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lunes, 1 de junio de 2020

[PENSAMIENTO] Una renta básica universal



Dibujo de Raquel Marín para El País


Un ingreso de emergencia estimularía la recuperación de la demanda tras una crisis, actuaría como un ‘estabilizador automático’ y los ciudadanos serían menos propensos a votar opciones extremistas; la siguiente fase es una renta básica universal, escribe en El País, el profesor titular e investigador en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres, Guy Standing. A final de la entrada les pongo una serie de enlaces a artículos académicos en español que constituyen una excelente una puesta al día de la cuestión.

"Cuando la pandemia, por fin, se desvanezca, -comienza diciendo Standing- el mundo cambiará de forma permanente. Pero, para que cambie para mejor, es necesario desarrollar ya una estrategia de transformación económica. Para ello, debemos tener claro de antemano cuáles eran sus defectos fundamentales.

La economía neoliberal que ha predominado durante las últimas tres décadas se proponía reducir el Estado social y tenía una afición populista a reducir impuestos, particularmente para los ricos y las empresas, que exigía recortes del gasto público, en teoría para equilibrar los presupuestos.

Era un modelo engañoso, que produjo un gran fortalecimiento del capitalismo rentista —grandes réditos para los dueños de propiedades— y el debilitamiento de los bienes públicos comunes. Esto último implicaba menos hogares sociales, servicios sociales reducidos, menos sanidad pública y menos asistencia social. Ahora estamos pagando el precio, con más de 25.000 muertes solo en España. Nuestra capa de protección social estaba hecha jirones.

También ha producido un saqueo de los bienes públicos naturales —menos espacios abiertos, menos peces en el mar, menos aire limpio y agua potable, menos parques y bosques cuidados—, así como de las garantías civiles, la igualdad y la justicia para todos. Sobre todo, vimos una pérdida del patrimonio público intelectual, a medida que el desarrollo de un sistema internacional de derechos de propiedad intelectual permitió que la plutocracia y las grandes empresas se adueñaran con una parte cada vez mayor de los ingresos generados.

Por consiguiente, una parte crucial de la estrategia de revitalización debe consistir en desmantelar el capitalismo rentista y reanimar todos nuestros bienes comunes. No debemos aceptar a ningún político ni partido político que no articule una estrategia en ese sentido. La principal prioridad debe ser la construcción de un nuevo sistema de distribución de rentas. Desde ahora mismo. Necesitamos que los Gobiernos y las organizaciones internacionales introduzcan una renta básica de emergencia.

Los Gobiernos deben darse cuenta de que no existe una alternativa que pueda llegar a todos los segmentos de la sociedad. Algunos Gobiernos han alegado que tienen que centrar la ayuda en los más vulnerables y han introducido asistencia social y subsidios salariales en función de los recursos. Pero acabarán aceptando que casi todo el mundo —excepto los plutócratas que pueden refugiarse en sus superyates y sus fincas—, además de ser vulnerable a la pandemia, puede sufrir problemas económicos, quiebras y otras enfermedades.

Tratar de seleccionar a los pobres en una conmoción sistémica como la actual es como buscar al hombre que está más a punto de ahogarse en un naufragio y dejar que el resto se hunda. Todos necesitamos ayuda. El proceso administrativo necesario para identificar a los más necesitados será caótico, burocrático, crónicamente ineficaz e injusto. E incluso puede que los políticos vean que muy pocos funcionarios estarán dispuestos a comprobar los ingresos, la riqueza o la situación laboral de los que soliciten ayuda financiera. Lo que los economistas deberían saber a estas alturas es que los planes selectivos, concebidos para llegar exclusivamente a los que son pobres sin culpa ninguna, cometen enormes fallos de exclusión. En otras palabras, no llegan a muchos de los destinatarios del plan. Es posible que haya un 40%, o más, de necesitados al que no llegan. Este hecho ha quedado demostrado una y otra vez en todo el mundo, incluso en países con sistemas administrativos avanzados.

Dicho de otro modo, los planes universales son más eficaces que los planes selectivos para reducir la pobreza y la inseguridad de rentas. A los políticos les cuesta entender esta paradoja, y muchos prefieren no entenderla, porque así pueden continuar con sus programas específicos, con los que creen que ahorran dinero público. Sería mucho mejor suministrar a todo el mundo una renta básica y aplicar a los ricos una ligera subida de impuestos, para que no estén ni mejor ni peor.

Lo que hemos descubierto con los ensayos de rentas básicas en diferentes tipos de países es que refuerzan la resistencia personal y familiar, y hacen que las familias y las personas sufran menos presión y tengan más capacidad de pagar sus deudas. También mejoran la nutrición, la salud y la sanidad. Y, en contra de los prejuicios burgueses, las personas con la seguridad de una renta básica tienden a trabajar más —no menos— y a ser más productivas —no menos—, así como más cooperativas y tolerantes con los demás. Tienen menos miedo y, por tanto, menos propensión a votar opciones de extremismo populista.

El sistema de renta básica tendría otras ventajas sociales y económicas. Nuestra supervivencia colectiva a esta pandemia depende no sólo de nuestro propio comportamiento y nuestro acceso a los recursos, sino también de que todos los demás tengan los recursos necesarios para sobrevivir. Si algunos grupos se quedan fuera de los programas de ayudas económicas, tenderán a mostrar comportamientos que prolongarán la pandemia, aunque solo sea porque, sin recursos, seguirán siendo vulnerables al virus y otras enfermedades sociales. Podríamos incluso formular una regla social: cuanto más específico sea el sistema de ayudas económicas, más durará la pandemia y más devastadora será.

Desde el punto de vista económico, los políticos deberían ser conscientes de que, durante mucho tiempo, vamos a sufrir las consecuencias de una profunda crisis de demanda. Los pobres no podrán comprar bienes y servicios básicos, el precariado no podrá atender sus deudas crecientes y los asalariados habrán sufrido enormes efectos en su riqueza, es decir, la constatación de que han perdido mucha riqueza, lo que les hará gastar menos.

A los políticos les gusta dar la imagen de que protegen a las empresas y los puestos de trabajo. Pero el objetivo principal debería ser impulsar la demanda de bienes y servicios básicos, sin la cual las empresas no pueden funcionar. Una renta básica impulsaría esa demanda, y constituiría la piedra angular de la nueva economía: alimentos, viviendas, sanidad y educación.

La locura de la flexibilización cuantitativa perseguida después de 2008 consistió en inyectar dinero en el lado de la oferta, en los mercados financieros. Eso llevó a una recuperación muy lenta, como todo español sabe. Y enriqueció a los que ya eran ricos. Eso no debe repetirse ahora. Pero solo lo evitaremos si presionamos a los políticos y a las instituciones financieras y políticas internacionales para que den facilidades a la gente corriente.

Otra ventaja de una renta básica de emergencia es que podría servir de lo que los economistas llaman estabilizador económico automático. Si se adopta, impulsaría la demanda de bienes y servicios básicos. Si eso funciona, la economía comenzará a recuperarse. Entonces, el Gobierno podría reducir ligeramente el importe para que sea sostenible a largo plazo, mientras se ponen en marcha impuestos y otros recursos financieros para sufragar un sistema permanente. Si la recesión empeora debido a fuerzas externas, las autoridades podrían aumentar la renta básica, para reforzar la economía en general.

La situación es grave. La mayoría de la gente está teniendo dificultades económicas, sociales y emocionales. Una renta básica no es la panacea; pero es esencial y urgente. Si las autoridades no la aplican, serán en parte responsables de las muertes y enfermedades del mañana. Como mínimo, deberían lanzar de inmediato programas piloto, si no están convencidos. La inacción es lo que no se perdonará ni se olvidará".

Y estos son los enlaces que les citaba al inicio de la entrada:

1. Herce, José Antonio y Miguel Ángel: ¿Qué base para legitimar una renta básica? Revista de Libros
2. Linde, Luis M.: Renta básica, mínima y sus parientes. Revista de Libros



El profesor Guy Standing



La reproducción de artículos firmados en este blog por otras personas no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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sábado, 21 de septiembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Visiones de la política (Publicada el 3/1/2009)



El profesor Thomas Sowell


Preguntarle a nuestros líderes políticos locales que si leen a Friedrich Hayek, Milton Friedman, Isaiah Berlin, John Rawls o Francis Fukuyama, por mencionar únicamente a algunos de los pensadores políticos contemporáneos que se citan profusamente en el artículo que comento, parece más ingenuidad que otra cosa. A ellos, desde luego, no creo que les parezca necesario, aunque si lo hicieran quizá, sólo quizá, nos evitaríamos espectáculos tan lamentables como los que nos ofrecen a diario. Por citar un último, el del presidente del Parlamento de Canarias, Antonio Castro (CC-ATI) pidiendo la prohibición de la entrada de inmigrantes en Canarias (¿de dónde o de quiénes?, señor presidente) y el control del índice de natalidad de las mujeres canarias (aunque no explica si eso se haría por la fuerza -como en China-, la persuasión, o mediante alicientes económicos, por ejemplo, con ayudas a las que "menos" hijos, o ninguno traigan al mundo y penalizando a las familias numerosas). Toda una lumbrera política el caballero...

Más posible, aunque difícil de evaluar, es que les suenen los nombres de otros pensadores políticos contemporáneos, ya archivados en el baul de los recuerdos, como Karl Marx (al que todos citan pero ninguno ha leído),o John Maynard Keynes (ahora redescubierto y añorado por los mismos que llevan detestándole desde hace medio siglo). Y por supuesto, seguro que les suenan muy muy lejanos, si es que han oído hablar de ellos y no piensan que eran seres mitológicos, los nombres de Rousseau, Voltaire, Smith, Burke, Condorcet, Godwin, Paine, Robespierre, D'Holbach, Hamilton, Jefferson, Tocqueville o Monstesquieu, todos ellos protagonistas de la Ilustración, que a lo largo del siglo XVIII dieron forma a la idea de lo que hoy son las democracias modernas, siguiendo la estela que veinte siglos antes iniciaron Platón y Aristóteles. Sería mucho pedir, ya lo se... Y ya sabemos todos que los Reyes Magos no existen.

El artículo que comento está escrito por el economista Luis M. Linde, y lo publica Revista de Libros, en su número 144, correspondiente al pasado mes de diciembre. Se titula "Los occidentales y sus visiones políticas", y lo pueden leer en su formato original en el enlace inmediatamente anterior. 

Para el profesor Linde, la tesis central del libro "A CONFLICT OF VISIONS. IDEOLOGICAL ORIGINS OF POLITICAL STRUGGLES", de Thomas Sowell, profesor de Economía, asociado a la Hoover Institution de la Universidad de Stanford (California) desde 1980, y reeditado por Basic Books, de Nueva York, en 2007, (hay una edición en español de Gedisa, Buenos Aires, 1990, con el título "Conflicto de Visiones"), es la de que las luchas políticas de los últimos dos siglos -especialmente entre capitalismo y socialismo, o entre democracias liberales y dictaduras autocráticas o de partido- componen un bosque, en el que sus árboles, aparentemente tan variados, pertenecen, en realidad, sólo a dos especies –aunque hay ejemplares híbridos–, y que para entender lo que hay en ese bosque, cómo se desarrollan y crecen los árboles, cómo compiten unos con otros, hay que entender la naturaleza de esas dos únicas especies y de las raíces que sustentan el bosque entero.

Para Sowell, dice Linde, en el origen de las luchas políticas desarrolladas, primero, en Europa y, después, en todo el mundo desde finales del siglo XVIII, están las que el profesor norteamericano denomina visión "constrained" ("restringida", "condicionadas", también con significado de "trágica", "pesimista"), y la visión «unconstrained» ("no restringida", "utópica", "optimista" o "tradicional"). Las visiones son, según Sowell, como «mapas» que nos ayudan a transitar por la realidad, a superar nuestras perplejidades. Las visiones políticas «no son sueños, ni esperanzas, ni profecías, ni imperativos morales, aunque cualquiera de tales cosas pueda surgir de una visión determinada. Una visión es un sentido de causación» y, por ello, las visiones son el fundamento sobre el que se construyen las teorías. Las visiones acerca de la sociedad y su funcionamiento, además de inspirar pensamiento y acción política, son importantes en sentido individual porque nos ayudan a formar opiniones y adoptar posiciones en materias en las que somos ignorantes.

La discusión política en la que, para Sowell, se sustanciaron las dos visiones opuestas que han llegado hasta hoy se desarrolló en las últimas cuatro décadas del siglo XVIII y sus principales protagonistas fueron cinco, ahora diríamos, «intelectuales»: Rousseau, el más viejo de todos ellos (1712-1778), Adam Smith (1723-1790), Edmund Burke (1729-1797), Antoine-Nicolas Condorcet (1743-1794) y William Godwin (1756-1836), el más joven, que publicó su aportación principal, su "Enquiry Concerning Political Justice", en 1793, aunque Thomas Paine había publicado, en lo que ya eran los Estados Unidos de América, en 1791, "The Rights of Man", anticipándose a varias de sus ideas. Sowell considera a Rousseau, Condorcet y Godwin los principales exponentes de la visión utópica, y a Smith y Burke los principales exponentes de la visión tradicional. Otros políticos, escritores y «filósofos» participaron en este gran debate: puede citarse, en el campo de la visión utópica, a Robespierre, el primer ideólogo del terror como método de acción política, y a D'Holbach (1723-1789), por su defensa del ateísmo y del materialismo; en la visión tradicional estaría Alexander Hamilton (1755-1804), por su aportación a la defensa del gobierno limitado y del equilibrio entre poderes. Aunque el enfrentamiento entre ambas visiones ha seguido vivo hasta nuestros días, la única aportación moderna que destaca Sowell es la de Friedrich Hayek.

Lo que resulta decisivo para caracterizar ambas visiones es –afirma Sowell– lo que él llama el locus of discretion, el «lugar» en el que se toman o se producen las decisiones, y el mode of discretion, la forma en que se toman las decisiones. En la visión utópica, las decisiones sociales se adoptan deliberadamente por representantes o encarnaciones [en inglés, surrogates; éste es el locus of discretion] de la sociedad, sobre bases explícitamente racionalistas [éste es el mode of discretion]; en la visión tradicional, las decisiones sociales se desenvuelven y se hacen efectivas a partir de decisiones individuales que persiguen fines privados, sirviendo al bien común sólo como consecuencia de las características de los procesos sistémicos, independientemente de las intenciones de los individuos, tal y como ocurre, por ejemplo, en los mercados competitivos.

Aunque Sowell reconoce que la visión utópica está «en su casa en la izquierda política», afirma, a la vez, que la existencia de visiones inconsistentes o híbridas, como el marxismo, el utilitarismo o la ideología libertaria hacen que no pueda, sin más, equipararse visión tradicional a «derecha» y visión utópica a «izquierda». El marxismo es el epítome de la izquierda política, pero no de la visión utópica que domina la izquierda «no marxista»; para muchos, el fascismo –cuya visión es, en varios sentidos, utópica (Hayek defendió siempre la caracterización del nacionalsocialismo hitleriano como «socialismo»)– es el más claro ejemplo de «extrema derecha»; y la ideología libertaria, que muchos consideran derecha extrema, al menos en sus propuestas económicas, es incompatible, dice Sowell, con la función de los procesos sociales sistémicos en la visión tradicional.

Para mostrarlo, Sowell concluye su libro tratando de las diferencias que ambas visiones mantienen en torno a tres grandes ejes del debate político actual: la igualdad, el poder y la justicia.

Sobre la la igualdad, en palabras de Burke, que cita Sowell, «todos los hombres tienen iguales derechos, pero no a cosas iguales», una idea que parece idéntica a esta otra de Hayek: «Ser tratado igual no tiene nada que ver con la cuestión de si la aplicación de la ley en una situación particular puede llevar a resultados que son más favorables a un grupo que a otros». Para la visión tradicional de Burke y Hayek, la igualdad que debe buscar y lograr la acción política no es la igualdad de resultados, sino la de las oportunidades, entendida como «igualación de las probabilidades de alcanzar ciertos resultados [...] ya sea en educación, en empleo o ante los tribunales». Para la visión utópica, por el contrario, la igualdad que debe perseguir y lograr la acción política es la igualdad de resultados. Además, para algunos partidarios de la visión utópica, la reivindicación de igualdad puede llegar muy lejos, porque puede aspirar a compensar incluso aquellas diferencias que no se deben a las instituciones sociales o al medio familiar, sino al azar genético. Así, Condorcet defendía hace ya dos siglos que «tienen que mitigarse incluso las diferencias naturales entre los hombres», una idea que ha obtenido apoyo en nuestros días y que es uno de los motores de la «corrección política», tanto en Estados Unidos como en Europa.

Las dos visiones entienden de modo diferente el origen y significado del poder económico y político, añade Sowell, pero también el uso de la fuerza, la guerra, la ley y su aplicación, el crimen y su castigo. La visión utópica entiende la guerra y el crimen y, en general, el uso de la fuerza como desviaciones, fallos o perversiones del uso articulado de la razón. Para Godwin, por ejemplo, la guerra era una consecuencia de las instituciones políticas en general y, más específicamente, de las instituciones no democráticas, mientras que el crimen era imposible en ausencia de influencias sociales o razones individuales (problemas psiquiátricos, por ejemplo) impuestas, por así decir, a los individuos, porque «es imposible que un hombre cometa un crimen en el momento en que pueda verlo en toda su enormidad»: basta con localizar las causas de los males para combatirlas y eliminarlas, dando así una «solución» al problema. En el polo opuesto, los partidarios de la visión tradicional no creen que haya que buscar causas para el crimen o para la guerra fuera, simplemente, de la naturaleza humana: «Las personas cometen crímenes porque son personas, porque ponen sus intereses y sus egos por encima de los intereses, sentimientos y vidas de los demás». La guerra y el crimen son consecuencia inevitable de la naturaleza humana; los fallos pueden estar en los incentivos que generan ley y orden, porque el uso de la fuerza –legítima o criminal, individual o a través de la guerra– puede ser racional desde el punto de vista de los que esperan obtener beneficios, individuales o colectivos, con ella.

Finalmente, en cuanto a la «justicia social», la oposición entre ambas visiones es absoluta. Sowell señala que Godwin, en su "Enquiry Concerning Political Justice", de 1793, ya definió lo que la visión utópica entiende, hoy, por «justicia social»: el deber de cada ser humano de atender a las necesidades de los demás y lograr, en lo posible, su bienestar, un deber moral individual que se traduce en la esfera pública y política en el deber de los gobernantes de actuar sobre los derechos de propiedad, que Godwin consideraba fundamentales, pero subordinados al logro de lo que él llamaba «justicia política». Pero, igual que ocurría al comparar la posición de ambas visiones respecto a la igualdad, tampoco se trata aquí de que unos tengan sentimientos morales o humanitarios más desarrollados que otros, que unos sientan más compasión por las desgracias ajenas que otros: «Lo que distingue a la visión utópica no es que prescriba que nos preocupemos humanamente por los pobres, sino que considera que la transferencia de beneficios materiales a los menos afortunados no es simplemente una cuestión de humanidad, sino una cuestión de justicia».

Para Hayek, el concepto de justicia social «no pertenece a la categoría del error, sino que carece de sentido» porque –afirma– los procesos sociales sistémicos no son ni justos ni injustos. Hayek cree que el objetivo de la justicia social –lograr mediante la acción política una distribución del ingreso preconcebida y tendente a la igualdad– exige la puesta en marcha de procesos «que pueden destruir la civilización», porque «[el concepto de justicia social] socava y, en última instancia, destruye el imperio de la ley».

"A Conflict of Visions" de Sowell -concluye Linde- no pretende ser una historia de las ideas políticas aunque, indirectamente y de manera diferente a la tradicional, también lo sea, ni un relato sobre la vida y las ideas de los escritores y filósofos que han ido poniendo los jalones de esa historia desde el siglo XVIII, ni una descripción de los sistemas políticos y sus engranajes parlamentarios, electorales o partidistas. Tampoco es un intento de síntesis, ni trata de conciliar o «superar» ideologías diferentes u opuestas; evita, incluso, criticar o dar argumentos a favor o en contra de ninguna de las dos visiones. Aunque sabemos que sus simpatías están más cerca de la visión tradicional que de la utópica, Sowell hace un esfuerzo bastante deportivo para tratar de explicar cómo puede entenderse y justificarse la adhesión a cada una de ellas y los límites que las dos visiones reconocen a su propia eficacia o validez.

Lo que se discute es, en definitiva, cuáles son los límites y las posibilidades de la acción política en el marco de los límites y posibilidades de la acción humana individual y colectiva, porque, si las visiones diferentes son la raíz de posiciones políticas opuestas, las diferencias sobre cuáles son esas posibilidades son, a su vez, la raíz de las diferentes visiones políticas.

He intentado con la mejor voluntad, y muy probablemente sin acierto, reseñar los fragmentos más interesantes del artículo del profesor Linde, reproduciéndolos casi literalmente, pero nada puede sustituir a la lectura del texto completo del mismo. No tengo una concepción elitista de la política, pero si creo en la democracia representativa. La política la tienen que hacer los políticos, al igual que la medicina la practican los médicos y las carreteras las construyen los ingenieros (y los obreros), sin perjuicio del control de sus actividades (las de los políticos) por el pueblo. Para los que sentimos pasión por la "teoría política", como digo en la presentación de mi blog, -casi en el mismo plano que por el paseo, la familia, la conversación amigable, el café y el güisqui "Jack Daniels"-, la lectura de artículos tan interesantes como el publicado por el profesor Linde en Revista de Libros nos compensa sobradamente de las insustanciales y aberrantes barbaridades que a diario sueltan la mayoría de nuestros políticos por sus bocas, afianzándonos en la esperanza de una sociedad mejor, con una clase política más formada y con una ciudadanía más consciente de su poder. 




La Acrópolis de Atenas



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sábado, 20 de julio de 2019

[ARCHIVO - 2008] Creencias y prejuicios







Todos tenemos prejuicios sobre algo, sobre alguien; quien esté libre de pecado que tire la primera piedra... Como opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal, lo define el diccionario de la Real Academia. Y siempre con connotaciones negativas. ¿Siempre?... Yo pensaba que sí, pero ahora ya no estoy tan seguro.

En el número 182 de Revista de Libros correspondiente al pasado mes de junio leo un interesante artículo ("Theodore Dalrymple contra la corrección política"), que reproduzco íntegramente más adelante con el permiso de Revista de Libros y del propio autor, el economista Luis María Linde (Banco de España/Banco Interamericano de Desarrollo) sobre dos recientes libros ("In praise of prejudice. The necessity of preconceived ideas", Encounter Books, Nueva YorK, y "Our culture, What's left of it. The mandarins and the masses", Ivan R. Dee, Chicago), del médico, psiquiatra y escritor británico Anthony Daniels (n. 1949), que suele escribir bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, y al que Linde considera como uno de los "escritores políticos más independientes y menos políticamente correctos" de Europa.

Dice Linde que Dalrymple "cree que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores". Degeneración cultural, política y moral que afectaría a toda Europa y en las que Gran Bretaña y Holanda ocuparían un primerísimo lugar. La descomposición o desaparición de la vida familiar y el aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas sería para Dalrymple, según Linde, una de las manifestaciones más claras de esa patología, a la que, paradójicamente, atribuye como causa la doctrina de los derechos humanos, a los que considera "una verdadera catástrofe humana"...

Para Dalrymple, deja de manifiesto Luis María Linde, "nadie puede escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejucios".

Es un análisis denso el que realiza Luis María Linde sobre Theodore Dalrymple (Anthony Daniels), su pensamiento y los dos libros citados, pero su lectura resulta sumamente instructiva, obliga a pensar, recapacitar y, hasta es posible, a replantearnos algunos de nuestros propios "prejuicios"... 




Theodore Dalrymple


"Theodore Dalrymple, contra la corrección política", por Luis María Linde

Theodore Dalrymple (seudónimo del médico y escritor inglés Anthony Daniels) es muy poco conocido en España; ninguno de sus libros –más de una docena a lo largo de los últimos veinte años– se ha traducido al español y muy pocos de sus artículos, que aparecen con bastante frecuencia en Estados Unidos y en el Reino Unido, se han publicado en España.

Dalrymple, nacido en 1949, ha trabajado en Tanzania y Zimbabue, se ha interesado por la situación de varios países latinoamericanos y por los problemas de la ayuda al desarrollo, y ha trabajado en Inglaterra, hasta su jubilación, con personas y familias pobres, inmigrantes, marginales y en la prisión de Birmingham. Su clientela han sido los grupos de población que dan título a uno de sus libros, Life at the Bottom («La vida abajo del todo», o algo similar). Hoy, Dalrymple se encuentra entre los escritores políticos más independientes y menos «políticamente correctos» del Reino Unido y es uno de los más originales y lúcidos analistas culturales y sociales en lengua inglesa y, quizás, en cualquier lengua europea.

Dalrymple no es un académico, ni un periodista, ni un político. No le interesa o, al menos, no le interesa primordialmente explicar o discutir ideas ajenas, ni pretende defender o atacar ningún programa político, ni habla en nombre de ningún partido, ni ofrece ningún nuevo código moral. Aunque opina sobre cuestiones políticas o culturales de interés general, escribe, fundamentalmente, a partir de su experiencia profesional como médico y psiquiatra. Lo que le ha interesado es, sobre todo, entender y explicar las creencias y las costumbres, lo que quizá podríamos llamar la «psicología moral» de los grupos más pobres, marginales y peor educados de los países occidentales, con el Reino Unido como experiencia «ejemplar», así como el papel y la responsabilidad de los intelectuales y de los «personajes públicos» en la construcción y justificación de la nueva moralidad que empieza a alumbrarse en el siglo XIX y se convierte en «políticamente correcta» en las sociedades occidentales, empezando por las más ricas, durante los últimos cincuenta años.

Aunque por su falta de intención o ambición sistemática y su forma breve puede recordar, a veces, a los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII, su interés no estriba, como ocurre con esos moralistas, en analizar y entender los entresijos y reacciones de la psicología individual, las «pasiones» del ser humano consideradas como «naturaleza» y, por consiguiente, «invariables». También está lejos, por sus intereses y su estilo, de los dos grandes críticos sociales ingleses del siglo XVIII, Swift y Mandeville –este último no era inglés, sino un holandés emigrado y, por cierto, también médico–, que, con intenciones muy distintas, se ocuparon de las paradojas, los vicios y los absurdos de la sociedad que conocieron.

Dalrymple ha publicado varios libros sobre cuestiones médicas y de salud de interés general (entre ellos, uno con ideas muy contrarias a las opiniones más extendidas sobre la forma de entender y tratar las adicciones a los derivados del opio4) y dos libros en que reunía artículos publicados con anterioridad: Life at the Bottom, al que ya nos hemos referido, y el segundo de los reseñados al comienzo de estas líneas, que podría traducirse como Nuestra cultura, lo que queda de ella. Los mandarines y las masas, que incluye, entre otros artículos de gran interés, uno, «The Goddess of Domestic Tribulations» (La diosa de las tribulaciones cotidianas), realmente antológico, sobre las reacciones sociales, políticas y periodísticas en el Reino Unido tras la muerte en 1997 de Diana Spencer, ex esposa del príncipe Carlos, «la princesa del pueblo», según el título que le dio –la revista Hola no lo habría hecho mejor– el entonces primer ministro británico, Tony Blair.

Dalrymple cree que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, parte de los cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores. Cree que el Reino Unido y algunos países del norte europeo –Holanda, quizás, en primer lugar– son los lugares en que ese proceso, que para él significa una verdadera degeneración cultural, política y, en suma, moral, está más avanzado, aunque piensa que el fenómeno afecta, en mayor o menor medida, a toda Europa y, desde luego, aunque con características diferentes, a los dos países ricos de América del Norte: Estados Unidos y Canadá.

LA VIDA ABAJO DEL TODO, PERO SIN PREJUICIOS...

¿Cuál es el diagnóstico del psiquiatra Dalrymple? Su último libro, el primero reseñado más arriba, En alabanza del prejuicio, que lleva por subtítulo La necesidad de las ideas preconcebidas (redactado, por así decir, «de nueva planta», ya que no se trata de una recopilación de artículos ya publicados), ofrece una respuesta que gira en torno al adanismo, es decir, el desprecio o rechazo de lo que el pasado pueda enseñarnos, la convicción de que la autonomía moral que podría tildarse de «nueva» o «renacida» es en cada individuo un valor supremo. El adanismo, junto con la igualdad como aspiración y meta suprema de la política, y fundamento y justificación del Estado benefactor y sus muchas y variadas consecuencias, así como el relativismo, fundamento del multiculturalismo, son, para Dalrymple, las manifestaciones de esa patología que está cambiando –a peor, en su opinión– la política y la cultura de las sociedades occidentales. El adanismo moral, la inclinación a rechazar las normas, prejuicios y costumbres heredadas del pasado, se manifiesta desde hace décadas con tal empuje que hace difícil discriminar y salvar o defender los «prejuicios buenos» o no descartar los «malos» cuando ello puede dar lugar a prejuicios aún peores. Pero ¿hay acaso prejuicios buenos?

Como parte de una herencia cuya causa puede remontarse a la Ilustración y a las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, la americana y la francesa, la respuesta sería: no, no hay prejuicios buenos, porque las costumbres y reglas heredadas del pasado no pueden ser buenas, algo que, independientemente de otros significados y otras consideraciones es, en sí mismo, un nuevo prejuicio. Su justificación pasa, en última instancia –dice Dalrymple– por el rechazo del pasado, de todo el pasado: las tragedias y los horrores de la Historia no permiten otra cosa, no hay nada que salvar, la Historia no es más que una larga cadena de abusos, latrocinios, crímenes y genocidios.

Esta condena absoluta, sin resquicios, de la Historia lleva a un patrón moral fundado, «bien en un completo amoralismo, bien en la perfecta congruencia moral» (p. 16), es decir, bien en la regla según la cual ninguna regla es peor o mejor que ninguna otra porque ninguna puede justificarse de forma enteramente coherente y racional, bien en la regla que exige perfecta coherencia y congruencia, a falta de lo cual ningún juicio puede ser válido o aceptable: por ejemplo, el colonialismo europeo en África, o el británico en Australia, o el español en América, son absolutamente rechazables porque, cualesquiera que sean los argumentos y razones que puedan aducirse en su favor, se cometieron innumerables abusos, crueldades y crímenes; la democracia formal es una farsa porque no protege por igual a todos y no asegura la igualdad; gran parte de la investigación médica y farmacéutica es moralmente rechazable porque exige la realización de crueles experimentos con animales, e incluso, a veces, con seres humanos que se prestan a ser conejillos de Indias, etc. Los ejemplos pueden multiplicarse.

Tanto el amoralismo como el perfeccionismo moral ofrecen, dice Dalrymple, «una gran ventaja: nos liberan del peso del pasado. Libres de cualquier mancha heredada, tenemos no sólo el derecho, sino la obligación de llegar a todo por nosotros mismos, sin referirnos a nada que algún otro haya podido pensar alguna vez. Somos átomos morales en movimiento, para quienes el pasado no significa nada o, al menos, nada positivo o digno de emulación o, incluso, nada que convenga mantener. El pasado es, más bien, algo a evitar a cualquier precio, no sea que vaya a infectarnos con sus crímenes y sus locuras» (pp. 15-16).

El desarreglo moral e intelectual que significa el rechazo absoluto del pasado como fuente de experiencias aprovechable y, en suma, como fuente de «sabiduría» provoca toda una cadena de desarreglos añadidos en cuestiones cruciales como la educación y la vida familiar, y da lugar a nuevos prejuicios que no tienen más justificación que ser prejuicios que niegan los anteriores o justifican mejor las conveniencias y deseos –del orden que sea y entendidos del modo que sea– de los sujetos que se estiman libres de todo prejuicio.

Uno de los fenómenos más dramáticos con los que ha tenido que tratar Dalrymple durante sus años de ejercicio profesional en Inglaterra ha sido el rápido aumento en el número de mujeres muy jóvenes (muchas, casi adolescentes; algunas, casi niñas; todas ellas, pobres, de bajos niveles educativos, de ambientes sociales en los que la violencia doméstica es moneda corriente, con frecuencia cercanos a la delincuencia) que deciden tener hijos sin estar casadas, sin pareja estable y sin apoyo familiar de ninguna clase. «Derribar un prejuicio no es destruirlo como tal. Es, más bien, inculcar otro prejuicio [...]. El prejuicio de que está mal tener un niño fuera del matrimonio ha sido reemplazado por el prejuicio de que no hay nada en absoluto malo en ello. Pero es interesante señalar que la clase social que primero puso objeciones, en el terreno intelectual, al prejuicio original, es decir, la clase media-alta bien educada, es la que menos probabilidades tiene de comportarse como si el prejuicio original no estuviera justificado. En otras palabras, para esta clase es una cuestión de aseo intelectual, de obtener puntos, de parecer atrevida, generosa, imaginativa y de mentalidad independiente [...] más que una cuestión de política práctica» (p. 25).

Citando los resultados de un informe hecho en el Reino Unido sobre lo que piensan y cómo actúan esas madres solteras (pp. 25-26) y cómo justifican su decisión de tener un hijo sin pareja estable, sin medios económicos, sin apenas posibilidades de obtener un empleo estable y sin apoyo familiar, Dalrymple se pregunta si no habría sido mejor para ellas haber sido educadas con los prejuicios tradicionales: que, para tener un hijo, mantenerlo y educarlo, es mejor esperar a tener una familia y la compañía y ayuda de un padre, que no tener nada de eso. Pero esto es algo que, por varias razones –entre ellas, su carencia de vida familiar, su pobreza y falta de educación, la brutalidad del medio en que se desenvuelven, problemas de drogas y delincuencia–, muchas de esas mujeres consideran completamente fuera de su alcance, un sueño imposible. De forma que el niño que van a mantener, con la única o casi única ayuda, más o menos generosa, mejor o peor, del Estado benefactor, se convierte en su única posesión y consuelo, con lo cual están reproduciendo para esos niños las condiciones familiares y sociales de las que ellas mismas se consideran víctimas y de las que, naturalmente, querrían escapar.

... AL AMPARO DEL ESTADO BENEFACTOR

La desaparición del prejuicio contra las mujeres que tienen hijos sin estar casadas y contra los niños nacidos fuera del matrimonio se solapa, en parte, con la desaparición del prejuicio a favor de la vida familiar como elemento fundamental para la educación y para la convivencia. Dalrymple se acerca a este «antiguo» prejuicio a través de algo tan aparentemente trivial como es el hecho de que en muchos hogares de «clase baja» en el Reino Unido no hay una mesa y unas sillas que sirvan para que los miembros de la familia se reúnan a comer juntos (capítulo 6), algo que constituye –no parece que exija ninguna demostración– una rutina característica y significativa de la sociedad familiar. La descomposición y, con frecuencia, desaparición de la vida familiar entre los grupos de población de rentas más bajas y niveles de educación más deficientes es, para Dalrymple, una manifestación crucial de la enfermedad que trata de analizar y tiene, entre otras consecuencias, una muy profunda y significativa: la familia es un refugio y, a la vez, un lugar en el que hay que transigir con los demás; la carencia de ese refugio hace a los seres humanos más agresivos, egotistas e intolerantes, y más propicios a entender mejor las relaciones fundadas en, y justificadas por, la fuerza y el poder que por la empatía, la generosidad y la paciencia.

La descomposición o desaparición de la vida familiar es, para Dalrymple, un factor que contribuye directamente al aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas, algo en lo que, paradójicamente, ha colaborado de forma decisiva, en su opinión, la política de bienestar social de muchos gobiernos europeos. Refiriéndose al Reino Unido, «el Gobierno [se refiere al gobierno laborista en el poder en febrero de 2007] admitirá cualquier cosa menos reconocer que sus políticas sociales y las de gobiernos previos durante los pasados cuarenta años han moldeado una sociedad de psicópatas, en la cual una parte lamentablemente amplia de la población considera al resto de la gente de una forma puramente instrumental, como un medio para el logro de sus fines inmediatos. Esa parte de la población no siente ningún lazo afectivo o solidario de ninguna clase con el resto de la gente». Lo más paradójico es que, amparándolo y justificando todo, está la doctrina de los derechos humanos, «una verdadera catástrofe humana [...] [esta doctrina] no sólo proporciona a las instituciones gubernamentales una excusa para introducirse en el tejido de nuestras vidas, sino que, además, tiene un efecto profundamente corruptor en la juventud, adoctrinada para creer que antes de que esos derechos se concedieran (¿o, hay que decir, se descubrieran?) no había libertad [...]. Todavía peor, convence a los jóvenes de que cada uno de ellos es de un valor precioso y único, lo que equivale a decir que más precioso que ninguna otra persona: y que, además, el mundo es una conspiración gigantesca para privarle de todo lo que legítimamente le corresponde. Una vez que alguien está seguro de cuáles son sus derechos, resulta imposible discutir con él; y, así, la razón de la Ilustración se transforma rápidamente en la sinrazón del psicópata».

DOS DALRYMPLES

Los prejuicios, las ideas hechas o preconcebidas son inevitables e imprescindibles en la vida privada y en la vida profesional, en el arte, así como en la ciencia, lo que no significa, evidentemente, que todos los prejuicios heredados sean aceptables y que todos deban conservarse. «Sin duda, podemos deshacernos de cualquier actitud en particular respecto a cualquier cuestión dada, pero no podemos deshacernos de cualquier actitud de cualquier clase hacia esa cuestión». Creer que los seres humanos pueden y deben vivir y actuar sin prejuicios de ninguna clase, ni ideas preconcebidas, es una especie de metaprejuicio que, además, propone un patrón moral ilusorio, imposible y, por eso mismo, nefasto. Dalrymple cree que uno de los padres de este metaprejuicio moderno es John Stuart Mill, quien convirtió en On Liberty la lucha contra los convencionalismos dominantes en su época en la columna vertebral de sus propuestas morales, aunque es seguro que Mill rechazaría algunas de las interpretaciones y aplicaciones actuales de su exigencia de luchar contra los convencionalismos.

El tono de Dalrymple es siempre compasivo y comprensivo con los sujetos y casos reales que son la fuente de sus reflexiones, como podía esperarse de un médico que comenta los casos de sus pacientes. Pero hay otro Dalrymple cuando rastrea la formación de la cultura anticonvencional a través de las opiniones, los exabruptos y las elucubraciones de los mandarines, los escritores, intelectuales, artistas y políticos para quienes la destrucción del viejo orden moral nunca fue y no es ahora otra cosa que esteticismo de privilegiados: el paradigma sería Virginia Woolf, a la que detesta, y a quien dedica uno de sus más penetrantes artículos; la originalidad o la provocación artística (Ibsen o George Bernard Shaw serían dos buenos ejemplos) o pseudocientífica: el ejemplo de esta última sería Peter Singer, profesor en Princeton, apóstol de los derechos de los animales y partidario declarado de legalizar el infanticidio (hasta cierta edad de los bebés, por ejemplo, treinta días), de la eutanasia y, en su caso, de la eliminación, decidida por familiares y allegados, de ancianos, inválidos mentales y enfermos incurables; o el oportunismo político que está detrás del relativismo y del desvarío multicultural (el ejemplo más evidente y patético: cierta opinión «progresista» occidental según la cual debemos tratar de entender el fundamentalismo islámico y su posición en relación con las mujeres, en vez de criticar y defender cambios inspirados en nuestra cultura e incompatibles con el islam).

Realmente, la tesis más subversiva de Dalrymple es que este proceso de sustitución de prejuicios, que se desarrolla entremezclado con las muy diversas reivindicaciones amparadas en la doctrina de los derechos humanos, empeora, sobre todo, la situación y las posibilidades de las «clases bajas», de los pobres y peor educados, pero también, en algunos casos, de las mujeres y de los niños, es decir, de todos aquellos a los que, supuestamente, quieren favorecer las políticas inspiradas en las convenciones «políticamente correctas»: «Habiendo llevado a cabo una parte considerable de mi carrera profesional en países del Tercer Mundo en los que la implementación de ideales e ideas abstractos ha hecho que situaciones malas llegaran a ser incomparablemente peores, y el resto de mi carrera en medio de la muy extensa infraclase británica, cuyas desastrosas nociones sobre cómo vivir derivan, en última instancia, de ideas de los críticos sociales que son poco realistas, autocomplacientes y, con frecuencia, fatuas, veo ahora la vida artística e intelectual como algo que tiene incalculables efectos e importancia práctica. John Maynard Keynes escribió en un pasaje famoso de Las consecuencias económicas de la paz [...] que el mundo está gobernado por poco más que ideas viejas o difuntas de economistas y filósofos sociales. Estoy de acuerdo: excepto que ahora yo añadiría novelistas, autores de teatro, directores de cine, periodistas, artistas e, incluso, cantantes pop. Son los no reconocidos legisladores del mundo, y debemos prestar atención a lo que dicen y a cómo lo dicen».

No hay benevolencia sin prejuicios; no podemos escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejuicios: estas cuatro contundentes afirmaciones, que son títulos de los últimos capítulos de In Praise of Prejudice, resumen la posición de Dalrymple y pueden dar una medida de su distancia respecto de la «corrección política». (Revista de Libros, núm.138, Junio 2008).



Luis María Linde


La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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Entrada núm. 5076
Publicada originariamente el 23/7/2008
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domingo, 14 de junio de 2015

[Pensamiento] Creencias, prejuicios y corrección política






Todos tenemos prejuicios sobre algo, sobre alguien; quien esté libre de pecado que tire la primera piedra... Como opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal, lo define el diccionario de la Real Academia. Y siempre con connotaciones negativas. ¿Siempre?... Yo pensaba que sí, pero  tiempo ha que ya no estoy tan seguro.

Hay un precioso librito de Hannah Arendt: "¿Qué es la política?" (Paidós, Barcelona, 1997),  de apenas 150 páginas, que dedica varias de ellas al asunto de los prejuicios en política. Dice en una: "En nuestro tiempo, si se quiere hablar sobre política, debe empezarse por los prejuicios que todos nosotros, si no somos políticos de profesión, albergamos contra ella. Estos prejuicios, que nos son comunes a todos, representan por sí mismos algo político en el sentido más amplio de la palabra: no tienen su origen en la arrogancia de los intelectuales ni son debidos al cinismo de aquellos que han vivido demasiado y han comprendido demasiado poco. No podemos ignorarlos porque forman parte de nosotros mismos y no podemos acallarlos porque apelan a realidades innegables y reflejan fielmente la situación efectiva en la actualidad y sus aspectos políticos. Pero estos prejuicios no son juicios. Muestran que hemos ido a parar a una situación en que políticamente no sabemos -o todavía no sabemos- cómo movernos". Un poco más adelante vuelve sobre el mismo tema, clarificando el papel de los prejucios en política: "Los prejuicios representan siempre en el espacio público-político fundadamente un gran papel. Se refieren a lo que sin darnos cuenta compartimos todos y sobre lo que ya no juzgamos porque casi ya no tenemos la ocasión de experimentarlo directamente. Todos estos prejuicios, cuando son legítimos y no mera charlatenería, son juicios pretéritos. Sin ellos ningún hombre puede vivir porque una vida desprovista de prejuicios exigiría una atención sobrehumana, una constante disposición, imposible de conseguir, a dejarse afectar en cada momento por toda la realidad, como si cada día fuera el primero o el del Juicio Final". 

En el número 182 de Revista de Libros (Junio, 2008) se publicaba también un interesante artículo, con el título de "Theodore Dalrymple contra la corrección política", escrito por el actual gobernador del Banco de España, Luis María Linde, reseñando dos libros recién publicados por aquellas fechas: "In praise of prejudice. The necessity of preconceived ideas" (Encounter Books, Nueva York, 2008) y "Our culture, What's left of it. The mandarins and the masses" (Ivan R. Dee, Chicago, 2008), del médico, psiquiatra y escritor británico Anthony Daniels (1949), que suele escribir bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, y al que Linde considera como uno de los "escritores políticos más independientes y menos políticamente correctos" de Europa. Daniels no es un académico, ni un periodista, ni un político, dice el profesor Linde de él. No le interesa o, al menos, no le interesa primordialmente explicar o discutir ideas ajenas, ni pretende defender o atacar ningún programa político, ni habla en nombre de ningún partido, ni ofrece ningún nuevo código moral. Aunque opina sobre cuestiones políticas o culturales de interés general, escribe, fundamentalmente, a partir de su experiencia profesional como médico y psiquiatra. Lo que le ha interesado es, sobre todo, entender y explicar las creencias y las costumbres, lo que quizá podríamos llamar la «psicología moral» de los grupos más pobres, marginales y peor educados de los países occidentales, con el Reino Unido como experiencia «ejemplar», así como el papel y la responsabilidad de los intelectuales y de los «personajes públicos» en la construcción y justificación de la nueva moralidad que empieza a alumbrarse en el siglo XIX y se convierte en «políticamente correcta» en las sociedades occidentales, empezando por las más ricas, durante los últimos cincuenta años.

Aunque por su falta de intención o ambición sistemática y su forma breve puede recordar, a veces, a los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII, sigue diciendo, su interés no estriba, como ocurre con esos moralistas, en analizar y entender los entresijos y reacciones de la psicología individual, las «pasiones» del ser humano consideradas como «naturaleza» y, por consiguiente, «invariables». También está lejos, por sus intereses y su estilo, de los dos grandes críticos sociales ingleses del siglo XVIII, Swift y Mandeville –este último no era inglés, sino un holandés emigrado y, por cierto, también médico–, que, con intenciones muy distintas, se ocuparon de las paradojas, los vicios y los absurdos de la sociedad que conocieron.

Daniels cree, continúa diciendo Linde, que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores". Degeneración cultural, política y moral que afectaría a toda Europa y en las que Gran Bretaña y Holanda ocuparían un primerísimo lugar. La descomposición o desaparición de la vida familiar y el aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas sería para él una de las manifestaciones más claras de esa patología, a la que, paradójicamente, atribuye como causa la doctrina de los derechos humanos, derechos estos a los que tacha de "una verdadera catástrofe humana"... Para Daniels, concluye Luis María Linde, "nadie puede escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejucios".

Es un análisis denso el que realiza Luis María Linde sobre Anthony Daniels (o Theodore Dalrymple) y su pensamiento, pero su lectura resulta sumamente instructiva, obliga a pensar, recapacitar y, hasta es posible, a replantearnos algunos de nuestros propios "prejuicios"... 

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Theodore Dalrymple (Anthony Daniels)





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