miércoles, 17 de septiembre de 2025

DE LAS FALACIAS DEL TECNOSOLUCIONISMO

 







Los ‘tecnosolucionistas’ prometen un mundo sin incertidumbres ni controversias, es decir, sin democracia, escribe en El País [Autoritarismo digital, 17/09/2025] el filósofo Daniel Innerarity.  Resulta curioso, comienza diciendo Innerarity, que quienes más esperanzados están con la técnica menos confían en la democracia. Al grupo de los autoritarios conocidos se añaden ahora tecnólogos de alta reputación. ¿Hay alguna razón que explique el hecho de que quienes formulan las promesas tecnológicas más audaces sean quienes menos creen en las promesas democráticas de la conversación igualitaria y la soberanía popular? ¿Existe alguna conexión entre el autoritarismo digital y el pesimismo respecto de la condición humana? En mi opinión, el nexo conceptual entre ambas disposiciones se encuentra en el modo como los tecnófilos conciben la relación de los seres humanos con el futuro.

La técnica está hoy sobrevalorada por los tecnosolucionistas que la consideran apropiada para resolver muchos problemas cuya naturaleza parecería requerir otro tipo de procedimientos y lógicas. Uno de los optimismos más audaces consiste en suponer que los problemas de naturaleza política tienen una solución técnica y que no es necesaria una intervención de otro tipo para que desaparezcan como problemas. La técnica se presenta así como un sustituto de la política; la democracia sería innecesaria, sus procedimientos de deliberación y decisión representan un estorbo cuando disponemos de los instrumentos, cálculos y velocidades que proporciona la tecnología; el debate es una pérdida de tiempo, la regulación un freno al avance tecnológico y la soberanía popular una consagración de la incompetencia. La versión digital de la expertocracia consiste hoy en la pretensión de los desarrolladores tecnológicos de decidir por nosotros, sin perder el tiempo en otras consideraciones.

Hay distopías tecnológicas, pero también un tecnosolucionismo exagerado. Ray Kurzweil lleva años augurando el adelanto de la inteligencia artificial a la humana y, entre otras cosas, la solución al envejecimiento. Sam Altman, el fundador de OpenAI, anuncia otros triunfos como la reparación del clima, el establecimiento de una colonia en el espacio y el descubrimiento de la totalidad del mundo físico. Estos y otros anuncios similares se apoyan en la convicción de que nuestro futuro se decidirá en la técnica. No es solamente que la técnica resolverá nuestros problemas, sino que disolverá el carácter problemático del porvenir en general, las angustias y temores que produce un futuro que desconocemos y que no logramos dominar. Por supuesto que el desarrollo de la técnica ha ido resolviendo muchos de nuestros problemas (al mismo tiempo que planteaba algún problema ella misma), pero la gran promesa de los nuevos señores tecnológicos no es tanto resolver como disolver los problemas y, por consiguiente, hacer que desaparezca ese futuro problemático, con su incertidumbre e imprevisibilidad. La misma idea de acabar con el envejecimiento e incluso garantizar la inmortalidad pretende salvarnos del porvenir, que eso es precisamente aquello de lo que carecen los seres inmortales.

La inteligencia artificial también está prometiendo la inmortalidad digital de los otros y propone convertir a nuestros difuntos en avatares con los que chatear. Y que lo hacen, por cierto, sin su consentimiento. Porque, ¿qué tipo de interacción es la que se establece entre un humano vivo y ese ser que los llamados “embalsamadores digitales” han reconstruido a partir de las huellas digitales que dejó antes de que pareciera morir? Tendríamos así un simulacro de pariente inmortal e interactivo que perfecciona la vieja superstición de quien creía oír la voz de sus ancestros. Podríamos llegar a convencernos de que ese otro no ha muerto del todo, de que las despedidas ya no son definitivas, como si la muerte fuera un mero cambio de estado y la digitalización pudiera proporcionarnos una cierta inmortalidad.

Cualquier promesa de inmortalidad digital implica una mutación de nuestra condición humana, que incluye temporalidad limitada, futuro indeterminado y libertad para configurarlo. Librarse del porvenir no es solo librarse de lo que está por venir, sino también no tener que decidir. Si nuestra vida fuera prolongada ilimitadamente gracias a la técnica, no tendríamos que tomar ninguna decisión relevante, ni nos encontraríamos frente a opciones en las que se jugara nuestra supervivencia o la de nuestras instituciones. Estaríamos en un presente continuo en el que solo nos correspondería la tarea de optimizarlo, sin cuestionamientos radicales. Una técnica así entendida no solo nos protege de posibles males futuros, sino que nos libra del porvenir en general en el que puedan irrumpir esos posibles males. Nos convertiríamos en seres a los que, en el fondo, no puede pasarles nada. Ciertas promesas de los tecnófilos, además de que no alcanzan a todos, tienen como objetivo terminar con una condición humana que consideran deplorable y todo su cortejo de incertidumbre, complejidad y necesidad de decidir. Se trataría de escapar de esa indeterminación que nos caracteriza: la del porvenir. Gracias al desarrollo de la técnica, la humanidad llegaría por fin a un estadio fijo y determinado, sin incertidumbre ni controversias, protegida de los riesgos de la decisión, es decir, sin humanidad.

El mito de Prometeo en el que se narra el origen de la técnica, comentado por Platón, se inicia con la constatación de una deficiencia que nos caracteriza a los humanos: no tener garras, ni pelaje, ni alas, disponer de un cuerpo tan poco especializado para una tarea determinada, nos convierte en los únicos seres cuyas facultades no son decididas de antemano. El malestar de no ser como los animales lo calmamos con un robo que hacemos a los dioses: el del fuego que posibilita la técnica de forjar, que es un poder divino de crear y moldear las propias facultades, convertir nuestra originaria inutilidad en versatilidad. El robo prometeico compensa nuestra falta de animalidad predeterminada con el poder de hacer casi cualquier cosa gracias a la técnica. No somos animales a los que la biología ha dotado con una específica habilidad, pero gracias a esa indeterminación podemos desarrollar habilidades inauditas. Hemos robado el poder de hacer, pero no hemos dejado de ser animales, es decir, seres vivos cuya vida depende de lo que hagamos, una supervivencia que no está garantizada por naturaleza, sino que se asegura artificialmente. El futuro que tendremos depende de nosotros, no está prefijado. Los humanos no podemos asegurar el porvenir ni con la fijación natural de los animales en un mundo determinado ni por asimilación a los dioses; nuestra viabilidad futura debe ser continuamente creada, protegida, decidida, y mediante una técnica que no está inscrita en nuestra naturaleza, sino que será siempre el resultado de un robo, que es una metáfora para designar nuestra artificialidad.

Tal vez ahora se entienda mejor la coherencia de los autoritarios digitales: se comienza confiando a la técnica que nos haga inmortales y se termina dando muerte a la democracia. No es una casualidad el hecho de que Xi Jinping y Vladímir Putin estuvieran hablando de la inmortalidad en su reciente encuentro en Pekín. Para hacer frente a los autoritarios tenemos que abordar ciertas preguntas básicas. ¿Por qué razón únicamente los seres mortales tienen democracia? La democracia solo tiene sentido en un ser que no está predeterminado, que tiene que decidir, cuyo futuro depende de una decisión. Por eso los señores tecnológicos tratan de convencernos de que algo se va a producir inexorablemente (una inevitable disrupción, el adelantamiento de la inteligencia artificial, las innovaciones tecnológicas que solo se producirían si no hay regulación, es decir, si no decidimos colectivamente acerca de cómo las queremos) y que empeñarse en decidir entre todos el futuro deseable es una pérdida de tiempo cuando ellos, investidos de su autoridad digital, pueden convertir esa técnica que según la mitología empezó con un robo, en una propiedad que adquirimos para toda la vida, eso sí, pagando el precio de que en ella todo esté decidido y predeterminado, que abandonemos esa condición humana cuya indefinición es lo que nos obliga a discutir, negociar y decidir, aquellas cosas que hacíamos en los viejos tiempos de la indeterminación democrática. Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política (Ikerbasque / Instituto Europeo de Florencia). Su último libro es Una teoría crítica de la inteligencia artificial (Galaxia Gutenberg), Premio Eugenio Trías de Ensayo.






















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