Cuando era yo aún un mozalbete, a finales de los 50 del pasado siglo, recuerdo que tenía un vecino, unos años mayor que yo, que estudiaba en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense. Vivía justo encima de nuestro piso, en el 3º-D, del número 24 de la calle Chile de Madrid. Lo admiraba; o mejor dicho, lo envidiaba. A mí, aquello de que alguien estudiara una cosa llamada "Ciencias Políticas" me sonaba como muy exótico. Era un joven alto, delgado y apuesto. Lo recuerdo casi siempre vestido con pantalón y jersey negro; y un mucho distante, estirado y presuntuoso, como muy creído de su superior estatus de estudiante universitario. Nadie de mi familia había pasado nunca por dicha institución; eso era algo alejado de nuestras posibilidades y pretensiones. Lo nuestro era, terminados los estudios (como máximo el bachillerato superior) comenzar a trabajar. Ignoro si terminó la licenciatura y si acabó como profesor en la Facultad de Ciencias Políticas. Le perdí la pista, aunque su familia seguía viviendo en el mismo piso cuando yo me vine a Canarias, a comienzos de 1967. Por su edad, ahora tendría que estar rondando los 75 años, y me extrañaría que hubiera llegado a tiempo de conocer como alumnos a la nueva hornada de diputados y senadores que acaban de acceder a sus cargos electivos y dan la impresión de pretender reescribir la historia, la de España y la del mundo, como si nada hubiera ocurrido hasta, al menos nada de valor ni importancia, que ellos han hecho su aparición.
Denostar la Transición española a la democracia es para ellos, para una buena parte de ellos, sobre todo la más ubicada a la izquierda, su punto de partida y de referencia. No seré yo quien les lleve la contraria; sinceramente, como protagonista -modestísimo- de ella (de la tan denostada Transición), me la trae al pairo su opinión. Respeto su derecho a exponerla, faltaría más, pero me dejan frío la mayor parte de sus argumentos. Así que, como historiador, cuando sale a debate público algún nuevo estudio que arroje una cierta luz sobre ella y sus zonas oscuras, siento que renace en mí la esperanza de alguna vez dejemos los españoles de torturarnos con nuestro pasado y lo asumamos tal y como es, como fue, sin utilizarlo como arma arrojadiza de unos contra otros.
Luis Palacios Bañuelos es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Revista de Libros publicaba hace unos días un interesante artículo suyo, titulado Narrar la Transición con sus luces y sombras, en el que reseñaba críticamente un reciente libro del historiador hispano-británico Tom Burns: De la fruta madura a la manzana podrida. El laberinto de la Transición (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015).
Cuando se cumplen cuarenta años de la proclamación de Juan Carlos I como rey de España nombrado por Franco, -dice el profesor Palacio- es oportuno reflexionar sobre la Transición, pues aquella ilusión que acompañó al proceso de hacer realidad la democracia se ha trucado hoy –por desconocimiento histórico, por el lógico paso del tiempo o por inducción partidista– en desafección para muchos españoles. De esto trata este interesante libro de Tom Burns, añade.
Denostar la Transición española a la democracia es para ellos, para una buena parte de ellos, sobre todo la más ubicada a la izquierda, su punto de partida y de referencia. No seré yo quien les lleve la contraria; sinceramente, como protagonista -modestísimo- de ella (de la tan denostada Transición), me la trae al pairo su opinión. Respeto su derecho a exponerla, faltaría más, pero me dejan frío la mayor parte de sus argumentos. Así que, como historiador, cuando sale a debate público algún nuevo estudio que arroje una cierta luz sobre ella y sus zonas oscuras, siento que renace en mí la esperanza de alguna vez dejemos los españoles de torturarnos con nuestro pasado y lo asumamos tal y como es, como fue, sin utilizarlo como arma arrojadiza de unos contra otros.
Luis Palacios Bañuelos es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Revista de Libros publicaba hace unos días un interesante artículo suyo, titulado Narrar la Transición con sus luces y sombras, en el que reseñaba críticamente un reciente libro del historiador hispano-británico Tom Burns: De la fruta madura a la manzana podrida. El laberinto de la Transición (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015).
Cuando se cumplen cuarenta años de la proclamación de Juan Carlos I como rey de España nombrado por Franco, -dice el profesor Palacio- es oportuno reflexionar sobre la Transición, pues aquella ilusión que acompañó al proceso de hacer realidad la democracia se ha trucado hoy –por desconocimiento histórico, por el lógico paso del tiempo o por inducción partidista– en desafección para muchos españoles. De esto trata este interesante libro de Tom Burns, añade.
La tesis central es que «la Transición fue la caída del árbol de la fruta madura» y hoy «la mercancía –la fruta– está muy podrida». El libro de Burns -dice- dedica más de trescientas páginas a mostrar el proceso por el que la manzana va pudriéndose y la democracia pervirtiéndose, ayudándonos así a entender mejor qué ha fallado para, a partir de ahí, revisar, rectificar y regenerar nuestra democracia.
Para Burns, -dice Palacio- el punto de arranque de la Transición está en el tardofranquismo y su comienzo fue la jura en julio de 1969 de Juan Carlos como sucesor de Franco a título de rey; el éxito del desarrollismo español; el peso del recuerdo de la Guerra Civil; y la toma de conciencia por parte de los españoles de la normalidad existencial de España y su deseo de normalidad política. Porque la Transición -añade- tenía un doble objetivo: lograr una democracia de corte europeo y consolidar a la Corona como árbitro del sistema parlamentario. El «actor» elegido para representar la función fue Adolfo Suárez, sugerido al rey por Torcuato Fernández-Miranda: «lo que el rey me ha pedido». Con lo que no contaron era con que Adolfo Suárez querría seguir ocupando un papel estelar en la siguiente función, en la segunda etapa de la Transición, que era la democracia.
Para Burns, -dice Palacio- el punto de arranque de la Transición está en el tardofranquismo y su comienzo fue la jura en julio de 1969 de Juan Carlos como sucesor de Franco a título de rey; el éxito del desarrollismo español; el peso del recuerdo de la Guerra Civil; y la toma de conciencia por parte de los españoles de la normalidad existencial de España y su deseo de normalidad política. Porque la Transición -añade- tenía un doble objetivo: lograr una democracia de corte europeo y consolidar a la Corona como árbitro del sistema parlamentario. El «actor» elegido para representar la función fue Adolfo Suárez, sugerido al rey por Torcuato Fernández-Miranda: «lo que el rey me ha pedido». Con lo que no contaron era con que Adolfo Suárez querría seguir ocupando un papel estelar en la siguiente función, en la segunda etapa de la Transición, que era la democracia.
La importantísima Ley para la Reforma Política es muestra de que se entendiera la lógica de la madurez de la fruta. Perspicazmente, -añade- Burns apostilla que el anteproyecto de dicha Ley que finiquitó la dictadura fue redactado por un prohombre del régimen y «estaba a la altura de lo que escribían los padres fundadores de la independencia de Estados Unidos». En ese texto, Fernández-Miranda decía que, en democracia, la supremacía de la ley era la expresión de la voluntad suprema de los españoles y que los diputados del Congreso serían elegidos por sufragio universal directo y secreto. Nada que ver con el franquismo. Y concluye que «habiendo examinado escuetamente la lanzadera del tránsito a la democracia, cabe preguntarse ahora hasta qué punto Franco fue ajeno al proceso político que se desataría con su muerte y con el entierro del Régimen». No ha de olvidarse que el «atado y bien atado» se sustentaba en dos soportes: primero, en el príncipe y, segundo, en las instituciones del régimen y, por tanto, el nombramiento de un sucesor culminaba su obra.
El libro se detiene -sigue refiriendo Palacio- en el papel desempeñado por los jóvenes reformistas del régimen –la «generación del tránsito»–, pues ellos eran quienes mejor sabían cómo cortar la fruta, que estaba madura, sin dañarla. Adolfo Suárez, Eduardo Navarro, Rodolfo Martín Villa y Gabriel Cisneros son algunos de ellos. Entendieron que la Transición era un proceso que se distinguiría por la continuidad y no el continuismo. Querían pactar evitando rupturas. Eran hombres formados en un joseantonianismo/falangismo y en un patriotismo crítico con la situación política del franquismo, y antes de morir Franco ya estaban en otra cosa. El arquetipo es Suárez, «uno de esos políticos natos que saben al segundo la orientación que toman los vientos […] fue un camaleón […] lo notable de Suárez fue un perfil irreprochablemente adaptado a la encrucijada de su tiempo». Comenzaron a conocer a un Juan Carlos que, a raíz de su juramento como sucesor de Franco, les inspiraba confianza y optimismo y «ayudó a descubrirnos que España era capaz de conseguir todo lo que se propusiera, y este optimismo lo puso en marcha don Adolfo Suárez».
En la operación Transición -sigue diciendo Palacio- hubo tres actores fundamentales: Juan Carlos como empresario, Torcuato Fernández-Miranda –«seguramente el político más inteligente y a la vez el más soberbio del Régimen»– como guionista de la obra y Adolfo Suárez como actor elegido para la representación: «fue un trepador más competitivo hacia las alturas del poder y el más telegénico de aquella quinta». Pero el autor del libro -añade- no olvida, amén del papel del pueblo español, la oposición, la Iglesia, etc., a otros muchos protagonistas como Santiago Carrillo, Rafael Calvo Serer, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, Jaime Carvajal, Carlos Arias Navarro, Luis Carrero Blanco, José Joaquín Puig de la Bellacasa y un largo etcétera. Y se detiene en Fraga, por su relevancia política y su aceptación de la democracia, afirmando que Suárez le robó su agenda reformista, su cartel centrista y la mayor parte de su base electoral. Pero su máxima atención -dice Palacio del libro de Burns- la dedica máxima al rey Juan Carlos, Adolfo Suárez, Felipe González y José María Aznar.
Primero, al rey Juan Carlos, al que denomina como "la partera de la democracia". Su intención inicial -añade- de animar a la creación de un amplio partido de centro-derecha fracasó, pero, gracias a su conocimiento de la realidad española, pudo comprobar que la fruta estaba madura y supo ver que él, apoyado por gente de su generación, sería quien cogería esa fruta para articular una España constitucional y una monarquía parlamentaria. Él era continuador del régimen, pero para reinar y restaurar la monarquía de los Borbones, para lo cual no podía ser el continuista del franquismo. Burns -dice el profesor Palacio- tiene claro que el rey heredó a Franco, pero «sucedió» a su padre, don Juan.
¿Pero cómo se llega a pudrir la manzana? Los comienzos de «una fermentación que convirtió la fruta madura en una manzana podrida» están para Burns en el proceso electoral y en el marco establecido para elegir unas Cortes constituyentes que definirían los parámetros de la democracia. Comienzan cuando el PSOE decide que, para vender mejor su mensaje, más que un ideario plural, era necesario poner un rostro a la voz de un partido que llevaba cuarenta años debajo de las piedras. Felipe González, con su gran tirón popular, estableció un liderazgo fuerte e incuestionable que en adelante sería una constante en el parlamentarismo español, pues algo similar hicieron el resto de los partidos: el jefe sería quien repartiría las diferentes parcelas de poder. En resumen, -añade- los socialistas eligieron un rostro por razones tácticas y los centristas lo hicieron por pura necesidad con el Suárez del «puedo prometer y prometo», único activo de una UCD que no era sino una amalgama de ambiciones personales de distinta procedencia. Y el liderazgo de Felipe González fue en aumento, mientras que el de Adolfo Suárez fue disminuyendo hasta desaparecer. Porque Suárez no supo capitalizar sus logros políticos y el electorado, que no es nunca agradecido, no votó en reconocimiento a promesas cumplidas, sino en función de otras ofrecidas y más ilusionantes.
Será durante los años del PSOE en el poder y, luego, durante la etapa del centro-derecha, cuando aquella fruta madura se estropee del todo. Aquello de «quien se mueva no sale en la foto» era mucho más que una anécdota, pues en realidad, puntualiza Burns, no dejaba de ser una norma irrenunciable del anterior régimen. El análisis que Burns hace de Felipe González, como líder que acaparó todo el poder centrando en torno suyo la vida pública en España, resulta muy sugerente. Felipe González «estableció un estilo de ejercer el poder y de gobernar que definiría la política española a lo largo de una época». Suresnes –donde no se refundó, sino que se reinventó el PSOE–, el Felipe González heterodoxo y no marxista, el Felipe González del discurso ético, el Felipe González pragmático, darían vida a un partido a su medida, el felipismo, que estableció el procedimiento, las tácticas y las trampas según las cuales se comportarían los partidos políticos. Acumular poder, fabricar adhesiones inquebrantables y mesianismo fue lo que el felipismo dio a unos votantes que se lo demandaban. Aquel PSOE de Felipe González, más que izquierdista, era populista. Comenzó así un nuevo régimen con un poder político que tenía toda la apariencia de ser un poder absoluto: y la fruta madura de la libertad acabó pudriéndose. Emergió la tóxica tentación del adanismo, del rechazo de conductas anteriores y pasaron al olvido las señas de identidad del partido tradicional, su comportamiento ético y su austeridad moralizante, porque aquel cúmulo de votos «alejó la posibilidad de la alternancia en el poder y debilitó a la sociedad civil».
Igual que Adolfo Suárez le robó el centrismo a Fraga y Felipe González se lo robó a Suárez, Aznar le robó el centrismo a Felipe González después de catorce años de felipismo. Aznar -continúa diciendo- entró en política cuando la fruta madura había sido cosechada hacía tiempo. Heredó de González una incuestionable manzana podrida: «fuertes desequilibrios económicos –siendo la desocupación de uno de cada cinco españoles en edad de trabajar el más lacerante de ellos–; una administración pública anquilosada por falta de reforma, y desmotivada y bajo sospecha por haber sido politizada; y una instituciones deslegitimadas al estar altos cargos bajo acusación judicial». Aznar era el candidato de una nueva generación de políticos. Modernizó el centro-derecha y lo desfranquicizó. Los populares tenían un cheque en blanco para darle la vuelta al centro-derecha cuando se hicieron con el partido en el congreso de Sevilla en 1990 e intentaron implantar el centro reformista. Sus aportaciones, económicas sobre todo, fueron, según Burns, importantes. También traza paralelismos entre Aznar y el socialdemócrata Tony Blair, y habla de su fascinación por Estados Unidos, que acabó por hundirles en el más hondo de los pozos. Tanto que, injustamente, a ambos se les recuerda solamente por la guerra de Irak. Pero Aznar decepcionó a quienes esperaban de él un reforzamiento del sistema parlamentario. Pudo haber hecho una reforma de la Ley Electoral, pudo haber patrocinado un debate interno y fomentar la transparencia en el PP, pudo haber profesionalizado –es decir, despolitizado– la Administración pública, pero la manzana siguió pudriéndose bajo su mandato. Su prioridad fue sanear las cuentas públicas, reducir la inflación y estimular el crecimiento económico para que España estuviese en la parrilla de salida de la Eurozona. Difícil todo ello, porque el PSOE legó un balance muy deteriorado. Burns destaca que el haber económico de Aznar fue abultado e incuestionable. No lo fue en lo político. Y nombrar sucesor fue la continuación de las peores prácticas de la vieja política.
Será durante los años del PSOE en el poder y, luego, durante la etapa del centro-derecha, cuando aquella fruta madura se estropee del todo. Aquello de «quien se mueva no sale en la foto» era mucho más que una anécdota, pues en realidad, puntualiza Burns, no dejaba de ser una norma irrenunciable del anterior régimen. El análisis que Burns hace de Felipe González, como líder que acaparó todo el poder centrando en torno suyo la vida pública en España, resulta muy sugerente. Felipe González «estableció un estilo de ejercer el poder y de gobernar que definiría la política española a lo largo de una época». Suresnes –donde no se refundó, sino que se reinventó el PSOE–, el Felipe González heterodoxo y no marxista, el Felipe González del discurso ético, el Felipe González pragmático, darían vida a un partido a su medida, el felipismo, que estableció el procedimiento, las tácticas y las trampas según las cuales se comportarían los partidos políticos. Acumular poder, fabricar adhesiones inquebrantables y mesianismo fue lo que el felipismo dio a unos votantes que se lo demandaban. Aquel PSOE de Felipe González, más que izquierdista, era populista. Comenzó así un nuevo régimen con un poder político que tenía toda la apariencia de ser un poder absoluto: y la fruta madura de la libertad acabó pudriéndose. Emergió la tóxica tentación del adanismo, del rechazo de conductas anteriores y pasaron al olvido las señas de identidad del partido tradicional, su comportamiento ético y su austeridad moralizante, porque aquel cúmulo de votos «alejó la posibilidad de la alternancia en el poder y debilitó a la sociedad civil».
Igual que Adolfo Suárez le robó el centrismo a Fraga y Felipe González se lo robó a Suárez, Aznar le robó el centrismo a Felipe González después de catorce años de felipismo. Aznar -continúa diciendo- entró en política cuando la fruta madura había sido cosechada hacía tiempo. Heredó de González una incuestionable manzana podrida: «fuertes desequilibrios económicos –siendo la desocupación de uno de cada cinco españoles en edad de trabajar el más lacerante de ellos–; una administración pública anquilosada por falta de reforma, y desmotivada y bajo sospecha por haber sido politizada; y una instituciones deslegitimadas al estar altos cargos bajo acusación judicial». Aznar era el candidato de una nueva generación de políticos. Modernizó el centro-derecha y lo desfranquicizó. Los populares tenían un cheque en blanco para darle la vuelta al centro-derecha cuando se hicieron con el partido en el congreso de Sevilla en 1990 e intentaron implantar el centro reformista. Sus aportaciones, económicas sobre todo, fueron, según Burns, importantes. También traza paralelismos entre Aznar y el socialdemócrata Tony Blair, y habla de su fascinación por Estados Unidos, que acabó por hundirles en el más hondo de los pozos. Tanto que, injustamente, a ambos se les recuerda solamente por la guerra de Irak. Pero Aznar decepcionó a quienes esperaban de él un reforzamiento del sistema parlamentario. Pudo haber hecho una reforma de la Ley Electoral, pudo haber patrocinado un debate interno y fomentar la transparencia en el PP, pudo haber profesionalizado –es decir, despolitizado– la Administración pública, pero la manzana siguió pudriéndose bajo su mandato. Su prioridad fue sanear las cuentas públicas, reducir la inflación y estimular el crecimiento económico para que España estuviese en la parrilla de salida de la Eurozona. Difícil todo ello, porque el PSOE legó un balance muy deteriorado. Burns destaca que el haber económico de Aznar fue abultado e incuestionable. No lo fue en lo político. Y nombrar sucesor fue la continuación de las peores prácticas de la vieja política.
Pero lo peor llegó después de Aznar, cuando «la nave tomó un rumbo progresivamente pantanoso». No dedica espacio el libro a José Luis Rodríguez Zapatero, que, sin duda, no era Felipe González. Fue un exaltado que llegó a preocupar seriamente a los veteranos del socialismo hispano y que resucitó, entre otras cosas, el penoso tema de las dos Españas.
El libro de Tom Burns -concluye el profesor Palacio- es una narración que aporta claridad y planteamientos novedosos en aquel laberinto que fue la Transición. En resumen, -añade- «el franquismo injertó el estatismo y el corporativismo a la fruta madura y los legó a la sociedad española junto con el deseo, no anticipado por la dictadura, de reconciliación y el ansia de la normalización política». La tentación caudillista, o populista, se hace presente tanto en la derecha como en la izquierda cuando los diputados carecen de cercanía con los votantes y el Parlamento. Unos y otros crearon un híbrido entre el sistema presidencialista y un sistema parlamentario, inclinándose hacia el primero. Con la Ley Electoral florecieron el hiperliderazgo y el control del aparato y se corrompió la manzana. Cuarenta años después, -dice- la mercancía está muy podrida, pero no es necesario partir de cero, añado yo, para recomponerla.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
El libro de Tom Burns -concluye el profesor Palacio- es una narración que aporta claridad y planteamientos novedosos en aquel laberinto que fue la Transición. En resumen, -añade- «el franquismo injertó el estatismo y el corporativismo a la fruta madura y los legó a la sociedad española junto con el deseo, no anticipado por la dictadura, de reconciliación y el ansia de la normalización política». La tentación caudillista, o populista, se hace presente tanto en la derecha como en la izquierda cuando los diputados carecen de cercanía con los votantes y el Parlamento. Unos y otros crearon un híbrido entre el sistema presidencialista y un sistema parlamentario, inclinándose hacia el primero. Con la Ley Electoral florecieron el hiperliderazgo y el control del aparato y se corrompió la manzana. Cuarenta años después, -dice- la mercancía está muy podrida, pero no es necesario partir de cero, añado yo, para recomponerla.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Entrada núm. 2577
elblogdeharendt@gmail.com
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)