Ser acusado de fascista o de ser de ultraderecha es algo muy serio como para utilizarlo a la ligera, escribe Ignacio Urquizu, profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid y diputado socialista en el Congreso, pero tan grave resulta eso como pensar que los episodios históricos del fascismo tampoco estaban tan mal.
Con la entrada en el Parlamento andaluz de Vox, comienza diciendo Urquizu, en estas semanas hemos leído numerosos textos y escuchado múltiples análisis donde se trata de saber por qué hay gente dispuesta a votar a un partido de extrema derecha populista. Se han recurrido a estadísticas, casos particulares y numerosas teorías. Casi todas ellas tienen una parte de verdad, puesto que ningún fenómeno social es el resultado de un solo factor. La realidad siempre tiene múltiples causas, aunque algunas son más importantes que otras. Pero al margen de todas estas razones, me gustaría exponer un argumento que es compartido por casi todas esas personas que pueden estar pensando en estos momentos en subirse al carro de Vox: la banalización de la extrema derecha.
Hannah Arendt, en Eichmann en Jerusalén, se hace la misma pregunta que muchos analistas se hacen estos días: ¿por qué personas de nuestra vida cotidiana pueden acabar apoyando una opción heredera del fascismo? La respuesta de Arendt se resume en un concepto: la banalidad del mal. Eichmann, quien fue condenado por su colaboración con el régimen nazi, nunca pensó que lo que hacía era incorrecto. Y es que este militar alemán no era un monstruo o un psicópata. Más bien su colaboración con el fascismo la realizó sin medir las consecuencias de sus actos e integrándola dentro de la normalidad.
En España, desde hace mucho tiempo, la idea de extrema derecha se ha banalizado por las diferentes corrientes ideológicas. Lo resumiré en dos ejemplos que engloban tanto a la izquierda como a la derecha. Cuando estaba en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense, uno podía ser acusado de fascista con mucha facilidad por el grupo dominante: la extrema izquierda. Recuerdo cómo una tarde, una persona que hoy es un dirigente destacado de Ahora Madrid decidió arrancar un cartel de la pared que anunciaba unos actos religiosos. Un compañero de clase, de tendencia más bien liberal, le afeó esa actitud. Acto seguido, mi amigo fue acusado a gritos de fascista. Muchas de nuestras discusiones en clase o en la cafetería incluían ese término con demasiada ligereza. Hay una parte de la extrema izquierda que ha utilizado tanto este vocablo que ha logrado vaciarlo de contenido.
Pero si nos vamos al otro extremo del arco ideológico, encontramos un comportamiento similar de banalización. En gente conservadora de mi generación es común escuchar el siguiente juicio de valor que debe haber sido transmitido por sus padres, puesto que ellos no conocieron la dictadura franquista: “Con Franco no se vivía tan mal, había trabajo y más seguridad que ahora”. En el año 2008, el Centro de Investigaciones Sociológicas realizó una encuesta sobre la memoria de la Guerra Civil y el franquismo. En ella vemos que casi el 60% de los españoles afirmaba estar de acuerdo con que la dictadura tuvo cosas buenas y cosas malas, mientras que solo el 25% mostraba su desacuerdo con esta afirmación. Pero entre los ciudadanos que se ubican en la derecha de la escala ideológica, estos porcentajes son del 83% frente al 7,5%. Por lo tanto, no existe un juicio de condena contundente del franquismo, especialmente entre los conservadores, sino que nos encontramos con algunas opiniones ciudadanas más bien indulgentes. Pensar que el franquismo llegó a tener cosas buenas es una forma de “blanquearlo”, cuando aquello fue una dictadura cruel y terrible que condenó a nuestro país a 40 años de atraso.
Pero esta banalización no es solo una cosa de la ciudadanía, sino que también ha llegado al arco parlamentario. El pasado 20 de noviembre, el diputado Joan Tardà subió a la tribuna del Congreso y de forma solemne afirmó que cada vez que un diputado de Ciudadanos les llamase golpistas, ellos les responderían con fascistas. Son dos acusaciones muy graves que en cualquier democracia sería motivo de preocupación y consternación. Pero en nuestra vida pública, de tanto utilizarlas, han adquirido un significado banal y vacuo, algo que perjudica notablemente a nuestro debate político.
La extrema derecha es algo muy serio. Representa un proyecto político autoritario que ataca la idea de ciudadanía al generar ciudadanos de primera y de segunda. Además, confronta con la idea de cosmopolitismo y defiende un repliegue sobre nuestras propias fronteras, cuestionando cualquier mezcla con el exterior. Estamos, por lo tanto, ante un proyecto xenófobo, machista y homófobo con pulsiones autoritarias. La extrema derecha no solo es un retroceso en un modelo de sociedad que nos ha costado mucho construir, sino que además es un ataque directo a valores como la tolerancia, la igualdad y la libertad.
Viendo lo sucedido en otras democracias, esta amenaza ya es real. Combatirlo es tarea de todos los demócratas y no lo lograremos si banalizamos lo que representa. Ser acusado de fascista o de extrema derecha es algo muy serio como para utilizarlo a la ligera. Pero tan grave es eso como pensar que los episodios históricos del fascismo tampoco estaban tan mal. Entre unos y otros se ha banalizado el concepto y quizás por ello muchas personas de nuestra vida cotidiana, con las que podemos tomar un café o comer en la mesa de al lado, pueden estar planteándose hoy apoyar a Vox. Quizás ellos interpreten que su apoyo a la extrema derecha no es más que un desahogo, una forma de externalizar su enfado o su hastío y un mecanismo para mandar una señal al resto de formaciones políticas. Pero no acaban de percibir que es un grave problema para nuestra democracia. Por ello, la tarea de los demócratas es mostrar de forma seria y rigurosa la amenaza que supone la extrema derecha: cada vez que ha tenido la oportunidad de alcanzar el poder, los resultados han sido catastróficos para la sociedad.
En definitiva, tenemos una dura tarea por delante: mostrar el verdadero rostro de la extrema derecha. Su peligro no es solo lo que dicen, sino sobre todo lo que no dicen. Más preocupante que los folios del acuerdo entre PP y Vox, es lo que han hablado sin ponerlo por escrito. En consecuencia, que en pleno siglo XXI nos encontremos con formaciones políticas que han pactado con la derecha extrema y populista, deberían hacer saltar todas las señales de alarma, tal y como está sucediendo en muchos países europeos. Lo que nos estamos jugando es algo muy serio como para insistir en esta banalización. La ciudadanía debe tomar conciencia de qué representa Vox y en esta tarea los representantes políticos tenemos un papel muy importante. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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