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lunes, 9 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Contra la pared



Fotograma de la serie de televisión Euphoria, de HBO


La ficción televisiva es una sofisticada manera de retratar la burda realidad, comenta la escritora Lara Moreno. El domingo por la noche, comienza diciendo Moreno, vi un capítulo de Los Soprano. Junior Soprano, tío y mentor de Tony, está en un hotel con su amante, Bobbi Sanfillipo. En la cama, Bobbi, cariñosa y seductora, lo felicita por lo bien que practica el sexo oral. Lo festeja: es una suerte que ella tiene, algo insólito que él le regala. Junior está serio. Es un señor mayor y respetable; un mafioso de Nueva Jersey. Le advierte: no le gusta que ella hable de eso, es algo que absolutamente nadie tiene que saber. Por supuesto, ya es tarde. La mujer ha compartido su alegría con otras mujeres, y la delicada información llega a oídos de Tony, su bravo sobrino, que en aras de la compleja relación que tiene con su tío, acabará burlándose de él durante una sesión de golf. Por comer felpudos. La escena siguiente es dura e incómoda. Junior va a buscar a Bobbi a la oficina. Le grita, la insulta, la empuja contra la pared, la inmoviliza y, en vez de pegarle en la cara, de hecho, para no hacerlo, le refriega una tarta que había sobre la mesa, con fuerza, con rabia. La despide. Se va. Y ella llora, con el merengue y el bizcocho bajándole por el rostro: “Corrado, no me dejes, por favor, no me dejes”. Este capítulo se emitió por primera vez en 1999.

El martes por la tarde vi un capítulo de Euphoria. Es la serie sobre adolescentes pero no solo para adolescentes que estrenó HBO este verano. Deberían verla todas las madres y los padres, a pesar del pánico, precisamente por él. Maddy es la novia de Nate, el macho alfa del instituto, alto y guapo. Durante una feria, Maddy va vestida de forma sexy, Nate intenta obligarla a que se cambie; no quiere que sus padres la vean así. Ella se rebela ante su familia, lo provoca, lo ridiculiza. Él va decidido tras ella y, en la oscuridad de un callejón, la coge del cuello y la embiste contra un camión. Ella lo perdona. Es 2019.

Veinte años no es nada. La ficción televisiva, una sofisticada manera de retratar la burda realidad. Me pregunto entre cuántos hombres (la cifra exacta de los hombres de la Tierra) ya está bien visto practicar el sexo oral a las mujeres. Me pregunto también cuántos hombres siguen cogiendo a mujeres del cuello y aplastándolas contra la pared. La cifra exacta de los hombres de la Tierra. Las paredes son para los besos, y la distancia entre Junior Soprano y Nate Jacobs es un simple lunes de septiembre, cargado de secretos. 






La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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lunes, 5 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Con lo bonita que es la palabra niña



Fotografía de Getty Images para El País


Yo pienso en todas las niñas del mundo y solo veo fuerza e inocencia y brillo y futuro. El problema es que da igual cómo nos llamen, porque desde ese lado desde donde nos condicionan y nos juzgan todas las palabras llevan una carga terrible, comenta la escritora Lara Moreno.

Porque no podemos negarlo: es una palabra preciosa. Yo pienso en todas las niñas del mundo y solo veo fuerza e inocencia y brillo y futuro. Lo malo es que no todas las niñas del mundo tienen futuro. Pienso también en mi niña en concreto, pienso en ese momento de hace ya unos años en que me dijeron en la sala de ecografías: “Parece que es una niña”, y la palabra se disolvió en mi médula espinal y todavía la riega. Una niña. Es una palabra tan nuestra, una que además puede llenar de camaradería, de ternura, de complicidad, de cariño y de consuelo todo lo que venga después, cuando se coloca en el lugar adecuado de la boca, cuando una amiga, por ejemplo, ya adulta, le dice a otra amiga, igual de adulta: “Mi niña, ¿cómo estás?”, o “Venga niña, vente a bailar conmigo esta noche”. Hay mil formas de usar la belleza de este sustantivo, mil formas de convertirlo en un adjetivo amable, en un apelativo maravilloso. El problema no es ese.

El problema es que da igual cómo nos llamen, porque desde ese lado desde donde nos llaman, desde donde nos condicionan y nos juzgan, todos los adjetivos, los sustantivos, los adverbios, todas las palabras usadas llevan una carga terrible, pasan por un filtro en el que dejan de ser las palabras que nuestro certero idioma ofrece para nombrar el mundo y se convierten en una jaula, en una lanza, en un manto de brea que nos tapa los rostros, la mirada, la identidad, la existencia; el futuro. La niña. Qué despectivo, de pronto, algo tan hermoso. Pero si fuera solo eso: la negra, la gorda, la vieja, la guarra o la mal follada. O la prima tercera. La mujer. La niña. Al menos cuando te llaman niña a veces es para decir que eres muy lista. Es muy lista la niña (aunque no como para gobernar). Cuando te dicen gorda, vieja, guarra, negra, ni siquiera. Ahí no hay cerebro que valga.

Puedo especificar por qué hablo de esto, pero en realidad no quiero, porque da igual, porque todas las niñas van a saber de qué hablo y el resto, seguramente, también. Porque sigue siendo universal y atemporal. Parece mentira. Hemos luchado por aquello del respeto y la igualdad, educamos en aquello del respeto y la igualdad, nos hemos desgañitado con aquello del respeto y la igualdad, lloramos por el respeto y la igualdad y levantamos las manos e incluso la caricia y el susurro con lo del respeto y la igualdad. Ya basta. Señores (y señoras) que nos miráis desde ese lado: no nos nombréis, dejadnos en paz, a todas. Sobre todo, a las que tengáis más cerca.





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jueves, 11 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Tocarnos sin miedo





Cuando fui a ver Jauría, comenta la escritora Lara Moreno,  salí con la reforzada convicción de que nuestra educación sexual es condenable y peligrosa. Empecé viendo a Rocky Balboa, comienza diciendo, con sus ojos de vaca casi tiernos y su ingenua crítica social asociada a un chándal gris y a una triste novia de barrio. Intenté acostumbrarme sin éxito a los esteroides de Schwarzenegger o de Jean-Claude Van Damme, los cabeza de buey, los rompe cráneos. Masa humana inflada golpeando. Bebedores de leucocitos. Pasé miedo con Freddy Krueger, un miedo completamente exento de empatía. Aquello estaba hecho para ser mirado, pero a mí me costaba mirar. Todo esto acabó; aunque tarde, llegaron los años en los que podía decidir por mí misma. La violencia audiovisual ¿empezó a ser otra cosa? Recuerdo los debates que tuve con amigos sobre Irreversible, la película de Gaspar Noé, donde se filma una violación desde el suelo, con un plano fijo, durante más minutos de lo establecido (fuera del porno, claro). Esa violación estaba exenta de erotismo y había que sostenerle el pulso a la pantalla. Yo tuve que quitar el sonido, y aun así no conseguí mantener los ojos abiertos. Aquello tenía un mensaje, decíamos. Igual que Funny Games, de Haneke: ¿no era esa mirada a cámara del depravado protagonista, esa sonrisa, el guiño que confirmaba la condición de crítica a través del arte? La violencia siempre debería incomodar. Estremecer. La violencia siempre debería resultar repulsiva. Pero el entretenimiento, parque de atracciones del capitalismo, está por encima del bien y del mal. Y quién no ha disfrutado con el capítulo de Juego de tronos donde se apuñala a una embarazada en el vientre. Sangre sofisticada.

Cuando fui a ver Jauría, la obra de teatro de Miguel del Arco sobre el juicio de La Manada, salí con la reforzada convicción de que nuestra educación sexual (y por lo tanto emocional), la de todos, que viene directamente de la industria pornográfica y de siglos de machismo y patriarcado aderezados con restos de una losa católica, es condenable. Es peligrosa. Los gestos, la bravuconería, la violencia, el uso y la anulación y la destrucción del otro, de la otra, de todas las otras: urge empezar de nuevo. Y cuidado: no mezclemos el amor en la educación sexual y emocional, el amor no es algo que nos vaya a caer del cielo para salvarnos. El amor es un sentimiento, no una posición. Solo nos queda mirar al otro con respeto y desde la igualdad. Entonces podremos empezar a tocarnos sin miedo. 



Una escena de la obra de teatro 'Jauría'



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