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viernes, 23 de agosto de 2019

[PENSAMIENTO] A propósito de la posverdad



Karl Marx y su hija Jenny


El profesor Emilio Lamo de Espinosa, catedrático de Sociología en la Universidad Complutense, presidente del Real Instituto Elcano y académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, escribe en Revista de Libros un interesante artículo titulado "A propósito de la posverdad. Marx, Nietzsche y la deriva idealista de la izquierda política". 

Me propongo comentar, comienza diciendo Lamo de Espinosa, el tema de las fake news y la posverdad, de lo que podríamos llamar los «tiempos» y los «espacios» de la posverdad, pues me atrevo a detectar en ello algo más profundo que una simple consecuencia inintencionada de los nuevos medios de comunicación, de las redes sociales o los «trinos», y que va también más allá (o más acá) de los populismos y nacionalismos actuales, y que hunde sus raíces en un cierto Zeitgeist posmoderno y, por supuesto, pos- (y anti-) ilustración. En definitiva, tratare de argumentar que la llamada posverdad es una poderosa corriente intelectual, con hondas raíces históricas y con amplia extensión, no solo popular, sino incluso académica.

Y me serviré para iniciar el camino de un comentario que formuló Max Weber hace ya más de un siglo. Decía Weber: «Puede medirse la honestidad de un filósofo contemporáneo por su posición en relación con Marx y con Nietzsche». Y añadía: «Nuestro mundo intelectual ha sido conformado en gran medida por Marx y Nietzsche». Creo que tenía (y sigue teniendo) razón, aunque argumentaré que hay una gran asimetría en el modo como uno u otro han conformado nuestro mundo mental, en el modo como hemos «dado cuenta» de ellos.

Efectivamente, creo que, en este pasado bicentenario, sí hemos dado cuenta de Marx, lo hemos asimilado, e incluso superado. No es exagerado decir que todos somos marxistas, como somos weberianos, o kantianos, o hobbesianos. Todos ellos forman parte de nuestro arsenal cognitivo, de nuestros mapas conceptuales y de nuestro lenguaje. Decía Xabier Zubiri que los griegos o los romanos no son nuestros clásicos, sino que nosotros somos griegos o romanos: del siglo XX, pero somos aún ellos. Y por eso son clásicos. Otro tanto podemos decir de esos autores, clásicos asimilados, hasta el punto de que no podemos pensar sin usarlos de algún modo, pues están dentro de nosotros. Tanto que, más que pensarlos nosotros a ellos, son ellos quienes nos piensan dentro de nosotros. Nos han enseñado a pensar de cierto modo, son –como decía Émile Durkheim– manières de penser, mucho más que maîtres à penser (que lo fueron quizás inicialmente), hábitos adquiridos de pensamiento.

Algo similar ocurre con Marx, aunque de modo paradójico. Pues así como la izquierda se ha vuelto idealista –como argumentaré más tarde–, la derecha se ha vuelto marxista. Pero sin saberlo. Cuando Bill Clinton, en la campaña de 1992, dijo aquello de «Es la economía, estúpido», o cuando Mariano Rajoy y el PP confiaban en la buena marcha de la economía para resolverlo todo, menospreciando la política, representan un economicismo tecnocrático, que lo espera todo de la economía y que le debe mucho a Karl Marx. No voy a insistir, pero, por ejemplo, cuando hemos atribuido los nuevos populismos, Vox incluido, principalmente a la crisis económica, al llamado «precariado» o la desigualdad, creo que cometemos el mismo error de menospreciar la relevancia de las ideologías y, en definitiva, de la cultura, para la política. Podríamos llamarlo «marxismo naíf», que menosprecia la «superestructura» ideológica, por recordar la vieja jerigonza.

Pues bien, no ocurre lo mismo con Nietzsche, con quien creo que tenemos una cuenta pendiente, pues me temo que también somos nietzscheanos sin saberlo, pero, en este caso, sin haber ido más allá de él, sin haberlo asimilado y, por lo tanto, superado. El punto de partida (no superado) lo expresa una famosa cita de los Fragmentos póstumos, apuntes y anotaciones que dejó sin publicar, pero editados en 1967 por Giorgio Colli y Mazzino Montinari en Berlín:

Contra el positivismo, que se queda en el fenómeno «sólo hay hechos», yo diría, no, precisamente no hay hechos, sólo interpretaciones. No podemos constatar ningún factum «en sí»: quizá sea un absurdo querer algo así. «Todo es subjetivo», decís vosotros: pero ya eso es interpretación, el «sujeto» no es algo dado, sino algo inventado y añadido, algo puesto por detrás.— ¿Es en última instancia necesario poner aún al intérprete detrás de la interpretación? Ya eso es invención, hipótesis.

En la medida en que la palabra «conocimiento» tiene sentido, el mundo es cognoscible: pero es interpretable de otro modo, no tiene un sentido detrás de sí, sino innumerables sentidos, «perspectivismo».

Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo: nuestros impulsos y sus pros y sus contras. Cada impulso es una especie de ansia de dominio, cada uno tiene su perspectiva, que quisiera imponer como norma a todos los demás impulsos (Fragmentos póstumos, IV, 7 [60]).

Es esta una cita que resume muchas e importantes ideas. Las resumo en tres: 1) Todo es interpretación, pues no hay hechos sino para alguien; 2) El conocimiento es una «perspectiva» de lo real; 3) El conocimiento parte de los impulsos que son, a su vez, un ansia de dominio, una «voluntad de poder».

Todo ello es muy relevante hoy, sobre todo el punto primero, pues si con Nietzsche y la «muerte de Dios» entrábamos en el relativismo moral («Bueno y malo son sólo interpretaciones, y de ninguna manera un hecho, un “en sí”»), con la idea de que no hay hechos, sino interpretaciones («también la esencia de una cosa es sólo una opinión sobre la “cosa”») nos instalamos en el relativismo cognitivo. No es que no sepamos distinguir lo Bueno de lo Malo; lo que es preocupante es que tampoco podemos hacerlo con lo Cierto y lo Falso, lo cual es dramático. Y si la búsqueda de una Moral objetiva y racional es una tarea bien difícil (si no imposible), la duda lanzada sobre el conocimiento es más radical, más nihilista si cabe. Pues la frase «no hay hechos, sólo interpretaciones» es casi el eslogan del posmodernismo antiilustrado y de la posverdad. Desde luego, a Donald Trump le encantaría esta afirmación: es casi su mantra cotidiano. «Hechos alternativos».

En la cita de Nietzsche percibimos, sin duda, la herencia envenenada y tóxica del historicismo alemán y su crítica a la Ilustración, la herencia de Johann Gottfried Herder (siempre detrás de nacionalismos o idealismos), de su ataque a Montesquieu y el imperialismo parisiense de la Razón (con mayúscula y única), y la defensa de la diversidad de razones, cada una asentada en un Volk, en un pueblo, por supuesto constituido a su vez por una lengua. Una lengua cuyos límites son los límites del mundo, en la hipótesis de Sapir-Whorf, repetida una y otra vez, a pesar de que su falsedad se ha demostrado también una y otra vez.

Efectivamente, si la Ilustración argumentaba que hay una sola Razón, apoyada en la naturaleza humana («tous les hommes ont un esprit également juste», decía Claude-Adrien Helvétius), idéntica en todas las partes y en todos los tiempos, el historicismo la rompe según tiempos y espacios. No hay pueblos más cerca de la Verdad, pues, como decía Leopold von Ranke, todos están igualmente cerca de Dios. A cada Volk, a cada pueblo, a cada identidad, su verdad, distinta para el castellano o el catalán, para el hombre o la mujer, para el homosexual o el heterosexual, para el colonizado o el colonizador, etc., etc. Si los ilustrados enraizaban la Razón en la Naturaleza, el historicismo va a asentar las variadas razones en la Cultura y la Historia. Para ellos, la razón y el conocimiento no son la variable independiente, sino, al contrario, algo que depende del sustrato orgánico pueblo-cultura-lengua, en una radical sociologización (y disolución) de la Razón para hacer de ella razones, en minúsculas y en plural.

Pero el problema es evidente: si hay diversas y variadas razones, ¿quién tiene razón? El historicismo abrió la puerta al relativismo cognitivo y en él hunde sus raíces el Zeitgeist de la posverdad. Es por ello por lo que a comienzos del pasado siglo surgió un profundo debate para solventar la paradoja del historicismo. El «perspectivismo», apuntado ya por Nietzsche, se desarrolla en Max Scheler, en Karl Mannheim y en Ortega y Gasset. Pero, ¿por qué la suma de perspectivas va a proporcionarnos una visión objetiva y no un reforzamiento de sesgos y prejuicios? Mannheim acudía por ello al «intelectual flotante», desclasado, sin prejuicios, que observa el mundo desde la distancia de su no-posición social (y György Lukács hacía lo mismo, pero con el proletariado, la clase fuera de todas las clases). Pero, ¿acaso no son los intelectuales una clase, la «nueva clase»? Y por ello la respuesta del neopositivismo del Círculo de Viena será casi el negativo de Nietzsche y de los perspectivistas, y el primer Wittgenstein, el del Tractatus, dirá lo contrario:

El mundo es el conjunto de los acontecimientos, de los hechos, y, en último término, de los estados de cosas existentes. Los estados de cosas constan de cosas, son relaciones entre cosas.

Para el primer Wittgenstein, el mundo es una colección de cosas, de hechos. ¿Acaso las interpretaciones no son también hechos? Hechos de conciencia si se quiere, subjetivos, pero hechos, medibles y cuantificables como cualquier otro. Así pues, hechos sin interpretaciones para unos, o interpretaciones sin hechos para los otros. Mal dilema.

La nueva izquierda neocomunista, eurocomunista, iniciará su deriva hacia el historicismo al potenciar la super- sobre la infra-, la cultura sobre la economía, el «hombre nuevo» sobre la «sociedad nueva» y el «socialismo real». Es el eurocomunismo, es Antonio Gramsci y su idea de hegemonía, hoy ciertamente hegemónica. Y mayo del 68 acabará de diluir el materialismo marxista en un pensamiento que le debe más al consumo que a la producción, más a la comunicación que al trabajo, y que, en todo caso, se escapa de la realidad y huye de los hechos: «Mis deseos son la realidad. La imaginación toma el poder. Comiencen a soñar. Abajo el realismo socialista». Y sobre todo: «Sean realistas: pidan lo imposible». En el contraste entre el Partido Comunista Francés y los jóvenes estudiantes rebeldes, serán estos quienes acabarán definiendo el lenguaje e interpretando el mundo. Pasamos de una ética materialista de la escasez y el trabajo a una moral posmaterialista de la abundancia y el consumo, una ética de la autorrealización y de la identidad. Lo que importa son los estilos de vida, los lifestyles, las identidades, lo que (se supone que) somos, no lo que hacemos.

Jacques Derrida, Jacques Lacan y, sobre todo, Michel Foucault dará a este idealismo una vuelta de tuerca casi definitiva. No hay hechos sino interpretaciones, cierto, pero es el Poder quien interpreta. Cada individuo crea su interpretación, su verdad, pero es el Poder (magnificado, ubicuo, omnipresente y reificado) el que dispone de los medios para imponer su (única) interpretación a los demás. Llevando al extremo la tesis de que «la ideología dominante es la de la clase dominante», la verdad es un reflejo del poder, una verdad engañosa, siempre una verdad de dominio frente a la que solo cabe la crítica y la de-construcción. Frente a la construcción ideológica de los dominantes, la política consiste en la deconstrucción, en la reinterpretación.

De Nietzsche a Gramsci, a Foucault, al significante vacío de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, sólo hay un paso. Mezclado con el control de «la agenda», el framing y el labelling (enmarcar e identificar), con George Lakoff. Cómo no pensar en un elefante, cómo no pensar en la casta, en el «régimen del 78», por ejemplo. Pronuncias la palabra y te atrapa.

Donald Trump habría saltado de alegría ante esta afirmación de que la verdad es el poder. De hecho, la practica a diario: mi poder es mi verdad, y no hay otra.

Hay que tener cuidado con no tirar al bebe con el agua sucia, pues este giro paradigmático hacia la comunicación ha tenido mucho bueno. El llamado «giro lingüístico» de la filosofía, que comienza con Hans-Georg Gadamer y el segundo Wittgenstein y se extiende por todas las ciencias sociales, ha implicado recobrar el «lado activo del conocimiento». No hay conocimiento sin interés que lo justifique, dice Jürgen Habermas, y antes Karl Mannheim (y antes Nietzsche, como veíamos). Toda verdad responde a un interés y emerge en un espacio y un tiempo que la hace relevante. Tiene raíces, es local y temporal. Sin interés no hay conocimiento. Cierto, pero eso no lo agota, pues la motivación psicológica o la causa de un enunciado no elimina ni cancela su verdad o falsedad. Puede que el descubrimiento del ADN haya sido consecuencia de la ambición desmedida de unos científicos, o de una casualidad, o de su ansia de poder, o de que se enfadaron con su mujer esa mañana: no importa. Lo que sí importa es que es así, es un hecho, es cierto. La ciencia no deja de serlo porque haya sido generada por individuos ambiciosos, venales, machistas o imperialistas.

Hay aquí una grave confusión que, por fortuna, Marx no compartía. Y que se soluciona (se supera) aceptando que los humanos vivimos en un mundo bidimensional y que hay que atender a sus dos dimensiones. Por una parte, un mundo de hechos, de cosas materiales; pero, por otra, hechos y cosas que son interpretadas, que tienen un sentido, socialmente construido. Por usar lenguaje clásico, vivimos en un mundo material penetrado y traspasado por la palabra hablada. De tal modo que, si podemos y debemos atender a la construcción material del mundo (al trabajo), como quería Marx (trabajo vivo que trabaja sobre trabajo muerto, de generaciones anteriores), también debemos atender a la construcción simbólica del mundo (a la comunicación), como quería George Herbert Mead (en quien me he basado yo). Y no son independientes la una de la otra, por cierto, pues hasta el más tonto de los arquitectos –es cita de Karl Marx– construye primero en su imaginación antes de hacer ningún edificio. El cerebro guía la mano desde hace milenios, pero la mano manipula e ilustra al cerebro.

Y, por ello, es verdad que «ir a las cosas mismas» (en expresión de la fenomenología, retomada por Ortega) requiere deconstruir esa previa construcción simbólica. Pues, cuando nos ponemos a pensar, ya hemos pensado el objeto, ya lo hemos preconstruido. Como señalaba antes, pensamos de acuerdo con hábitos adquiridos e interiorizados en largos procesos de socialización de nuestra mente.

Pero todo esto no es nada nuevo: muy al contrario. Si la apariencia y la esencia de las cosas coincidieran, no haría falta la ciencia, dice Marx. La realidad aparece siempre escondida detrás de prejuicios, ideologías, estereotipos o lo «políticamente correcto». Ir detrás de las ideologías a la esencia de las cosas, desmitificar y desfetichizar, es la esencia de la metodología marxista, que es toda ella una deconstrucción de ideologías (de la ideología alemana, o de la francesa, o de la economía política: «Crítica de la economía política» se titula El capital). Pero Émile Durkheim nos dice lo mismo: desconfiemos del sentido común, de lo políticamente correcto, se construye la ciencia contra las apariencias. Y por eso Ortega diferenciaba entre ideas (lo que pensamos) y creencias (que nos piensan), y nos alertaba ante el riesgo de creer ciegamente en las creencias y nos incitaba a pensar desde donde pensamos. La razón debe analizarse si quiere estar a la altura de los tiempos, debe estar siempre atenta al punto ciego de la mirada. Pensar a ambos lados del pensamiento. Todo modo de ver es un modo de no ver: si miro algo, dejo de mirar algo.

De modo que sí: Marx, Durkheim y Ortega dicen casi lo mismo. Tras lo manifiesto está lo latente. Añadamos a Sigmund Freud, sumemos el funcionalismo sociológico. Nada nuevo. Deconstruir las apariencias es la tarea de la buena ciencia. Pero todos los que he citado sabían que, detrás de mistificaciones y fetichismos, está la realidad, los hechos y las cosas. También los hechos y las cosas de conciencia. Detrás de las interpretaciones, del framing y del labelling, está la realidad. Ni el más osado constructivista se atrevería a decir que el autobús que viene por la calle esta socialmente construido y es una interpretación, y no un hecho. Esta sala mide lo que mide, y eso es un hecho no interpretable. La interpretación aureola la realidad y de ese modo la encubre y mistifica, o la agranda y agiganta. Pero sigue allí detrás de su interpretación.

Sin embargo, este idealismo de izquierdas es hoy casi hegemónico en facultades de Ciencias Sociales en todo el mundo. Todo es lenguaje, labelling, framing, comunicación y construcción social. Es significativo el cambio de título del conocido libro de Peter L. Berger y Thomas Luckmann, La construcción social de la realidad, nada menos que el quinto libro más importante de la sociología contemporánea (según la Asociación Internacional de Sociología). Libro que inicialmente llevaba el subtítulo de A Treatise in the Sociology of Knowledge, mención que desapareció en ediciones posteriores. Pues no era ya una introducción a cómo conocemos, sino una introducción a la misma realidad, producto de la construcción social. Y hoy todo es, al parecer, construcción social, incluido el cuerpo, lo que roza el disparate.

Un ejemplo nos permitirá percibir este giro desde el materialismo clásico basado en la producción y el trabajo al moderno idealismo de la «construcción» e interpretación del mundo, dominante en los «hábitos de pensamiento» contemporáneos. Hace algunos años hice un análisis de contenido de las ponencias presentadas en el IX Congreso de Sociología Española celebrado en Barcelona en septiembre del año 2009. Más de mil doscientas ponencias o comunicaciones fueron presentadas y todas, por supuesto, llevaban su título. Pues bien, ¿qué nos dicen esos títulos, qué palabras, términos, conceptos, aparecían con mayor frecuencia y cuáles no figuran? ¿Qué «marco teórico en uso» emerge?

Por supuesto, algunos de los términos más usados son clásicos y, así, la palabra que aparece más citada es «trabajo», con 91 referencias. Otros términos clásicos que mantienen su relevancia son «política» (60), «educación» (59) o «valores» (36). Más interesante es explicitar los términos o conceptos que no aparecen o que lo hacen con escasa frecuencia. Así, los términos «obrero», «lucha de clases» o «modo de producción» no aparecen mencionados ni una sola vez, al igual que sucede con «neocapitalismo», «imperialismo», «colonialismo», «clase obrera», «fábrica», «hambre» o, incluso, «sociedad industrial». Datos, a mi entender, reveladores de un claro desinterés por ciertos temas y cuestiones clásicas. «Economía» aparece mencionada sólo tres veces, y para aludir a «economía informal»; «sindicato» aparece cuatro veces; «capitalismo», sólo cinco; «industrial», cuatro veces; «pobreza», tres; y «capital», dieciséis veces, pero la mitad aluden a «capital social». Estas frecuencias ponen de manifiesto un evidente alejamiento de un marco teórico y conceptual dominante hace un par de décadas. Y que es sustituido por otro cuyos términos usuales son nuevos. Así, el segundo término más citado (tras «trabajo») es el de «género», que aparece 62 veces; «construcción» es el quinto más citado y aparece 43 veces; «mujeres» aparece en 38 ocasiones (pero «hombre», sólo siete); «cultura» y «consumo», ambas 37 veces, e «identidad», 33.

Todo un mapa conceptual, una radiografía o, para ser más precisos, una topología de lo que preocupa (o no) a los sociólogos españoles en activo, de su framing de la realidad.

¿Adónde nos lleva esto? Decía James Joyce (en versión de José María Guelbenzu) que, ya que no podemos cambiar el mundo, al menos cambiemos de conversación. Pues bien, los posmodernos nos dicen que, para cambiar el mundo, hay que cambiar de conversación, cambiar el sentido, la interpretación, pues no hay nada detrás, ninguna realidad sólida, ningún hecho. Creen a pies juntillas en el carácter performativo del lenguaje, que es su único instrumento político, lo cual lleva a una singular estrategia política: la política del decir, política de la representación y de la comunicación. Por comparar de nuevo, si Mariano Rajoy y el economicismo tecnocrático eran el hacer sin el decir, economía sin política ni comunicación, tecnocracia, Podemos o Donald Trump o el Brexit son hoy lo contrario: el decir sin el hacer. O, si se prefiere, el hacer a través del decir: reenmarquemos el mundo.

No es ninguna tontería, por supuesto. Aceptemos que el decir tiene importancia, también política. Vaya si la tiene. Poner nombre a las cosas, decía Lewis Carroll. Pero aceptemos que no basta, pues, además, hay que hacer, y eso implica conocer la realidad más allá de sus interpretaciones. El Brexit es el ejemplo paradigmático de un decir sin pensar hacer. Otro tanto vale para el procés independentista catalán. Como hemos declarado la República, ya somos una república. Pero el performativismo no llega a tanto y se queda en pura logomaquia. Literalmente magia: abracadabra.

Y, preguntémonos, ¿dónde arraiga este idealismo? ¿Cuál es su caldo de cultivo, su raíz, su espacio y tiempo? Pues si todo tiene sus bases sociales, y si todo discurso hay que analizarlo en función de su raíz social (y eso, no lo olvidemos, es marxismo puro), también este discurso idealista lo tiene. Y, evidentemente, florece allí donde el pensamiento puede desarrollarse sin contacto con la realidad, sin tener que someterse al contraste con el mundo, sin tocar las cosas mismas. ¿Cuál es ese espacio? Desgraciadamente, la moderna universidad es el caldo de cultivo ideal para este idealismo. Universidades autónomas del poder político, es cierto (y eso es una conquista), pero autónomas también de la misma realidad con que no quieren mezclarse. Aisladas físicamente en campus idílicos, y aisladas mentalmente detrás de una actitud de menosprecio y altanería frente a todo lo que pueda parecer práctico y aplicado, ya sea la empresa, la política, la seguridad o la defensa, incluso la investigación aplicada. Un aislamiento que es casi obligado en el profesor/investigador universitario.

Efectivamente, el problema de un profesor universitario no es nunca lidiar con el mundo, sino lidiar con otras versiones del mundo en el mercado de ideas global. Sus referencias positivas o negativas, sus enemigos, están en otros departamentos, en otras facultades, otras versiones, otras interpretaciones y otros intérpretes. Él no habla jamás del mundo, sino de las diversas versiones del mundo; y no habla a la sociedad, sino de la sociedad; y su audiencia son otros intérpretes, no otros actores. Se mueve en un metadiscurso por encima de los discursos que sí hablan del mundo. Y con frecuencia en un metametadiscurso. Incluso la insistencia en las citas de otros autores lleva a que su trabajo se centre en discutir las discusiones, discutir las versiones, y no las cosas mismas. Los departamentos de Ciencias Sociales de las universidades son torres de marfil, no tanto porque busquen la objetividad y el distanciamiento (lo cual es no sólo conveniente, sino imprescindible), sino porque el rol del profesor ha sido definido de ese modo.

Y hay que denunciar la hegemonía que ese nuevo idealismo ha conseguido en facultades de ciencias sociales, humanidades o comunicación. No es casualidad que este nuevo idealismo izquierdista haya salido de las facultades de Ciencias Sociales estadounidenses (o españolas, por cierto), como no lo fue que mayo del 68 (una revolución del labelling y del framing) saliera de otras facultades de Ciencias Sociales.

Esto no pasa en los think-tanks, o al menos no debe pasar. Ya sostuve, y lo reitero, que la diferencia entre los think-tanks y las universidades es que los primeros tratan de cubrir el espacio entre la teoría y la práctica, con los pies en el suelo, escuchando a la sociedad y en diálogo con ella, y no sólo hablando de ella por encima de ella. Y por eso tienen que ser, no ya interdisciplinarios, sino antidisciplinarios (como se autodefine el Media Lab del Massachusetts Institute of Technology), pues nuestros problemas no están framed en un campo científico, no resolvemos cuestiones de una disciplina, sino cuestiones que están en la calle, en los periódicos, en la agenda social, política o empresarial. Y hablamos a la misma sociedad, a los políticos o los empresarios, a los periodistas y líderes de opinión. Y con ánimo de cambiar las cosas mismas, y no sólo sus interpretaciones. ¿Debemos asombrarnos de su proliferación y de su éxito? A medida que las universidades se centran más y más en sus discursos y se alejan del ruido de la calle, la tarea mediadora de los think-tanks pasa a ser más y más relevante.

Y termino comentando tres consecuencias:

En primer lugar, la importancia actual de los think-tanks. Son imprescindibles, pues sólo aquí se totalizan los fenómenos sociales. Las universidades analizan la realidad social despiezada en marcos analíticos diversos –la economía, la política, la cultura, la historia–, y lo hacen dialogando con otras interpretaciones y no buscando el contraste con la misma realidad. Pero la realidad nunca es así. Es siempre un fenómeno social total (Marcel Mauss).

Una segunda consecuencia: el idealismo (filosófico, científico y político) tiene que desacreditar a los think-tanks si pretende que su mensaje sea aceptado. Y lo hace con dos ataques distintos. Uno es el de su independencia, mostrando las conexiones con intereses económicos o políticos, nuestra dependencia de grandes empresas o de grandes países. A The Brookings Institution la financia Huawei o China; a muchos otros los financia Arabia Saudita. Es cierto, y es un problema: sin duda, nuestro talón de Aquiles, frente al que hay que estar alerta. Y sin duda la mejor solución es diversificar las fuentes de financiación. Nadie es totalmente independiente, pero hasta el más tonto sabe que es mejor tener muchos jefes que uno solo.

El segundo ataque es más directo: el ataque a los expertos. Se nos acusa de ser «torres de marfil», justamente porque no lo somos. Y, en el mercado de ideas, en el nuevo ágora de las redes sociales, con mensaje corto y rotundo, la opinión del experto pesa casi lo mismo que la del lego. La desintermediación del mercado de ideas que suponen las redes P2P quiebra las barreras de entrada, quiebra las jerarquías, y toda opinión pesa lo mismo. O lo parece al principio. Del mismo modo que pasamos casi sin darnos cuenta de la democracia representativa a la democracia directa y asamblearia, por los mismos motivos pasamos de un ágora jerarquizada a otra anárquica y asamblearia. Hemos transitado, casi sin darnos cuenta, desde los grandes «intelectuales» o gurús a los expertos, de estos a los comunicadores y tertulianos, y de estos a los followers e influencers. Y si toda opinión vale lo mismo, si toda interpretación vale lo mismo, no hay verdad. Y, si no hay verdad, la Razón decae y deja el lugar a las emociones y los sentimientos. Y las pasiones, por supuesto. El sueño de la razón produce monstruos.

Pero la tercera consecuencia es la más perniciosa, pues la consecuencia no intencionada de esa desintermediación es una oculta nueva mediación por parte de aquellos que controlan las redes con algoritmos misteriosos. Puede ser Google o puede ser Cambridge Analytica. Pero el espacio virtual, que fue recibido por grandes gurús como la acracia realizada más allá del alcance del poder político y económico, la libre comunicación person to person, ha acabado dando lugar a gigantescos monopolios, algunos visibles como GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft), otros ocultos como los hackers rusos o chinos. La total desintermediación alimenta hoy a gigantescos mediadores que medran en el mercado de las ideas. Y, al final, el intelectual orgánico es el algoritmo que nos indica qué debemos leer, qué página debemos visitar, qué caminos intelectuales debemos recorrer. Y, por supuesto, cuáles evitar.

Hemos dado cuenta de Marx, pero no de Nietzsche, al menos de cierto Nietzsche. Más allá de las interpretaciones y la construcción social, hay hechos, datos, duros y tozudos. Como siempre. No cambiaremos el mundo cambiando de conversación.






La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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viernes, 30 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] La muerte de Dios





Los dioses del Mercado, del Patriarcado y del Fundamentalismo son las nuevas metamorfosis de la creencia en el Ser Superior. Este cambio explica las tres violencias ejercidas en su nombre: la estructural, la machista y la religiosa, escribe en El País el teólogo Juan José Tamayo, director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid.

Nietzsche no fue el primero en utilizar la expresión “Dios ha muerto”. Su origen se encuentra en un texto de Lutero: “Cristo ha muerto / Cristo es Dios / Por eso Dios ha muerto”. En él se inspira Hegel en la Fenomenología del espíritu, donde afirma que Dios mismo ha muerto como manifestación del sentimiento doloroso de la conciencia infeliz. En Lecciones sobre filosofía de la religión se refiere a una canción religiosa luterana del siglo XVII en un contexto similar: “Dios mismo yace muerto / Él ha muerto en la cruz”.

Es probable que Nietzsche, hijo y nieto de pastores protestantes, la conociera e incluso la hubiera cantado en el Gottesdienst. Pero ha sido su propia formulación la que ha adquirido relevancia filosófica y ha ejercido mayor influencia en el clima sociorreligioso moderno.

Dos son los textos más significativos en los que Nietzsche hace el anuncio de la muerte de Dios. En Así hablaba Zaratustra, cuando el reformador de la antigua religión irania baja de la montaña, se encuentra con un anciano eremita que se había retirado del mundanal ruido para dedicarse exclusivamente a amar y alabar a Dios, actitud que contrasta con la de Zaratustra, que dice amar solo a los hombres. Tras alejarse de él, comenta para sus adentros: “¡Será posible! Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía nada de que Dios ha muerto”. Al llegar a la primera ciudad, encontró una muchedumbre de personas reunida en el mercado, a quienes habló de esta guisa: “En otro tiempo el delito contra Dios era el máximo delito, pero Dios ha muerto y con Él han muerto también sus delincuentes. Ahora lo más horrible es delinquir contra la tierra”.

En La gaya ciencia Nietzsche relata la muerte de Dios a través de una parábola cargada de patetismo. Un hombre loco va corriendo a la plaza del mercado en pleno día con una linterna gritando sin cesar: “¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!”. El hombre se convierte en el hazmerreír de la gente allí reunida, que no se toma en serio la búsqueda angustiosa del loco y se mofa de él haciéndole preguntas en tono burlón: “¿Es que se ha perdido? […]¿Es que se ha extraviado como un niño? […]¿O se está escondiendo? ¿Es que nos tiene miedo? ¿Se ha embarcado? ¿Emigrado?”. A lo que el loco responde: “¡Lo hemos matado nosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos!”.

El loco, fuera de sí, entró en varias iglesias donde entonó su requiem aeternam deo. Cada vez que le expulsaban y le pedían explicación de su conducta, respondía: “¿Qué son estas iglesias sino las tumbas y los monumentos fúnebres de Dios?”. Nietzsche califica el anuncio de la muerte de Dios como “el más grande de los acontecimientos recientes”, pero el loco reconoce que llega “demasiado pronto”.

¿Se ha hecho realidad el anuncio de Nietzsche? Yo creo que solo en parte. Ciertamente, se está produciendo un avance de la increencia religiosa en nuestras sociedades secularizadas y se cierne por doquier la ausencia de Dios. Pero, al mismo tiempo, asistimos a otro fenómeno: el de las diferentes metamorfosis de Dios. A modo de ejemplo voy a referirme a tres: el Dios del Mercado, el Dios del Patriarcado y el Dios del Fundamentalismo.

El Dios del Mercado. El Mercado se ha convertido en una religión “monoteísta”, que ha dado lugar al Dios-Mercado. Ya lo advirtió Walter Benjamin con gran lucidez en un artículo titulado El capitalismo como religión, donde afirma que el cristianismo, en tiempos de la Reforma, se convirtió en capitalismo y “este es un fenómeno esencialmente religioso”.

Tocar el capitalismo o simplemente mencionarlo es como tocar o cuestionar los valores más sagrados. Lo que dice Benjamin del capitalismo es aplicable hoy al neoliberalismo, que se configura como un sistema rígido de creencias y funciona como religión del Dios-Mercado, que suplanta al Dios de las religiones monoteístas. Es un Dios celoso que no admite rival, proclama que fuera del Mercado no hay salvación y se apropia de los atributos del Dios de la teodicea: omnipotencia, omnisciencia, omnipresencia y providencia. El Dios-Mercado exige el sacrificio de seres humanos y de la naturaleza y ordena matar a cuantos se resistan a darle culto.

El Dios del Patriarcado. Los atributos aplicados a Dios son en su mayoría varoniles, están vinculados a la masculinidad hegemónica y se relacionan con el poder. La masculinidad de Dios lleva derechamente a la divinización del varón. Así, el patriarcado religioso legitima el patriarcado político y social. La teóloga feminista alemana Dorothee Sölle critica las fantasías falocráticas proyectadas por los varones sobre Dios, cuestiona la adoración al poder convertido en Dios y se pregunta: “¿Por qué los seres humanos adoran a un Dios cuya cualidad más importante es el poder, cuyo interés es la sumisión, cuyo miedo es la igualdad de derechos? ¡Un Ser a quien se dirige la palabra llamándole ‘Señor’, más aún, para quien el poder no es suficiente, y los teólogos tienen que asignarle la omnipotencia! ¿Por qué vamos a adorar y amar a un ser que no sobrepasa el nivel moral de la cultura actual determinada, sino que además la estabiliza?”. En nombre del Dios del patriarcado se practica la violencia de género, que el año pasado causó más de 60.000 feminicidios.

El Dios de los Fundamentalismos. Los fundamentalismos religiosos desembocan con frecuencia en terrorismo, fenómeno que recorre la historia de la humanidad en la modalidad de guerras de religiones que se justifican apelando a un mandato divino. Tiene razón el filósofo judío Martin Buber cuando afirma que Dios es “la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan mutilada, tan mancillada. Las generaciones humanas han desgarrado esta palabra. Han matado y se han dejado matar por ella. Esta palabra lleva sus huellas dactilares y su sangre. Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra ‘Dios’. Se asesinan unos a otros y dicen: ‘Lo hacemos en nombre de Dios”. Matar en nombre de Dios es convertir a Dios en un asesino, en certera observación de José Saramago, quien lo demuestra en la novela Caín a través de un recorrido por los textos de la Biblia hebrea.

Dios bajo el asedio del Mercado, bajo el poder del Patriarcado y bajo el fuego cruzado de los Fundamentalismos. El resultado es la violencia estructural del sistema, la violencia machista y la violencia religiosa, las tres ejercidas en nombre de Dios.



Dibujo de Enrique Flores para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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jueves, 29 de agosto de 2013

Dios, yo y mi circunstancia





Imagen (parcial) de los manuscritos de Qumrán



Recuerdo haber leído una frase -pero no su autor- que decía más o menos: "todo lo que se puede pensar, puede existir". Y otra, antagónica, de un teólogo protestante alemán -del que tampoco recuerdo el nombre- que venía a decir: "Dios es aquello que no podemos pensar ni conocer". Puestas ambas en relación, la conclusión es que la idea de la existencia de Dios "repugna" a mi razón. Sí, ya sé que la razón no es un elemento precisamente de veracidad incontrovertible: "La realidad -dice Ortega y Gasset- como un paisaje, tiene infinitas perspectivas todas ellas igualmente verídicas y auténticas. La sola perspectiva falsa es esa que pretende ser la única. Dicho de otra manera: lo falso es la utopía, la verdad no localizada, vista desde lugar ninguno. El utopista -y esto ha sido en esencia el racionalismo- es el que más yerra, porque es el hombre que no se conserva fiel a su punto de vista, que deserta de su puesto". Reconozco, pues, que puedo estar equivocado, pero eso es lo que pienso desde mi perspectiva.

No soy, no puedo, ser creyente en un ente, impersonal, preexistente a todo y creador del universo, ni en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro; pero no soy arreligioso, ni amoral. Comparto en gran parte lo dicho por Ortega: "Yo no concibo que ningún hombre que aspire a henchir su espíritu indefinidamente, pueda renunciar sin dolor al mundo de lo religioso", pero tengo claro que moral y religión no tienen nada que ver; eso ya me lo enseñó en mis años de bachillerato, un excelente profesor de Filosofía, del que ya he hablado en anteriores ocasiones en el blog. De las cinco partes en que se dividía para su estudio la asignatura: Lógica, Psicología, Ética, Metafísica y Moral (sino recuerdo mal, creo que eran esas) las que más gustaban eran, por ese orden, la Lógica y la Moral. Al final, en el corte del bachillerato elemental al superior, opté por Ciencias. Y creo que me equivoqué, pero a estas alturas ya no tiene remedio.

Desde esa perspectiva, o circunstancia, si lo prefieren, no tengo empacho alguno en declararme como cristiano-agnóstico (o agnóstico-cristiano), si por cristiano se entiende a aquel que entiende y comparte gran parte de las enseñanzas del personaje histórico Jesús de Nazareth. Pero de ahí, es difícil que pase. Mi problema, como el de la filósofa y mística francesa de origen judío, Simone Weil ("Carta a un religioso": Trotta, Madrid, 1998), tantas veces citada por mí en el blog, es que comparto plenamente su criterio de que "la Iglesia ha sido un gran animal totalitario [...] iniciadora de la manipulación de toda la historia de la humanidad con fines apologéticos [...] Mi vocación es ser cristiana fuera de la Iglesia", dice. La mía, también.

La entrada de hoy es producto de varias circunstancias: Mi interés, proclamado y explícito, por el fenómeno religioso; la lectura, por fin concluida después de varios intentos que se han extendido durante años de "La esencia del cristianismo" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1996), de Ludwig Feurbach; del "Así habló Zaratustra" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1970), de Friedrich Nietzsche; y  de la relectura, en curso, del tomo octavo y último de la impresionante "Historia crítica del pensamiento español" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1993), de José Luis Abellán, que abarca el período comprendido entre 1914 y 1939.

También ha supuesto una circunstancia añadida la emitisión ayer miércoles por la 2 de TVE de un documental sobre "Los manuscritos del Mar Muerto", muy interesante, centrado en la suposición -un tanto aventurada e imposible hasta ahora de confirmación- sobre la cuestión de si el Jesús histórico fue miembro de la secta judía, anti-Templo, de los "esenios", que fueron los que escribieron dichos manuscritos y los enterraron para salvarlos de la ira romana ante la rebelión judía de los años 70 d.C. Mi hija Ruth ha sido capaz de encontrarme el citado vídeo, algo que yo no supe hacer en la página electrónica de RTVE, y pueden verlo en el enlace de más arriba. Yo he encontrado este otro, realizado por el canal de televisión Historia y Ciencia, que no desmerece en absoluto del anterior.

Sobre los papiros del Mar Muerto, encontrados casualmente a mediados del pasado siglo en varias cuevas de la desértica región israelí de Qumrán, junto al mar Muerto, les recomiendo la lectura del artículo "¿Misterios desvelados?", de Henry Wansbrough, teólogo e investigador bíblico, publicado en el número de diciembre de 2011 de Revista de Libros, reseñando el libro "El significado de los rollos del Mar Muerto" (Trotta, Madrid, 2011), de James Vander Kam y Peter Flint. Los leí -artículo y libro- el pasado año y reconozco que me resultaron fascinantes. Sobre todo el libro: un texto erudito y científico sin la menor concesión a las fantasías al uso sobre este tema plagado de fantasís y lucrubraciones sin fundamento.

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt




Las cuevas de Qumrán (Israel)




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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

lunes, 5 de agosto de 2013

¿Qué es la sabiduría?





Atenea, diosa de la sabiduría



"La vida me preguntó en cierta ocasión: "¿Qué es la sabiduría?". Yo me apresuré a responderle: "¡Ah, la sabiduría! Se tiene sed de ella sin poder nunca saciarse; se la codicia con ansia sin poder hartarse de ella. Se la mira bajo velos; se prende a través de redes. ¿Es hermosa? ¡Qué sé yo! Pero hasta los peces más viejos muerden su anzuelo. Es voluble y porfiada. Con frecuencia la he visto morderse los labios y enredarse el pelo con el peine. Tal vez es mala y pérfida y mujer en todo; pero cuando más seduce es cuando habla mal de sí misma." Cuando hablé así a la vida, insinuó una sonrisa perversa y cerró los ojos. "¿De quién hablas? -me dijo-. ¿No será de mí? Y aun cuando tuvieras razón, ¡venir a decirle a uno tales cosas en su propia cara! Pero ¡háblanos ahora de tu propia sabiduría!" ¡Ay! Entonces volviste a abrir los ojos, ¡oh vida bienamada! Y me pareción que volvía a caer en el insondable abismo... Así cantó Zaratustra." (Friedrich Nietzsche: "Así habló Zaratustra"; Círculo de Lectores, Barcelona, 1970).

De "Así habló Zaratustra" dice uno de sus comentaristas, el profesor Carlos Ayala, que es "una obra absolutamente inclasificable, y no solo dentro de la obra de Nietzsche sino que puede considerarse literalmente impar en la historia de la filosofía [...] Es el espíritu del decir sí a todo, aun a lo más doloroso. El espíritu que dice sí a la vida y a la tierra frente a los fantasmas ideales."

El famoso crítico literario Harold Bloom, en su obra "¿Dónde se encuentra la sabiduría?" (Santillana, Madrid, 2005) de la que escribía también hace unos días, dice que su libro sobre el origen y el lugar de la "sabiduría", que para él se encuentra en la literatura sapiencial de todas las culturas del mundo -la asiática, la africana, la del Oriente Próximo y la del hemisferio europeo occidental- surgió de una necesidad personal que reflejara la búsqueda de una sagacidad que pudiera consolarle y mitigar los traumas causados por el envejecimiento, por el hecho de recuperarse de una grave enfermedad y por el dolor de la pérdida de amigos queridos. A lo que leo y enseño, dice, solo le aplico tres criterios: esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría. Las presiones sociales y las modas periodísticas, añade, pueden llegar a oscurecer estos criterios, pero las obras con fecha de caducidad no perduran. La mortalidad acecha, y todos aprendemos que el tiempo siempre triunfa. Disponemos de un intervalo y luego nuestro lugar ya no nos conoce."

Pero quizá la más bella definición de sabiduría es la que está en el libro sapiencial del mismo nombre, uno de los deuterocanónicos de la Biblia: El Libro de la Sabiduría, capítulo 6, versículo 24: "La sabiduría es lo que más se mueve entre todas las cosas que se mueven", que es, justamente, el lema de mi universidad.

Espero que disfruten de los enlaces reseñados. Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt





Emblema de la UNED






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