Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura para hoy, del analista político Jorge Marirrodriga, va de la necesidad de hablarnos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
No podemos dejar de hablarnos
JORGE MARIRRODRIGA
22 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com
“Tenemos que hablar” es una frase normalmente incómoda de pronunciar a quien la profiere y portadora de malos augurios para quien la escucha. Una expresión a la que se recurre solo cuando todo –como dicen en Argentina— se ha podrido. La conversación política española es probable que ya esté cerca de ese punto, pero la social —que es la importante, porque sin ella la primera no es absolutamente nada— todavía no, y es fundamental que no llegue nunca a él.
En España hay dos grandes corrientes políticas, una más conservadora y una más progresista, cuyos representantes en casi todos los niveles —cada uno cargado de sus buenas razones, justificaciones y agravios que le ha hecho el otro— han optado por no escucharse, explicándonos a los ciudadanos por activa y por pasiva que es imposible entenderse con los otros por mucho que lo han intentado. No es verdad. Estas dos grandes maneras de entender la política han optado por vivir sordas y de espaldas. Puede que les resulte mejor —o peor— en su táctica cortoplacista en el ajedrez político, pero están obligadas a ser conscientes de que están causando un grave daño a la ciudadanía, porque están consolidando las bases de un alejamiento inaceptable y peligroso en la misma sociedad.
Que la presidenta de la Comunidad de Madrid llame “hijo de puta” al presidente del Gobierno, que este se carcajee desde la tribuna del Congreso del jefe de la oposición, que los diputados de Vox tras escuchar a su líder abandonen su puesto de trabajo —ojalá sus médicos no hagan lo mismo cuando les digan que les duele aquí o allí—, que los diputados independentistas utilicen un amenazante tono chulesco con quien acaban de firmar un acuerdo o que los disturbios ante la sede del PSOE se hayan convertido en una opción televisiva nocturna en vez de una película, son cosas que se celebran por una parte u otra de la ciudadanía según convenga. Así se explica que cuando un diputado de Podemos en su despedida del Congreso elogió a otro del PP, lo calificó de buena persona y le deseó lo mejor —y el aludido le devolvió esas buenas y sinceras palabras— aquello saliera en los telediarios. Resulta que la educación y el afecto en el Congreso son noticia. Eso sí, “somos un gran país”, repiten como un mantra todos los que han optado por no hablarse. Pues así no se demuestra. Es triste recordar lo obvio: se gobierna para todos los ciudadanos, los que te han votado y los que no, y los que aspiran a gobernar no pueden prometer hacerlo contra quienes no te votan. Aquí no es que quepamos todos, es que además nadie se va a evaporar por arte de magia.
Los españoles estamos dejando de hablarnos. Y sobre todo de escucharnos. Poco a poco han ido desapareciendo los foros donde personas de diferentes ideas coinciden para conversar —y escuchar, escuchar al otro— distendidamente. A universidades, asociaciones de todo tipo y medios de comunicación, entre otros, les toca jugar un papel inesperado pero fundamental: defender al discrepante, incluso en sus propios ámbitos. Es más: invitar a discrepantes para que sean escuchados. No porque esa sea su función, que desde luego no lo es, sino porque mientras las fuerzas políticas no asuman su responsabilidad y entiendan que “concordia” no es solo una palabra con la que salpicar cualquier discurso, esos ámbitos citados son casi los últimos reductos que quedan para que los ciudadanos puedan escuchar ideas con las que no están de acuerdo. Necesitamos escuchar ideas que no compartimos, respetar al que las dice y tener un poquito de humildad para admitir la posibilidad de que, a lo mejor, hay cosas en las que el otro lleva razón.
No se trata de culpar de todo a la clase política, pero esta no puede eludir su responsabilidad. ¿De verdad es más difícil para la socialdemocracia hablar con el centroderecha que con quienes dicen abiertamente que no aceptan la Constitución y que no quieren saber nada del resto de la sociedad? ¿De verdad el centroderecha considera una oferta de diálogo a la socialdemocracia un ultimátum modelo “o esto o nada”? A todos les encanta la expresión “afrontar los desafíos”, pero muchos nos conformaríamos con que hablaran seriamente sobre cómo arreglar los problemones que tenemos los demás, los que les hemos votado y los que no.
Lo grave es que esto ya no va de alta política, sino de relaciones personales. Va de la vida real, la que no sale en televisión ni llega por las redes sociales. Y que nadie diga que no hay precedentes porque tenemos dos buenos ejemplos. En muchas reuniones familiares del País Vasco, desde hace décadas, la conversación gira en torno al tiempo y a lo buena que está la merluza. En muchas de Cataluña, a raíz del procés, sucede algo parecido. Y está empezando a pasar en el resto de España. No podemos dejar de hablarnos.
JORGE MARIRRODRIGA
22 NOV 2023 - El País - harendt.blogspot.com
“Tenemos que hablar” es una frase normalmente incómoda de pronunciar a quien la profiere y portadora de malos augurios para quien la escucha. Una expresión a la que se recurre solo cuando todo –como dicen en Argentina— se ha podrido. La conversación política española es probable que ya esté cerca de ese punto, pero la social —que es la importante, porque sin ella la primera no es absolutamente nada— todavía no, y es fundamental que no llegue nunca a él.
En España hay dos grandes corrientes políticas, una más conservadora y una más progresista, cuyos representantes en casi todos los niveles —cada uno cargado de sus buenas razones, justificaciones y agravios que le ha hecho el otro— han optado por no escucharse, explicándonos a los ciudadanos por activa y por pasiva que es imposible entenderse con los otros por mucho que lo han intentado. No es verdad. Estas dos grandes maneras de entender la política han optado por vivir sordas y de espaldas. Puede que les resulte mejor —o peor— en su táctica cortoplacista en el ajedrez político, pero están obligadas a ser conscientes de que están causando un grave daño a la ciudadanía, porque están consolidando las bases de un alejamiento inaceptable y peligroso en la misma sociedad.
Que la presidenta de la Comunidad de Madrid llame “hijo de puta” al presidente del Gobierno, que este se carcajee desde la tribuna del Congreso del jefe de la oposición, que los diputados de Vox tras escuchar a su líder abandonen su puesto de trabajo —ojalá sus médicos no hagan lo mismo cuando les digan que les duele aquí o allí—, que los diputados independentistas utilicen un amenazante tono chulesco con quien acaban de firmar un acuerdo o que los disturbios ante la sede del PSOE se hayan convertido en una opción televisiva nocturna en vez de una película, son cosas que se celebran por una parte u otra de la ciudadanía según convenga. Así se explica que cuando un diputado de Podemos en su despedida del Congreso elogió a otro del PP, lo calificó de buena persona y le deseó lo mejor —y el aludido le devolvió esas buenas y sinceras palabras— aquello saliera en los telediarios. Resulta que la educación y el afecto en el Congreso son noticia. Eso sí, “somos un gran país”, repiten como un mantra todos los que han optado por no hablarse. Pues así no se demuestra. Es triste recordar lo obvio: se gobierna para todos los ciudadanos, los que te han votado y los que no, y los que aspiran a gobernar no pueden prometer hacerlo contra quienes no te votan. Aquí no es que quepamos todos, es que además nadie se va a evaporar por arte de magia.
Los españoles estamos dejando de hablarnos. Y sobre todo de escucharnos. Poco a poco han ido desapareciendo los foros donde personas de diferentes ideas coinciden para conversar —y escuchar, escuchar al otro— distendidamente. A universidades, asociaciones de todo tipo y medios de comunicación, entre otros, les toca jugar un papel inesperado pero fundamental: defender al discrepante, incluso en sus propios ámbitos. Es más: invitar a discrepantes para que sean escuchados. No porque esa sea su función, que desde luego no lo es, sino porque mientras las fuerzas políticas no asuman su responsabilidad y entiendan que “concordia” no es solo una palabra con la que salpicar cualquier discurso, esos ámbitos citados son casi los últimos reductos que quedan para que los ciudadanos puedan escuchar ideas con las que no están de acuerdo. Necesitamos escuchar ideas que no compartimos, respetar al que las dice y tener un poquito de humildad para admitir la posibilidad de que, a lo mejor, hay cosas en las que el otro lleva razón.
No se trata de culpar de todo a la clase política, pero esta no puede eludir su responsabilidad. ¿De verdad es más difícil para la socialdemocracia hablar con el centroderecha que con quienes dicen abiertamente que no aceptan la Constitución y que no quieren saber nada del resto de la sociedad? ¿De verdad el centroderecha considera una oferta de diálogo a la socialdemocracia un ultimátum modelo “o esto o nada”? A todos les encanta la expresión “afrontar los desafíos”, pero muchos nos conformaríamos con que hablaran seriamente sobre cómo arreglar los problemones que tenemos los demás, los que les hemos votado y los que no.
Lo grave es que esto ya no va de alta política, sino de relaciones personales. Va de la vida real, la que no sale en televisión ni llega por las redes sociales. Y que nadie diga que no hay precedentes porque tenemos dos buenos ejemplos. En muchas reuniones familiares del País Vasco, desde hace décadas, la conversación gira en torno al tiempo y a lo buena que está la merluza. En muchas de Cataluña, a raíz del procés, sucede algo parecido. Y está empezando a pasar en el resto de España. No podemos dejar de hablarnos.
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