratonera de la que es casi imposible escapar.

Mi amiga Ana me enviaba el lunes pasado desde Ámsterdam el artículo de la Voz de Galicia que más adelante reproduzco. Se titula "Los infiernos que vamos creando", y está escrito por Xosé Luis Barreiro, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Santiago.

Su lectura me produjo un evidente desasosiego, porque la tesis del profesor Barreiro, que comparten muchas otras personas de izquierdas y de derechas y auténticamente demócratas, es que ni en Iraq, antes, ni en Afganistán, ahora, pintamos los occidentales y las fuerzas de la OTAN absolutamente nada. Y no creo que ambos casos sean equiparables.

La guerra iniciada por el presidente Bush (hijo) en 2003, fue, aparte de otras muchas cosas, una inmensa chapuza. No había ninguna razón para esa guerra, y las consecuencias se van a padecer durante muchos años. Eso es evidente. Afganistán es otra cosa. Mucho más grave. Porque si Afganistán cae en manos de los talibanes de nuevo, le seguirá casi indefectiblemente Paquistán. Y tras Paquistán está la India. Y arriba de la IndiaChina. Y la ratonera se convertiría en avispero.

Cuando la primera Guerra del Golfo, en 1991, declarada contra el Iraq de Sadam Hussein por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas tras la invasión y ocupación por éste del emirato de Kuwait, muchas voces de personas de ideología izquierdista se levantaron contra la guerra. Pero hubo voces discordantes, entre ellas, recuerdo el escándalo que produjo en España y buena parte de Europa que entre los que apoyaron la Guerra del Golfo de 1991 decididamente estuvieran algunos conocidos y declarados confesos izquierdistas como Yves Montand o Jorge Semprún.

En su libro "Guerras justas e injustas. Un razonamiento moral con ejemplos históricos" (Paidós Ibérica, Barcelonaa, 2001), el profesor de Filosofía Política de la Universidad de Princeton, Michael Walzer, decía que en nuestros días, el lenguaje de la teoría de la guerra justa se utiliza prácticamente en todas partes, y que lo mismo está en boca de los gobernantes legítimos que en la de los ilegítimos, siendo difícil de imaginar una intervención militar que no reciba el apoyo de sus promotores. Pero a pesar de ello, añadía, únicamente en los Estados democráticos pueden los ciudadanos unirse a la polémica con libertad y sentido crítico.

Desde esa libertad y sentido crítico, lamento no compartir el criterio de mi admirado profesor Xosé Luis Barreiro, y defender que sigamos en Afganistán, aunque sus dirigentes actuales, con toda seguridad, no se lo merezcan. Y es que como dijo también el novelista británico, militante socialista y ferviente demócrata, George Orwell (1903-1950), que sabía bastante de guerras y persecuciones políticas, es una verdad elemental y simple que la democracia es siempre mejor que el totalitarismo, aunque muchas veces no nos lo creamos ni nosotros mismos, añado yo. Les dejo con el artículo de Barreiro. HArendt




La ministra española de Defensa en Afganistán, 2009


"LOS INFIERNOS QUE VAMOS CREANDO", por Xosé Luis Barreiro
LA VOZ DE GALICIA - Lunes, 17 de agosto de 2009

Irak y Afganistán, las dos naciones que fuimos a salvar sin que nadie nos lo pidiese, son dos infiernos. La situación en la que viven sus ciudadanos no es mejor -salvo para los que comulgan con ruedas de molino- que antes de las invasiones, y las ficciones democráticas que estamos creando en una y otra parte, sometidas a la aprobación de las coaliciones militares antes que a la voluntad de sus ciudadanos, no son más legítimas de lo que eran sus anteriores dictadores. Y por eso hay que contar como un tributo a la nada, y como un gesto de satisfacción ante la engolada prepotencia de los aliados, los cientos de miles de muertos -la mayor parte civiles y unos pocos militares- y la siembra de miseria y corrupción generalizadas que hemos hecho con nuestras intervenciones.

Fuimos allí, no lo olvidemos, a impulsos de un presidente americano que quería hacer grandes negocios y pasar a la historia como el héroe de la lucha contra el terror. Y seguimos allí después de haber fracasado política y militarmente, cuando ya todo el mundo admite que aquello fue una locura y un abuso intolerable. Pero, a lo que se ve, nadie quiere hacer balance de los hechos, y, mucho menos aún, entonar el mea culpa que sería necesario para aprender algo de tan vergonzoso episodio. Y por eso, para no dar el brazo a torcer, seguimos definiendo el mundo a nuestra conveniencia, viendo terroristas donde nos hacen falta, y héroes inmaculados que siempre coinciden con nuestros intereses y estrategias. Y, en el colmo de la injusticia y la locura, pretendemos dejarles en herencia democracias de juguete que, asentadas sobre montones de cadáveres inexplicados, deben de acatar nuestra visión del mundo para justificar las armas que los protegen y sin las que no podrían durar ni un día.

Mientras damos lecciones de democracia a todo el mundo, y denunciamos sin rubor a todas las dictaduras, Guantánamo sigue sin cerrar, los sucesos de Kandahar y Abú Graib siguen sin aclarar, los que aquí han ordenado genocidios dan conferencias sobre la mala gestión de la crisis que hicieron Brown y Zapatero, y todos los ciudadanos nos vemos sometidos a una ofensiva mediática que trata de convencernos de que hemos ido a Irak y a Afganistán a implantar democracias por las que ahora nos estamos desviviendo.

Porque la gente tiene poca memoria, es inútil tratar de mantener la conciencia social del daño que hemos hecho. Pero quizá podamos evitar que nos cuenten la mentira de las democracias surgidas en jardines desolados, abonados con proyectiles de uranio y misiles de última generación. Porque la triste verdad es que llevamos muchos años metidos en todos los conflictos sin alumbrar ni proteger una sola democracia homologable.




El presidente de Afganistán, Ahmid Karzai (2009)



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es jueves, 27 de febrero

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El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...




















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miércoles, 26 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] La insoportable dimensión del ruido



Obreros trabajando en Londres


"Vayas a donde vayas, hay una radial esperándote -comenta en el A vuelapluma de hoy martes la escritora Flavia Company-. Una hormigonera. Un martillo neumático. Avionetas que sobrevuelan. Un equipo de música –­hasta en la playa­­; pero por todos los santos, ¿se sabe que existe una maravilla llamada sonido del mar, y que resulta relajante escucharlo?–. Individuos que gritan. Un taladro. Un cortacéspedes. Un minipimer. Máquinas de todas las clases, algunas indescriptibles. Engendros que producen una infinidad de ruidos, ensordecedores, que cubren el sonido del mundo. Y no sólo el del mundo, no, también el nuestro. La radial nos corta los pensamientos, el martillo machaca nuestros sentimientos, los equipos de música desvirtúan nuestra melodía in­terior, los gritos nos abruman, los cortacéspedes nos aturden, el minipimer se adentra en nuestro apabullado cerebro y las avionetas lanzan ráfagas de inquietud sobre nuestras cabezas.

Los transportes públicos y privados –autocares, metros, barcos, aviones– y sus andenes o estaciones disponen de sistemas audiovisuales con volumen. De altavoces que emiten mensajes que nadie comprende. Los espacios comunes –grandes superficies, hospitales, clínicas, ascensores– presumen de hilo musical. Casi todo el mundo enciende algo que suena al llegar a su coche o a su casa –y muchas de esas personas se han dirigido hasta allí con unos auriculares en funcionamiento, en numerosas ocasiones a volúmenes que permiten que los oiga alguien que esté cerca de ellos–.

La dimensión del ruido es planetaria. Pocos rincones quedan en los que pueda disfrutarse de una paz exterior que sea reflejo de la interior. O que convoquen la paz, si no se tiene. Y lo peor de todo es que nos estamos acostumbrando –ya estamos acostumbrados– y, por esa razón, creemos escuchar silencio en lugares llenos de ruido. Motores que arrancan, puertas que golpean, coches que corren, aires acondicionados, sierras eléctricas, depuradoras de piscinas, helicópteros, motos terrestres o acuáticas. Vecinos de asiento, en el cine o en el teatro, que comen palomitas o que contestan al móvil y mantienen una conversación.

¿Qué nos pasa? ¿Y si empezamos a darnos cuenta? ¿Y si intentamos hacer menos ruido? Lo que daría por que alguien tuviera una voz tan fuerte como para llegar al mundo entero y soltar un enorme, largo y efectivo sssssssssshhhhhhhhhhhhhhhhh".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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[TEORÍA POLÍTICA] Una enorme y frágil esperanza



Dibujo de Raquel Marín para El País


"El Gobierno de Sánchez-Iglesias representa para todos los demócratas europeos una enorme y frágil esperanza -escribe el filósofo y director de la revista MicroMega, Paolo Flores d’Arcais-. También supone una oportunidad de aprendizaje, si es que de la historia y de la crónica se sabe aprender algo (por lo general, en cambio, suelen repetirse los errores cometidos por otros).

Es una esperanza porque va a contracorriente respecto a la marea de revanchismo de derechas, rayano en el prefascismo, que desde hace ya demasiados años parece extenderse incontenible por Occidente, con Orban en Hungría, Kaczynski en Polonia, Vox en España (propiciado por los años de Rajoy), AfD en Alemania, Salvini+Meloni en Italia, una Le Pen ya permanentemente competitiva en Francia, por no hablar de Holanda y de los países nórdicos, donde hasta ayer mismo estas derechas eran simplemente impensables (y sin mencionar a Trump, por supuesto).

Es una esperanza porque el programa acordado entre el PSOE y Podemos trata de afrontar la raíz de la marea derechista: la creciente desigualdad de ingresos y de estatus que desde hace décadas no ha dejado de crecer en las sociedades occidentales, con los pobres cada vez más pobres, los muy ricos cada vez más cresos, y las clases medias cada vez más en peligro, con la estela de ansiedad y miedo que la falta de políticas de izquierda ha regalado a las derechas más extremas. Unas derechas antidemocráticas que reemplazan tradicionalmente los problemas con los chivos expiatorios, la omnipotencia de la finanza sin regulación y del empresariado desenfrenado, que es la causa principal de los problemas que están doblegando a las democracias occidentales, con el miedo a los inmigrantes, un chivo expiatorio perfecto, dado que bucea en las profundidades psíquicas del nosotros/ellos presentes en cada Homo sapiens y que solo el bienestar, la igualdad y la educación pueden mantener bajo control, pues de lo contrario resurge la pulsión premoderna de la identidad de “fe, sangre, suelo”.

El programa de Gobierno es muy detallado, los defensores del statu quo lo tacharán de mera “lista de sueños”, demasiado ambicioso, demasiado radical. Muy al contrario, se trata de un preciso catálogo de todo lo que resulta absolutamente necesario hoy para poder hablar de reformismo. Si parece radical es solo porque en Europa nos hemos acostumbrado durante décadas a considerar que el reformismo no es lo opuesto al conservadurismo sino lo contrario a la revolución, y nada más.

El programa Sánchez-Iglesias, por el contrario, vuelve a vincularse con la tradición reformista, y a situar en el centro no la “empresa” en abstracto sino a los trabajadores, poniendo entre paréntesis de manera significativa la “reforma laboral”, es decir, las leyes contra los trabajadores de Rajoy, y anunciando al contrario un nuevo Estatuto de los trabajadores que represente una garantía para todo el variado mundo del trabajo posfordista que, privado de la gran fábrica como un lugar de agregación y organización, se encuentra cada vez más a menudo a merced de una indecente hiperexplotación, a la que la desregulación liberalista y la globalización han dado legitimidad hasta ahora.

También trata de dar una centralidad no declamatoria, sino concretamente operativa, de manera gradual pero partiendo de hoy mismo, a la urgencia ecológica, a la que en los foros internacionales muchos Gobiernos hacen zalamerías para no tomar después las medidas energéticas (¡radicales!) que la emergencia climática en el acto exige. E intenta revertir esa tendencia que ha visto crecer enormemente en el último medio siglo la brecha entre ricos y pobres a través de medidas como el aumento del salario mínimo (¿hasta 1.200 euros? Un sueño, en Italia), el incremento significativo de los impuestos para los ingresos más altos y las grandes empresas, la ampliación de las prestaciones del servicio de salud pública (con la introducción del dentista), el control del aumento de los alquileres, la extensión de la educación a la franja de cero a tres años y una vuelta de tuerca a las escuelas privadas, una fuente de desigualdad muy a menudo subestimada.

Por último, la derogación de la ley mordaza indica una voluntad de defensa de las libertades que alimenta esperanzas de que el aumento de las libertades civiles involucre también a otros sectores, incluido el tan acuciante como arduo, especialmente en países donde ha resultado sofocante el peso del poder católico, de las cuestiones bioéticas: el derecho de cada persona a decidir sobre nacimiento, vida sexual, muerte.

Sin embargo, es una esperanza frágil, como hemos subrayado. La mayoría que la sustenta se basa en una “nimiedad” en términos de votos. Un par de ausencias en el Parlamento la pondrían en peligro. O el chaqueteo de un par de parlamentarios, propiciado acaso por el poder de la máquina corruptora o intimidatoria del que siempre dispone el establishment económico y sus ramificaciones políticas.

Y aquí llega, inevitable, la primera enseñanza. Hace solo unos meses, en las elecciones de abril de 2019, la misma coalición de hoy habría tenido, y de hecho tenía, una mayor consistencia y, por lo tanto, menos fragilidad. Pero Sánchez optó en ese momento por el egoísmo de partido, el espejismo de ganar votos sustrayéndoselos a Podemos, en lugar de dar coherencia a la vocación reformista, con la que además había derrotado en el seno del PSOE a Susana Díaz, el alma del establishment, la Blair del partido.

La enseñanza es aquí doble. Errare humanum est, perseverare autem diabolicum, y, por lo tanto, cuando se comete un error, ha de tenerse el valor de admitirlo para remediarlo. Afortunadamente, Sánchez lo ha hecho (lo cual es raro entre los políticos) e Iglesias no se lo ha hecho pesar (tampoco este generoso realismo es habitual en la izquierda, por desgracia). Pero la enseñanza de fondo es que carece de sentido una izquierda que no actúe como tal, que compita con la derecha en su terreno, que considere la “moderación”, es decir, someterse al estado de cosas vigente para administrarlo, como la más alta virtud de reformismo.

Debería ser obvio, lo es incluso etimológicamente, que reformismo significa re-formar, dar una forma nueva a las relaciones de poder político, económico y cultural. Inyectar dosis masivas de igualdad (MASIVAS), allá donde los automatismos del mercado impulsan el crecimiento del privilegio y la hybris de la explotación. Para una política democrática, redistribuir la riqueza es tan importante como producirla, a menudo incluso más importante.

Al fin y al cabo, solo una política de justicia y libertad, fuertemente social en lo económico y fuertemente liberal (por lo tanto, estrictamente laica) en términos de derechos civiles individuales, podrá evitar que la cuestión nacional, principalmente la de Cataluña, se imponga como el problema dominante y, de hecho, único, para celebrar elecciones/plebiscitos que oscurezcan los problemas sociales, como esperan los reaccionarios y los privilegiados.

La cuestión catalana merece obviamente un análisis por separado. Aquí, sin embargo, es de rigor subrayar al menos la lucidez y el coraje político (y también personal) de Oriol Junqueras, que ha conducido a Esquerra Republicana por una ruta de colisión con los conservadores independentistas de Puigdemont con tal de evitar el fantasma del regreso de las derechas al poder.

La permanencia en prisión de Junqueras y de todos los demás condenados sigue siendo una vergüenza y un obstáculo, y es de esperar que un Gobierno capaz de acrecentar rápidamente los consensos mediante su política social y de defensa de las libertades sepa encontrar las herramientas legales para ponerle fin. De lo contrario, la fragilidad podría derivar en desplome".



El filósofo Paolo Flores D'Arcais


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