El lenguaje, para el lingüista estadounidense, es un módulo de la mente que crece y se desarrolla a partir de datos externos; un atributo que nos convierte en seres dotados para el pensamiento libre y creativo, escribe Ignacio Bosque, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid y miembro de la Real Academia Española.
Para muchos, comienza diciendo Bosque, Noam Chomsky es un conocido experto en política internacional que pone especial énfasis en el papel que ejerce en ella Estados Unidos (EE UU). Otros piensan en Chomsky como el inspirador de un tipo de lingüística caracterizado por la abundancia de fórmulas, reglas, complejos diagramas arbóreos y disquisiciones técnicas que requieren un elevado grado de abstracción. Seguramente muchos de estos últimos se habrán preguntado alguna vez: ¿es esto el lenguaje humano?; ¿es posible encontrar al individuo, al hablante, en tan descomunal despliegue de recursos formales?; ¿qué lugar hay entre ellos para el humanismo?
No es fácil responder a estas preguntas en unas pocas líneas, pero voy a intentar hacerlo. Cualquier momento sería oportuno para ello, pero este lo es especialmente, ya que se acaba de conceder a Chomsky el Premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA, precisamente en la especialidad de Humanidades.
El lenguaje se ha considerado siempre un fenómeno estrictamente social. Incluso se lo suele caracterizar como “un medio de comunicación”, como si pudiera ponerse en el mismo grupo que el telégrafo, el teléfono o Internet. Existen pocas dudas de que el significado de las palabras está condicionado por la historia y por la sociedad, pero esta visión externa o externalizadora del lenguaje nos oculta que es —a la vez, e incluso antes— el más importante atributo cognitivo de los seres humanos. Raramente caemos en la cuenta de que el lenguaje es el sistema interiorizado más rico y complejo de cuantos poseemos. Ciertamente, no lo usamos tan solo para comunicarnos. Lo empleamos ante todo para pensar lo que comunicamos, para construir razonamientos articulados, verbalizar sentimientos y expresar libremente cuanto somos capaces de concebir.
La facultad para hablar una lengua es una capacidad de los seres humanos, de modo que es natural preguntarse en qué consiste exactamente. Si el lenguaje es, como explica Chomsky, un módulo de la mente, una especie de órgano mental que crece y se desarrolla a partir de datos externos, podemos intentar averiguar sus propiedades, especialmente si pensamos en él como un complejo sistema combinatorio de unidades discretas que da lugar a un número ilimitado de resultados. Podemos intentar averiguar, en definitiva, qué hace que las lenguas humanas sean como son.
Estas preguntas son infrecuentes. De hecho, predomina abrumadoramente entre los hablantes la visión externalizadora del lenguaje, de la que se deduce que la lengua es uno más de los recursos que necesitamos para sobrevivir. Asumimos que hemos de aprender a respetar las leyes y a escribir correctamente una carta. Entendemos que existen infracciones al código circulatorio y al ortográfico; que hay comportamientos correctos e incorrectos en las relaciones sociales y en el uso del léxico. Cuando hemos de manejarnos [/FIRMA][/FIRMA]en otros idiomas, asimilamos este hecho al de familiarizarnos con otras costumbres o con otras legislaciones. Actuamos, en suma, como si la lengua constituyera uno más de los muchos sistemas ajenos que alguna institución nos impone y que hemos de dominar, nos gusten o no.
Para el hablante medio la lengua está en la sociedad, no en la cabeza. Hasta tal punto es así, que a muy pocos llamarían la atención las preguntas que constituyen el punto de arranque de la teoría del lenguaje desarrollada por Chomsky: ¿cómo es posible que una niña pequeña distinga el lenguaje articulado entre los millares de sonidos de otro tipo que percibe a su alrededor?; ¿cómo es posible que aprenda en tan poco tiempo a decir cosas que nunca ha dicho y a entender cosas que nunca ha oído?
Hoy sabemos bien que algunas de las respuestas que se han dado tradicionalmente a esas preguntas están equivocadas. Lo está, sin duda, la idea de que el niño aprende a hablar por imitación, o por simple asociación de unas expresiones con otras, o por asimilación del sistema lingüístico a otros sistemas cognoscitivos (aprender a contar, a deducir, a generalizar, etcétera). Si el niño aprendiera a hablar imitando a los demás, las máquinas de las que hoy disponemos deducirían las pautas correctas ante unos pocos miles de datos a partir de ciertos mecanismos inductivos. Pero nadie ha implementado nunca tales mecanismos, por la sencilla razón de que no existen.
Según Chomsky, los niños aprenden a hablar cualquier lengua porque esta crece en ellos de forma natural. La facultad del lenguaje es una especie de horma o de plantilla en la que puede encajar cualquier idioma. Las construcciones sintácticas que aprendimos en la escuela no son unidades primitivas, sino más bien resultados de combinar, de forma sistemática y restrictiva, elementos mucho más elementales y más abstractos.
Chomsky ha sido criticado a veces por no situar la sociedad en el centro de su teoría del lenguaje, lo que viene a ser algo parecido a criticar a un arquitecto por no hacerse urbanista. También ha sido criticado por establecer un corte radical entre el lenguaje humano y el lenguaje animal. Aunque algunos animales pueden asociar sonidos con significados, sabemos que no poseen más que una especie de “gramática de interjecciones”. Tampoco está dispuesto todo el mundo a aceptar que existe creatividad en el uso común de la lengua que no persigue fines estéticos, o que es posible abordar el lenguaje como un objeto natural, no solo como una entidad social. Al desvelar esa especie de cara oculta de la naturaleza del lenguaje, Chomsky nos lo presenta como nuestra más valiosa posesión, un atributo que nos convierte en seres dotados para el pensamiento libre y creativo, en lugar de moldeable o ajustado a esquemas preestablecidos.
Como hicieron Descartes o Kant, Chomsky ha puesto al hombre en el centro de su interés. Tiene, pues, pleno sentido que se otorgue un premio internacional en Humanidades a una de las personalidades que mejor nos ha ayudado a entender lo que nos hace humanos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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