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sábado, 18 de agosto de 2018

[A VUELAPLUMA] Principios sin repuesto





En política, los imaginarios son reales y esto ha sido comprendido por la ultraderecha. En un contexto geopolítico global en el que los fundamentos que la definían están siendo tensionados hasta el límite, Europa se enfrenta hoy a una pregunta que parece formulada por la mismísima Esfinge: di quién eres o perece. Lo escribe en El País Alicia García Ruiz, profesora de Filosofía en la Universidad Carlos III de Madrid.

El viejo chiste que hacía Groucho Marx en esa notable sátira contra el fascismo que fue Sopa de ganso, comenta García Ruiz, siempre regresa a la vida política de un modo u otro. Hoy tenemos que modificarlo. En vez de “estos son mis principios, si no le gusta tengo otros”, estamos forzados a afirmar: “Estos son nuestros principios, si no les gustan no tenemos otros”. Lejos de poseer una hoja impoluta de servicios a la humanidad, Europa se parece más bien a una casa vieja llena de fantasmas antiguos, aunque desde la II Guerra Mundial la vieja casa se ha empeñado en exorcismos varios para mantenerse a salvo de ser abatida de nuevo por alguna dictadura. Pero lo que eran muros de contención antitotalitaria hoy se están transformando rápidamente en fronteras regidas por el miedo. Fronteras exteriores y fronteras interiores a la propia Europa, entre sus países, erigidas en el fragor de la disputa sobre cómo fortificar más y mejor la casa común hasta que deje de serlo.

Nada será fácil de arreglar en este nuevo contexto, no habrá recetas mágicas ni acuerdos sedosos, pero lo único que parece claro es algo que Jürgen Habermas ha puesto de relieve en un artículo reciente: es preciso definirse activamente, dar forma a la política en vez de estar a la defensiva, a ver venir un miedo sin contornos ni forma, difícil de gestionar y fácil de rentabilizar. Europa debe dar un paso adelante y hacer política común, no dos pasos hacia atrás para improvisar políticas de repliegue.

Los antiguos espectros están saliendo a pasear a plena luz del día, a la vez que el Mediterráneo se llena de cuerpos sin vida. Europa lo contempla atónita incapaz de reaccionar y definirse, pese a la relación que existe entre ambos procesos. Poco importa que diversos especialistas se empeñen en desmentir con cifras y hechos los discursos y nuevos imaginarios sobre una invasión de ultramar: las creencias infundadas o fundadas sobre miedos ancestrales son tozudas y se amplifican en la caja de resonancia de esas redes salvajes que hoy polarizan discursos de odio y temor. Mientras tanto, la casa común se empeña en seguir esperando a los bárbaros del poema de Kavafis, esto es, aguardando a que la defina, a que modele su identidad y sus contornos, una amenaza imaginaria en vez de una política real.

En política, los imaginarios son reales, su realidad consiste en su efecto y esto ha sido perfectamente comprendido por la ultraderecha que hoy día está conectando con los miedos de amplios segmentos de población literalmente machacados por la crisis y por el neoliberalismo salvaje en el que esta se incubó. Tiene razón Nancy Fraser al recomendar a la izquierda que, lejos de enzarzarse en una batalla de desprecio contra estos sectores, comience una rápida operación contra reloj para reconectarlos a un proyecto político que exorcice sus temores en vez de azuzarlos. O eso, o tendremos la alternativa ya conocida: el modelo del Leviatán que neutraliza el miedo a base de ser el que más miedo logra imponer.

Europa nombra a su miedo como “efecto llamada” pero lo que hay detrás es un miedo al cambio, a cómo gestionar la llegada del otro y a si este aceptará o no nuestras costumbres. Hace décadas, Derrida ya meditó sobre la llamada de la hospitalidad y el cambio que produce en el que acoge. No es que el otro que llama a la puerta nos vaya a cambiar, es que nos cambia al llamar a nuestra puerta, antes incluso de traspasarla, porque nos interpela. Según reaccionemos a la llamada nos convertiremos en una cosa u otra, pero en todo caso, en algo diferente. Probablemente el “efecto llamada” no existe pero la llamada desde el Mediterráneo sí nos va a cambiar.

Y aquí es donde entran en juego nuestros principios, nuestra capacidad de hacer política y definirnos en y a través de ese cambio. La apelación al principio de fraternidad hace unas semanas por parte del equivalente al Tribunal Constitucional francés es un paso histórico en esa dirección. Hay quien alberga dudas de su efectividad, pero la fuerza de los principios nunca ha estribado en que sean vigentes en todo momento y lugar sino en la posibilidad permanente que tenemos de apelar a ellos. Reside en la fuerza de las palabras que nos interpelan y nos comprometen, que nos hacen ser lo que somos. No tienen repuesto.



Buque de salvamento de la ONG Lifeline


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

miércoles, 8 de agosto de 2018

[A VUELAPLUMA] Brutalidad y declive





La brutalidad del lenguaje de las instancias de poder, abusando de las expresiones políticamente correctas durante décadas, están provocando el declive de la Unión Europea, decía en El País hace justamente un mes, el que fuera su director y fundador, el periodista, escritor y académico de la Lengua, Juan Luis Cebrián.

Quizá hasta el momento haya sido Martin Schulz, señala Cebrián, el político europeo que con mayor precisión ha puesto el dedo en la llaga sobre el deterioro de las instituciones democráticas en general y las de la Unión en particular. Lo ha definido con una expresión digna de elogio: el lenguaje político brutal, cuando penetra en el debate parlamentario y los centros de gobierno, es una amenaza para la supervivencia de la democracia. Aunque en su reflexión podemos echar a faltar los motivos de esa deriva populista que él denuncia y que afecta a izquierda y derecha. La brutalidad del lenguaje político es reacción casi inevitable frente a las expresiones políticamente correctas de las que han venido abusando durante décadas las instancias de poder.

La mayor parte de los análisis de comentaristas independientes han puesto de relieve el fracaso, apenas mitigado, de la reciente cumbre de Bruselas, en la que se aplazó cualquier medida que pudiera significar un avance en la unión monetaria y fiscal o en los mecanismos de salvaguarda de estabilidad financiera. Pero difícilmente escucharemos un reconocimiento sin matices de esta derrota por parte de los responsables políticos. También se tomaron decisiones sobre la inmigración, como la instalación de plataformas de acogida en países terceros (nuevo eufemismo para describir los campos de refugiados) que hará enrojecer de ira y de vergüenza a cuantos siguen creyendo en que el proyecto de la Unión Europea descansa en la defensa de valores democráticos irrenunciables. De hecho, los compromisos adoptados en este terreno no están dirigidos tanto a resolver el problema como a intervenir en la política interna alemana, en defensa de la continuidad de Merkel en la cancillería, aun a costa de renunciar a sus convicciones de antaño respecto a una política de puertas abiertas para los refugiados.

En una entrevista concedida a varios diarios, entre ellos EL PAÍS, Shulz demandaba una respuesta progresista frente a la ofensiva destructora del populismo. La debilidad de las instituciones europeas no procede sin embargo solamente de las amenazas y demandas demagógicas de los populistas, sino también de la incapacidad de las autoridades de la Unión y de las de los países miembros a la hora de reformar sus propias estructuras, víctimas de la burocracia y el anquilosamiento, y en las que el déficit democrático denunciado tradicionalmente por Reino Unido sigue siendo una realidad.

Todos hemos visto bromear en el pasado al presidente Junker con el primer ministro húngaro llamándole “mi dictador favorito” y es exasperante la lentitud en la toma de decisiones frente a un Gobierno como el polaco, que ha terminado por vulnerar un principio tan teóricamente intocable en las democracias como la separación de poderes. También seguiremos mirando hacia otro lado ante los acontecimientos en Turquía en justa retribución, y previo pago, a la contención de los flujos migratorios hacia nuestras costas. Por lo demás, la deriva autoritaria de los Gobiernos del centro y el este del continente, los vetos de los países nórdicos y Holanda a los avances necesarios en la construcción de la unión monetaria, y las consecuencias del Brexit amenazan con producir la evanescencia del proyecto europeo. A este paso, acabará siendo poco más que una zona de libre comercio tal y como siempre soñaron los británicos.

El recurso al establecimiento de pactos bilaterales o trilaterales para encarar la cuestión migratoria, habida cuenta de la incapacidad de establecer una política común, la ausencia de una estrategia y una acción coordinada en política exterior y de seguridad, hasta el punto de que Francia ya sugiere la creación de un operativo de defensa multilateral al margen de la propia Unión, son otros tantos síntomas que ponen de relieve la debilidad actual de las instituciones, sometidas al cortoplacismo de los intereses de los partidos que integran sus respectivos Gobiernos nacionales.

En recientes visitas a diversas capitales, he escuchado elogios a nuestro país por parte de numerosos líderes extranjeros, habida cuenta de la inexistencia entre nosotros de partidos xenófobos o antieuropeístas. Siendo esto último cierto, lo primero no lo es tanto. El nacionalismo supremacista, como el que abiertamente representa el actual presidente de la Generalitat, es una forma de xenofobia tan denigrante e incivil como cualquier otra. Y la vulneración de la legalidad democrática en algunas resoluciones del Parlamento de Cataluña resulta tan recusable como la que ha llevado a cabo la Cámara polaca con sus leyes sobre la administración de Justicia.

Aunque la restauración del proyecto democrático no es competencia ni deber exclusivo de la izquierda, es verdad que tiene una especial responsabilidad ante la involución conservadora, y una oportunidad también de recuperar el espacio perdido en defensa del modelo europeo de la sociedad del bienestar. Esta es fruto de un pacto ya casi secular entre los democratacristianos y los socialistas, génesis de un bipartidismo del que ahora son víctimas esas mismas formaciones, pues su esclerosis sistémica y su endogamia les han alejado de las preocupaciones de los ciudadanos. Los partidos conservadores aparentan una mayor capacidad de resistencia envueltos en las banderas nacionales y parapetados en el éxito del crecimiento económico.

La contrarrevolución progresista que demanda Shulz exige a la izquierda un renovado compromiso con las instituciones democráticas y un rechazo activo de cualquier nacionalismo excluyente. No solo en la expresión de su solidaridad y respeto para con los desheredados que arriban a nuestras playas. También en la defensa de la igualdad de todos los ciudadanos sin discriminaciones de ninguna especie, incluidas las lingüísticas.

El proyecto europeo se ve amenazado más que por el ascenso de los populismos y nacionalismos excluyentes, por el abandono de los valores clásicos que impulsaron su fundación. La política migratoria será piedra de toque de sus comportamientos. Esperemos que a la brutalidad del lenguaje que ahora nos invade no prosiga la de las acciones en defensa de los intereses del poder.


Dibujo de Enrique Flores para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos (G.W.F. Hegel)

sábado, 4 de agosto de 2018

[A VUELAPLUMA] Vuelven el miedo y los fantasmas





Regresa el pasado. Vuelven el miedo y los fantasmas a una Europa que creíamos de paz y de progreso, pero esta sombría perspectiva no nos autoriza a caer en el inmovilismo, escribía hace unos días en El País la columnista del diario belga "Le Soir" Béatrice Delvaux. 

Se han vuelto a ver, como todos los años, a principios de este verano de 2018, comenzaba diciendo. Hace 10 años que se reúnen en este pequeño pueblo italiano, unidos por su admiración hacia Leopold Unger, alias Pol Mathil, el gran periodista polaco, hoy fallecido. Siempre los acoge la misma villa de vigas descubiertas. Siempre toman el ristretto matutino en el mismo café. Cada año siguen el mismo ritual: ríen, leen, beben vodka. En este rincón aislado en el que tantas veces han arreglado el mundo y la prensa, hoy se sienten desolados, testigos y actores impotentes de cómo está cambiando todo. Son belgas, polacos, alemanes, y contemplan, incrédulos, su paisaje europeo: la Italia de Salvini, la Polonia de Kaczynski, la Alemania de Merkel, que no ha podido contener el avance de AfD. Y Bélgica, que acoge a una Europa que amenaza con estallar bajo los efectos de la crisis llamada migratoria y que es un país dividido, ya no por las identidades, sino por su política de asilo. Algunos de ellos sienten que están viendo el resurgir de un pasado terrible y el aterrador fracaso del “nunca más” que habían prometido a sus hijos. Ellos, cuyas madres sobrevivieron a los campos de concentración, ya no se sienten capaces de seguir haciendo esa promesa.

¿Es el regreso de los fascismos? Parecía un fenómeno “manejable” e incluso “comprensible” mientras se trató solo de Hungría y Polonia. Pero ahora han llegado a Alemania e Italia, y en Francia solo lo ha evitado un hombre, Emmanuel Macron. Luchan y se manifiestan, pero ya no saben qué hacer para despertar a Europa ni cómo impedir que estos mensajes simplistas y egoístas vuelvan a seducir cada vez a más gente. “El populismo no tiene final feliz”: esta frase debería difundirse entre los que se rinden a él. El periodista belga Jean-Paul Marthoz, columnista en Le Soir, escribe: “Esa es, sin duda, la principal lección de la historia: el populismo nunca ha tenido un final feliz, ya sea de derechas o de izquierdas. El populismo, a veces, empieza como una farsa, un atronador vaffanculo (¡a la mierda!), pero siempre termina en desastre o tragedia”.

Marthoz recuerda un episodio de los años treinta, un periodo en el que, como hoy, el mundo se enfrentó a una encrucijada y todos se vieron obligados a escoger bando. El 3 de octubre de 1931, un joven refugiado italiano, Lauro de Bosis, huyó de Marsella a Roma a los mandos de un Pegasus. Desde su avioneta arrojó sobre la capital italiana 400.000 panfletos antifascistas y luego se hundió en el mar. Unos días después, Le Soir publicó seis páginas tituladas “La historia de mi muerte”, escritas por el joven (The New York Times lo publicó meses más tarde). En ellas explicaba su gesto: “Desembarcaremos para llevar un mensaje de libertad a un pueblo de esclavos del mar. Da igual la metáfora, vamos a Roma a propagar desde el cielo las palabras de libertad que, desde hace siete años, están prohibidas. Porque, si estuvieran permitidas, borrarían la tiranía fascista en unas cuantas horas”. Pero, añadía, “nadie se toma en serio el peligro del fascismo. Por eso es necesario morir. Espero que otros me sigan y consigan agitar la opinión pública. A mí no me queda sino transmitir el texto de mis mensajes”.

La misión suicida había sido posible gracias a Auguste D’Arsac, redactor jefe de Le Soir, que financió el vuelo. En octubre de 1931, el Duce se enfureció cuando se enteró de la hazaña de su joven compatriota, que había puesto en ridículo a la fuerza aérea. Pero nadie más se indignó: “Las semillas arrojadas por Lauro de Bosis desaparecieron en la embriaguez del fascismo triunfante. A principios de los años treinta, los trenes por fin eran puntuales, la malaria estaba desapareciendo de las marismas de Roma, la Mafia siciliana no se metía en líos...”.

¿Cuál es el paralelismo con el presente? Basta observar a esa gente que vuelve a escuchar los cantos de sirena de las frustraciones, las exasperaciones e incluso los odios. ¿No hay alternativa? “No veo ninguna”, afirmaba recientemente el excomisario europeo y ex primer ministro italiano Romano Prodi. Ahora bien, esta sombría perspectiva no nos autoriza a caer en el inmovilismo, sino que, al contrario, el dilema de estar junto a los esclavos del mar o junto a los que arrojan panfletos.



Asesinados por neonazis alemanes



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martes, 16 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] Paranoias constructivas sobre la justicia






Hace unos días, comenta en El Mundo el inclasificable y polémico escritor español que se esconde bajo el seudónimo de Tsevan Rabtan, este periódico alababa el "ejercicio de transparencia" de la Guardia Civil tras la rueda de prensa de algunos de sus mandos sobre la muerte de Diana Quer y la detención de Enrique Abuín. En ese editorial, se reflexionaba sobre quejas por diferentes tipos de limitaciones legales que habrían lastrado la investigación.

Cierto es que resulta preferible que la información proceda directamente de fuentes confiables, dice Rabtan, con nombres y apellidos, y no de rumores aderezados con referencias a "fuentes de la investigación" o fórmulas similares, tantas veces simple cortina para la mala praxis, pero también lo es que esa rueda de prensa fue un error. Asistimos, en boca de autoridades que gozan de la confianza de la ciudadanía, a un desglose minucioso de los detalles de un asunto judicializado y en fase de investigación, al dibujo de un personaje siniestro al que se mencionaba permanentemente por su apodo, con una intensidad acusatoria tal que habrá contaminado a cualquier ciudadano que tenga que hacer de jurado. El mensaje final casi consistía en una sentencia condenatoria.

Los medios no criticarán ese humanamente comprensible ejercicio de vanagloria y tampoco insistirán demasiado en los excesos y embustes publicados. Tampoco los españoles que hozaban en las historias de la familia Quer van a perder el tiempo limpiándose los hocicos, ocupados como están ahora en indignarse por las atrocidades cometidas por el detenido y clamando por un castigo ejemplar. Pero tampoco parece que el debate abierto sobre esas supuestas carencias de nuestro sistema sea muy fructífero. El archivo inicial del juez en el caso Quer no fue motivado por los plazos máximos de instrucción introducidos en 2015, sino porque no existían ni indicios, solo sospechas. Los procesos penales en España duran demasiado, provocando un sufrimiento real a miles de personas. Pero lo cierto es que la reforma, aunque necesaria, terminó incluyendo tantas puertas traseras (declaración de complejidad, prórrogas, fijación de plazos máximos, inexistencia de consecuencias automáticas en caso de exceso, etc.) que, en la práctica, seguimos igual. Normal: el problema secular, estructural y presupuestario de la justicia española no se resuelve cambiando un artículo de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

En cuanto al complejo y capital asunto de la futura legislación europea (y, por tanto, nacional) sobre conservación de datos obtenidos por el uso de las telecomunicaciones, hay que hacer algo de memoria. Los delitos violentos han ido disminuyendo y España se encuentra entre los países con mejores estadísticas en esta materia. Los seres humanos de hoy, sin embargo, y pese a todo el avance cultural y civilizatorio, compartimos instintos con los de hace milenios, y nuestra primera reacción es la venganza. La ley nació para canalizarla, pero pronto descubrimos su cara oculta: no era neutro investigar de una u otra forma, o imponer uno u otro castigo. Aprendimos que, al ceder la venganza al Estado, le regalábamos un instrumento poderosísimo de opresión.

Jared Diamond parió el concepto "paranoia constructiva" para referirse a una reacción preventiva aparentemente exagerada: el viajero que llega a las tierras altas de Nueva Guinea se ríe del nativo que, cuando duerme al raso, no lo hace bajo un árbol, porque a veces las ramas se tronchan, caen y te rompen la crisma. Un asesino múltiple es un problema minúsculo comparado con un Estado totalitario. Lo es incluso cuando tratamos con delincuencia organizada o grupos terroristas. Recordemos la Alemania nazi o la mayor parte de los regímenes comunistas. Recordemos los excesos durante el macartismo en un país en el que regían sobre el papel todo tipo de garantías y balances. Sí, puede que parezcamos paranoicos cuando nos asustamos porque las autoridades estatales accedan, en palabras del Tribunal de Justicia de la UE, a datos que "(...) permiten ... saber con qué persona se ha comunicado un abonado o un usuario registrado y de qué modo, así como determinar el momento de la comunicación y el lugar desde la que ésta se ha producido... y... la frecuencia de las comunicaciones... con determinadas personas durante un período concreto (...) [lo que puede] permitir extraer conclusiones muy precisas sobre la vida privada de las personas..., como los hábitos de la vida cotidiana, los lugares de residencia permanentes o temporales, los desplazamientos diarios u otros, las actividades realizadas, sus relaciones sociales y los medios sociales que frecuentan". Al fin y al cabo, las directivas de la UE son normas que proceden de instituciones democráticas, los datos sólo se ceden si lo autoriza un juez y los que los van a utilizar son los que luchan contra los malos, como la Guardia Civil.

Pero esa paranoia es una paranoia constructiva. Es la que instituyó el derecho al secreto de las comunicaciones, a la libertad de expresión, a la inviolabilidad del domicilio, al habeas corpus. El Tribunal de Justicia de la UE, en las sentencias de 2014 y 2016 sobre la cuestión, lo explica: para garantizar que el acceso de las autoridades a estos datos se limite a lo estrictamente necesario, no basta con exigir que la conservación y acceso lo sean para luchar en abstracto contra la delincuencia, sino que hay que fijar requisitos materiales y procedimentales que lo limiten a los que planean, van a cometer o han cometido un delito grave. Solo se exceptuó, en la sentencia de 2016, los casos de terrorismo, por razón de seguridad nacional. Más aún, el control ha de ser previo, basarse en una solicitud motivada en el marco de procedimientos penales y contar con garantías para los afectados, a fin de que ejerciten su derecho a la tutela judicial efectiva.

Aunque exista un único populismo, se puede afirmar que hay diferentes discursos populistas. Hay discursos populistas de izquierda y de derecha. La agravación de las penas y la concesión a las fuerzas de seguridad -que siempre quieren más- de instrumentos invasivos para la persecución de la delincuencia, son ejemplos de un populismo de derechas -con la excepción de la violencia contra las mujeres, que es transversal-, aunque cínicamente hayan sido los regímenes totalitarios de izquierdas los que hayan transitado de forma más "científica" ese camino infame. Así sucede también con la banalización de las penas en España (mucho más intensas y aflictivas de lo que la mayoría de la gente cree), algo que es evidente en la visceral discusión pública sobre la prisión permanente revisable. Lo cierto es que esta pena, que puede que sea constitucional y ajustada a la legislación europea, conforme resulta de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, se introdujo en nuestra legislación, que ya contemplaba penas de hasta 40 años de prisión, sin un acuerdo adecuado y precipitadamente. Ya en el siglo XIX los tratadistas españoles desconfiaban de la cadena perpetua, a la que algunos consideraban incluso peor que la pena de muerte, por la desesperación para el reo de una pena sin fin. Aunque estos peros se salvan por la posibilidad de su revisión, los plazos mínimos de cumplimiento son tan largos, que es comprensible que muchos crean que esta es una justificación formal para una pena exclusivamente retributiva. Más aún, se da un cierto doble lenguaje, ya que se supone que la pena es constitucional porque se prevé la rehabilitación del reo, pero a la vez se defiende que se necesita porque hay reos irrecuperables. Por todo esto, y porque tenemos que buscar respuestas inteligentes, si de lo que hablamos es del miedo a la reincidencia, utilizando los recursos tecnológicos, cada vez más sofisticados, es por lo que el debate grosero sobre esta cuestión al calor de la indignación popular y del rédito político que puede obtenerse es siempre inadecuado.

Mi consejo es sencillo: sigamos siendo paranoicos. Dormir bajo las ramas del Estado puede ser peligroso y los antiguos nos han enseñado cuántas veces esas ramas terminan aplastando nuestra libertad.



Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo



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domingo, 3 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] Las miserias de la política





Solía pensar que era por lo aburrido del paisaje -que aquí, en el Estado estadounidense de Indiana, es un campo deforestado, ondulante, cubierto de maíz en verano y de nieve en invierno-, que los letristas de canciones y autores de ficciones siempre se fijan en la supuesta belleza de sus cielos: los mosaicos de las nubes, el horizonte borrado por la llovizna, la claridad violeta de las noches de verano, el azul chillón del mediodía..., comenta en El Mundo el profesor Felipe Fernández Armesto, historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).

Acabo de darme cuenta, comienza diciendo, de que el encanto de los cielos de Indiana consiste en sus cambios constantes, que invocan a la fragilidad de la vida. El otro día quedé fascinado por un cielo azul pálido, manchado por una luz rosa y oro, que se desvaneció para ceder paso a la noche, dejándome con una profunda tristeza por saber que nunca volvería a ver su esplendor. La política es parecida: aunque no goza de placer estético, sus muestras son fugaces y dejan lamentos y miserias. Casi no vale la pena hacerle caso. Como dijo A. J. Balfour, el filósofo que llegó a ser primer ministro británico hace un siglo más o menos, en la política "poco cuenta y no hay nada que cuente por mucho".

Me atrae la idea de que la política suele ser poco importante. En mi vocación de historiador espero a que las noticias maduren durante varios siglos antes de interesarme por ellas. En EEUU es fácil convencerse de que mientras hay que seguir la trayectoria de la economía, las decisiones judiciales y la situación internacional, la política interna no vale sino como entretenimiento. Lo que hacen el presidente y el Congreso es retórica y comedia.

El sistema es tan esclerótico que la política queda estancada en debate sin generar efectos reales. Es una arena ideal para un payaso como Donald Trump, pero un campo poco digno de la atención de gente seria. Los que le teníamos miedo cuando Trump ganó las elecciones, hemos dejado de hacer caso al presidente. Cuando sale el tema en una reunión o una cena o un paseo por el campus, decimos "no hablemos de él" y nos consolamos pensando que no influye. Hasta cierto punto, esta actitud de descuido y complacencia es comprensible. Casi todos los retos del Trump candidato se han disuelto bajo el Trump presidente. No vamos a construir un muro contra México, ni exigir que los mexicanos nos lo paguen. No vamos a echar del país a los hijos de inmigrantes. No vamos a abandonar los acuerdos internacionales, ni siquiera el notorio tratado nuclear con Irán. Ni se va a desmantelar el sistema, por ineficaz que sea en EEUU, de bienestar social. No habrá guerra con Corea del Norte. Seguiremos manteniendo relaciones comerciales con China. Los impuestos de los pobres no subirán, ni se bajarán mucho los de los ricos. No se acabará con la independencia de los jueces, ni con la libertad de la prensa. A los agentes de policía no se les permitirá actuar sin exigir responsabilidad ante los tribunales. El presidente sigue escribiendo tuits pero, debido a su falta de habilidad política y el desacuerdo paralítico en el Congreso, no prospera ninguna de sus temibles propuestas.

Gracias a la Constitución, el presidente tiene pocas perspectivas de cumplir sus deseos. Por eso, se limita a sus tuits acerbos y frustrados de mal humor y peor gusto. Un sistema perfectamente equilibrado, que no favorece a ninguno de los órganos de gobierno, acaba sin cumplir nada. Entre los famosos "chequeos y balanzas" que limitan el poder ejecutivo y garantizan el equilibrio entre el administrativo, legislativo y los tribunales no hay sino lo poco que queda en el campo exclusivo del presidente. Sus decretos se hunden ante la oposición de los jueces. Sus proyectos legislativos quedan encallados en el Congreso. En el Congreso es casi imposible reunir una mayoría a favor de ningún cambio radical. Cualquier intento contra los derechos humanos de los inmigrantes suscita la conciencia colectivamente liberal del cuerpo judicial.

Quedan dos posibles salidas para un presidente dispuesto a trastornar el país. Tiene, en primer lugar, el derecho de declarar la guerra. Es inquietante pensar que a una persona tan inestable como Trump se le permita algo tan horrible. Pero es casi seguro que nunca lo ejerza, en parte por su inclinación personal a abrazar conflictos retóricos sin entrar en enfrentamientos violentos. A fin de cuentas, Trump es un hombre de negocios a quien le gusta conseguir tratos y cuyo libro más conocido -un largo panegírico de sí mismo- se llama El arte de la transacción. El presidente también tiene poder para nombrar jueces de los tribunales de apelación, y sobre todo del Tribunal Supremo. Lógicamente sus nombramientos son y seguirán siendo de gente conservadora. Pero no existe ningún motivo para pensar que eso llevará a decisiones contrarias a las preciosas libertades del modelo de vida norteamericana. La jurisprudencia es fiable en este país: los jueces, al nivel de los tribunales de apelación, son incorruptos y respetan la ley sin someterla a juicios personales. El caso de Anne Barrett, colega mía de la universidad de Notre Dame, donde es catedrática de derecho, es pertinente: acaba de conseguir la aprobación del senado a su nombramiento a pesar de las sospechas divulgadas por algunos senadores laicistas que temen que una católica ortodoxa podría intentar manipular la Ley del Aborto. La profesora Barrett insiste que un juez no debe, ni puede permitir que sus opiniones personales, sean religiosas o seculares, influyan en sus decisiones judiciales. Es probable que tarde o temprano la Ley del Aborto en EEUU se reforme para introducir más restricciones, pero no será por actos aislados de los tribunales sino por el lento cambio de la opinión pública que, debido a la progresiva mejora de la viabilidad de los fetos inmaduros, se inclina cada vez más por la defensa de los no nacidos.

Cuesta pensar que Trump sufre la inmovilidad de su propia política. Es una persona de intelecto primitivo, pero de cierta sagacidad política. Apuesta por estrategias populistas, no por compromisos personales. Por consolidar su apoyo entre la clase obrera blanca -que responde positivamente al grito contra elites-, minorías y extranjeros desgraciados, sin interesarse por la falta de logros concretos. El presidente debe saber que los deseos que proclama suelen ser imposibles o desastrosos. Le conviene no poder implementarlos si puede echar la culpa a los diputados o jueces de impedirlos.

Así que todos acabamos contentos: el presidente por fastidiar a sus amigos y gratificar a sus constituyentes; los jueces y diputados por poder felicitarse el triunfo de no hacer nada; los votantes a bajo nivel económico por poder molestar a las elites sin sufrir las consecuencias de la política populista que han votado; y los intelectuales por asegurarnos de que podemos escapar por los huecos en la dentadura del Leviatán. Como toda, ese sentido de seguridad es peligroso -lo que se llama en inglés el "paraíso de tontos"-. La gran amenaza de Trump no consiste en sus posibles contribuciones a la política estadounidense, sino en los efectos funestos de su influencia cultural. El guardián de la polis puede ser plebeyo o un gentil hombre, burgués o realeza, varón o hembra, del color o la religión que sea, pero es preciso que se comporte como una persona bien educada, civil y honrada, con respeto y "cortesía para todos". Cada vez parece más difícil conseguir líderes de la categoría deseable. Entre los presidentes de EEUU desde Eisenhower, todos menos Jimmy Carter, que era una persona cabal que sabía mantener la dignidad del oficio tanto como la simpatía de su propio carácter, han sido decepcionantes por su conducta sexual, o su mendacidad, o su corrupción, o su crudeza, o su egoísmo o simplemente su estupidez o, en el caso de Ronald Reagan, el mal gusto de su mujer. Al lado del Trump, todos parecen virtuosos y civilizados. Con su twitter repugnante, lleno de palabrotas y comentarios asquerosos dirigidos a ancianos y viudas, héroes y desgraciados, potentes y marginados, víctimas y vencedores, ha logrado ensuciar el diálogo político en este país. Si triunfa alguna política suya, no cabe duda de que podremos recuperarnos. Pero el envilecimiento de la vida política es irremediable. 



Dibujo de Ajubel para El Mundo



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viernes, 3 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Hispanofobia española





En un momento crítico, Iglesias y sus aliados emprenden una operación de sabotaje al Estado español que retoma las viejas pulsiones autodestructivas. La operación de fondo consiste en renegar de la Constitución, de la bandera ‘rancia’ y del ‘sistema‘, comenta en el diario El País el periodista y escritor Rubén Amón.

La simplificación del procés —o el proceso, en sentido kafkiano— a un conflicto entre Cataluña y España tanto subordina el escenario principal —la división de Cataluña misma— como subestima la operación de sabotaje de España a la propia España. La sugestión de una emergencia nacional tendría que haber privilegiado el deber patriótico respecto al ventajismo político, pero el Gobierno de Rajoy, muchas veces negligente en la gestión del caos, ha sido expuesto a un escarmiento de la deslealtad que aspira a la implosión de la sociedad en una crisis de identidad nacional.

El pretexto es el antimarianismo, la fobia al PP, la maldición de Génova, pero esta misma bandera exorcista ha introducido confusión y felonía. Confusión porque los detractores de España en su realidad contemporánea —los indepes, Pablo Iglesias, los otros nacionalismos— sobreponen el Estado y el presidente del Gobierno conscientes del desprestigio de Rajoy. Y felonía porque la operación de fondo no consiste tanto en provocar la caída de un Ejecutivo como renegar de la Constitución, del “frente monárquico”, de la bandera rancia y del “sistema”, cuyo pecado original digno de expiarse sería el linaje franquista y la derivada del régimen del 78.

Ninguna manera más eficaz de probar semejante corrupción que la represión brutal de los tricornios, la coacción electoral del 1-O, el confinamiento de presos políticos —Jordi I y Jordi II— y el sesgo tiránico, “golpista”, con que se ha interpretado la aplicación severa del artículo 155.

La crónica frívola del victimismo indepe ha incorporado todas estas falacias como extremos inequívocos de la opresión y como síntomas de una supresión de derechos. El problema es la celeridad con que han asumido este mismo discurso incendiario otras formaciones del parlamento nacional. Y no Bildu o ERC en la connivencia oportunista del separatismo, sino el PNV desde el chantaje a los presupuestos generales y, sobre todo, Podemos, cuyo líder ha estimulado las conexiones en Bruselas para denunciar en la instancia de la Comisión Europea la violencia del Estado español. Exigía la formación morada, incluso, activar contra la credibilidad y estabilidad de su propio país el artículo 7 del Tratado de la UE. Habría España infringido el capítulo de “valores fundamentales”. Y se le debería escarmentar sustrayéndola del voto y de otras funciones capitales en el organismo supremo e intergubernamental del Consejo Europeo.

La iniciativa no ha prosperado más allá de su propio exotismo, pero es ilustrativa no sólo del insólito fervor comunitario que parece haber descubierto la euroescéptica Podemos, sino de la conspiración que España urde contra sí misma en un frente abierto e inesperado cuyas energías desestabilizan la concentración en la prioridad histórica de la crisis catalana.

Se diría que el españolismo se ha convertido en un folclorismo anacrónico. Y que cualquier escrúpulo hacia la Constitución o hacia la incolumidad del Estado se interpreta desde Podemos y sus satélites —Ada Colau, por ejemplo— como una trasnochada veneración sentimental. Ha prosperado no en Barcelona, sino en Madrid, un ajuste de cuentas que indistintamente denuncia el genocidio indígena, que maldice los Pactos de la Moncloa y que reconoce la adanista, pura, identidad de los pueblos, siempre y cuando esa identidad no consista precisamente en la española ni se revista de la bandera roja y gualda o incurra en una autoestima patriótica.

Reaparece así una antigua tradición autodestructiva que el historiador Stanley Payne describió desde la academia y la equidistancia. La peculiaridad de la leyenda negra de España —su ferocidad imperialista, su pulsión inquisitorial, su esclavismo, su oscurantismo intelectual— no consiste sólo en que la fomentaran las potencias rivales desde la propaganda y la hegemonía geopolítica, sino que le otorgase musculatura la propia intelectualidad y progresía nacionales. Fue necesario incluso crear un neologismo hiperbólico, el “excepcionalismo”, para definir la propensión a la vergüenza patriótica que ha adquirido impostura teatral estas semanas de camisetas y banderas blancas.

Ya lo escribía la historiadora Elvira Roca Barea: los intelectuales españoles han tenido que ser hispanófobos para alcanzar una posición de prestigio. Sucedió con la pérdida de Cuba y de Puerto Rico en el desmantelamiento del imperio colonial. Ocurrió en el primer brote del nacionalismo decimonónico. Los rivales de España estaban fuera y estaban dentro. Y más dentro que fuera están ahora, toda vez que la campaña de desprestigio que encabeza Pablo Iglesias desde el derecho de autodeterminación y la aquiescencia de una cierta izquierda mediática, aspira a desfigurar el modelo de convivencia, incluso a abjurar de un milagro político, la transición, que se estudia y observa en ultramar como una proeza de responsabilidad, audacia, cesión y consenso.

No termina de superarse el cainismo celtibérico. La riña a garrotazos de Goya representa un símbolo cultural y antropológico que exige periódica renovación de sudor y de sangre. Pero no estamos en la pugna de una España contra otra España, a la usanza del guerracivilismo ni de las antiguas implicaciones ideológicas, sino en una hispanofobia de matriz española cuyos exégetas instan a avergonzarse de la nación, balcanizarla y caricaturizarla como un parque temático donde están proscritos los sentimientos de pertenencia a un proyecto común.

Ser español no significa emocionarse con Manolo Escobar, por mucho que el difunto mito almeriense haya resucitado como una insólita expresión de la canción protesta. Significa reconocerse en un país que ha prosperado sin rencor, que ha superado la aberración del terrorismo etarra, que se ha adherido al proceso de construcción europeo, que ha progresado en la tolerancia y en la conquista de derechos sociales, que se ha descentralizado, que es solidario y generoso —la donación de transplantes, las manos blancas—, que ha extirpado de su naturaleza política la extrema derecha y cuya idiosincrasia plural, compleja caleidoscópica no consiste en la restricción ni en la exclusión, sino en una concepción de la identidad enriquecida a la que pretende devorar el oso cavernario apretando las fauces del populismo y el nacionalismo.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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jueves, 17 de agosto de 2017

[A vuelapluma] El mito de la caverna





Establecemos como cierto lo que todo el mundo sabe falso y lo es, pero hemos aprendido a construir “nuestra” propia realidad, la que nos pueda interesar, escribía hace unos días Juan José Almagro, abogado y doctor en Ciencias del Trabajo, recreando nuestro propio mito de la caverna platónico.

Hace muchos años, comienza diciendo, tantos como dos mil cuatrocientos, en plena madurez creativa Platón nos reveló en su República el hermoso y siempre actual mito de la caverna. Decía el filosofo griego que el reino de las apariencias se representa en una gruta en la que estamos sentados de espaldas a un fuego llameante, mientras que entre el fuego y nosotros pasan figuras reales. Pero nosotros solo vemos los movimientos de sus sombras proyectadas sobre las paredes de la caverna, y esas sombras constituyen nuestra realidad… Apariencia y realidad, ser o no ser, querer o no querer; al final, siempre la misma cantinela desde que el mundo es tal. Y, como por nuestra propia naturaleza somos engañadores e incoherentes, algunos piensan que para salvar la dicotomía verdad/mentira y seguir viviendo tan ricamente en el engaño (las apariencias), los seres humanos nos inventamos hace algún tiempo el moderno lenguaje diplomático que, entre otras tareas, dulcifica el discurso y, si fuera menester, disfraza los hechos y permite decir una cosa y hacer otra, eso si, con educación, aunque para hacer bien la tarea se necesite práctica y, según las circunstancias, cierta manipulación con maneras de encantador de serpientes.

Sin tanta delicadeza, en ocasiones abruptamente, se desarrollan hoy la política y las relaciones personales/familiares/institucionales/económicas/empresariales gracias a un discurso que, poco a poco, ha facilitado el transito a la época de la posverdad y consagrado la posibilidad de mentir apelando a determinados sentimientos (nunca a razones, datos, dialogo y argumentos) para establecer como cierto lo que todo el mundo sabe falso, y lo es. Hemos aprendido a construir “nuestra” propia realidad, la que nos pueda interesar.

Muchos dirigentes, da igual su clase y condición, se han dejado atrapar por el poder y las vanidades del cargo, del que deberían ser transparentes servidores. El poder por el poder es su mantra cotidiano, y han olvidado que ocupan sus puestos para gestionar la enorme fuerza transformadora que, en su propia esencia, encierran la empresa y las instituciones. Hacen dejación de su responsabilidad y mienten, entre otras razones, porque están acostumbrados a mentir de forma reiterada y sistemática, y a transformar sus palabras no en hechos sino en retórica. Aunque ahora lo llamemos de otra forma, negar la verdad o mentir siempre será una falta de respeto.

Koyré dejo escrito que el hombre ha mentido siempre, “se ha engañado a si mismo y a los otros. Ha mentido por placer, por el placer de ejercer la sorprendente facultad de decir ´lo que no es´ y crear, gracias a sus palabras, un mundo del que es su único responsable y autor". Así ocurre con los llamados “hechos alternativos”, teoría del todavía presidente Trump, peligroso paradigma de este despropósito y, como tantos otros, usuario fiel de tecnologías y redes que le sirven de parapeto y amplifican sus mentiras. Afirmar lo que no es se ha convertido en un deporte de moda en USA, pero que se juega en una liga mundial, también en la vieja Europa y España; en los congresos de los partidos políticos, en los testimonios de los dirigentes ante los parlamentos o ante los jueces; se miente a los ciudadanos, a los accionistas de las empresas que quiebran y a los depositantes de bancos que se hunden cuando el día anterior eran solventes.

La democracia, sin los innecesarios apellidos con la que hoy la adornamos (auténtica, moderna, verdadera...), debiera ser un feliz maridaje entre justicia y libertad, entre participación activa permanente y representatividad; con gobiernos e instituciones decentes, con dirigentes (políticos, institucionales o empresariales, tanto monta) que sean transparentes en su actuar y acepten rendir cuentas como una obligación y no como señal de descrédito; que se comprometan solidariamente con la sociedad, procuren la resolución de los problemas que inquietan a los ciudadanos y fomenten el aprecio, la defensa y el cuidado de las cosas que son de todos, aunque estén en nuestras manos. De ninguna manera ha de permitirse que nadie se beneficie en exclusiva de los bienes comunes y trastoque la jerarquía del bien público y el bien particular.

Los límites éticos que admite y, desde otra perspectiva, demanda el común de los ciudadanos se imponen aceleradamente, termina diciendo. La gente, la sagrada Opinion Pública, harta de imposturas, quiere que empresas e instituciones, de cualquier ámbito, cumplan de verdad la función social para las que fueron creadas, y que las organizaciones no solo sirvan para enriquecer a dirigentes poco escrupulosos y con ambición desmedida que, además, proyectan casi siempre una imagen de triunfadores prepotentes con difícil encaje en este mundo más solidario que no solo se atisba sino que nos vigila desde el horizonte, allá donde reside la utopía.



Donald Trump



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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