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miércoles, 4 de noviembre de 2015

[Pensamiento] El Dios de cada uno




Dibujo de Eduardo Estrada para El País


No es lo mismo creencia que existencia. Se puede creer en algo o alguien inexistente, y también existir algo o alguien en quien no creemos. Yo no creo en un dios personal, inmutable, ni creador del universo; ni por supuesto en la vida eterna y la resurrección de los muertos. Tampoco me planteo la existencia o inexistencia de ese Dios, ni siento su necesidad, ni escucho esa atormentada voz de Blaise Pascal a la que alude el profesor Manuel Fraijó, catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED, mi "alma mater", en un hermoso artículo del pasado domingo en El País, titulado "Avatares de la creencia en Dios"

Es posible, dice el profesor Fraijó, que en el secreto recinto personal de cada uno se escuche la atormentada voz de Pascal con su inolvidable cita "incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista"; la dialéctica entre el sí y el no, compañera asidua de la condición humana. En plena Ilustración europea, sigue diciendo, se prohibían en España los libros que intentasen demostrar la existencia de Dios; se los consideraba peligrosos. Y es que Dios era tan evidente que no necesitaba demostración alguna. Por aquellas fechas Dios era algo inmediato, asequible, presente, familiar. Era un dato más de la realidad, o incluso el gran dato. Europa y, por supuesto, España convivían sin mayores traumas con la fe en Dios, una fe heredada de las buenas gentes del pasado.

También parece obvio, añade, que en la actualidad Dios no encuentra fácil acomodo, al menos en la geografía occidental. Su muerte ha sido repetidamente anunciada. No parece posible, dice, ni lo pretende este artículo, retornar a los lejanos tiempos en los que la presencia de Dios era tan obvia que se contaba con él a la hora de canalizar los ríos. Occidente ha seguido, más bien, el itinerario de Feuerbach: “Dios fue mi primer pensamiento, el segundo la razón, y el tercero y último el hombre”. En el ámbito filosófico, la teología de ayer se llama hoy antropología. Y tampoco asistimos en la actualidad a contundentes proclamaciones de ateísmo. El ardor negativo de otros tiempos ha dado paso al desinterés actual. Muchos ateos de ayer prefieren llamarse hoy increyentes.

Y es que tal vez todos, creyentes e increyentes, añade, nos hemos dado cuenta de que "el problema de Dios tiene su origen en Dios", en su "invisibilidad", en el carácter misterioso de su revelación. Causan impresión, dice más adelante, algunas frases del papa Francisco: "Si una persona dice que ha encontrado a Dios con certeza total y ni le roza un margen de incertidumbre, algo no va bien". Desde luego no estamos ante un lenguaje muy pontificio, dice con ironía, pero sí hondamente humano, altamente teológico, y sensible a nuestro convulso siglo XXI.

No puede pues extrañar, sigue diciendo, que dos grandes maestros de la teología cristiana, Karl Rahner y Karl Barth, se mostrasen abiertos a una teología más propensa a la pregunta que a la respuesta. Preguntado en una ocasión el primero si de veras se consideraba creyente cristiano, respondió con aire taciturno: "Sí, pero no a tiempo completo", con lo que aludía al carácter débil, precario, de su fe y estaba traduciendo al lenguaje de nuestro tiempo el evangélico "creo, Señor, pero ven en ayuda de mi incredulidad". Rahner dejó escrito que lo de ser cristiano no es un "estado", sino una meta, un ideal. Propiamente no es correcto decir "soy cristiano", sino "aspiro a ser cristiano". En parecidos términos se expresaba, comenta el profesor Fraijó, el otro gran maestro, en este caso de la teología protestante, Karl Barth, al rechazar la distinción entre creyentes e increyentes. Aducía que él conocía a un increyente llamado Karl Barth. En realidad, la tradición cristiana, dice, siempre supo que somos ambas cosas a la vez, creyentes e increyentes. Nuestro Unamuno lo expresó lapidariamente: “Fe que no duda es fe muerta”. Los avatares de la creencia en Dios, señala al final de su artículo, son asunto de la “interioridad apasionada” de cada creyente de la que hablaba Kierkegaard. 

Por recomendación de mi padre, que tampoco era creyente, por no decir un que era un ateo bonachón y amigable, leí en mi juventud un libro que me resultó apasionante aunque difícil de entender. Me refiero al famoso "El fenómeno humano", del sacerdote jesuita, filósofo y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), en el que describía un término acuñado por él, llamado Punto Omega, al que consideraba el punto más alto de convergencia de la evolución de la consciencia humana y de todo lo existente en el universo con la divinidad. Pueden descargarlo si lo desean en el enlace de más arriba, o si lo prefieren así, ver el vídeo-libro al final de la entrada, o en este otro enlace, que explica su contenido. Teilhard de Chardin aportó en "El fenómeno humano" una visión original de la evolución, equidistante entre la ortodoxia religiosa y la científica en el que exponía su pensamiento filosófico sobre el origen y el destino del ser humano y del Universo. 

No sé a ciencia cierta si el pensamiento de Teilhard de Chardin podría definirse como panteísta, si entendemos como panteísmo la creencia o concepción del mundo y la doctrina filosófica según la cual el universo, la naturaleza y Dios son equivalentes: "todo es Dios y Dios está en todo". Pero si no es así, se le parece bastante. Y esa es también mi idea, aproximada, de Dios, al que yo (y otros) llamamos Azar; así, con mayúsculas.

Contra lo que puede parecer a más de uno, a mí, personalmente, el fenómeno religioso no me deja indiferente. Puedo no creer, y de hecho no creo, como decía al comienzo de esta entrada, en una divinidad personal creadora de todo lo existente, ni en la vida eterna ni en la resurrección de los muertos, pero eso no significa ni por asomo que la vida del espíritu me resulte ajena. No me atormentan las dudas que atormentaban a Pascal, ni a la filósofa y pensadora francesa de origen judío Simone Weil (1909-1943), que dejó plasmadas en un hermosísimo librito titulado "Carta a un religioso". Hay dos frases de ella en ese libro que mí me conmueven especialmente y que dejo expuestas sin comentarlas. La primera, que es casualmente, con la que termina el libro dice así: "¡Cuánto cambiaría nuestra vida si se viera que la geometría griega y la fe cristiana han brotado de la misma fuente!". La segunda, y con ella termino, dice: "Si el Evangelio omitiera toda mención de la resurrección de Cristo, la fe me sería más fácil. La Cruz sola me basta". A mí también, y en ese sentido me gustaría añadir que si se pudiese ser cristiano sin tener que creer en un Dios, y bastara con ser seguidor del Jesús de Nazareth histórico y presente en los Evangelios, yo no tendría empacho alguno en declararme como tal. Pero supongo que es imposible. Y así sigo.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 22 de noviembre de 2013

Primo Levi: Una historia sobre Auschwitz


Los que vivís seguros 
En vuestras casas caldeadas
Los que os encontráis, al volver por la tarde,
La comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre
Quien trabaja en el fango
Quien no conoce la paz
Quien lucha por la mitad de un panecillo
Quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer
Quien no tiene cabellos ni nombre
Ni fuerzas para recordarlo
Vacía la mirada y frío el regazo
Como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido:
Os encomiendo estas palabras.
Grabadlas en vuestros corazones
Al estar en casa, al ir por la calle, 
Al acostaros, al levantaros;
Repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe, 
la enfermedad os imposibilite,
Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.

"Si esto es un hombre" (Primo Levi, 1958)



En el número de diciembre de 2005 leí en "Revista de Libros" un artículo títulado "Trilogía de Primo Levi", escrito por el profesor y sociólogo Juan Manuel Iranzo. Como hago siempre que leo algún artículo o crítica sobre algún libro que me llama la atención (poco o ninguno de ellos será nunca un "super ventas" en las estanterías de las grandes superficies comerciales), guardo la referencia cuidadosamente para comprarlo y leerlo cuando se presente la ocasión favorable. Sinceramente, ya compro pocos libros, pero por fortuna la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria, como ya he comentado en ocasiones anteriores, tiene un buen fondo de títulos y suele ser generosa en la adquisición de aquellos que no tiene y le solicito: "Si esto es un hombre" (Muchnik Editores, Barcelona, 2002), de Primo Levi, fue uno de ellos.

La misma tarde que lo saqué de la biblioteca, junto a los "Pensamientos", de Blaise Pascal, comencé a leerlo en la guagua que me traía de vuelta a casa. Nada más llegar, le comenté a una buena amiga a través del féisbuc la profunda impresión que la lectura de sus primeras páginas, que se abren con el poema que reproduzco más arriba, me habían causado, y que tenía la impresión de que no iba a ser capaz de seguir con su lectura. Su respuesta casi inmediata, fue que no era capaz de imaginar como un lector como yo me cuestionaba continuar leyéndolo. Su crítica, cariñosa pero directa, fue un estímulo para mí. Acabo de terminarlo hoy mismo, casi de un tirón, como es habitual cuando una lectura me engancha, entre llevadas y traídas de nietos al colegio y acompañamiento a mis hijas, de chófer, en sus precompras navideñas y de reyes. Y tengo que decir que es uno de los libros más intensamente conmovedores que he podido leer nunca y que me ha provocado un mayor impacto emocional; y he leído bastantes, ya "nel mezzo del cammin di nostra vita", que decía Dante. 

"Si esto es un hombre" es el primero de los libros de la trilogía que Primo Levi (1917-1987), nacido en el seno de una familia judía del Piamonte, dedicó a los campos de exterminio nazis. En 1943 fue capturado como partisano y deportado a Auschwitz. El libro relata en primerísima persona el horror de unos seres cuya principal preocupación era de la sobrevivir para poder contar la atrocidad de los campos de exterminio. Una atrocidad que nadie creería si nadie puediera contarla. Es lo que hace Levi en el austero testimonio de unas páginas, escritas con serenidad y sin odio, devolviendo al horror su realidad y haciéndolo inteligible. Y eso, a pesar de la demoledora sentencia del filósofo alemán Theodor Adorno de que "escribir poesía después de Auschwitz sería un acto de barbarie". Levi lo hizo, y aquí queda su testiomonio. 

Su lectura me ha llevado a reeditar mi entrada de hace unos días, la titulada: "En el 75.º aniversario de la "Kristallnacht" o Noche de los cristales rotos. ¿Vuelta a empezar?", cuya relectura, así como el artículo del profesor Iranzo y la biografía de Levi que cito más arriba, me atrevo a recomendarles.

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt


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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

martes, 30 de julio de 2013

De vuelta con los "Clásicos". Reedición de la entrada de fecha 3/8/2008





Las Musas de la literatura




¿Por qué los clásicos -ya sea en literatura, pensamiento, arte, ciencia, música- son clásicos? ¿Qué es lo que hace que pervivan en el tiempo? El escritor y catedrático de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, Rafael Argullol, se lo pregunta en el artículo que reproduzco más adelante ("Guadianas literarios", El País, 03/08/08) intentando explicarse "porqué determinadas obras parecen encajar en ciertos periodos y, en cambio, caen en el olvido en otros". Y cita como ejemplo la resurrección actual de "El corazón de las tinieblas", de Joseph Conrad, o los "Ensayos", de Montaigne, o el ostracismo, momentáneo, de Marcel Proust o James Joyce. La respuesta que da es que "todas las grandes creaciones del arte y del pensamiento poseen la virtud de dirigirse, no sólo a su presente, sino a las épocas futuras". Las obras maestras -dice- "son aquellas que siempre están en condiciones de hablar", pero para que se hagan escuchar, "los oídos de una determinada época deben prestar atención".

El escritor argentino Jorge Luis Borges, decía que "un clásico es un libro que las generaciones de los hombres, urgidos por diversas razones, leen con previo fervor y una misteriosa lealtad".Y añade, como colofón, que "los clásicos deben ser siempre la base de nuestra cultura a través de los tiempos".

El escritor y controvertido crítico literario Harold Bloom, sin discusión, el más reconocido y prestigioso del mundo, dice en su libro "¿Dónde se encuentra la sabiduría?" (Santillana, 2005, Madrid) que "leemos y reflexionamos porque tenemos hambre y sed de sabiduría"; que "la mente siempre retorna a su necesidad de belleza, verdad y discernimiento". Y hablando de lo fundamental en un libro, añade: "A lo que leo y enseño,sólo le aplico tres criterios: esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría".

No es extraño, pues, que muchos se hayan planteado la existencia de un "Canon" de obras maestras literarias, musicales o artísticas, cuyo conocimiento determine una excelencia educativa y el desarrollo de la alta cultura. Es el llamado "Canon Occidental", que aunque está claro nunca será uniforme, ha llegado -no sin críticas- a un cierto grado de consenso. Por ejemplo, en las listas de los denominados "Harvard Classics", "Great Books", "Greats Books of the Western World", la lista de lecturas del "St. John's College", el "Core Curriculum del Columbia College", o el propio canon elaborado y propuesto por Harold Bloom en "El canon occidental: la escuela y los libros de todas las épocas" (Anagrama, 2005, Barcelona).

En el verano de 2003, encontré y leí en la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, un precioso librito del periodista y crítico cinematográfico norteamericano, David Denby. Se titula "Los grandes libros. Mis aventuras con Homero, Rousseau, Woolf y otros autores indiscutibles del mundo occidental" (Acento Editorial, 1997, Madrid), y relata en él su vuelta como alumno a la Universidad de Columbia de Nueva York, para volver a hacer el curso de Historia de la Literatura que había realizado veintitantos años antes en base a las lecturas establecidas como canónicas por la citada universidad (el "Core Curriculum"). Su lectura me produjo un indescriptible placer, al igual que la del citado "¿Dónde se encuentra la sabiduría?", de Bloom. Me hice una lista de algunos de esos libros para leer, o releer, en el siguiente verano: "El libro de Job", el "Eclesiastés", el  "Fedón" y el "Banquete" de Platón, el "Quijote" de Cervantes, "Hamlet" y "El rey Lear", de Shakespeare, los "Pensamientos" de Pascal, y los "Ensayos" respectivos de Montaigne y Bacon. Pero como dice el refrán, el infierno está empedrado de buenas intenciones... Concluyo este literaria digresión de hoy citando nuevamente a Bloom ("¿Dónde se encuentra...?"): "Sólo Dios es el lector ideal. Leer bien -en palabras de san Agustín- significa absorver la sabiduría de Cristo (.../...) Pensamos porque aprendemos a recordar nuestras lecturas de lo mejor que hay disponible en cada época (.../...) san Agustín fue el primero que nos dijo que el libro podía alimentar el pensamiento, la memoria y su compleja interactuación en la vida de la mente. La sola lectura no nos salvará ni nos hará sabios, pero sin ella nos hundiremos en la muerte en vida de esta versión simplificada de la realidad que se impone al mundo". Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt





Harold Bloom





"Guadianas literarios", por Rafael Argullol
El País, 03/08/08
Las obras maestras se dirigen no sólo al presente, sino a las épocas futuras. En plena temporada estival de lectura, he aquí un recorrido por algunos textos decisivos, libros de eterno retorno.

A primera vista, puede sorprender la gran cantidad de representaciones clásicas de este verano en toda Europa. Dante ha sido el centro del Festival de Aviñón con escenificaciones del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso en tres lugares distintos. He visto anunciado a Shakespeare por todos lados y yo mismo, en Barcelona, he asistido a dos excelentes Rey Lear casi seguidos. Distintos teatros han acogido una buena porción de las tragedias griegas, empezando por Las troyanas, de Eurípides, representada en Mérida. Sorprendentemente, pues, en apariencia, dado que nuestra época no se distingue por un excesivo refinamiento cultural.

Puede que, en efecto, el fenómeno únicamente forme parte de nuestra necesidad de espectáculos, incluidos algunos de alta cultura. Dejo esto para los sociólogos. A mí me interesa más preguntar por qué determinadas obras parecen encajar en ciertos periodos y, en cambio, caen en el olvido en otros. En general, no se trata sólo de criterios de moda o gusto, por lo que acostumbran a escapar a las previsiones y planificaciones. No hay editor o gestor cultural que pueda prever factores que desbordan los estudios de mercado porque discurren por los recovecos de la imaginación de cada época. Hay algo en la atmósfera que exige el retorno de una obra largamente ignorada.

Uno de los mejores ejemplos de esta exigencia es la resurrección vigorosa de una novela como El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Cuando era estudiante, leí casi por casualidad este libro, que pocos conocían. Por supuesto, Conrad no era un perfecto desconocido, pero pasaba por ser un autor de culto, un poco al modo de Malcolm Lowry, cuyo Bajo el volcán yo encontraba muy conradiano. En las tres últimas décadas del siglo XX, las ediciones de Joseph Conrad se multiplicaron, a lo que sin duda contribuyó la adaptación cinematográfica de Coppola en Apocalypse Now.

Sin embargo, esta última explicación no es, desde luego, suficiente. Las causas de la influencia de la novela son más complejas y misteriosas. El corazón de las tinieblas apunta en dirección contraria al sentimentalismo y psicologismo predominantes y, no obstante, da en la diana al expresar nuestras ansiedades y nuestros miedos. Aun conectados por meandros enigmáticos, el horror conradiano y el nuestro aparecen superpuestos. Quizá por esto, un texto difícil, duro, sin concesiones, sigue abriéndose camino en medio de los conformismos literarios de este inicio del siglo XXI.

Otro ejemplo espléndido de renacimiento son los Ensayos de Montaigne. Ni que decir tiene que tampoco éste se había esfumado del mapa cultural europeo, pero hasta hace unos meses parecía circunscrito a los círculos académicos y escritores que sentían una particular identificación con el talante de Montaigne, como era el caso de Paul Valéry o, entre nosotros, Josep Pla. Era frecuente que circularan fragmentos de los ensayos montaignianos, aunque no la obra entera, esmeradamente publicada, como ahora no es infrecuente encontrar en editoriales de Europa.

Desde el punto de vista del estilo, o incluso del modo de afrontar las pasiones humanas, nada tienen que ver Montaigne y Conrad, la voluntad trágica de éste y el estoicismo más bien hedonista de aquél. Como escritores, ellos están muy lejos entre sí; no obstante, es nuestra época la que los hermana al requerir, por así decirlo, sus servicios. Hay algo profundamente tranquilizador, gratificante, en la mirada irónica de Montaigne, del mismo modo en que el heroísmo desesperado de Conrad es una medicina catártica. Cada uno a su manera nos habla de nosotros.

Es cierto que esto podría extenderse a todas las grandes creaciones del arte y del pensamiento, las cuales deben poseer la virtud de dirigirse, no sólo a su presente, sino a las épocas futuras. Pero estas épocas no siempre prestan atención, y éste es el matiz decisivo para establecer los tortuosos cauces de las fortunas artísticas. Las obras maestras son aquellas que siempre están en condiciones de hablar; sin embargo, para que efectivamente se hagan escuchar, los oídos de una determinada época deben prestar atención.

Así se explica el aparente silencio de algunos gigantes y el desigual eco de voces originalmente poderosas. No hay que condenar con juicios frívolos y apresurados el ostracismo actual de ciertos autores, como si su momento perteneciera definitivamente al pasado. Proust o Joyce, referentes imbatibles hace unos lustros, son mucho más nombrados que leídos. Thomas Mann, enterrado por tantos, ha remontado el vuelo. Kafka y Beckett mantienen su papel de intérpretes contemporáneos. Cercanos a los ejemplos de Montaigne y Conrad, aunque respondiendo a otras necesidades nuestras, Dostoievski y Camus se han consolidado como interlocutores irrenunciables.

Un caso particularmente elocuente para los de mi generación es el de Stefan Zweig. Muchos de nosotros estábamos acostumbrados a ver los libros de Zweig en las bibliotecas familiares, pero no se nos ocurría leerlos. En las últimas décadas del siglo XX, El mundo de ayer, la descomposición espiritual de Europa, aparenta estar en condiciones de amparar las dudas y pasiones de nuestro presente. Y otro tanto sucede con autores como Joseph Roth o Arthur Schnitzler.

Los rebrotes literarios, además de hacer justicia a escritores ocultados por la moda o la crítica sectaria, se adecuan a demandas epocales a menudo difíciles de apreciar. De hecho, lo que muchos editores ofrecen como modelos de "rabiosa actualidad" son, con frecuencia, menos aptos para el análisis de la sensibilidad contemporánea que bastantes textos desechados por inactuales.

Cada época necesita de palabras que la empujen a mirarse despiadadamente en el espejo. No importa que estas palabras sean del pasado o del presente. Cada época genera una literatura acomodaticia destinada a proponerle lo que quiere escuchar y otra, intempestiva, que le habla sin servidumbres ni contemplaciones. Por más que se niegue -ocurre también en cada época-, sólo esta última está en condiciones de perdurar más allá de la oferta y de la demanda de su tiempo.

Por eso volvemos continuamente a los que llamamos clásicos: en busca de aquella intempestividad que, al despreciar nuestra apatía y nuestro conformismo, nos ofrezca instantes no de éxito -para eso tenemos el resto del espectáculo de nuestra civilización-, sino de verdad. Para eso, para tener nuestros instantes de verdad, retornamos a Dante, a Shakespeare, a los poetas griegos. Y, desde luego, nunca son completamente arbitrarios estos retornos ni indiferentes a las ansias de cada presente.

Fijémonos en Shakespeare (que tampoco se libró de una época de purgación tras el impacto inicial). Aparte de Hamlet, que, independientemente de las generaciones, tan bien logra encarnar siempre la confusión humana, las otras obras han ido variando según la predilección de los públicos. A veces Macbeth y Julio César han sido los favoritos; otras, Otelo, El mercader de Venecia o La tempestad. En los últimos años, sin embargo, quizá ninguno de los dramas de Shakespeare ha sido tan representado como El rey Lear. No podemos saber la razón por la cual esta obra extremadamente compleja parece adecuada a nuestros escenarios, aunque sí podamos sospechar que tiene que ver con que "los locos guíen a los ciegos".

En cuanto a la tragedia griega, no deja de ser elocuente hasta qué punto hemos tendido a mostrar nuestros conflictos a través de sus argumentos. Edipo, Antígona, La orestíada y Las troyanas son rigurosamente contemporáneas cuando nos enseñan los engranajes del poder, de la libertad, del dolor. Ninguna de esas obras hace concesiones al obligarnos a posar ante el espejo, y gracias a esto sabemos, lo reconozcamos o no, que nos dicen más sobre nuestra actualidad que tantas toneladas de literatura acomodaticia servidas para aplastar al lector. Y, sin embargo, muy pocos editores dejarían de horrorizarse ante la idea de publicar un tipo de obra semejante escrita por un autor de hoy: "¡Qué difícil, Dios mío, y qué poco comercial!". 




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Rafael Argullol






Entrada núm. 1920
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