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sábado, 27 de abril de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿Seguro qué no pasarán?





¿Seguro que no pasarán?... Me espanta observar cómo el estilo agresivo, faltón, arrogante, despreciativo es el que hoy se celebra, comenta la escritora Elvira Lindo. Cuando se enfrentaron Trump y Clinton en la campaña de 2106, comienza diciendo, hubo un célebre debate en el que se traspasó la peligrosa barrera de la grosería. Trump zascandileaba a espaldas de Hillary cuando ésta tomaba la palabra; en uno de estos paseos payasescos, más propios de su reality show que de un debate político, Trump exclamó, “¡qué señora tan desagradable!”. Disgusting, el adjetivo que empleó, tiene un recorrido amplio, entre aborrecible y repulsiva. Una vez que los resultados de las elecciones mostraron que no sólo no se castigó su zafiedad sino que resultó premiado, deberíamos estar avisados de que de un ambiente descalificatorio y bronco no se sale fácilmente. Dejarse caer por la rampa de la vulgaridad puede resultar tentador, incluso estimulante, pero tiene consecuencias negras para la convivencia de los ciudadanos que luego esperas gobernar. Dice la Unión Europea que teme por la futura estabilidad de España tras unos resultados demasiado ajustados entre los bloques. ¿Somos los españoles ingobernables? No lo creo, dadas las barbaridades que sueltan por su boca los políticos en campaña, yo diría que la mayoría contemplamos la jugada con una deportividad pasmosa, y que los que están absolutamente desmadrados y con ansias de destrozarse son ellos.

Aunque aliviados los votantes por la providencial Semana Santa, que entrega a unos a la fe procesionaria y a otros al sagrado solaz, el móvil nos sigue soltando balas, más que perlas, de lo que por esos mítines de Dios se va gritando. La pregunta que nos asalta a algunos observando el nivel es si, de vuelta a casa, vamos a reunir suficiente ánimo como para enfrentar los debates u optaremos por seguir viviendo en este casi limbo informativo vacacional.

Se viene acusando a la izquierda de hacer uso del pasado a beneficio del presente, con ese poquito de burla que a veces se dedica al dolor de los que no pudieron enterrar a sus muertos. Por eso sorprende que habiendo sostenido con firmeza que Franco y su dictadura deberían desaparecer del debate político, se haga uso con inusitada frecuencia de un lenguaje guerracivilesco. Casado, por ejemplo, que cuando considera que se ha topado con un hallazgo verbal lo repite como sorprendido de su propio ingenio, suele nombrar al “Frente Popular” para referirse al posible Gobierno de coalición liderado por Sánchez. Sin decirlo a las claras, responsabiliza al histórico Frente Popular de liarla parda y advierte del parecido entre una situación y otra. Es desasosegante. De igual manera, al presidente de su partido en Cataluña, Alejandro Fernández, no le tembló la voz cuando aludió al mítico “No pasarán” que animaba al pueblo de Madrid en su defensa de la ciudad sitiada por las tropas de Franco. Mitineaba Fernández recordando aquellos tiempos: “Empezaron a cantar ‘No pasarán’. Y vaya si pasamos. Y volveremos a pasar: esa es la libertad”. Yo me pregunto, ¿fue consciente de lo que decía o se trató de un acto fallido? Porque resulta ilógico andar quejándose del abuso de las palabras fascista o franquista, ciertamente abaratadas en el combate político, y luego recurrir sin pudor a una victoria franquista, glosada por Celia Gámez tras la guerra, para describir un posible futuro triunfo en unas elecciones democráticas: “Ya hemos pasao, decimos los facciosos/ ya hemos pasao, gritamos los rebeldes”. No estaría de más recurrir a ejemplos más democráticos.

Me espanta observar cómo el estilo agresivo, antipático, faltón, arrogante, despreciativo es el que hoy se celebra. ¿Cuánto tiempo hace falta para que esas maneras burlescas y revanchistas se nos contagien? ¿O estamos ya en ello?



El presidente del PP de Cataluña, Alejandro Fernández



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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viernes, 12 de abril de 2019

[EUROPA. ELECCIONES 2019] Derrotar a los populismos





Entre los próximos 23 y 26 de mayo estamos llamados los ciudadanos europeos a elegir a nuestros representantes en el Parlamento de la Unión. Me parece un momento propicio para abrir una nueva sección del blog en la que se escuchen las opiniones diversas y plurales de quienes conformamos esa realidad llamada Europa, subiendo al mismo aquellos artículos de opinión que aborden, desde ópticas a veces enfrentadas, las grandes cuestiones de nuestro continente. También, desde este enlace, pueden acceder a la página electrónica del Parlamento europeo con la información actualizada diariamente del proceso electoral en curso.

El espectáculo de un país que se ha sumido en la pesadilla del adiós a la UE sin un atisbo de estrategia debería ser un argumento extraordinario para los europeístas, escribe la periodista italiana Tonia Mastrobuoni, corresponsal en Berlín del diario La Reppublica. 

Con la perspectiva adecuada, comienza diciendo Mastrobuoni, el Brexit podría ser un formidable instrumento de campaña electoral contra los soberanismos. Si dejamos de lado por un instante el trágico caso del primer divorcio en la historia de la Unión Europea, incluso podría convertirse en un argumento para el resurgimiento del continente.

Hace unos días, el viceministro de Asuntos Exteriores de Alemania, Michael Roth, sintetizó a la perfección el teatro del absurdo que estamos viviendo actualmente, al señalar con el dedo “el espectáculo de mierda” que ofrecen los políticos “nacidos con una cuchara de plata en la boca, que fueron a las mejores escuelas y universidades”, y que “difícilmente” sufrirán las consecuencias del referéndum más demencial de la historia. Cada día, el Reino Unido nos ofrece momentos que parecen robados al inolvidable Otter de Desmadre a la americana: “Creo que esta situación requiere que alguien haga un gesto verdaderamente inútil y estúpido. Se trata solo de decidir cuál”.

En esta circunstancia, Europa está dando la única imagen adulta, como les gusta decir a los propios ingleses. Ha mostrado una férrea unidad al rechazar todos los intentos de Theresa May de abrir una brecha en las capitales más comprensivas, como Berlín, para poder arrancar mejores concesiones. Y el espectáculo de un país que se ha sumido en la pesadilla del adiós a la UE sin un atisbo de estrategia debería ser un argumento extraordinario para los europeístas a la hora de explicar que los atajos de los populistas no llevan a ninguna parte.

En Italia son incontables los representantes de la Liga y del Movimiento Cinco Estrellas que jaleaban, enfervorizados, la idea del Brexit y hoy callan avergonzados. ¿Por qué no recordárselo una y otra vez, mientras el glorioso Reino Unido se postula para ser, en la peor de las hipótesis, una cosa intermedia entre un gigantesco fondo de cobertura y una isla Caimán en mitad del Atlántico?

Otro elemento fundamental para los europeístas es que no se ha producido el apocalipsis de refugiados temido por los flautistas del soberanismo en los últimos años. Nadie puede seguir usando el argumento de las “olas de inmigrantes” a punto de invadir Europa sin sonar patético. Hasta tal punto que, en Alemania, la AfD, un partido que engordó sus filas y derivó hacia posiciones de extrema derecha gracias a la famosa política de “puertas abiertas” de Angela Merkel, hoy está perdiendo votos, calladamente pero sin cesar. En algunos Länder cruciales del este del país, en los que se vota entre septiembre y octubre, ha perdido entre dos y cinco puntos respecto a hace seis meses, mientras que el partido más europeísta de Alemania, Los Verdes, está obteniendo cada vez más apoyos en todas partes.

Por otra parte, la idea de que Matteo Salvini, la AfD y los demás partidos de la derecha populista puedan coaligarse tras las elecciones resulta difícil de creer. ¿Con qué fin? En una entrevista concedida a La Repubblica, Alice Weidel ha dicho que la Liga es “esclava” del Movimiento Cinco Estrellas y ha lamentado que Italia se encuentre “en una situación desoladora” por culpa de la fragilidad de los bancos y la magnitud de la deuda. Sobre los inmigrantes, cualquier intento por parte de Italia de encontrar una orilla en sus primos soberanistas ha topado con puertas cerradas a cal y canto. Y la relación entre populistas y popularidad en un tema tan importante como la austeridad es inversamente proporcional según estemos hablando de Alemania o Italia, Holanda o Grecia, Dinamarca o España. En resumen, dependiendo de que sea el norte o el sur.

La AfD, por ejemplo, suele arremeter contra Italia y sus cuentas que no encajan para ganar votos. En el sentido contrario, a la Liga le va bien cuando critica la austeridad alemana impuesta a Italia. También de estas incongruencias deben hablar los europeístas en la próxima campaña electoral, para demostrar que los populistas viven solo como pars destruens. Y que no tienen ni idea de qué proponer a cambio de todo lo que destruyen de forma sistemática.







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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domingo, 3 de marzo de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Nosotros somos los patriotas



Dibujo de Enrique Flores


Cataluña es mestiza y reivindicamos también la España mestiza; estamos hartos de exaltaciones como las de la plaza de Colón. No queremos más redentores ni destructores de la patria o “salteadores de la nación”, escribe el profesor español Víctor Lapuente, catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo, Suecia.

Los que no acudimos a la concentración de Colón queremos manifestarnos. Hablo en mi nombre, pero creo que comparto la opinión de cientos de miles de catalanes, y de otros muchos españoles, que no nos sentimos identificados ni con la deriva soberanista ni con el nacionalismo de golpes en el pecho que vimos el domingo en Madrid. Se nos acusa de permanecer silenciosos, pero nos sentimos silenciados. Si vives en Sevilla, Burgos o la Huesca de mi infancia, sacar la rojigualda al balcón no tiene costes. Si eres un empresario de Vic, un funcionario de Barcelona o un empleado de Tarragona, te juegas el negocio, las posibilidades de promoción o la estima de tus colegas y amigos. Unas perspectivas de vida amenazadas por la posibilidad, pequeña y lejana en el tiempo, de secesión de Cataluña, y por la probabilidad, grande y cercana, de conflicto social en esta hermosa tierra.

Nuestra voz no está representada por ningún partido político. Y está manipulada por casi todos. No, no somos equidistantes entre los dos nacionalismos. Somos españoles, porque lo dicen el DNI y todos los ordenamientos jurídicos, nacionales e internacionales, habidos y por haber. Y nos sentimos españoles, porque compartimos lazos afectivos y de sangre con el resto de españoles. Y no es porque los apellidos más frecuentes en Cataluña sean todos de origen español —a diferencia de lo que ocurre en Noruega, cuya independencia de Suecia es un ejemplo para los independentistas catalanes, y donde los apellidos eran y son… noruegos—, sino porque compartimos la misma cotidianidad y maneras de vivir. Nos compungimos con las mismas tragedias, como el accidente de Utrera, y nos elevamos con las mismas heroicidades, como tener el sistema de donación de órganos más alabado del mundo. O el gol de Iniesta, que culés y periquitos celebramos con idéntica pasión.

También en Cataluña vemos Dónde estabas..., el programa de La Sexta. No vemos Où étiez-vous... en la televisión francesa o Where were you... en la inglesa. Nuestro marco de referencia es España. Cada jueves noche, españoles de dentro y fuera de Cataluña compartimos la melancolía de los veranos en los que bailábamos las mismas canciones, el orgullo de los avances en el reconocimiento de las minorías sexuales o la vergüenza por el tratamiento mediático del crimen de Alcàsser. Y recordamos, con estupefacción, cómo, desde la llegada de la democracia, hemos pasado de la retaguardia a la vanguardia del mundo avanzado en casi cualquier indicador de calidad de vida.

Pero también nos sentimos catalanes. De una Cataluña que es parte de España. Una parte mestiza, no pura. Los catalanes queremos que niños y niñas aprendan catalán, la historia de España y la propia de Cataluña, que conozcan las canciones de Serrat, pero también las de Llach. Muchos vivimos en Barcelona, una de las urbes más cosmopolitas, y uno de los destinos turísticos más deseados, del planeta. Pero disfrutamos también de la Cataluña rural, ascendemos sus montañas mágicas y honramos sus tradiciones, de los castellers al derecho matrimonial catalán, nos casemos en Montserrat o en un juzgado de El Prat. Cataluña es mestiza. Y, defendiendo ese mestizaje, reivindicamos también la España mestiza.

No somos equidistantes. Somos patriotas. Y ser patriota no es una aséptica adhesión a la Constitución, sino una emoción. Pero una emoción que busca la unión, no la confrontación. Y, en estos momentos, en el debate público español tenemos demasiados salvadores de la patria y pocos patriotas. Si algo aprendimos en el siglo XX es que los salvadores de la patria son quienes destruyen las patrias. No queremos más redentores ni tampoco destructores de la patria o “salteadores de la nación”, como llamó Alfonso Guerra a los independentistas. Estamos empachados de ambos.

Estamos hartos de que los independentistas hayan utilizado el procés para poner bajo la alfombra los problemas reales de los catalanes, de una sanidad pública que exige reformas inaplazables a una política de movilidad urbana que, de momento, ha dejado la ciudad organizadora del Mobile World Congress sin Uber ni Cabify. Un ejemplo palmario de negligencia es la escasa discusión sobre el modelo educativo, más allá, claro está, de los aspavientos de unos y otros sobre el “adoctrinamiento” o la “nostra llengua”.

En estos momentos se está produciendo un debate académico interesante sobre los efectos de la inmersión lingüística sobre lo que de verdad importa a los padres y madres catalanas: ¿cuánto aprenden sus hijos? Y lo que debería importar a políticos y analistas: ¿tenemos un sistema educativo que garantiza la igualdad de oportunidades de todos los niños, o beneficia a quienes tienen más recursos o hablan un determinado idioma en casa? Empieza a haber estudios empíricos, unos mostrando los efectos negativos, y otros los positivos, de la inmersión lingüística. Son estos datos, y la necesidad de elaborar más, y más rigurosos, estudios, lo que debería hacer pivotar la discusión política.

Y estamos hartos de exaltaciones nacionalistas como las de la plaza de Colón. Quienes, en Girona, Barcelona, Lleida o Tarragona, padecemos el desgobierno en Cataluña, quienes somos acusados de traidores y botiflers, quienes vivimos en una burbuja donde tienes que vigilar tus palabras en cada conversación, trivial o profesional, quienes sufrimos en nuestras carnes lo que otros observan desde fuera con la comodidad de los espectadores de un evento deportivo (y la irresponsabilidad de los hooligans), sabemos que manifestaciones como la del domingo, que inevitablemente desatan las pasiones más rancias, son el mejor combustible para el independentismo.

La evidencia está ahí. Cuando el PP recogía firmas contra el Estatut hubo desaprensivos que, a preguntas de periodistas, contestaban algo del tipo “estoy aquí para firmar contra los catalanes”. Y estas expresiones fueron, y siguen siendo, instrumentalizadas por los independentistas: “¿Veis? No nos quieren en España. Tenemos que irnos”. La base del argumentario independentista reposa, en el fondo, sobre la premisa de que los españoles son catalanófobos.

La intención de quienes convocaron la manifestación, y de muchos de los que, con buen espíritu, acudieron a la llamada, no era desatar la catalanofobia. Pero en política no cuentan las intenciones, sino los resultados, que serán los mismos que los de la infausta recogida de firmas contra el Estatut: azuzar el fuego independentista.

Espero que cuando en 2039 veamos ¿Dónde estabas en 2019? nos avergoncemos de la locura nacionalista de unos y otros. Los patriotas debemos rebelarnos.




El profesor Víctor Lapuente Giné



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domingo, 17 de febrero de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Adolescentes de Estado



Fotografía de Carlos Rosillo


Casado, Rivera, Valls han hecho lo contrario de lo que deberían, escribe en El País el profesor Víctor Lapuente, doctor en Ciencias Politicas por la Universidad de Oxford y profesor e investigador en el Instituto de Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo, en Suecia.

Cuenta la leyenda, comienza diciendo el profesor Lapuente,  que cuando Fujimori engañaba con falsas promesas a los peruanos en la campaña electoral que lo catapultó a la presidencia, sus asesores le reprocharon que se comportara como un político oportunista y no como un hombre de Estado. Y Fujimori contestó que, para ser un hombre de Estado, antes tenía que ser un político.

Quizás eso explique el comportamiento adolescente de los políticos que asistieron a la manifestación del domingo en Madrid. Casado, Rivera, Valls, aspirantes todos a hombres de Estado, de autonomía o de ciudad global, han hecho lo contrario de lo que deberían. Una persona de Estado combina serenidad con firmeza. Como Felipe González, quien criticó rotundamente la propuesta de un relator o mediador en el conflicto catalán. En una democracia, los inventos institucionales no surgen de la chistera, sino de los cauces legales apropiados y, aunque la figura del relator discutida ahora no tuviera un valor práctico relevante, sí tendría un significado jurídico y político en el ámbito internacional que a nadie se le escapa. Y, desde la tranquilidad, González le dio un tirón de orejas a Sánchez, como también hizo con la gestión de la crisis venezolana, pidiendo un reconocimiento inmediato del presidente encargado Guaidó.

Porque una persona con sentido de Estado se enfrenta a los suyos cuando toca. Es lo que distingue a González de Aznar. El día que Aznar presione a su partido para que se acerque al PSOE en algunas materias, alcanzará la categoría de hombre de Estado. De momento, hace lo opuesto, alejando al PP de los perniciosos socialistas en todo lo que puede.

Una persona con sentido de Estado modera a los radicales. Casado intenta radicalizar a los moderados, como a Núñez Feijóo o Juanma Moreno, que no mostraban un gran interés inicial por acudir a la manifestación. Porque ellos quieren gobernar Galicia y Andalucía, no descabalgar a un Gobierno con gritos y aspavientos.

No es un problema exclusivo de España. En toda Europa, las fuerzas políticas de centro, que solían buscar el consenso, están crecientemente en manos de adolescentes de Estado que, en sus ansias por llegar al poder, se queman jugando con fuego. Porque cada vez que liberales y conservadores europeos recurren a la política de banderas, son devorados por los populistas. Parece que no lo entienden. Claro, es que son adolescentes.



El expresidente del Gobierno, Felipe González



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miércoles, 6 de febrero de 2019

[A VUELAPLUMA] El ritual de los buenos propósitos





En un buen número de países dominan los simuladores de lo popular que se presentan como políticos de un nuevo comienzo que, en realidad, quieren un retroceso a una situación de orden autoritario, escribe la periodista, escritora y filósofa alemana Carolin Emcke. 

Los buenos propósitos forman parte del ritual del Año Nuevo. Queremos mejorar alguna práctica licenciosa o alguna costumbre acomodada. Tomamos la determinación de dejar esto o hacer aquello. La mayoría de las veces, en la decisión ya tenemos en cuenta que no tardaremos en fracasar. Con ello, la idea del comienzo pierde vigor y queda reducida a una minucia privada y secreta sobre la que merece la pena preguntarse cuál es el significado profundo, cuál es la gracia inherente a la posibilidad de comenzar.

“Dado que todo ser humano, por el hecho de nacer, es un initium, un comienzo, un recién llegado, los seres humanos son capaces de emprender iniciativas”, señala la filósofa Hannah Arendt en La condición humana, a lo que añade la posibilidad de “convertirse en iniciadores y poner en marcha algo nuevo”. En este sentido, el comienzo no pertenece solamente a las fechas especiales o a los cambios de ciclo como el final del año, sino que puede manifestarse en cualquier actividad humana, en cualquier ocupación que se sustraiga al cálculo y a la previsibilidad. Sin embargo, emprender una iniciativa, empezar algo, significa también, como señala Arendt, “convertirse en principiante”. Quien empieza algo nuevo no puede confiarse a sí mismo, a su experiencia o a su situación anterior. Las personas que tienen que recuperarse de una enfermedad o de una pérdida, que cambian de trabajo o se han vuelto a enamorar, lo saben. Quien empieza de nuevo se adentra en lo desconocido e inestable, y no le queda otro remedio que pensar y actuar sin apoyos, lo cual asusta tanto como inspira.

Pero la posibilidad de poner rumbo hacia lo nuevo nos enfrenta también con la experiencia social y política del abandono de lo viejo. La capacidad de poner en marcha un proyecto, de iniciarlo, puede ser igualmente un acto colectivo. Aunque a menudo lo olvidemos, las festividades religiosas nos traen el recuerdo de antiguas tradiciones repletas de historias en las que el comienzo no solo se anuncia, sino que se lleva o se hace posible a un individuo o una comunidad. Frente a la idea de la optimización permanente de uno mismo, característica del espíritu de nuestra época, cuyo principal sentido es la adaptación forzosa a la competitividad, las antiguas historias nos remiten a la idea del comienzo disidente; nos hablan de la huida colectiva de la falta de libertad o de la búsqueda común de otro lugar, de otra forma de vida; relatan el valor de la multitud para resistir o la reflexión autocrítica del individuo.

Quizá la razón de que esas viejas historias sigan conmoviéndonos sea que alimentan permanentemente la esperanza de podernos liberar de lo que nos ha lastrado o limitado; de aquello que nos hace que seamos más pequeños, más pobres o más cobardes de lo que podríamos ser. Tal vez conserven también esa fuerza intacta porque nos dicen cómo dejar algo atrás, lo que un día fuimos o lo que nos ha deformado; cómo evitar vernos obligados a ser prisioneros de nuestra historia o nuestros orígenes; cómo ser capaces de rebelarnos contra una vida alienada, contra la privación de derechos. En eso reside la milagrosa promesa de estas historias de comienzo. Vivir con el mismo gozo que tantos personajes de ficción en la literatura, el teatro o el cine cuando se aventuran en lo abierto, aún incierto, y nos muestran la alternativa del valor o la libertad para ser.

Últimamente, en un buen número de países de todo el mundo dominan los personajes o los movimientos políticos que quieren limitar y reprimir esa posibilidad de comenzar. Ya sea Donald Trump en Estados Unidos o Jair Bolsonaro en Brasil, los simuladores de lo popular se presentan como políticos del nuevo comienzo. Sin embargo, el contenido de sus programas pone en evidencia lo contrario. Lo que quieren es restringir la diversidad social, que es justamente la manifestación de la posibilidad de toda persona, sea hombre o mujer, de desarrollarse sin cortapisas. No quieren saltos hacia mundos más libres, sino un retroceso ficticio a una situación de orden autoritario regido por la promesa no de igualdad, sino de jerarquización. Por eso escenifican su política de la regresión como si la demolición de los derechos humanos y civiles o la negación de la diversidad de la propia sociedad fuesen beneficiosas. Se declaran reformadores, y lo único que quieren decir es que van a ablandar las leyes y disposiciones que protegen a las minorías y los espacios de libertad. La brutalidad del lenguaje, la barbarie sin complejos con que Trump se refiere a los emigrantes de México, o Bolsonaro a los homosexuales, o ambos a las mujeres, son síntoma de una ideología inhumana cuyo objetivo es la represión.

En consecuencia, si queremos hacernos un propósito para el nuevo año, que sea el de volver a fortalecer la verdadera idea del comienzo en nuestras democracias; el de confiar en nuestra capacidad de alumbrar otras formas de convivencia más abiertas, y no más restrictivas; más libres, y no más jerárquicas; más democráticas, y no más autoritarias. Porque en eso consiste una democracia abierta y plural: en proteger los espacios y los derechos que permiten a las personas desarrollarse; en no rezagarlas o coartarlas por su origen o sus creencias; en permitirles que cambien, que sueñen con la felicidad individual o colectiva, y que esa felicidad pueda ser diferente de la de sus padres o sus vecinos.

Que las comunidades indígenas hayan sido marginadas y expoliadas durante siglos no significa que haya que seguir haciéndolo; que, históricamente, las mujeres hayan sido tratadas con condescendencia y reducidas a la condición de objeto, que su palabra valiese menos ante los tribunales, no es razón para perpetuar la tradición de violencia contra ellas. De la duración de una injusticia no se puede deducir su legitimidad. Que algo haya sido siempre así no significa que sea bueno.

Esta es la promesa del comienzo: la posibilidad de revisar nuestra herencia social o cultural; de seguir utilizando y transmitiendo lo bueno y de interrumpir y cambiar lo que nos ha perjudicado o limitado. Porque la democracia consiste en experimentar como sociedad; en preguntarnos si nuestras prácticas y nuestras costumbres son lo bastante buenas, si nos hacen más libres, si son justas, o si solo algunas son ventajosas, y otras, no. Una democracia es un orden dinámico porque aplica procedimientos que nos permiten aprender como individuos, pero también como sociedad. Es nuestra obligación no solo defender esta concepción del comienzo, sino ampliarla y profundizarla.



Dibujo de Eulogia Merle


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jueves, 6 de diciembre de 2018

[EUROPA] ¿Quo vadis, Europa?



El rapto de Europa (1908), de Felix Valloton (Kunstmseum, Berna)


Jürgen Habermas es considerado unánimemente el filósofo vivo más influyente de Europa. En un reciente artículo, el gran filósofo europeo diseccionaba la deriva peligrosa que está tomando el proceso de integración de la UE. El texto, que reproduzco, es una versión resumida de su discurso en la reunión sobre Nuevas perspectivas para Europa celebrada en el Colegio de Humanidades de la Universidad Goethe de Fráncfort, en Bad Homburg, el 21 de septiembre de 2018.

Me han pedido que hable de nuevas perspectivas sobre Europa, comienza diciendo Habermas, pero no consigo pensar en ninguna, y la descomposición de estilo trumpiano que está afectando incluso al corazón de Europa me obliga a poner en tela de juicio las que tenía. Desde luego, la sociedad ha tomado conciencia de los riesgos que implican los grandes cambios en la situación mundial, que han alterado las perspectivas sobre Europa y han obligado a prestar más atención a un contexto mundial en el que, hasta ahora, los países europeos se sentían casi incuestionablemente a gusto. En todos los países de Europa está generalizándose la idea de que los nuevos retos afectan a todos de la misma forma y, por tanto, la mejor manera de superarlos es juntos. Esta conclusión, sin duda, impulsa el vago deseo de contar con una Europa políticamente eficaz.

Por eso, hoy, las élites políticas liberales proclaman con más fuerza que hay que progresar en materia de cooperación europea en tres ámbitos: en el apartado de la política exterior y de defensa, exigen un refuerzo militar que permita a Europa “salir del paraguas de Estados Unidos”; bajo el lema de una política europea común de asilo, exigen una firme protección de las fronteras exteriores de Europa y el establecimiento de unos turbios centros de recepción en el norte de África; bajo el eslogan del “libre comercio”, quieren defender una política comercial europea común tanto en las negociaciones del Brexit como en las negociaciones con Trump. No sabemos aún si la Comisión Europea, responsable de dichas negociaciones, tendrá éxito, ni si, en caso de que no lo logre, los intereses comunes de los Gobiernos de la UE se vendrán abajo. Pero este es el lado prometedor de la ecuación. El otro es que el egoísmo de la nación-Estado sigue vivo, e incluso más consolidado, gracias a las engañosas reflexiones de la nueva internacional populista de extrema derecha.

Los avances de las conversaciones sobre una política común de defensa y una política de asilo, que una y otra vez se desmoronan al hablar de repartos, demuestran que los Gobiernos dan prioridad a sus intereses nacionales inmediatos, sobre todo cuantos más problemas tienen con la resaca del populismo de derechas en sus respectivos países. En algunos, ni siquiera importan ya las contradicciones entre las huecas declaraciones europeístas y un comportamiento miope y egoísta. En Hungría, Polonia y la República Checa, y ahora en Italia, y muy pronto en Austria, seguramente, esa vieja tensión se ha evaporado, sustituida por el nacionalismo abiertamente eurófobo. Esta situación suscita dos preguntas. ¿Cómo es posible que, en el último decenio, la contradicción entre la vieja palabrería proeuropea y la obstrucción de la cooperación necesaria haya llegado a este extremo? ¿Y cómo se mantiene todavía la eurozona, a pesar de que, en todos los países, está en aumento la oposición populista de derechas a “Bruselas” y, en el corazón de Europa, en uno de los seis países fundadores de la Comunidad Económica Europea, incluso gobierna una alianza de populistas de izquierdas y de derechas con un programa antieuropeo común?

En Alemania, desde septiembre de 2015, la cuestión de la inmigración y la política de asilo domina los medios y preocupa a la población en detrimento de todo lo demás. Esa obsesión permite tal vez dar una respuesta rápida a la pregunta sobre la causa fundamental de la creciente ola de euroescepticismo, que, además, está corroborada por algunos datos en un país que aún es víctima de las divisiones psicopolíticas provocadas por una reunificación desigual. Ahora bien, si examinamos Europa en su conjunto, y especialmente la eurozona en su totalidad, el aumento de la inmigración no puede ser el factor principal que explique el ascenso del populismo de derechas. En otros países, el giro de la opinión pública se produjo mucho antes, tras la controvertida política para superar la crisis de la deuda soberana provocada por la crisis del sector bancario. En Alemania, como es sabido, el partido AfD nació por iniciativa de un grupo de economistas y empresarios en torno al profesor de Economía Bernd Lucke, gente que temía que la posible “unión de deudas” acabara siendo una trampa para uno de los principales países exportadores y que puso en marcha una amplia, polémica y eficaz campaña contra la amenaza de la sindicación de la deuda. Hace unas semanas, el décimo aniversario de la quiebra de Lehman Brothers sirvió para recordar los argumentos sobre las causas de la crisis —¿fue un fallo del mercado o del Gobierno?— y la política de la devaluación interna forzosa. En otros Estados miembros de la eurozona, este debate tuvo mucha repercusión en la opinión pública, pero aquí, en Alemania, tanto el Gobierno como los medios le quitaron importancia.

En el debate internacional entre los economistas, las voces más críticas contra las políticas de austeridad impulsadas por Schäuble y Merkel, que fueron sobre todo anglosajonas, tuvieron poco eco y escasa valoración en las páginas de economía de los principales medios alemanes, igual que tampoco las de política prestaron mucha atención a los costes sociales y humanos de esas políticas, y no solo en países como Grecia y Portugal. En algunas regiones europeas, la tasa de desempleo está todavía casi en el 20%, y la tasa de paro de los jóvenes es casi el doble. Si a los alemanes nos preocupa hoy la estabilidad democrática en nuestro país, debemos recordar también la suerte de los llamados “países rescatados”: es un escándalo que, en la casa sin terminar de la Unión Europea, una política tan draconiana, que tanto afectó a la red de bienestar social de otros países, careciera de la legitimidad más básica, al menos en comparación con nuestros criterios democráticos habituales. Y esa es una herida aún abierta en muchos pueblos de Europa. Dado que, en la UE, la opinión pública política se forma exclusivamente dentro de las fronteras nacionales y que esas opiniones de distintos Estados no están todavía a disposición unas de otras, durante estos 10 años se han consolidado relatos contradictorios sobre la crisis en los diferentes países de la eurozona. Esos relatos han envenenado gravemente el clima político, porque cada uno llama la atención sobre sus propios problemas nacionales e impide tener esa perspectiva común sin la que es imposible llegar a la mutua comprensión, ni mucho menos afrontar los peligros que nos amenazan a todos y tener la perspectiva de una política proactiva capaz de abordar los problemas comunes con una mentalidad de cooperación. En Alemania, este tipo de ensimismamiento se refleja a la hora de analizar los motivos para la falta de espíritu de cooperación en Europa. Me asombra el descaro del Gobierno alemán cuando cree que puede convencer a sus socios sobre las políticas que nos importan a nosotros —refugiados, defensa, política y comercio exterior— al tiempo que bloquea la cuestión fundamental de la culminación política de la Unión Económica y Monetaria (UEM).

Dentro de la UE, el círculo de los países pertenecientes a la unión monetaria tiene tal grado de interdependencia que ha cristalizado en un núcleo central, aunque solo sea por razones económicas. Por consiguiente, los países de la eurozona serían, si se me permite expresarlo así, los voluntarios naturales para marcar el ritmo en un proceso de mayor integración. Por otra parte, ese mismo grupo de países sufre un problema que amenaza con perjudicar todo el proyecto europeo: nosotros, en particular los que vivimos en una Alemania en pleno auge económico, estamos olvidándonos de que el euro se creó con la expectativa y la promesa política de que los niveles de vida de todos los Estados miembros se aproximarían, mientras que, en realidad, ha sucedido todo lo contrario. Nos olvidamos del verdadero motivo de que no exista un espíritu de cooperación que es hoy más urgente que nunca: el hecho de que ninguna unión monetaria puede sobrevivir a largo plazo si cada vez es mayor la diferencia entre las economías nacionales y, por tanto, entre los niveles de vida de los ciudadanos en los distintos Estados miembros. Aparte de que hoy, después de una modernización capitalista acelerada, también tenemos que hacer frente al malestar por las profundas transformaciones sociales, me parece que los sentimientos antieuropeos que propagan los movimientos populistas de izquierdas y de derechas no son un fenómeno derivado del nacionalismo xenófobo actual. Estos sentimientos euroescépticos tienen distintos orígenes, relacionados con el fracaso del propio proceso de integración europea, y nacieron ya antes de los recientes esfuerzos populistas de avivar las reacciones xenófobas como respuesta a la inmigración. En Italia, el euroescepticismo es el único eje que tienen en común el populismo de derechas y el de izquierdas, es decir, dos bandos ideológicos que están profundamente divididos en cuestiones de “identidad nacional”. Al margen del problema de la inmigración, el euroescepticismo puede apelar a la percepción de que la unión monetaria ha dejado de ser lo mejor para todos sus miembros. El sur de Europa contra el norte, y viceversa: los “perdedores” consideran que han recibido un trato injusto y los “ganadores” rechazan las exigencias de la otra parte.

En realidad, el rígido sistema normativo al que están sometidos los Estados miembros de la eurozona, sin que haya unas competencias compensatorias ni margen para abordar de forma conjunta y flexible los problemas, es una situación que beneficia a los miembros con economías más fuertes. Por consiguiente, lo verdaderamente importante, en mi opinión, no es una vaga postura “a favor” o “en contra” de Europa. Por detrás de esta burda polarización sin matices, a los supuestos amigos de Europa hay que seguir planteándoles un interrogante tácito del que nadie se ha ocupado hasta ahora, pese a que es la verdadera línea divisoria: si, con una unión monetaria que funciona en condiciones mejorables, debemos limitarnos a “blindarla” contra el peligro de más especulación o si debemos aferrarnos a la promesa incumplida de desarrollar la convergencia económica en la eurozona y, por tanto, convertir la unión monetaria en una unión política europea proactiva y eficaz. Esta fue la promesa política ligada a la creación de la UEM. La propuesta de reformas de Emmanuel Macron da el mismo valor a ambos objetivos: por un lado, salvaguardar cada vez más el euro con ayuda de las conocidas propuestas de crear una unión bancaria, el régimen de insolvencia correspondiente, un fondo común de garantía de depósitos para los ahorros y un Fondo Monetario Europeo controlado democráticamente en el ámbito de la UE. Es sabido que, pese a sus declaraciones poco concretas, el Gobierno alemán ha impedido que se dieran más pasos en esta dirección y se ha resistido a todas estas medidas. Pero Macron también propone la creación de un presupuesto para la eurozona, que iría acompañado de competencias de acción política —a las órdenes de un “ministro europeo de Finanzas”—, controladas democráticamente. Para la UE podría suponer la recuperación de poder político y respaldo popular, al instaurar unas competencias y un presupuesto que le permitirían llevar a cabo programas con legitimidad democrática que impedirían un mayor alejamiento económico y social entre los Estados.

Curiosamente, esta alternativa fundamental entre el objetivo de estabilizar la moneda única y llevar a cabo una serie de políticas para contener y reducir los desequilibrios económicos no se ha sometido todavía a un debate político de gran dimensión. No hay una izquierda europeísta que defienda la construcción de una unión del euro capaz de actuar a escala mundial y se plantee objetivos de largo alcance como acabar con la evasión fiscal e imponer una regulación más estricta de los mercados financieros. Si lo hicieran, los socialdemócratas podrían, para empezar, apartarse de los enrevesados objetivos liberales y neoliberales del “centro”. La decadencia de los partidos socialdemócratas se debe a su indefinición. Nadie sabe ya para qué son necesarios. Porque los socialdemócratas ya no se atreven a emprender el control sistemático del capitalismo justo en el nivel en el que los mercados se desmandan. Y no es que me preocupe especialmente la suerte de una familia política concreta, aunque no debemos olvidar jamás que la evolución de la democracia, en Alemania, está más vinculada históricamente al SPD que a ningún otro partido. Lo que me preocupa, más en general, es el fenómeno no explicado de que los partidos políticos establecidos en Europa no quieran o no sepan construir programas en los que queden inequívocamente diferenciadas unas posiciones y opciones que son cruciales para el futuro del continente. Las próximas elecciones europeas van a ser un experimento en este sentido.

Por un lado, Macron, cuyo movimiento no está todavía representado en el Parlamento Europeo (PE), está tratando de romper los grupos políticos actuales para construir una facción proeuropea reconocible. Por el contrario, todos los grupos que sí están representados en el PE, con la clara excepción de la extrema derecha antieuropea, están plagados de divisiones internas, incluso más allá de las diferenciaciones necesarias. No todos los grupos se permiten unos equilibrios y malabarismos como los del Partido Popular Europeo, que sigue permitiendo la afiliación del primer ministro húngaro, Viktor Orbán. La actitud y la conducta de Manfred Weber, miembro de la CSU y aspirante a la presidencia de la Comisión, desprenden una ambigüedad muy típica. Pero los grupos liberal, socialista y de la izquierda tienen divisiones similares. Los Verdes quizá tienen una postura más o menos clara de tibio compromiso con Europa. En resumen, incluso dentro del PE, que, en teoría, debe crear mayorías en defensa de los intereses de la sociedad por encima de las fronteras nacionales, el proyecto europeo ha perdido toda su intensidad.

En definitiva, si me preguntan, no como ciudadano sino como observador académico, cuál es mi valoración general, reconozco que no veo muchas señales que permitan ser optimistas. Por supuesto, los intereses económicos son tan evidentes y tan poderosos —a pesar del Brexit— que parece poco probable que la eurozona se venga abajo. Y ahí está implícita la respuesta a mi segunda pregunta: por qué se mantiene la eurozona. Incluso para los defensores de un euro del norte, los peligros que entrañaría la separación del sur son incalculables. Y en cuanto a la posibilidad de separación de un Estado del sur, acabamos de ver el caso del Gobierno italiano actual, que, pese a sus ruidosas e inequívocas declaraciones durante la campaña electoral, se ha apresurado a ceder, porque una de las consecuencias visibles de marcharse sería encontrarse con una deuda insostenible. Claro que eso tampoco es muy alentador. Asumámoslo: si persiste la aparente relación entre el distanciamiento económico de los miembros de la eurozona y el fortalecimiento del populismo de extrema derecha, nos encontraremos en una trampa que podrá erosionar todavía más las condiciones sociales y culturales necesarias para la existencia de una democracia vital y segura. Esta no es más que una hipótesis pesimista, desde luego. Pero la experiencia y el sentido común nos dicen que el proceso de integración europea está en una deriva peligrosa. El punto en el que no hay vuelta atrás no se ve hasta que es demasiado tarde.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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jueves, 8 de noviembre de 2018

[TEORÍA POLÍTICA] La cuarta vía de la socialdemocracia



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Subo de nuevo al blog un interesante artículo del profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, dedicado al estudio de la crisis de la socialdemocracia europea. Una crisis, como dice bien Maldonado, en la que la socialdemocracia tradicional sólo puede elegir entre sostenerse en el vacío o dirigirse a un nuevo electorado. Pero también crisis profunda de la democracia, tanto, que ha llegado a convertirse en el tema político de nuestro tiempo por antonomasia. Fue publicado el pasado mes de septiembre en Revista de Libros.

Uno de los mejores momentos de esa irregular serie televisiva que es, o fue, Borgen, comienza diciendo Arias Maldonado, se produce en aquel episodio de no recuerdo exactamente qué temporada en el que una conspiración del sector renovador del Partido Socialdemócrata noruego consigue forzar la salida de un líder proveniente de la vieja escuela obrera. En conversación con la presidenta tras haber sido apuñalado por la espalda, el ya exlíder se muestra orgulloso de su pasado como trabajador portuario y de haber accedido a la cúpula del partido por la vía sindical. Pero eso, viene a decir, de poco sirve en una sociedad en la que ya no hay obreros; o no los hay en el sentido tradicional. La charla sugiere la idea de que estamos ante el último obrero y que, por tanto, la socialdemocracia tradicional sólo puede elegir entre sostenerse en el vacío o dirigirse a un nuevo electorado. O eso creíamos, hasta que empezamos a hablar del trasvase del voto de lo que antaño se llamaba «clase trabajadora» hacia el populismo autoritario y la ultraderecha. Y la crisis de la democracia, de la que llevábamos un tiempo hablando, se hizo más profunda, hasta convertirse en uno de los temas políticos de nuestro tiempo.

En el prestigioso diario suizo Neue Zürcher Zeitung, el analista político austríaco Robert Misik publicó el pasado sábado un artículo que servía de companion al artículo de portada, dedicado al débil liderazgo de Andrea Nahles en el SPD alemán. Para Misik, que subraya las excepciones que representan António Costa en el gobierno portugués y Jeremy Corbyn en la oposición británica, sin mencionar, en cambio, nuestro actual gobierno socialista, el hecho de la crisis socialdemócrata suscita tanto consenso como disenso provoca la fijación de sus causas. Él mismo llega a nombrar nada menos que dieciséis, desde la presión migratoria a la política de la identidad, pasando por la realización de los objetivos históricos del proyecto socialdemócrata o la renuencia de sus líderes a dirigirse al hombre común. Misik concluye que casi todas ellas son ciertas y casi ninguna del todo falsa, mientras algunas incluso se contradicen entre sí. Y añade: En el interior de realidades complejas, no hay ningún análisis correcto, sino que sólo lo será una combinación de ellos [...]. Quien trate de explicarse la situación recurriendo a una sola explicación se garantizará una respuesta incorrecta.

Desde luego, Misik tiene razón; aunque en este caso tenerla dificulte la búsqueda de la correspondiente «solución» a la crisis de la socialdemocracia europea. En este contexto, ¿qué pensar de Aufstehen, el movimiento recién lanzado en Alemania por Sahra Wagenknecht, líder del partido poscomunista Die Linke? Traducido entre nosotros como «En pie», en el sentido de alzarse o levantarse, Aufstehen quiere ser un movimiento transversal llamado a recuperar el voto de aquellos ciudadanos descontentos con los partidos tradicionales de izquierda y se sienten tentados por esa ultraderecha populista representada por la ascendente Alternativa por Alemania. Según Wagenknecht, la democracia padece una crisis tangible a la que los partidos clásicos no están sabiendo responder; de ahí la necesidad imperiosa de forjar ‒lo habían ustedes adivinado‒ una «nueva política». La iniciativa se presentó con apoyo de un exlíder de Los Verdes y de la alcaldesa socialdemócrata de Flensburgo; a ella se han adherido algunos intelectuales y representantes de la cultura, además de un número considerable, pero no abrumador, de ciudadanos. De momento carecen de ese momentum que ha conseguido atesorar la plataforma pro-Corbyn del mismo nombre, a pesar de signos recientes de debilitamiento.

Desde su lanzamiento, el aspecto más controvertido de Aufstehen ha sido su énfasis en la defensa de la política social de los ciudadanos alemanes, y ante todo alemanes, frente a la amenaza que supondría una política de fronteras abiertas que dejase entrar en el país a una cantidad descontrolada de potenciales beneficiarios del Estado de Bienestar. Algo parecido han venido a decir entre nosotros Héctor Illueca, Manolo Monereo y Julio Anguita, todos ellos en la órbita de izquierda Unida o Podemos, en una pieza sobre el llamado «Decreto Dignidad» aprobado por el Gobierno italiano: que la aprobación de la política social para nacionales a manos del populismo de derecha refleja el fracaso de la izquierda ante las fuerzas del neoliberalismo globalizante. Si la izquierda ‒sugieren‒ se hace neoliberal, ¿qué le queda al trabajador sino la derecha populista? Ricardo Dudda ha tachado esta actitud de «chovinismo de bienestar», pues se basa en un perfilamiento de la comunidad de redistribución con arreglo a criterios etnonacionales. Para los autores del controvertido artículo, en cambio, esto supondría juzgar intenciones más que hechos, incurriendo en una cierta «fatiga intelectual» que llama racista o fascista a quien a sus ojos quizá sea otra cosa. Se dibuja aquí el eje de conflicto que parece dominar la política de las sociedades poscrisis: en la formulación de David Goodhart, los ciudadanos de ninguna parte contra los de algún sitio.

Este mismo debate se ha reproducido en Alemania con motivo del lanzamiento de Aufstehen. El economista Wolfgang Streek (que ha escrito sobre el fin del capitalismo) y el sociólogo británico Colin Crouch (conocido por su tesis sobre la posdemocracia) han debatido en las páginas de Die Zeit sobre la naturaleza y utilidad del movimiento. Merece la pena revisar sus argumentos.

Fue Crouch quien abrió el fuego a mediados de agosto, con un artículo que ya desde su título se interroga escépticamente por la necesidad de una iniciativa de estas características. A su juicio, lo que Wagenknecht pone en marcha responde al deseo de dar forma a una izquierda orientada hacia la esfera nacional, que convierte a la Unión Europea en objeto predilecto de su crítica y confunde por el camino los valores liberales con los neoliberales. Esta brecha entre nacionalismo e internacionalismo no es, claro, exclusiva de la izquierda alemana: las vacilaciones de Corbyn ante el Brexit dan buena prueba de su viejo rechazo a la «Europa de los mercaderes» y del indisimulado deseo de regresar a un Estado-nación soberano, capaz de proveer a sus ciudadanos de la política social necesaria. Si bien se piensa, algo así como las trescientas cincuenta mil libras que Nigel Farage prometió para el Servicio Nacional de Salud si triunfaba el Brexit, pero con distintos oropeles retóricos.

Para entender esta nostalgia, dice Crouch, tenemos que atender al contexto en que emerge. Tres desarrollos sociales son aquí decisivos: uno, el fin de la época del Volkspartei o gran partido de masas; dos, el contraste entre el énfasis nacional de la vida política y las fuerzas económicas y culturales de carácter global que ejercen presión sobre las comunidades nacionales; tres, el impacto de unos movimientos migratorios que han despertado fuertes emociones políticas y han puesto sobre la mesa la angustia que padecen quienes creen que los cimientos tradicionales de su existencia se encuentran bajo amenaza de demolición por efecto del movimiento acelerado del cambio social. Ante este panorama, las alternativas serían las siguientes:

¿Reducimos la democracia de tal manera que se ocupe sólo de los temas pequeños que se encuentran a nuestro nivel, mientras la economía determina por arriba el alcance de la democracia? Esa sería la opción neoliberal. ¿Minimizamos la necesidad de pensar más allá de la frontera nacional, limitando lo más posible el libre intercambio de personas, bienes, servicios y capitales? Tal sería la opción proteccionista que comparten extrema derecha y extrema izquierda. ¿O desarrollamos instituciones democráticas transnacionales, que sirvan como complemento a los niveles nacional y local? En eso consistiría la tarea de fortalecer las dimensiones democrática y social de la Unión Europea.

Dice Crouch a continuación algo interesante: que sólo un sistema bipartidista como el norteamericano podría ahora mismo suministrar la estabilidad que las fragmentadas democracias parlamentarias europeas no logran alcanzar. Salvo, habría que matizar, que uno de los partidos de ese bipartidismo sea capturado desde dentro por el populismo. En todo caso, su argumento principal contra Aufstehen es que las economías modernas están tan interconectadas a nivel global que la capacidad reguladora y ordenadora del Estado-nación se ha visto dramáticamente reducida; de ahí la limitación con que parte un movimiento orientado a «recuperar» lo nacional. Su segundo argumento se refiere al electorado al que se dirige Wagenknecht: el moderado éxito de la Tercera Vía de Tony Blair y Gerhard Schröder, razona Crouch, se basó en la existencia de una base social coherente formada, ante todo, por clases medias urbanas y los segmentos creativos. Pero la clase trabajadora se sintió alienada ante el giro social-liberal de la socialdemocracia y volvió su mirada hacia movimientos que se solazan en el odio al extranjero y en la nostalgia por un pasado industrial de tintes patriarcales y valores conservadores. De ahí que el electorado se encuentre hoy partido en dos: cosmopolitas y liberales frente a localistas, trabajadores industriales frente a operadores posindustriales, incluso mujeres contra hombres. Sin embargo, surge aquí una pregunta inquietante para la izquierda: ¿no es más eficaz la derecha cuando de movilizar la nostalgia se trata?

Wolfgang Streeck, quien ha apoyado públicamente a Aufstehen, discrepa. Y lamenta amargamente que su antagonista ocasional hable de xenofobia cuando describe a un movimiento que, desde su punto de vista, persigue romper el insostenible marasmo creado por el falso dilema entre el oportunismo merkeliano y la ilusión de la ausencia de fronteras. Retóricamente, se pregunta:
¿Es xenófobo quien contempla al inmigrante como un competidor por los puestos de trabajo, las plazas de guardería o la vivienda, y desea, por tanto, reducir el número de los que entran? ¿Quien necesita para sus hijos colegios que funcionen adecuadamente, porque no puede mudarse ni llevarlos a un colegio privado? ¿Quien teme por su modo de vida tradicional, enraizado en su región?

Streeck nos recuerda que hay ya economistas para los que la globalización ha ido demasiado lejos, como Dani Rodrik, o demandan un «nacionalismo responsable», como Larry Summers. Y como en un eco del argumento de Monereo et altera, apunta que tachar de xenófobo y, en consecuencia, de inmoral a quien pone estos argumentos sobre la mesa no es la respuesta adecuada.; de hecho, hace más difícil ejecutar una política migratoria sostenible y humanitaria. Streeck parece evocar a Hobbes cuando señala que los individuos que sienten haber perdido el control sobre sus vidas empiezan por experimentar miedo y terminan por rebelarse contra el orden establecido. Para reprimir o canalizar esas emociones disruptivas pero legítimas sirven movimientos como éste: Aufstehen evitará que quienes se sienten amenazados por una globalización sin fronteras sigan al flautista de la derecha reaccionaria. Así de sencillo.

Sucede, además, dice Streeck, que tanto los problemas como los sistemas de partido difieren entre naciones, lo que exige recetas también diferenciadas. En cuanto a las instituciones transnacionales capaces de hacer política social, su pregunta es lacónica: «¿Dónde están?» Al convertirse la Unión Europea en una Liberalisierungsverfestigungsmaschine, o máquina de fragua liberalizadora, quedó para siempre como posibilidad no realizada aquella «Europa social» de la que tanto se hablaba en los años ochenta. La Unión Europea no ha hecho nada contra el neoliberalismo, lamenta el pensador alemán, que no ve razones para que eso pueda cambiar en el futuro. Si hay solución, es nacional: «La política alemana se enfrenta a problemas que debe resolver ella misma, porque nadie más puede ocuparse de ellos y sólo así podrá ella también contribuir a la renovación de la política europea». Algo que podrá alcanzarse únicamente por medio de experimentos en nuevas formas de participación y organización: exactamente lo que Ausfstehen representa.

En este caso, como en otros similares, estamos ante el intento por crear un híbrido entre el partido político y el movimiento social capaz de retener las virtudes de ambos sin los defectos de ninguno de ellos. Ante el descrédito de los partidos tradicionales, percibidos como cárteles orientados a la satisfacción clientelar de sus miembros (tal como explicaba, entre otros, el difunto Peter Mair), se trataría de recibir el aire fresco de aquello que simbólicamente no se encuentra detenido, sino que avanza hacia su objetivo: el movimiento social que, entrando en la arena electoral, se sacudiría de un plumazo su falta de eficacia directa en los planos legislativo o institucional. Trataría así de aproximarse a lo que una vez estuvo cercano: movimientos y partidos estaban llamados a complementarse, encargados los primeros de dar forma a una «política prefigurativa» que los segundos habrían de traducir al lenguaje institucional. Así lo piensan Felix Butlaff y Michael Deflorian, quienes arguyen ‒pude oírlos en una presentación reciente en el Institut für Gesellschaftswandel und Nachhaltigkeit‒ que muchos de quienes participan hoy en movimientos sociales innovadores están reaccionando contra unos partidos que entienden ineficaces y burocratizados. Por decirlo en los viejos términos de Jürgen Habermas, movimientos como Aufstehen persiguen reunir dentro de sí al mundo de la vida y el mundo del sistema, juntando así lo mejor de ambos mundos. Su novedad, en cambio, es relativa: el propio Mussolini comandaba un partido-movimiento antes que un partido o un movimiento.

¿Puede triunfar un movimiento así? Aquí habría que aplicar la cautela de Wolfgang Streeck: cada país es diferente. La experiencia de Podemos en España o la de Momentum en Gran Bretaña no son directamente reproducibles en el contexto alemán; entre otras cosas, porque las condiciones materiales que subyacen a la acción política son bien distintas. En ese mismo sentido, los cambios sociológicos desempeñan obviamente un papel decisivo y es del todo inevitable que los partidos socialdemócratas no sepan cómo dirigirse eficazmente a dos electorados distintos. En países como Suecia, donde existe ya un Partido Feminista que compite electoralmente, o en la misma Alemania, donde Los Verdes gozan de creciente pujanza, la atomización del voto de izquierda es cada vez mayor y va en detrimento de su potencia electoral conjunta. Aufstehen trata de combatir esa dinámica de una manera paradójica: atomizando un poco más el ala izquierda del espacio político y tomando, suavizadas, algunas propuestas de la derecha populista. Esto último es un riesgo, pues valida una argumentación de tintes etnonacionalistas sobre cuya peligrosidad no hace falta abundar; que los ciudadanos más desfavorecidos tengan una experiencia ‒o percepción‒ de la inmigración distinta de la que poseen las elites cosmopolitas es igualmente cierto. Retrospectivamente, la decisión de Merkel de abrir las puertas a los refugiados se ha demostrado calamitosa, a pesar de su alto valor moral: los grandes desplazamientos de población traen consigo turbulencias inevitables en cualquier comunidad política.

En última instancia, Robert Misik tiene razón. No sólo son las causas múltiples y a menudo contradictorias, sino que cada uno de los problemas de fondo que encuentran expresión en estos fenómenos políticos están en sí mismos atravesados por una gran ambigüedad. A principios de este siglo, Fernando Vallespín ya advertía en El futuro de la política de las dificultades crecientes del Estado para organizar eficazmente su sociedad; ese futuro no se nos ha hecho, sin embargo, evidente hasta el estallido de la Gran Recesión (que habría sido una gran depresión, empero, si ese mismo Estado no conservase todavía una fuerza considerable). Pero no está del todo claro que eso que David Goodhart llama «populismo decente», o ciudadanos de base tradicional que recelan de los cambios sociales y tecnológicos, inmigración incluida, añoren la potencia económica del Estado. Hay en ello fuertes dosis de nostalgia por la comunidad que fue, o quizá fue, aun cuando esa comunidad incluyese formas de trabajo basadas en la alienante cadena de montaje; porque, quizá, junto con esa alienación, venía un sentido de la identidad que proporcionaba asideros en el mundo. Esa nostalgia explicaría asimismo la querencia de los economistas de Corbyn por las tesis de Karl Polanyi y su lectura moral del avance del capitalismo moderno: la comunidad como ansiolítico. Tal como ha escrito Jorge del Palacio, la cultura obrera como patria. Todo eso ha desaparecido o, como mínimo, ha cambiado significativamente. Y esa nostalgia admite interpretaciones menos benignas: también puede verse como una forma de organizar políticamente la exclusión. El peligro de movimientos como Aufstehen es que refuercen discursivamente al populismo autoritario sin lograr nada a cambio. Porque sólo una sola cosa está clara: no podemos volver a casa.



Logo de la socialdemocracia europea


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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