miércoles, 31 de julio de 2013

De cumpleaños: 7.º aniversario de "Desde el trópico de Cáncer"









Siete años después de iniciar su andadura, el 1 de agosto de 2006, y mil novecientas veintidos entradas después, aquí seguimos. Algo cansados, como no podía ser menos. Con menos ilusiones también, pero haciendo lo que podemos, que ya es bastante para los tiempos que corren. Gracias de todo corazón a los amables lectores de "Desde el trópico de Cáncer". Su existencia y su fidelidad minimizan afectivamente mis errores y carencias. Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt





Entrada núm. 1922
http://harendt.blogspot.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

martes, 30 de julio de 2013

De vuelta con los "Clásicos". Reedición de la entrada de fecha 3/8/2008





Las Musas de la literatura




¿Por qué los clásicos -ya sea en literatura, pensamiento, arte, ciencia, música- son clásicos? ¿Qué es lo que hace que pervivan en el tiempo? El escritor y catedrático de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, Rafael Argullol, se lo pregunta en el artículo que reproduzco más adelante ("Guadianas literarios", El País, 03/08/08) intentando explicarse "porqué determinadas obras parecen encajar en ciertos periodos y, en cambio, caen en el olvido en otros". Y cita como ejemplo la resurrección actual de "El corazón de las tinieblas", de Joseph Conrad, o los "Ensayos", de Montaigne, o el ostracismo, momentáneo, de Marcel Proust o James Joyce. La respuesta que da es que "todas las grandes creaciones del arte y del pensamiento poseen la virtud de dirigirse, no sólo a su presente, sino a las épocas futuras". Las obras maestras -dice- "son aquellas que siempre están en condiciones de hablar", pero para que se hagan escuchar, "los oídos de una determinada época deben prestar atención".

El escritor argentino Jorge Luis Borges, decía que "un clásico es un libro que las generaciones de los hombres, urgidos por diversas razones, leen con previo fervor y una misteriosa lealtad".Y añade, como colofón, que "los clásicos deben ser siempre la base de nuestra cultura a través de los tiempos".

El escritor y controvertido crítico literario Harold Bloom, sin discusión, el más reconocido y prestigioso del mundo, dice en su libro "¿Dónde se encuentra la sabiduría?" (Santillana, 2005, Madrid) que "leemos y reflexionamos porque tenemos hambre y sed de sabiduría"; que "la mente siempre retorna a su necesidad de belleza, verdad y discernimiento". Y hablando de lo fundamental en un libro, añade: "A lo que leo y enseño,sólo le aplico tres criterios: esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría".

No es extraño, pues, que muchos se hayan planteado la existencia de un "Canon" de obras maestras literarias, musicales o artísticas, cuyo conocimiento determine una excelencia educativa y el desarrollo de la alta cultura. Es el llamado "Canon Occidental", que aunque está claro nunca será uniforme, ha llegado -no sin críticas- a un cierto grado de consenso. Por ejemplo, en las listas de los denominados "Harvard Classics", "Great Books", "Greats Books of the Western World", la lista de lecturas del "St. John's College", el "Core Curriculum del Columbia College", o el propio canon elaborado y propuesto por Harold Bloom en "El canon occidental: la escuela y los libros de todas las épocas" (Anagrama, 2005, Barcelona).

En el verano de 2003, encontré y leí en la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, un precioso librito del periodista y crítico cinematográfico norteamericano, David Denby. Se titula "Los grandes libros. Mis aventuras con Homero, Rousseau, Woolf y otros autores indiscutibles del mundo occidental" (Acento Editorial, 1997, Madrid), y relata en él su vuelta como alumno a la Universidad de Columbia de Nueva York, para volver a hacer el curso de Historia de la Literatura que había realizado veintitantos años antes en base a las lecturas establecidas como canónicas por la citada universidad (el "Core Curriculum"). Su lectura me produjo un indescriptible placer, al igual que la del citado "¿Dónde se encuentra la sabiduría?", de Bloom. Me hice una lista de algunos de esos libros para leer, o releer, en el siguiente verano: "El libro de Job", el "Eclesiastés", el  "Fedón" y el "Banquete" de Platón, el "Quijote" de Cervantes, "Hamlet" y "El rey Lear", de Shakespeare, los "Pensamientos" de Pascal, y los "Ensayos" respectivos de Montaigne y Bacon. Pero como dice el refrán, el infierno está empedrado de buenas intenciones... Concluyo este literaria digresión de hoy citando nuevamente a Bloom ("¿Dónde se encuentra...?"): "Sólo Dios es el lector ideal. Leer bien -en palabras de san Agustín- significa absorver la sabiduría de Cristo (.../...) Pensamos porque aprendemos a recordar nuestras lecturas de lo mejor que hay disponible en cada época (.../...) san Agustín fue el primero que nos dijo que el libro podía alimentar el pensamiento, la memoria y su compleja interactuación en la vida de la mente. La sola lectura no nos salvará ni nos hará sabios, pero sin ella nos hundiremos en la muerte en vida de esta versión simplificada de la realidad que se impone al mundo". Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt





Harold Bloom





"Guadianas literarios", por Rafael Argullol
El País, 03/08/08
Las obras maestras se dirigen no sólo al presente, sino a las épocas futuras. En plena temporada estival de lectura, he aquí un recorrido por algunos textos decisivos, libros de eterno retorno.

A primera vista, puede sorprender la gran cantidad de representaciones clásicas de este verano en toda Europa. Dante ha sido el centro del Festival de Aviñón con escenificaciones del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso en tres lugares distintos. He visto anunciado a Shakespeare por todos lados y yo mismo, en Barcelona, he asistido a dos excelentes Rey Lear casi seguidos. Distintos teatros han acogido una buena porción de las tragedias griegas, empezando por Las troyanas, de Eurípides, representada en Mérida. Sorprendentemente, pues, en apariencia, dado que nuestra época no se distingue por un excesivo refinamiento cultural.

Puede que, en efecto, el fenómeno únicamente forme parte de nuestra necesidad de espectáculos, incluidos algunos de alta cultura. Dejo esto para los sociólogos. A mí me interesa más preguntar por qué determinadas obras parecen encajar en ciertos periodos y, en cambio, caen en el olvido en otros. En general, no se trata sólo de criterios de moda o gusto, por lo que acostumbran a escapar a las previsiones y planificaciones. No hay editor o gestor cultural que pueda prever factores que desbordan los estudios de mercado porque discurren por los recovecos de la imaginación de cada época. Hay algo en la atmósfera que exige el retorno de una obra largamente ignorada.

Uno de los mejores ejemplos de esta exigencia es la resurrección vigorosa de una novela como El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Cuando era estudiante, leí casi por casualidad este libro, que pocos conocían. Por supuesto, Conrad no era un perfecto desconocido, pero pasaba por ser un autor de culto, un poco al modo de Malcolm Lowry, cuyo Bajo el volcán yo encontraba muy conradiano. En las tres últimas décadas del siglo XX, las ediciones de Joseph Conrad se multiplicaron, a lo que sin duda contribuyó la adaptación cinematográfica de Coppola en Apocalypse Now.

Sin embargo, esta última explicación no es, desde luego, suficiente. Las causas de la influencia de la novela son más complejas y misteriosas. El corazón de las tinieblas apunta en dirección contraria al sentimentalismo y psicologismo predominantes y, no obstante, da en la diana al expresar nuestras ansiedades y nuestros miedos. Aun conectados por meandros enigmáticos, el horror conradiano y el nuestro aparecen superpuestos. Quizá por esto, un texto difícil, duro, sin concesiones, sigue abriéndose camino en medio de los conformismos literarios de este inicio del siglo XXI.

Otro ejemplo espléndido de renacimiento son los Ensayos de Montaigne. Ni que decir tiene que tampoco éste se había esfumado del mapa cultural europeo, pero hasta hace unos meses parecía circunscrito a los círculos académicos y escritores que sentían una particular identificación con el talante de Montaigne, como era el caso de Paul Valéry o, entre nosotros, Josep Pla. Era frecuente que circularan fragmentos de los ensayos montaignianos, aunque no la obra entera, esmeradamente publicada, como ahora no es infrecuente encontrar en editoriales de Europa.

Desde el punto de vista del estilo, o incluso del modo de afrontar las pasiones humanas, nada tienen que ver Montaigne y Conrad, la voluntad trágica de éste y el estoicismo más bien hedonista de aquél. Como escritores, ellos están muy lejos entre sí; no obstante, es nuestra época la que los hermana al requerir, por así decirlo, sus servicios. Hay algo profundamente tranquilizador, gratificante, en la mirada irónica de Montaigne, del mismo modo en que el heroísmo desesperado de Conrad es una medicina catártica. Cada uno a su manera nos habla de nosotros.

Es cierto que esto podría extenderse a todas las grandes creaciones del arte y del pensamiento, las cuales deben poseer la virtud de dirigirse, no sólo a su presente, sino a las épocas futuras. Pero estas épocas no siempre prestan atención, y éste es el matiz decisivo para establecer los tortuosos cauces de las fortunas artísticas. Las obras maestras son aquellas que siempre están en condiciones de hablar; sin embargo, para que efectivamente se hagan escuchar, los oídos de una determinada época deben prestar atención.

Así se explica el aparente silencio de algunos gigantes y el desigual eco de voces originalmente poderosas. No hay que condenar con juicios frívolos y apresurados el ostracismo actual de ciertos autores, como si su momento perteneciera definitivamente al pasado. Proust o Joyce, referentes imbatibles hace unos lustros, son mucho más nombrados que leídos. Thomas Mann, enterrado por tantos, ha remontado el vuelo. Kafka y Beckett mantienen su papel de intérpretes contemporáneos. Cercanos a los ejemplos de Montaigne y Conrad, aunque respondiendo a otras necesidades nuestras, Dostoievski y Camus se han consolidado como interlocutores irrenunciables.

Un caso particularmente elocuente para los de mi generación es el de Stefan Zweig. Muchos de nosotros estábamos acostumbrados a ver los libros de Zweig en las bibliotecas familiares, pero no se nos ocurría leerlos. En las últimas décadas del siglo XX, El mundo de ayer, la descomposición espiritual de Europa, aparenta estar en condiciones de amparar las dudas y pasiones de nuestro presente. Y otro tanto sucede con autores como Joseph Roth o Arthur Schnitzler.

Los rebrotes literarios, además de hacer justicia a escritores ocultados por la moda o la crítica sectaria, se adecuan a demandas epocales a menudo difíciles de apreciar. De hecho, lo que muchos editores ofrecen como modelos de "rabiosa actualidad" son, con frecuencia, menos aptos para el análisis de la sensibilidad contemporánea que bastantes textos desechados por inactuales.

Cada época necesita de palabras que la empujen a mirarse despiadadamente en el espejo. No importa que estas palabras sean del pasado o del presente. Cada época genera una literatura acomodaticia destinada a proponerle lo que quiere escuchar y otra, intempestiva, que le habla sin servidumbres ni contemplaciones. Por más que se niegue -ocurre también en cada época-, sólo esta última está en condiciones de perdurar más allá de la oferta y de la demanda de su tiempo.

Por eso volvemos continuamente a los que llamamos clásicos: en busca de aquella intempestividad que, al despreciar nuestra apatía y nuestro conformismo, nos ofrezca instantes no de éxito -para eso tenemos el resto del espectáculo de nuestra civilización-, sino de verdad. Para eso, para tener nuestros instantes de verdad, retornamos a Dante, a Shakespeare, a los poetas griegos. Y, desde luego, nunca son completamente arbitrarios estos retornos ni indiferentes a las ansias de cada presente.

Fijémonos en Shakespeare (que tampoco se libró de una época de purgación tras el impacto inicial). Aparte de Hamlet, que, independientemente de las generaciones, tan bien logra encarnar siempre la confusión humana, las otras obras han ido variando según la predilección de los públicos. A veces Macbeth y Julio César han sido los favoritos; otras, Otelo, El mercader de Venecia o La tempestad. En los últimos años, sin embargo, quizá ninguno de los dramas de Shakespeare ha sido tan representado como El rey Lear. No podemos saber la razón por la cual esta obra extremadamente compleja parece adecuada a nuestros escenarios, aunque sí podamos sospechar que tiene que ver con que "los locos guíen a los ciegos".

En cuanto a la tragedia griega, no deja de ser elocuente hasta qué punto hemos tendido a mostrar nuestros conflictos a través de sus argumentos. Edipo, Antígona, La orestíada y Las troyanas son rigurosamente contemporáneas cuando nos enseñan los engranajes del poder, de la libertad, del dolor. Ninguna de esas obras hace concesiones al obligarnos a posar ante el espejo, y gracias a esto sabemos, lo reconozcamos o no, que nos dicen más sobre nuestra actualidad que tantas toneladas de literatura acomodaticia servidas para aplastar al lector. Y, sin embargo, muy pocos editores dejarían de horrorizarse ante la idea de publicar un tipo de obra semejante escrita por un autor de hoy: "¡Qué difícil, Dios mío, y qué poco comercial!". 




http://estaticos01.cache.el-mundo.net/elmundo/imagenes/2008/03/10/1205150760_0.jpg
Rafael Argullol






Entrada núm. 1920
http://harendt.blogspot.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

El relleno de las bolsas de basura. Del blog "Pensando en la estación"










Ayer, mientras llevaba una bolsa de basura llena de ropa, me hicieron una reflexión que venía a decir que lo que tenía en la mano era una bolsa de basura independientemente de lo que llevara dentro de ella... (sigue aquí).




Entrada núm. 1919
http://harendt.blogspot.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

sábado, 20 de julio de 2013

Eufemismos y lenguaje político




Sesión de apertura de las Cortes Generales




El Diccionario de la Real Academia Española define "eufemismo" (del lat. euphemismus, y este del gr. εὐφημισμός) como manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante. El lenguaje está lleno de eufemismos, pero el lenguaje de los políticos no es que esté lleno de ellos, es que no saben hablar de otra manera... Eso, los que saben -que son minoría-, porque la mayoría, simplemente, confunden la velocidad con el tocino y los miembros con las miembras... Perdone, señora ministra, la reiteración. Prometo que es la última vez...

Delicioso el reportaje de Javier Rodríguez Marcos: "En español se dice crisis", en junio de 2008, sobre los eufemismos en el lenguaje de los políticos. Merece la pena leerlo con detenimiento. Y disfrutarlo...

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt





No se puede mostrar la imagen “http://www.linguas.net/Portals/20/Real%20Academia%20Espa%C3%B1ola.jpg” porque contiene errores.
Escudo de la Real Academia Española





Entrada núm. 1918
http://harendt.blogspot.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

Justicia: Cuestión de sexo. Reedición de la entrada de fecha 28/6/2008




http://paraisosperdidos.files.wordpress.com/2008/03/forges_mujer.jpg
Homenaje a la mujer (Forges)




Día ajetreado el de ayer viernes a efectos informativos: La victoria de la selección española de fútbol sobre Rusia y su pase a la final de la Eurocopa-2008; la imparable marcha ascendente de la inflación en España, y el resto del mundo; el salto al vacío del gobierno autónomo vasco convocando un referéndum que divide en dos mitades irreconciliables a su país; el nuevo concepto de "flexiseguridad" laboral impulsado por la Unión Europea. Demasiadas cosas, demasiado tentadoras, todas importantes e interesantes... Pero sin ánimo de resultar original me quedo, como tantas otras veces, con la "Cuarta" de El País, en la que los profesores de la Universidad Pompeu Fabra, Alfred Font (Director del Curso de Postgrado de Negociación Estratégica del Instituto de Educación Continua) y Carmen García Rivas (Directora del Curso de Postgrado de Liderazgo Femenino de la Escuela Superior de Comercio Internacional), analizan el papel y las estrategias de la mujer en su función social de profesionales en el mundo de hoy. El artículo se titula "María Emilia y el lobo", y toma como excurso el reciente incidente en que se ha visto envuelta la presidenta del Tribunal Constitucional, María Emilia Casas. Sean felices, si les dejan; yo lo intento sin excesivo éxito casi todos los días. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν".
Tamaragua, amigos. HArendt





(Atrevámonos a defender nuestros derechos)






"María Emilia y el lobo", por Alfred Font y Carmen García Rivas
El País, 27/6/2008

El percance de la presidenta del Tribunal Constitucional con una conversación grabada también puede leerse como un ejemplo de cómo la mujer ha sido educada para buscar la aceptación por encima de sus intereses. La calidad profesional y la integridad de María Emilia Casas, presidenta del Tribunal Constitucional, están fuera de duda para cuantos la conocen, empezando por sus no siempre fáciles compañeros de tribunal. Y, sin embargo, cuando una lejana relación le pide que se interese por el caso judicial de una desconocida -posible víctima de malos tratos-, en lugar de adoptar una actitud de cautela estratégica, decir, por ejemplo, "me encantaría poder ayudarla pero mi cargo no me lo permite" y facilitarle el teléfono de una abogada especializada, la señora Casas se siente obligada a estudiar el asunto, llamar personalmente por teléfono a la desconocida y mantener con ella una larga conversación en el curso de la cual acabará descubriendo que su interlocutora, entre otras inquietantes características, es sospechosa de haber inducido el asesinato de su marido. Como es natural, en ese momento se activan todas las alarmas que habían sido generosamente desconectadas, la señora Casas reintegra al instante su rol institucional y se retira como puede de la situación. Pero el mal estaba hecho. Meses después, con la interlocutora ya en prisión, la conversación, que fue grabada, sale a la luz.

Los estudiantes de estrategia saben que si uno empieza por colocarse mal, esto es, en la posición vulnerable de una estructura relacional, todo irá mal. El simple hecho de llamar uno por teléfono -a diferencia de ser llamado o de otro tipo de contacto- implica hacerse responsable de la conversación, conducirla y llenarla de contenido. No digamos ya si se trata de llamar a un desconocido. Uno tiene que explicar quién es y justificar la llamada, mientras que la otra parte, en su posición de solicitada, se limita a emitir desconfiados monosílabos. Además, si uno llama para cumplir un auto-impuesto deber compasivo y solidario tiene que hablar mucho -y por tanto exponerse mucho- para que el interlocutor se sienta bien atendido. Incluso la retirada es difícil cuando es uno el que ha llamado. Para cortar, para "quitármela de encima" como ha dicho la señora Casas y como sin duda es verdad, la presidenta del Tribunal Constitucional tuvo que decir algo que, visto luego por escrito y fuera de contexto, da, francamente, muy mala impresión: "Si recurres en amparo (esto es, al Tribunal Constitucional) vuelve a llamarme".

Como dicen los analistas norteamericanos de la teoría de juegos: ya que todos somos estrategas, más vale ser un buen estratega que uno malo. Estrategia es una palabra con mala prensa, porque suena a cálculo, a manipulación. Sin embargo, ser estratega consiste simplemente en tomar en cuenta por anticipado el conjunto de los incentivos que mueven a las personas en sus interacciones con nosotros. Prever y detectar a tiempo cómo se comportan, qué objetivos persiguen, cómo afectan sus movimientos a nuestras expectativas y cómo nos inducen a actuar en un sentido u otro. Nuestra vida personal, social y profesional es una sucesión de situaciones interactivas de este tipo. Reconocerlas y anticiparlas nos permite estar alerta, evitar entrar a ciegas en un terreno peligroso y también, sobre todo en ámbitos que involucran nuestra responsabilidad profesional, nos ayuda a diseñar preventivamente una estructura relacional que nos deje un margen amplio de seguridad.

Ser estratega no significa ser sistemáticamente desconfiado. Significa proceder objetivamente, con independencia de la confianza, para así poder discriminar a tiempo entre quienes merecen nuestra confianza y quienes deben ser mantenidos a distancia. Ser estratega no significa ser egoísta, porque si uno quiere ser altruista también necesita desplegar estrategias que eviten la explotación de la propia generosidad. Ser estratega no significa carecer de emociones; significa reconocerlas, gestionarlas y, singularmente, evitar la confusión de registros de comunicación. Ser estratega no significa mantenerse inaccesible, pero sí reservarse la facultad de graduar la proximidad, según las situaciones y las reglas del juego. En definitiva, ser estratega no es lo opuesto a ser decente, bueno o solidario. Es tan sólo lo opuesto a ser ingenuo.

Esa ingenuidad en la administración de las buenas intenciones aparece con frecuencia en el comportamiento de mujeres que ocupan cargos de alta responsabilidad. Son personas inteligentes, profesionalmente impecables, conocen las reglas del entorno y, sin embargo, como decía un grupo de ellas en un reciente seminario, "no saben detectar las amenazas". Actúan según expectativas ajenas, que racionalmente no comparten; de manera inconsciente, cumplen estereotipos sociales que las inducen a tener actitudes complacientes hacia cualquier persona, sin tener en cuenta las consecuencias.

Si uno cree que ha de orientar sus acciones a gustar, a complacer, a cuidar, será incapaz de autorizarse a actuar estratégicamente por temor a defraudar a quienes en realidad están esperando un comportamiento de sumisión. Y sobre esta base, ningún liderazgo es posible. Ya advertía Maquiavelo (El Príncipe, 1513) que "todo príncipe debe desear que le consideren piadoso y no cruel; sin embargo, tiene que procurar no usar mal la piedad".

A las mujeres se les suponen talentos emocionales refinados (acogida, escucha, compasión, etcétera) que, naturalmente, son un valor en sí mismos. Sin embargo, como cualquier otro talento, deben ubicarse en la estrategia personal y profesional de quien los posee. Para ello hay que transitar por un proceso de autorización interna que conduzca a una conclusión asertiva: se puede ser buena y estratégica. En ausencia de esa autorización, las mujeres, que desde niñas han recibido el mensaje de ser buenas, en su vida adulta siguen queriendo responder a lo que se espera de ellas. Esa voz interior, que permanece durante toda la vida, desactiva el natural instinto de autodefensa y les hace perder la capacidad de alerta ante situaciones de peligro real.

La sumisión, históricamente necesaria para conseguir la protección del varón, parece haber quedado escrita en la memoria genética de las mujeres y llevarlas a orientar su actividad a la búsqueda de los afectos, de la aceptación, por encima de sus intereses. Las mujeres que llegan a puestos de responsabilidad y de prestigio social se sienten a menudo impostoras, como si ocuparan un lugar que no les corresponde, porque pese a que han hecho un largo trayecto que las hace sobradamente merecedoras del cargo, su educación "en la bondad" las lleva a no querer destacar, a ser humildes y, sobre todo, "iguales" -tremenda palabra devastadora de la identidad-, y a una imprudente proximidad.

Una habilidad básica para ejercer la comunicación estratégica consiste en adecuar el registro al interlocutor, marcando la distancia emocional que nos coloque en situación de decidir lo que deseamos dar y obtener de la relación con el otro. Muchas mujeres suelen mostrar un único registro, la complicidad, especialmente si es otra mujer quien les plantea un problema para el que están sensibilizadas. Pero el registro amistoso es propio de la vida privada, no de la vida profesional, y aun en la vida privada debemos ser capaces de realizar esta adecuación porque también ahí se dan diferentes públicos que a su vez requieren diferentes registros, si no queremos llevarnos sorpresas desagradables.

El registro en la vida profesional viene marcado por factores variados, que además son fluidos y están en transformación, pero se apoya sobre todo en el reconocimiento compartido de las reglas de juego en cada caso. Los hombres parecen tenerlo bien asumido pero las mujeres que acceden a cargos directivos, formadas en la igualdad dentro del género, tienen quizás más dificultades para marcar las distancias, quién sabe si por temor a ser tildadas de arrogantes. La tendencia a la proximidad -en lugar de la ubicación preventiva a la distancia adecuada- no sólo las puede poner en situación de riesgo sino que genera confusión en sus interlocutores, desconcertados ante una cercanía que no esperaban merecer. La incapacidad para mantener la distancia estratégica supone también una devaluación de la propia actividad que puede ser percibida por el interlocutor como de escasa importancia.

Reconocer las reglas del juego que se está jugando, autorizarse internamente a ser y anticiparse estratégicamente a las situaciones amenazantes son tres pasos a seguir. De lo contrario, las mujeres profesionales continuarán sintiéndose intrusas en el mundo del éxito y expiando "la culpa" con movimientos de auto-sabotaje que arruinarán su esfuerzo y su talento.




María Emilia Casas con el rey





Entrada núm. 1917
http://harendt.blogspot.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

viernes, 19 de julio de 2013

El Apolo 11 en la Luna: 20 de julio de 1969. Reedición de la entrada de fecha 20/7/2008




La Luna




"Houston, aquí Base Tranquilidad. El Águila ha alunizado". Eran exactamente las 20:17:40 UTC (la hora de Canarias) del día 20 de julio de 1969. El módulo lunar del Apolo 11, tripulado por Neil Amstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins, se había posado en la Luna. A las 3.59 (hora peninsular española) del 21 de julio, Amstrong pisa la Luna. Poco después le sigue Aldrin.

A la hora del regreso dejan sobre la superficie lunar una placa en inglés que dice: "Aquí, unos hombres procedentes del planeta Tierra, pisaron por vez primera la Luna en julio de 1969. Vinimos en son de paz en nombre de toda la humanidad".

Hoy hace 39 años. Yo lo ví por televisión, sentado junto a mi madre en el suelo de la sala de estar de su casa en Madrid. No dormí esa noche. A las 9 de la mañana de ese día entraba de guardia en el Palacio de Buenavista de la plaza de Cibeles de Madrid, la sede del Ministerio del Ejército (ahora del Cuartel General del Ejército) donde cumplía mi servicio militar.

Nunca olvidaré esa noche... No dejen de ver las fotos y videos que se reproducen en los "enlaces externos" de la página electrónica que reseño. Y sean felices. Yo, esa noche mágica de julio, lo fuí hasta el llanto. Nunca podré olvidarla. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". 
Tamaragua, amigos. HArendt





http://www.javipas.com/wp-content/_amstrong.jpg
Neil Amstrong en la Luna






Entrada núm. 1915
http://harendt.blogspot.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

jueves, 18 de julio de 2013

La insoportable levedad de la existencia




El escritor Javier Marías



Leo en "Tu rostro mañana. Fiebre y lanza", de Javier Marías (Suma de Letras, Madrid, 2004) el comentario que el autor pone en boca de uno de los personajes de la novela sobre el sentimiento de pánico que los humanos sentimos cuando "nel mezzo del cammin di nostra vita" (Dante: Comedia, I, 1) decidimos hacer balance de situación:

"Porque al final de cualquier vida más o menos larga, por monótona que haya sido, y anodina, y gris, y sin vuelcos, habrá siempre demasiados recuerdos y demasiadas contradicciones, demasiadas renuncias y omisiones y cambios, muchas marcha atrás, mucho arriar banderas, y también demasiadas deslealtades, eso es seguro. Y no es fácil ordenar todo eso, ni siquiera para contárselo a uno mismo."

No es fácil, desde luego. Y si se hace sinceramente, el resultado suele ser doloroso. ¿Por qué?, me pregunto. Si no hay más vida que ésta, ¿merece la pena el esfuerzo?... No lo se... Me quedé dándole vueltas, tampoco en exceso, a la frase.

Recordaba haber leído algo parecido en las "Meditaciones" de Marco Aurelio (Temas de Hoy, Madrid, 1994), el emperador filósofo del siglo II que tan mal parado sale -muere asesinado por su hijo Cómodo- en "Gladiator", una licencia histórica de Ridley Scott que no venía a cuento pero le daba dramatismo a la película. La he encontrado justo al final del Libro XII-32, y dice así:

"¡Qué minúscula parte del tiempo infinito, insondable, se ha asignado a cada hombre, pues en un instante se desvanecerá! ¡Qué minúscula parte de la sustancia universal! ¡Qué minúscula parte del alma universal! ¡Qué minúscula la porción de la tierra universal sobre la que te arrastras! Ponderando todo esto, sólo tiene valor actuar siguiendo la guía de tu propia naturaleza y sufrir lo que trae la naturaleza universal."

Perdonen el tono pesimista, aunque tampoco creo que haya sido para tanto, ¿verdad? Sean felices. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt





No se puede mostrar la imagen “http://static.artbible.info/large/uitparadijs.jpg” porque contiene errores.
La expulsión del Paraiso, por Miguel Ángel





Entrada núm. 1914
http://harendt.blogspot.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

miércoles, 17 de julio de 2013

Política: "Ad náuseam". Reedición de la entrada de fecha 22/7/2008.





"¡Ad náuseam!"




"Ad náuseam" es una locución adverbial latina que significa, literalmente, "hasta la náusea", y que se utiliza para dejar constancia de algo cuyo exceso resulta molesto o produce profundo desagrado... Nada que ver con la gran novela del creador del existencialismo, el filósofo francés Jean-Paul Sartre ("La náusea", 1938) . A mi comienza a pasarme con el lenguaje que utilizan los políticos, todos, aunque haya gradaciones entre unos y otros... Por citar sólo a mis paisanos, me pasó, con Julio Anguita y con José María Aznar; luego con Juan José Ibarretxe, Paulino Rivero y Josep-Lluís Carod-Rovira. Y ahora comienza a pasarme con José Luis Rodríguez Zapatero y con Mariano Rajoy... Dice la escritora y novelista Almudena Grandes ("Equivocaciones", El País, 21/07/08) que hemos convertido la política en la profesión de unos señores que nunca se sienten obligados a reconocer que se han equivocado. Y que ésa es la mayor de las equivocaciones. Pienso que tiene toda la razón. En tiempos más oscuros, y no me refiero a los que relató John Ronald Reuel Tolkien ("El Señor de los Anillos", 1955), los procuradores en Cortes de las ciudades castellanas que volvían de las mismas sin conseguir la aprobación real a las propuestas emanadas de ellas, solían ser colgados sin más trámites de las almenas. No propongo yo que se llegue a tanto con todos los políticos, pero sí es cierto que deberíamos comenzar a exigir a nuestros representantes con un poco más de rigor que respondan de lo que dicen, y sobre todo de lo que hacen. Y más, cuando pretenden hacernos creer que lo que dicen y hacen lo dicen y hacen en nuestro nombre... Sean felices. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt




http://www.elpais.com/recorte/20080721elpepivin_3/XLCO/Ges/20080721elpepivin_3.jpg
Romeu (El País, 21/07/08)




Equivocaciones", por Almudena Grandes
El País, 21/07/08

Me he preguntado muchas veces por qué los políticos nunca reconocen sus errores. Por qué, si la capacidad de equivocarse es una condición universal de los seres humanos, ningún político de ningún partido se sienta nunca ante un micrófono para pronunciar unas palabras que todos decimos todos los días, y casi siempre más de una vez: lo siento, me he equivocado, he cometido un error, perdóname. Se diría que pretenden situarse al margen de las debilidades propias de su especie, pero al hacerlo, se excluyen también de su grandeza. Sólo aprendemos de los errores que hemos cometido, y reconocerlos es una prueba de honestidad intelectual y de integridad moral que, en teoría, debería mejorar las expectativas electorales.

Las de Zapatero han empeorado en el malabarismo verbal de los sinónimos que se dedica a espolvorear, como si fueran polvos mágicos, sobre una crisis que devora sustantivos, adjetivos y adverbios con idéntico apetito. Solbes, más sintético, porque es de ciencias, comenta las peores cifras económicas diciendo que no son datos positivos. Yo miro a mi alrededor, descubro que en otras crisis, las que sacuden a los partidos de la oposición, tampoco nadie ha roto nunca un plato, y concluyo que no se trata de un vicio del poder, sino de la política. Pero, ¿por qué lo hacen? ¿Qué ventajas extraen de su insistencia en perseverar en un error que crece en la misma proporción en que lo niegan?

Ellos saben que la teoría no es la práctica, y que su oficio jamás ha sido tan fácil como ahora, cuando los errores se pagan sólo cada cuatro años porque los ciudadanos creen que la política no va con ellos, que no tiene nada que ver con su vida cotidiana. Así, entre todos, la hemos convertido en la profesión de unos señores que nunca se sienten obligados a reconocer que se han equivocado. Y ésa es la mayor de las equivocaciones. 




http://www.elpais.com/recorte/20080106elpepicul_6/LCO340/Ies/Almudena_Grandes.jpg
La escritora Almudena Grandes







Entrada núm. 1913
http://harendt.blogspot.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

Política y sociedad: Creencias y prejuicios




Sin prejuicios



Todos tenemos prejuicios sobre algo, sobre alguien; quien esté libre de pecado que tire la primera piedra... Como opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal, lo define el diccionario de la Real Academia. Y siempre con connotaciones negativas. ¿Siempre?... Yo pensaba que sí, pero ahora ya no estoy tan seguro.

En el número 182 (junio 2008) de "Revista de Libros" correspondiente al pasado mes de junio leo un interesante artículo ("Theodore Dalrymple contra la corrección política"), que reproduzco íntegramente más adelante con el permiso de Revista de Libros y del propio autor, el economista Luis María Linde (Banco de España/Banco Interamericano de Desarrollo) sobre dos recientes libros ("In praise of prejudice. The necessity of preconceived ideas", Encounter Books, Nueva YorK, y "Our culture, What's left of it. The mandarins and the masses", Ivan R. Dee, Chicago), del médico, psiquiatra y escritor británico Anthony Daniels (n. 1949), que suele escribir bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, y al que Linde considera como uno de los "escritores políticos más independientes y menos políticamente correctos" de Europa.

Dice Linde que Dalrymple "cree que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores". Degeneración cultural, política y moral que afectaría a toda Europa y en las que Gran Bretaña y Holanda ocuparían un primerísimo lugar. La descomposición o desaparición de la vida familiar y el aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas sería para Dalrymple, según Linde, una de las manifestaciones más claras de esa patología, a la que, paradójicamente, atribuye como causa la doctrina de los derechos humanos, a los que considera "una verdadera catástrofe humana"...

Para Dalrymple, deja de manifiesto Luis María Linde, "nadie puede escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejucios".

Es un análisis denso el que realiza Luis María Linde sobre Theodore Dalrymple (Anthony Daniels), su pensamiento y los dos libros citados, pero su lectura resulta sumamente instructiva, obliga a pensar, recapacitar y, hasta es posible, a replantearnos algunos de nuestros propios "prejuicios"... Sean felices. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt




Anthony Daniels




"Theodore Dalrymple, contra la corrección política", por Luis María Linde
Revista de Libros, núm.138, Junio 2008

Theodore Dalrymple (seudónimo del médico y escritor inglés Anthony Daniels) es muy poco conocido en España; ninguno de sus libros –más de una docena a lo largo de los últimos veinte años– se ha traducido al español y muy pocos de sus artículos, que aparecen con bastante frecuencia en Estados Unidos y en el Reino Unido, se han publicado en España (1).

Dalrymple, nacido en 1949, ha trabajado en Tanzania y Zimbabue, se ha interesado por la situación de varios países latinoamericanos y por los problemas de la ayuda al desarrollo, y ha trabajado en Inglaterra, hasta su jubilación, con personas y familias pobres, inmigrantes, marginales y en la prisión de Birmingham. Su clientela han sido los grupos de población que dan título a uno de sus libros, Life at the Bottom (2) («La vida abajo del todo», o algo similar). Hoy, Dalrymple se encuentra entre los escritores políticos más independientes y menos «políticamente correctos» del Reino Unido y es uno de los más originales y lúcidos analistas culturales y sociales en lengua inglesa y, quizás, en cualquier lengua europea (3).

Dalrymple no es un académico, ni un periodista, ni un político. No le interesa o, al menos, no le interesa primordialmente explicar o discutir ideas ajenas, ni pretende defender o atacar ningún programa político, ni habla en nombre de ningún partido, ni ofrece ningún nuevo código moral. Aunque opina sobre cuestiones políticas o culturales de interés general, escribe, fundamentalmente, a partir de su experiencia profesional como médico y psiquiatra. Lo que le ha interesado es, sobre todo, entender y explicar las creencias y las costumbres, lo que quizá podríamos llamar la «psicología moral» de los grupos más pobres, marginales y peor educados de los países occidentales, con el Reino Unido como experiencia «ejemplar», así como el papel y la responsabilidad de los intelectuales y de los «personajes públicos» en la construcción y justificación de la nueva moralidad que empieza a alumbrarse en el siglo XIX y se convierte en «políticamente correcta» en las sociedades occidentales, empezando por las más ricas, durante los últimos cincuenta años.

Aunque por su falta de intención o ambición sistemática y su forma breve puede recordar, a veces, a los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII, su interés no estriba, como ocurre con esos moralistas, en analizar y entender los entresijos y reacciones de la psicología individual, las «pasiones» del ser humano consideradas como «naturaleza» y, por consiguiente, «invariables». También está lejos, por sus intereses y su estilo, de los dos grandes críticos sociales ingleses del siglo XVIII, Swift y Mandeville –este último no era inglés, sino un holandés emigrado y, por cierto, también médico–, que, con intenciones muy distintas, se ocuparon de las paradojas, los vicios y los absurdos de la sociedad que conocieron.

Dalrymple ha publicado varios libros sobre cuestiones médicas y de salud de interés general (entre ellos, uno con ideas muy contrarias a las opiniones más extendidas sobre la forma de entender y tratar las adicciones a los derivados del opio (4) y dos libros en que reunía artículos publicados con anterioridad: Life at the Bottom, al que ya nos hemos referido, y el segundo de los reseñados al comienzo de estas líneas, que podría traducirse como Nuestra cultura, lo que queda de ella. Los mandarines y las masas, que incluye, entre otros artículos de gran interés, uno, «The Goddess of Domestic Tribulations» (La diosa de las tribulaciones cotidianas), realmente antológico, sobre las reacciones sociales, políticas y periodísticas en el Reino Unido tras la muerte en 1997 de Diana Spencer, ex esposa del príncipe Carlos, «la princesa del pueblo», según el título que le dio –la revista Hola no lo habría hecho mejor– el entonces primer ministro británico, Tony Blair.

Dalrymple cree que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, parte de los cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores. Cree que el Reino Unido y algunos países del norte europeo –Holanda, quizás, en primer lugar– son los lugares en que ese proceso, que para él significa una verdadera degeneración cultural, política y, en suma, moral, está más avanzado, aunque piensa que el fenómeno afecta, en mayor o menor medida, a toda Europa y, desde luego, aunque con características diferentes, a los dos países ricos de América del Norte: Estados Unidos y Canadá.

LA VIDA ABAJO DEL TODO, PERO SIN PREJUICIOS...

¿Cuál es el diagnóstico del psiquiatra Dalrymple? Su último libro, el primero reseñado más arriba, En alabanza del prejuicio, que lleva por subtítulo La necesidad de las ideas preconcebidas (redactado, por así decir, «de nueva planta», ya que no se trata de una recopilación de artículos ya publicados), ofrece una respuesta que gira en torno al adanismo, es decir, el desprecio o rechazo de lo que el pasado pueda enseñarnos, la convicción de que la autonomía moral que podría tildarse de «nueva» o «renacida» es en cada individuo un valor supremo. El adanismo, junto con la igualdad como aspiración y meta suprema de la política, y fundamento y justificación del Estado benefactor y sus muchas y variadas consecuencias, así como el relativismo, fundamento del multiculturalismo, son, para Dalrymple, las manifestaciones de esa patología que está cambiando –a peor, en su opinión– la política y la cultura de las sociedades occidentales. El adanismo moral, la inclinación a rechazar las normas, prejuicios y costumbres heredadas del pasado, se manifiesta desde hace décadas con tal empuje que hace difícil discriminar y salvar o defender los «prejuicios buenos» o no descartar los «malos» cuando ello puede dar lugar a prejuicios aún peores. Pero ¿hay acaso prejuicios buenos?

Como parte de una herencia cuya causa puede remontarse a la Ilustración y a las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, la americana y la francesa, la respuesta sería: no, no hay prejuicios buenos, porque las costumbres y reglas heredadas del pasado no pueden ser buenas, algo que, independientemente de otros significados y otras consideraciones es, en sí mismo, un nuevo prejuicio. Su justificación pasa, en última instancia –dice Dalrymple– por el rechazo del pasado, de todo el pasado: las tragedias y los horrores de la Historia no permiten otra cosa, no hay nada que salvar, la Historia no es más que una larga cadena de abusos, latrocinios, crímenes y genocidios.

Esta condena absoluta, sin resquicios, de la Historia lleva a un patrón moral fundado, «bien en un completo amoralismo, bien en la perfecta congruencia moral» (p. 16), es decir, bien en la regla según la cual ninguna regla es peor o mejor que ninguna otra porque ninguna puede justificarse de forma enteramente coherente y racional, bien en la regla que exige perfecta coherencia y congruencia, a falta de lo cual ningún juicio puede ser válido o aceptable: por ejemplo, el colonialismo europeo en África, o el británico en Australia, o el español en América, son absolutamente rechazables porque, cualesquiera que sean los argumentos y razones que puedan aducirse en su favor, se cometieron innumerables abusos, crueldades y crímenes; la democracia formal es una farsa porque no protege por igual a todos y no asegura la igualdad; gran parte de la investigación médica y farmacéutica es moralmente rechazable porque exige la realización de crueles experimentos con animales, e incluso, a veces, con seres humanos que se prestan a ser conejillos de Indias, etc. Los ejemplos pueden multiplicarse.

Tanto el amoralismo como el perfeccionismo moral ofrecen, dice Dalrymple, «una gran ventaja: nos liberan del peso del pasado. Libres de cualquier mancha heredada, tenemos no sólo el derecho, sino la obligación de llegar a todo por nosotros mismos, sin referirnos a nada que algún otro haya podido pensar alguna vez. Somos átomos morales en movimiento, para quienes el pasado no significa nada o, al menos, nada positivo o digno de emulación o, incluso, nada que convenga mantener. El pasado es, más bien, algo a evitar a cualquier precio, no sea que vaya a infectarnos con sus crímenes y sus locuras» (pp. 15-16).

El desarreglo moral e intelectual que significa el rechazo absoluto del pasado como fuente de experiencias aprovechable y, en suma, como fuente de «sabiduría» provoca toda una cadena de desarreglos añadidos en cuestiones cruciales como la educación y la vida familiar, y da lugar a nuevos prejuicios que no tienen más justificación que ser prejuicios que niegan los anteriores o justifican mejor las conveniencias y deseos –del orden que sea y entendidos del modo que sea– de los sujetos que se estiman libres de todo prejuicio.

Uno de los fenómenos más dramáticos con los que ha tenido que tratar Dalrymple durante sus años de ejercicio profesional en Inglaterra ha sido el rápido aumento en el número de mujeres muy jóvenes (muchas, casi adolescentes; algunas, casi niñas; todas ellas, pobres, de bajos niveles educativos, de ambientes sociales en los que la violencia doméstica es moneda corriente, con frecuencia cercanos a la delincuencia) que deciden tener hijos sin estar casadas, sin pareja estable y sin apoyo familiar de ninguna clase. «Derribar un prejuicio no es destruirlo como tal. Es, más bien, inculcar otro prejuicio [...]. El prejuicio de que está mal tener un niño fuera del matrimonio ha sido reemplazado por el prejuicio de que no hay nada en absoluto malo en ello. Pero es interesante señalar que la clase social que primero puso objeciones, en el terreno intelectual, al prejuicio original, es decir, la clase media-alta bien educada, es la que menos probabilidades tiene de comportarse como si el prejuicio original no estuviera justificado. En otras palabras, para esta clase es una cuestión de aseo intelectual, de obtener puntos, de parecer atrevida, generosa, imaginativa y de mentalidad independiente [...] más que una cuestión de política práctica» (p. 25).

Citando los resultados de un informe hecho en el Reino Unido sobre lo que piensan y cómo actúan esas madres solteras (pp. 25-26) y cómo justifican su decisión de tener un hijo sin pareja estable, sin medios económicos, sin apenas posibilidades de obtener un empleo estable y sin apoyo familiar, Dalrymple se pregunta si no habría sido mejor para ellas haber sido educadas con los prejuicios tradicionales: que, para tener un hijo, mantenerlo y educarlo, es mejor esperar a tener una familia y la compañía y ayuda de un padre, que no tener nada de eso. Pero esto es algo que, por varias razones –entre ellas, su carencia de vida familiar, su pobreza y falta de educación, la brutalidad del medio en que se desenvuelven, problemas de drogas y delincuencia–, muchas de esas mujeres consideran completamente fuera de su alcance, un sueño imposible. De forma que el niño que van a mantener, con la única o casi única ayuda, más o menos generosa, mejor o peor, del Estado benefactor, se convierte en su única posesión y consuelo, con lo cual están reproduciendo para esos niños las condiciones familiares y sociales de las que ellas mismas se consideran víctimas y de las que, naturalmente, querrían escapar.

... AL AMPARO DEL ESTADO BENEFACTOR

La desaparición del prejuicio contra las mujeres que tienen hijos sin estar casadas y contra los niños nacidos fuera del matrimonio se solapa, en parte, con la desaparición del prejuicio a favor de la vida familiar como elemento fundamental para la educación y para la convivencia. Dalrymple se acerca a este «antiguo» prejuicio a través de algo tan aparentemente trivial como es el hecho de que en muchos hogares de «clase baja» en el Reino Unido no hay una mesa y unas sillas que sirvan para que los miembros de la familia se reúnan a comer juntos (capítulo 6), algo que constituye –no parece que exija ninguna demostración– una rutina característica y significativa de la sociedad familiar. La descomposición y, con frecuencia, desaparición de la vida familiar entre los grupos de población de rentas más bajas y niveles de educación más deficientes es, para Dalrymple, una manifestación crucial de la enfermedad que trata de analizar y tiene, entre otras consecuencias, una muy profunda y significativa: la familia es un refugio y, a la vez, un lugar en el que hay que transigir con los demás; la carencia de ese refugio hace a los seres humanos más agresivos, egotistas e intolerantes, y más propicios a entender mejor las relaciones fundadas en, y justificadas por, la fuerza y el poder que por la empatía, la generosidad y la paciencia.

La descomposición o desaparición de la vida familiar es, para Dalrymple, un factor que contribuye directamente al aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas, algo en lo que, paradójicamente, ha colaborado de forma decisiva, en su opinión, la política de bienestar social de muchos gobiernos europeos. Refiriéndose al Reino Unido, «el Gobierno [se refiere al gobierno laborista en el poder en febrero de 2007] admitirá cualquier cosa menos reconocer que sus políticas sociales y las de gobiernos previos durante los pasados cuarenta años han moldeado una sociedad de psicópatas, en la cual una parte lamentablemente amplia de la población considera al resto de la gente de una forma puramente instrumental, como un medio para el logro de sus fines inmediatos. Esa parte de la población no siente ningún lazo afectivo o solidario de ninguna clase con el resto de la gente» (5). Lo más paradójico es que, amparándolo y justificando todo, está la doctrina de los derechos humanos, «una verdadera catástrofe humana [...] [esta doctrina] no sólo proporciona a las instituciones gubernamentales una excusa para introducirse en el tejido de nuestras vidas, sino que, además, tiene un efecto profundamente corruptor en la juventud, adoctrinada para creer que antes de que esos derechos se concedieran (¿o, hay que decir, se descubrieran?) no había libertad [...]. Todavía peor, convence a los jóvenes de que cada uno de ellos es de un valor precioso y único, lo que equivale a decir que más precioso que ninguna otra persona: y que, además, el mundo es una conspiración gigantesca para privarle de todo lo que legítimamente le corresponde. Una vez que alguien está seguro de cuáles son sus derechos, resulta imposible discutir con él; y, así, la razón de la Ilustración se transforma rápidamente en la sinrazón del psicópata» (6).

DOS DALRYMPLES

Los prejuicios, las ideas hechas o preconcebidas son inevitables e imprescindibles en la vida privada y en la vida profesional, en el arte, así como en la ciencia, lo que no significa, evidentemente, que todos los prejuicios heredados sean aceptables y que todos deban conservarse. «Sin duda, podemos deshacernos de cualquier actitud en particular respecto a cualquier cuestión dada, pero no podemos deshacernos de cualquier actitud de cualquier clase hacia esa cuestión» (7). Creer que los seres humanos pueden y deben vivir y actuar sin prejuicios de ninguna clase, ni ideas preconcebidas, es una especie de metaprejuicio que, además, propone un patrón moral ilusorio, imposible y, por eso mismo, nefasto. Dalrymple cree que uno de los padres de este metaprejuicio moderno es John Stuart Mill, quien convirtió en On Liberty la lucha contra los convencionalismos dominantes en su época en la columna vertebral de sus propuestas morales, aunque es seguro que Mill rechazaría algunas de las interpretaciones y aplicaciones actuales de su exigencia de luchar contra los convencionalismos (8).

El tono de Dalrymple es siempre compasivo y comprensivo con los sujetos y casos reales que son la fuente de sus reflexiones, como podía esperarse de un médico que comenta los casos de sus pacientes. Pero hay otro Dalrymple cuando rastrea la formación de la cultura anticonvencional a través de las opiniones, los exabruptos y las elucubraciones de los mandarines, los escritores, intelectuales, artistas y políticos para quienes la destrucción del viejo orden moral nunca fue y no es ahora otra cosa que esteticismo de privilegiados: el paradigma sería Virginia Woolf, a la que detesta, y a quien dedica uno de sus más penetrantes artículos (9); la originalidad o la provocación artística (Ibsen o George Bernard Shaw serían dos buenos ejemplos) o pseudocientífica: el ejemplo de esta última sería Peter Singer, profesor en Princeton, apóstol de los derechos de los animales y partidario declarado de legalizar el infanticidio (hasta cierta edad de los bebés, por ejemplo, treinta días), de la eutanasia y, en su caso, de la eliminación, decidida por familiares y allegados, de ancianos, inválidos mentales y enfermos incurables (10); o el oportunismo político que está detrás del relativismo y del desvarío multicultural (el ejemplo más evidente y patético: cierta opinión «progresista» occidental según la cual debemos tratar de entender el fundamentalismo islámico y su posición en relación con las mujeres, en vez de criticar y defender cambios inspirados en nuestra cultura e incompatibles con el islam).

Realmente, la tesis más subversiva de Dalrymple es que este proceso de sustitución de prejuicios, que se desarrolla entremezclado con las muy diversas reivindicaciones amparadas en la doctrina de los derechos humanos, empeora, sobre todo, la situación y las posibilidades de las «clases bajas», de los pobres y peor educados, pero también, en algunos casos, de las mujeres y de los niños, es decir, de todos aquellos a los que, supuestamente, quieren favorecer las políticas inspiradas en las convenciones «políticamente correctas»: «Habiendo llevado a cabo una parte considerable de mi carrera profesional en países del Tercer Mundo en los que la implementación de ideales e ideas abstractos ha hecho que situaciones malas llegaran a ser incomparablemente peores, y el resto de mi carrera en medio de la muy extensa infraclase británica, cuyas desastrosas nociones sobre cómo vivir derivan, en última instancia, de ideas de los críticos sociales que son poco realistas, autocomplacientes y, con frecuencia, fatuas, veo ahora la vida artística e intelectual como algo que tiene incalculables efectos e importancia práctica. John Maynard Keynes escribió en un pasaje famoso de Las consecuencias económicas de la paz [...] que el mundo está gobernado por poco más que ideas viejas o difuntas de economistas y filósofos sociales. Estoy de acuerdo: excepto que ahora yo añadiría novelistas, autores de teatro, directores de cine, periodistas, artistas e, incluso, cantantes pop. Son los no reconocidos legisladores del mundo, y debemos prestar atención a lo que dicen y a cómo lo dicen» (11).

No hay benevolencia sin prejuicios; no podemos escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejuicios: estas cuatro contundentes afirmaciones, que son títulos de los últimos capítulos de In Praise of Prejudice, resumen la posición de Dalrymple y pueden dar una medida de su distancia respecto de la «corrección política».

Notas
1.- La revista Actualidad Económica publica, desde hace unos meses, traducciones de artículos de Dalrymple aparecidos en City Journal. El Instituto Juan de Mariana, con sede en Madrid, se ha ocupado varias veces de Dalrymple (puede verse en el portal de Internet del Instituto), igual que Libertad Digital y varios blogs españoles. Dalrymple colabora principalmente en City Journal (que edita el Manhattan Institute for Policy Research, uno de los más influyentes think-tanks promercado, antiintervencionistas y liberales –en el sentido europeo– de Estados Unidos), en los británicos The Spectator y The Times y en The Wall Street Journal, entre otros. La historia del Manhattan Institute for Policy Research y de su influencia durante las últimas décadas está contada por Tom Wolfe en un artículo publicado en The New York Post, 30 de enero de 2003, disponible en Internet: www.manhattan-institute.org/html/_nypost-revolutionaries.htm.
2.- Publicado en 2001 por Ivan R. Dee.
3.- En Internet pueden leerse dos interesantes entrevistas con Dalrymple: en www.frontpagemag.com, del 31 de agosto de 2005, y en www.brusselsjournal.com, del 17 de septiembre de 2006.
4.- Romancing Opiates: Pharmacological Lies and the Addiction Bureaucracy, Nueva York, Encounter Books, 2006.
5.- Theodore Dalrymple, «The Terrible Logic of Kids, Drugs, and Killing», The Times, 19 de febrero de 2007.
6.- Theodore Dalrymple, «From Stiff Upper Lip to Clenched Jaws», The Australian News, 3 de noviembre de 2007, disponible en Internet.
7.- In Praise of Prejudice, p. 29.
8.- Ibídem, capítulo 11, «The Overestimation of Rationality in Choice», pp. 42-46.
9.- Our Culture, What's Left of It, «The Rage of Virginia Woolf», pp. 62-76.
10.- Anthony Daniels, «How to Murder a Bolivian Boy», The New Criterion, vol. 19, núm. 10, junio de 2001. Éste es uno de los raros artículos que Dalrymple no firma con su seudónimo.
11.- Our Culture, What's Left of It, p. XI.





Luis María Linde







Entrada núm. 1912
http://harendt.blogspot.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

viernes, 12 de julio de 2013

*Federalismo: La hora de las "provincias". Reedición de la entrada de fecha 25/7/2008




Hannah Arendt




Hace unos días escribí en el blog sobre el lenguaje de los políticos y aunque siempre hay excepciones a la regla general, la verdad es que suelen hablar mucho, con muchos circunloquios, para al final no decir nada. Los filósofos también resultan difíciles de entender a menudo, con una diferencia, la de que utilizan un lenguaje sumamente críptico, sólo para iniciados o miembros de la tribu filosofal, que se compadece muy poco con el del común de los mortales. No siempre es así: Bertrand Russell y Ortega, por ejemplo, pueden leerse con facilidad por la precisión, elegancia y belleza de su lenguaje. Ambos escribieron de política y participaron activamente en la de su tiempo. También lo hizo mi querida y admirada Hannah Arendt, pero como dice su biógrafa, Laura Adler ("Hannah Arendt", Destino, Barcelona, 2006): "ella, que durante un tiempo ha flirteado con el compromiso en la acción política, se aleja definitivamente de la misma. Desde ahora considera que no está hecha para eso: demasiado emotiva, demasiado a flor de piel, no es lo bastante estratega y se inclina demasiado por la verdad". Sí, es difícil compatibilizar filosofía, acción política y verdad sin acabar pringándose... ¿No cree, Sr. Savater?

Años atrás, durante el proceso de traslado de la biblioteca familiar de Las Palmas a Maspalomas, un poco en broma y como para tentar al destino -lo mismo hace uno de los personajes de "Los amantes encuadernados" (Espasa-Calpe, Madrid, 1997), de Jaime de Armiñan- fui guardando al azar dentro de mis libros fotos, cartas, postales, escritos personales, artículos de prensa... Espero que mis nietos se diviertan encontrándolos y recopilándolos, o echándolos a la hoguera, como hacía Pepe Carvalho, el detective protagonista de las novelas de Manuel Vázquez Montalbán.

Resultó una auténtica sorpresa encontrar hace muy pocos días, hojeando uno de esos libros, un artículo de prensa, ya amarillo por el paso del tiempo, titulado "El derecho fundamental del pueblo canario", publicado en el periódico El Eco de Canarias, de Las Palmas, el 9 de marzo de 1977, y escrito por Néstor David, que reivindicaba, siguiendo el pensamiento de Ortega en su "España invertebrada" (1921), la exigencia para nosotros, "como canarios, de las mismas libertades, los mismos deberes, los mismos derechos y privilegios que pedimos para todos los restantes pueblos y países de España, porque forzoso es reconocer que sólo en una España libre, justa y democrática será posible la existencia de un pueblo canario libre, justo, democrático, pacífico y orgulloso". Salvo algunas expresiones un poco ampulosas, propias de la época y el momento, lo suscribo totalmente.

Las casualidades no existen, pero como las meigas, haberlas, haylas...Así que, no es de extrañar que ayer, 24 de julio, El País publicase un artículo del notario catalán Juan-José López Burniol, miembro de la asociación cívico-política "Ciutadans pel canvi", titulado "La rebelión de las provincias", que reivindica igualmente a Ortega para defender que "la dialéctica centro-periferia viene impuesta por la fuerza de las cosas desde que el Estado Autonómico ha hecho posible lo que Ortega bautizó como 'la redención de las provincias', es decir, el logro de una progresiva homogeneización social y económica de España". Un brillante y crítico comentario contra los que aún parecen no entender que la rebelión de las provincias no sólo es inevitable sino absolutamente justa. Me ha parecido interesante contraponer ambos textos, separados por treinta y un años y muchas cosas más, y reproducirlos a continuación. ¡Ah, por cierto!, se me olvidaba decir que el de "Néstor David" era uno de los seudónimos que utilizaba "HArendt" en sus escritos políticos de esa época... No voy a rebuscar más textos antiguos entre mis libros; que el Azar y la Fortuna decidan el mañana... Sean felices. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt





http://theatrumbelli.hautetfort.com/images/medium_Ortega_y_Gasset.jpg.jpg
José Ortega y Gasset





"La rebelión de las provincias", por Juan-José López Burniol
El País, 24/07/08

Contemplé por televisión la cara de contenido asombro -sólo perceptible en la mirada- con que Ana Mato aguantó impávida el abucheo que le propinó parte de los asistentes al reciente congreso del Partido Popular de Cataluña. Los hechos son sabidos. Se habían presentado tres candidaturas a la presidencia del partido y, tras un intento fallido de impulsar una candidatura de unidad, la dirección central madrileña impuso otra distinta. Así las cosas, cuando Ana Mato anunció esta salida, la respuesta de muchos asistentes al congreso fue una bronca pura y dura. Bronca de la que participaron luego María Dolores de Cospedal y Javier Arenas.

Mi sorpresa fue absoluta, pero no por la bronca, sino por haber dado pie a ella. Porque, ¿cómo es posible, me dije, que gente con talento pueda cometer un error tan burdo?, ¿en qué cabeza cabe imponer en Cataluña una decisión tomada en Madrid sin contar con los catalanes? Parece evidente, por lo visto, que resulta difícil superar los atavismos; pero dos hechos son ya inocultables: para empezar, el debate político esencial gira hoy, en España, en torno a la dialéctica centro-periferia, y segundo, que el sistema de partidos catalán es -con la sola excepción del PP- un sistema de partidos autónomo. Veámoslo.

La dialéctica centro-periferia viene impuesta por la fuerza de las cosas desde que el Estado Autonómico ha hecho posible lo que Ortega bautizó como "la redención de las provincias", es decir, el logro de una progresiva homogeneización social y económica de España. A consecuencia de este cambio socioeconómico, así como de la correlativa formación de núcleos de intereses locales, ligados a sus respectivos poderes autonómicos con relaciones más o menos clientelares, la dialéctica política en España no girará, a partir de ahora, en torno al eje derecha-izquierda, ni tampoco alrededor de la confrontación entre el nacionalismo español y los nacionalismos catalán y vasco, sino que se polarizará en la dialéctica entre dos núcleos de poder: el centro -el "Gran Madrid"- y la periferia -Cataluña, Valencia, Murcia, Andalucía, Galicia y el País Vasco-, comunidades a las que pueden unirse Baleares y Canarias. Esta confrontación ha comenzado a producirse ya en el seno de los dos grandes partidos. Así, la reciente refriega congresual del PP en Cataluña es una primera escaramuza. Y, por lo que hace al PSOE y el PSC, habrá que seguir sus negociaciones en materia de financiación, cuyo término está fijado para el próximo 9 de agosto, pues aun cuando el reciente congreso socialista ha discurrido con la unanimidad gozosa propia de los partidos que levitan gracias al disfrute del poder, no son coincidentes, en ésta y en otras materias, los intereses de los socialistas catalanes y los del PSOE. Lo que nos lleva a examinar el segundo hecho antes apuntado: el carácter autónomo del sistema de partidos catalán.

Debatir si Cataluña es o no una nación, constituye un ejercicio nominalista estéril. Ahora bien, lo que no puede negarse, por ser un hecho, es que Cataluña es una comunidad con conciencia clara de poseer una personalidad histórica diferenciada, así como con una voluntad decidida de proyectar esta personalidad hacia el futuro en forma de autogobierno. De no ser así, Cataluña no hubiese subsistido tal y como es hoy, a comienzos del siglo XXI. Y ha sido esta personalidad diferenciada de Cataluña la que ha marcado siempre a los partidos nacionalistas -CiU y Esquerra- y ha conformado progresivamente a los demás -como el PSC-, de modo que, en la actualidad y con la sola excepción del PP, el sistema de partidos de Cataluña es autónomo del español.

Este hecho trascendente acarrea, dos consecuencias: primera, que la acción de los partidos catalanes está guiada, en primer lugar, por el interés exclusivo de Cataluña, y segundo, que, desde esta perspectiva, el único marco jurídico capaz de ahormar la relación entre España y Cataluña es la relación bilateral. Si alguien -socialista o no- piensa que esto no puede predicarse del PSC, máxime después de acceder al control del partido los capitanes procedentes de la inmigración, se engaña: el catalanismo de los intereses, distinto del identitario, vertebra su ideario y su acción de forma irrevocable. Y, por último, la fuerza de este catalanismo es tan grande, que incluso al PP le es imposible eludir un mínimo común denominador catalanista, que, tras los sucesos de estos días, irá a más.

Concluido el último congreso del PP en Valencia con la consolidación de Mariano Rajoy, un columnista madrileño escribió que habían ganado los abogados y las provincias. No discutamos el nombre -provincias- y admitamos el hecho, si bien matizando su significado: no es que ganasen las provincias, sino que éstas se rebelaron y ya nada será igual.

A partir de ahora, mandarán en la Península quienes acierten a tejer alianzas, tanto desde el centro como desde la periferia. 





http://www.elpais.com/recorte/20070304elpdmgrep_8/LCO340/Ies/Bertrand_Russell.jpg
 Bertrand Russell





"El derecho fundamental del pueblo canario", por Néstor David
El Eco de Canarias, 09/03/77

A estas alturas del tiempo político que vivimos, y a la vista de las estructura social, económica y cultural en que se mueve el ciudadano medio español, nadie medianamente informado, ya milite en la izquierda, el centro o la derecha, o no comprometido con ningún sector de la vida política, duda de los derechos del pueblo canario, y de los demás pueblos españoles, a obtener y gozar de una autonomía tan amplia, general y justa como sea necesario para poder sacar a la luz todas las potencialidades que les son propias y peculiares, plantear, enjuiciar y dilucidar sus propios asuntos y, sin menoscabo de su propia identidad, integrar, potenciar y desarrollar esa otra entidad común a todos ellos que es España.

De forma casual, sin premeditación ni alevosía por mi parte, ayer me he encontrado con don José Ortega y Gasset, nuestro pensador universal. El azar me hizo recalar sin ninguna razón particular en el anaquel de la pequeña biblioteca familiar, donde, en lugar de honor figuran desde hace tiempo las Obras Completas de don José, y comenzar a hojear nuevamente -tambien en forma casual- el tomo III de las mismas. Dicho toma abarca sus escritos del año 1917 al 1928, y comienza con la reproducción de varios de los artículos que publicara, en el invierno de 1917-1918, en el diario El Sol, de Madrid.

Entre ellos leí con verdadera fruición los dedicados a nuestro paisano universal Benito Pérez Galdós, y esa granadina que fue emperatriz de Francia, Eugenia de Montijo, muertos ambos por aquellas fechas en el silencio oficial y decadente de la vida pública de entonces. También leí una serie de artículos que dedicara en aquellos días igualmente, al gran poeta indio Rabandrinath Tagore, premio Nobel de Literatura, a quien Ortega ensalza merecidamente como portavoz de la sensibilidad y espiritualidad más acendrada.

A las pocas páginas me he encontrado -no sabría decirlo de otra manera- con uno de los libros (ensayo de ensayo, lo denomina él mismo) que más profunda huella dejaron en la juventud de aquellos años y cuya influencia ha perdurado, vital y sugerente hasta nuestros días. Evidentemente, es fácil adivinar que me estoy refiriendo a su "España invertebrada", escrito en 1921.

Lo he leído nuevamente, de un tirón. Y su lectura me ha sugerido inmediatamente y en forma imperiosa la necesidad de expresar de forma tajante que el primer derecho fundamental de nuestro pueblo, del pueblo canario, es el derecho inalienable a seguir siendo español. Y ello, movido por el reconocimiento íntimo de que resulta evidente que con muy mala, o buena, intención (eso es difícil de precisar), se está pretendiendo minimizar esa cuestión, y por una politiquilla barata al uso, a la caza electoral de futuros votos de insatisfechos y descontentos, manejando insinuantes y bochornosos planteamientos pseudoindependentistas en base a una política secular de olvido y marginación que, no por cierta e injusta, sería menos suicida a todas luces.

Ni por asomo me atrevería a comentar el contenido de "España invertebrada", ¡más quisiera yo!, pero hay algunos párrafos que me han impresionado y no podía por menos que reflejarlos. Entre ellos, aquellos del capítulo 5 en que Ortega explica las causas que a su juicio empujan a España en esos momentos a su desvertebración, y entre las que cita el "particularismo". Dice así: "La esencia del particularismo es cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y, en consecuenia, deja de compartir los sentimientos de los demás. No le importan las esperanzas o necesidades de los otros y no se solidarizan con ellos para auxiliarles en su afán. Como el vejamen que acaso sufre el vecino no irrita por simpática transmisión a los demás núcleos nacionales, queda éste abandonado a su desventura y debilidad. En cambio, es característica de este estado social la hipersensibilidad para los propios males. Enojos o dificultades que en tiempos de cohesión son fácilmente soportador, parecen intolerables cuando el alma del grupo se ha desintegrado de la convivencia nacional". ¿No vemos en estas líneas algo que comenzamos a percibir ya en nuestra comunidad? ¿Será posible, pienso yo, que algún canario auténtico piense que la libertad y la gloria y la prosperidad de nuestro pueblo la vamos a encontrar en una idílica y bucólica independencia? ¿En el último tercio del siglo XX, a un paso de la conquista espacial, qué viabilidad puede tener un estado insular de 7.000 kilómetros cuadrados escasos de superficie y un millón y poco de habitantes? Poco orgullo tendremos como pueblo y como nación si preferimos ser un estado africano más, en la órbita de influencia marroquí o argelina, y desligarnos de quinientos años de fecunda historia europeo-americana. Fecundos por lo aportado tanto o más que por lo recibido.

Pienso que en el reconocimiento y aceptación íntima que cada día hace nuestro pueblo -a pesar de las vejaciones, el olvido y la injusticia- de su inquebrantable deseo de seguir siendo un pueblo español, está la fuente primigenia de todos nuestros necesarios, exigibles e iirenunciables derechos a la autonomía.

En el primer capítulo de su libro, Ortega, analiza los procesos de integración y desintegración, y nos pone, dice, dos ejemplos históricos de integración: el de los pueblos latino y español, a partir, respectivamente, de dos núcleos originarios: Roma y Castilla.

"Entorpece sobremanera la inteligencia de los histórico -dice- suponer que cuando de los ñucleos inferiores se ha formado la unidad superior nacional, dejan aquellos de existir como elementos activamente diferenciados. Lleva esta errónea idea a presumir, por ejemplo, que cuando Castilla reduce a unidad nacional a Aragón, Cataluña y Vasconia, pierden estos pueblos su carácter de pueblos distintos entre sí y del todo que forman. Nada de eso: sometimiento, unificación, incorporación, no significa muerte de los grupos como tales grupos; la fuerza de independencia que hay en ellos perdura, bien que sometida; esto es, contenido su poder centrífugo por la energía central que los obliga a vivir como partes de un todo y no como todos aparte. Basta con que la fuerza central, escultora de la nación -Roma en el Imperio; Castilla en España; la Isla de Francia en Francia- amengüe para que se vea automáticamente reaparecer la energía secesionista de los grupos adheridos.

Es preciso pues -continúa- que nos acostumbremos a entender toda unidad nacional no como una coexistencia inerte, sino como un sistema dinámico. Tan esencial es para su mantenimiento la fuerza central como la fuerza de dispersión. El peso de la techumbre, gravitando sobre las pilastras, no es menos esencial al edificio que el empuje contrario ejercido por las pilastras para sostener la techumbre.

La fatiga de un órgano parece a primera vista un mal que éste sufre. Pensamos acaso que, en un ideal de salud, la fatiga no existiría. No obstante, la fisiología ha notado que sin un mínimun de fatiga el órgano se atrofia. Hace falta que su función sea excitada, que trabaje y se canse para que pueda nutrirse. Es preciso que el órgano reciba frecuentes o pequeñas heridas que lo mantengan alerta. Estas pequeñas heridas han sido llamadas 'estímulos funcionales'; sin ellas el organismo no funciona, no vive.

Del mismo modo -concluye- la energía unficadora, central, de rotación -llámesele como se quiera-, necesita para no debilitarse de la fuerza contraria, del impulso centrífugo perviviente en los grupos. Sin este estimulante, la cohesiónm se atrofia, la unidad nacional se disuelve, las partes se despegan, flotan aisladas y tienen que volver a vivir cada una como un todo independiente".

¡Qué bien expuesto ese eterno dilema histórico de los grandes pueblos en sus interminables procesos de integración-desintegración, entre la alternativa atracción-repulsión de sus componentes! Tras una etapa de decadencia, que no tiene sus orígenes como algunos pretenden ingenuamente hacernos creer en los últimos cuarenta años de nuestra historia más reciente, sino al menos en los últimos trescientos, el "pueblo" y los "pueblos" de España tienen en sus manos la oportunidad histórica de configurar libre y democráticamente su futuro, partiendo de una relativamente buena salud social, económica y cultural que no desvirtúa para nada la actual crisis económica.

Exijamos nuestro derecho como canarios a configurar una nueva España, integrada e integradora en sus pueblos, en sus clases y en sus hombres. Exijamos para nosotros las mismas libertades, los mismos deberes, los mismos derechos y privilegios que pedimos para todos los pueblos y países de España, porque forzoso es reconocer que sólo en uan España libre, justa y democrática, será posible la existencia de un pueblo canario, justo, democrático, pacífico y orgulloso, puente y punta de lanza de la civilización occidental -se diga lo que se diga, la más creadora y vital de las civilizaciones humanas- en un oceáno que baña tres continentes y en el epicentro de todas las líneas de civilización, comercio y cultura que lo cruzan y unen sus orillas. 









Entrada núm. 1911
http://harendt.blogspot.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)