domingo, 17 de diciembre de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy domingo, 17 de diciembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






Entrada núm. 4107
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 16 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] La urgencia del Otro





En la todavía nebulosa herencia del proceso independentista, mezclada entre la fuga de empresas, la energía vital dilapidada y la inestabilidad general, destaca la pérdida decisiva que España y Cataluña tendrán que subsanar con mayor urgencia a partir de las elecciones del 21 de diciembre: la pérdida del rostro del Otro, escribe en El Mundo el corresponsal en España de la Agencia Alemana de Prensa (DPA), Pablo Sanguinetti. 

El rostro del Otro no es una imagen más en la sociedad de la imagen, comienza diciendo Sanguinetti. El rostro del Otro es una presencia mágica que nos interpela y nos revela humanos, según el filósofo de la alteridad Emmanuel Lévinas. Es la marca de desnudez y vulnerabilidad que "abre el discurso original", el encuentro que funda toda ética y toda metafísica.

Puede parecer demasiado filosófico, pero también lo es el problema de fondo en la España de 2017, donde los soberanistas y sus detractores han quedado cegados al Otro y han abierto una "grieta" -en términos bien conocidos en Argentina- de consecuencias devastadoras para una democracia.

Encontrar al Otro no significa buscar la equidistancia o abrir una negociación política, muy cuestionable ya con las condiciones y los actores actuales, sino reactivar un diálogo social en sentido amplio y abandonar las prácticas políticas y mediáticas concretas que han venido erosionándolo.

El rostro del Otro se desvanece cuando los políticos apuestan por hablar al sector más radical de su electorado. Cuando un diputado subvierte el sentido del Congreso -la casa institucional del diálogo- montando un espectáculo personal de impresoras, esposas y amenazas. Cuando los canales públicos en Madrid o Barcelona programan horas de tertulia monocroma con invitados que representan sólo una de las partes.

El rostro del Otro recobra en cambio consistencia humana a través un debate sincero y plural. Representantes de los cinco grandes partidos en Cataluña mostraron su capacidad para llevarlo a cabo al discutir juntos en La Sexta un mes antes de las elecciones, en un encuentro inusual que dejó una escena clave para entender de qué sirve un diálogo y qué es el Otro.

Se produjo cuando el republicano Joan Tardà insistió en que el Gobierno había amenazado con "muertos en la calle" si continuaba el proceso independentista. Podía esperarse una réplica furibunda de Javier Maroto, un hombre que no es famoso por su prudencia, pero el popular respondió en 15 segundos explicando que eso era falso y ofreciendo a Tardà el argumento más fútil y al mismo tiempo más eficaz que puede usarse en cualquier discusión: "Estoy convencido de que tú lo sabes".

Es la diferencia entre una acusación estratégica lanzada a un enemigo abstracto en el vacío (que es a donde mira Tardà en su intervención) y una respuesta ofrecida de forma personal a un interlocutor que se reconoce humano y que tiene rostro y ojos (que es a donde mira Maroto en la suya). El cambio de código que debería comenzar a operarse con la campaña e intensificarse después de los comicios.

La cuestión esencial detrás de ese giro se reduce a una pregunta: ¿se puede hablar con quien defiende lo opuesto? Cualquiera que haya tenido un amigo, una familia, una pareja sabe por experiencia que sí. Y esto al menos por tres motivos.

El primero es que las diferencias suelen limitarse a un tema puntual, fuera del cual predominan las coincidencias. El segundo, que un debate político tan arduo como el catalán se articula desde hace ya tiempo fuera de lo racional, incluso en sus aspectos más prácticos. Como ocurre por antonomasia en cualquier nacionalismo, el debate es en realidad sentimental. Y los sentimientos, a diferencia de los números, tienen contornos lo suficientemente difusos como para encontrarse. El tercer motivo, el motivo definitivo, el que parece haberse silenciado hasta desatar la debacle social de la pérdida del rostro del Otro, es que un diálogo no se instaura para convencer, sino para entender y ser entendido. O incluso, en un estado previo, para comprobar que el otro tiene la voluntad de entender y ser entendido. En ese sentido, la mera existencia del diálogo constata ya su éxito. Nuestra realidad doméstica está recorrida por diálogos que destraban conflictos de forma imprevisible sin necesidad de que las partes abandonen sus posturas iniciales o cicatricen los rencores.

Un diálogo de ese tipo da lugar al episodio cumbre de la obra que funda buena parte de nuestra cultura. El anciano rey de Troya, Príamo, comete la insensatez de colarse en el campamento enemigo y presentarse ante el temible Aquiles. Acude a pedirle el cadáver de su hijo, Héctor, que el héroe griego mató por venganza y ahora profana. Le besa las manos "que tantos hijos le habían asesinado".

Cada uno acaba de perder a su ser más querido por culpa del bando que representa el otro. Cada uno está, a su modo, condenado. El encuentro no cambia el curso de la guerra, que Troya perderá poco después. Ninguno perdona al otro. No sienten menos dolor ni menos odio. Pero esa noche lloran juntos, porque entienden que su pena es la misma. "Los gemidos de ambos se elevaban por toda la estancia".

La imagen, por lo demás, no sorprende: hasta llegar a ese punto culminante, y sin dejar de regodearse en descripciones de miembros cercenados y ojos arrancados por picas, la mentalidad homérica diseminó por toda la Ilíada episodios de humanidad entre rivales. La guerra inicial, nuestra gran guerra, está narrada sin presentar un bando bueno y otro malo.

El ejemplo épico revela otro componente crucial del diálogo: su poder mágico es presencial. La misión suicida de Príamo no habría tenido éxito -ni sentido literario- a través de un emisor. No es solo que percibamos en los gestos del otro tanto o más que en sus palabras, sino que la mera comparecencia física despliega una serie de promesas: asume y fuerza una responsabilidad, ofrece el cuerpo como garantía, asegura algo tan básico como un mínimo de tiempo disponible para el otro. El último punto no es menor. Que algunas redes sociales dificulten el diálogo y amurallen las ideas propias se debe no solo a los diversos grados de anonimato que ofrecen, sino también a una simple cuestión de tiempo y concentración: el volumen de información a procesar en internet nos excede.

Cada titular, comentario y tuit exige ser juzgado del modo más rápido posible para poder pasar al siguiente. 

Ante esa presión, la única eficacia posible consiste en clasificar en categorías binarias (es de los míos/es enemigo) basándose en prejuicios (escribe para ese medio, usó esa palabra, tiene ese apellido). Con su apelación y su individualidad, la presencia del rostro del Otro impide esos procesos.

Es una de las conclusiones a las que llega el profesor estadounidense Alan Jacobs en un libro reciente titulado How to Think. En Estados Unidos, un país con otra grieta que escaló a catástrofe de dimensiones presidenciales, Jacobs sostiene que la tendencia natural a dividir el mundo entre "los que están conmigo" y "los que están contra mí" constituye "el primer impedimento para pensar". Cegarse al Otro es, en resumen, una forma de estupidez.

Para Lévinas entraña algo aun peor. El primer mensaje que envía el rostro desnudo del Otro, dice, es "No me mates". Una metáfora que las atrocidades del siglo XX volvieron muy literal, como aprendió en carne propia el filósofo judío en los campos de concentración. Dejar de dialogar despoja al Otro de humanidad, pero también a uno mismo.

Las agresiones ultras, los escraches a políticos y sedes, el discurso del rencor, los muñecos con siglas de partidos colgando de puentes no son irrupciones espontáneas. Aparecen como avisos de una tormenta alimentada de forma más o menos inconsciente por personas, actitudes y medios concretos. Frenarla se presenta como una urgencia histórica que deberían compartir todas las partes más allá de sus diferencias. El Otro es hoy nuestro mayor aliado.



Dibujo de LPO para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt





Entrada núm. 4106
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[Política] Internet y las redes sociales en la formación de la opinión política





Manuel Arias Maldonado es un profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga e investigador visitante en las universidades de Berkeley, Munich, Siena, Oxford y Kele, cuya labor investigadora gira, principalmente, en torno a la teoría de la democracia deliberativa, el liberalismo político, los movimientos sociales globales y Wikipedia como forma de producción del conocimiento. 

El profesor Arias lleva un blog titulado Torre de marfil, que publica en Revista de Libros, y cuya última entrega analiza el papel que han jugado y juegan la prensa, internet y las redes sociales en la conformación de las opiniones políticas. 

En una de las escenas de Ciudadano Kane, comienza diciendo, el magnate periodístico del mismo nombre pide a uno de sus ayudantes que le lea el cable enviado por el corresponsal del Herald en Cuba: "Deliciosas chicas en Cuba. Stop. Puedo enviarle poemas en prosa, pero no me parece correcto gastarme su dinero. Stop. No hay guerra en Cuba. Firmado: Wheeler."

A la pregunta de si desea enviar respuesta, un sonriente Kane dice que sí: «Querido Wheeler: usted ponga los poemas, que yo pondré la guerra». Y así fue: la guerra hispano-estadounidense que se libró entre abril y agosto de 1898 tomando a Cuba como pretexto tiene su origen en la competencia entre The New York Journal, de William Randolph Hearst, de quien es trasunto el Kane de Welles, y The New York World, de Joseph Pulitzer. Para muchos historiadores del periodismo, es aquí donde hemos de localizar el nacimiento del periodismo amarillo; concretamente, en las crónicas hiperbólicas de carácter ficticio que los corresponsales norteamericanos enviaban a su país enfatizando la crueldad española y la debilidad cubana, de manera que la independencia de la colonia ‒ambicionada por Estados Unidos‒ terminó por dibujarse como la única salida. Roosevelt, en busca de un enemigo común que recompusiera los vínculos rotos en la Guerra de Secesión, aprovechó la oportunidad que así se le brindaba.

Recordé este episodio tras leer una pieza de John Naughton en The Guardian que relataba el ascenso fulgurante de The Week, un medio marginal que se dedicaba ‒en la Gran Bretaña de los primeros años treinta‒ a publicar lo que los grandes medios dejaban fuera por miedo a incurrir en revelación de secretos o lesiones al derecho al honor. Al parecer, The Week dejó de ser marginal cuando publicó una edición especial dedicada a la Conferencia Económica de Londres, organizada con el fin de estudiar medidas internacionales contra la Gran Depresión, en la que citaba las impresiones sotto voce de los participantes: el único trabajo desempeñado por los delegados era el de enterradores. De repente, la circulación del medio se disparó y sus problemas económicos desaparecieron. A juicio de Naughton, algo parecido ha sucedido con los tres retuits de Donald Trump a mensajes de Britain First, una organización de agresivo corte nativista que se dedica a denunciar la presunta «islamización» de Occidente. Su relevancia en Gran Bretaña es mínima, pues tiene mil miembros y su líder apenas obtuvo mil votos cuando se presentó a las elecciones generales en su circunscripción, pero los cuarenta y cuatro millones de seguidores de Donald Trump en Twitter no tienen por qué saberlo y se llevarán más bien la impresión contraria. Para el autor, el caso demuestra la medida en que las redes sociales pueden distorsionar la esfera pública.

Y así es, pero estos dos precedentes históricos más bien nos indican que estamos ante un viejo fenómeno que ahora se ve tecnológicamente facilitado y adopta, por ello, formas nuevas. Eso no le resta gravedad; pero no sabemos exactamente qué gravedad tiene. Y es que no podemos estar seguros de que el Brexit, la victoria de Donald Trump o el golpe de Estado del independentismo catalán no se hubieran producido en ausencia de redes sociales; al fin y al cabo, el siglo XX no fue precisamente tranquilo. Otra cosa es que juzguemos estos acontecimientos políticos a la luz de las expectativas creadas inicialmente por las redes digitales, o que el impacto de la Gran Recesión, primero, y la oleada populista, después, sea más fuerte en el marco de triunfalismo psicológico creado tras la caída del Muro de Berlín: creíamos que todo había terminado y ahora tenemos miedo de que vuelva a empezar. Todo ello nos hace olvidar, con demasiada facilidad, que Internet no se agota en las redes sociales y que la conectividad también presenta indudables ventajas informativas. Por ejemplo, y por seguir con las guerras manufacturadas, hoy día sería imposible hacer plausible una sátira cuyo protagonista inventase un conflicto bélico en África a golpe de telegrama con el fin de contentar a su editor londinense; justamente lo que hace el joven William Boot en Scoop («¡Noticia bomba!»), novela que Evelyn Waugh diera a la imprenta en 1938.

Sea como fuere, y aunque no falta el sensacionalismo cuando hablamos de sensacionalismo, el desorden que ha provocado la digitalización en la esfera pública no es ningún scoop. Aunque los datos no terminan de ser concluyentes ni definitivos, parecen observarse tendencias preocupantes para la calidad del debate público: exposición selectiva y balcanización de la opinión, debilidad de los prescriptores tradicionales en el marco de un proceso de desintermediación, miedo a la reacción de las masas de acosos virtuales cuando se emite una opinión inconveniente, erosión del valor persuasivo de los hechos, más rápida propagación de fake news y teorías conspirativas, emocionalización del lenguaje público y creciente sensacionalismo de unos medios obligados a llamar la atención del público a toda costa. El catálogo es ya de sobra conocido.

Y es la tecnología la que produce o potencia estos efectos, porque amplifica los que ya existían en la era de la comunicación vertical de masas. Desde luego, quien sólo leyese El País o escuchase la Cadena SER, igual que quien sólo se dedicase a la COPE y el ABC, no habitaba en un filtro burbuja menos cerrado que los que la digitalización habría traído consigo. La diferencia, como veremos después, es que el concepto de público se ha expandido mediante la incorporación al flujo de noticias de una notable cantidad de ciudadanos que antes se informaban únicamente a través de la televisión o la radio, o no lo hacían en absoluto. No es baladí, además, que la digitalización haya coincidido con la politización causada por la crisis: estamos más atentos a las noticias porque sentimos que hay más en juego.

Viene todo esto a cuento del nuevo proyecto de Jimmy Wales, cofundador y cabeza visible de Wikipedia, sobre el que se daba cuenta este pasado fin de semana en las páginas de Financial Times. Frente al pesimismo habitual acerca del estado de la esfera pública digital, rara vez acompañado por medidas paliativas o correctivas, este emprendedor digital ha optado por proponer una alternativa a la disfunción mediática a su juicio dominante. Su nombre es WikiTribune y se encuentra ya accesible en modo beta. Se trata de una web periodística que, honrando los principios que han hecho de Wikipedia un éxito global, combina la edición profesional con la contribución de los usuarios, sin aceptar espónsores privados. Si hay una desintermediación en marcha que debilita el papel de los expertos, viene a decirse Wales, saquémosle provecho usando la inteligencia colectiva de los usuarios: haciendo que la «sabiduría de las masas» digitales tenga traducción periodística. Escamado por el fracaso de WikiNews, Wales ha querido evitar esta vez que el usuario-editor sea el único creador de contenidos y apuesta por la colaboración entre internautas y periodistas profesionales. Peter Bale, el director del medio, aspira a que WikiTribune cree con ello un «espacio seguro» en el que lectores y periodistas puedan conversar de buena fe y cooperen para producir un contenido a la vez fiable y atractivo. Wales, como es natural, cuenta con que al menos una porción de los usuarios de Wikipedia mostrarán interés por el proyecto y le darán vida y visitas. Aunque la idea es despreocuparse de estas últimas para evitar cualquier tentación sensacionalista, es obvio que, si nadie entra a la página, no quedará más remedio que cerrarla. Wikipedia ‒alegan los promotores del proyecto‒ también surgió de la nada y tardó en conquistar la confianza del público: quizás estemos ante un caso similar.

Sin embargo, es dudoso que suceda lo mismo con WikiTribune, no importa cuán bienintencionada que pueda ser la idea que lo anima. Y ello por razones diversas, cuya elucidación nos ayuda a comprender un poco mejor lo que está pasando y, sobre todo, por qué está pasando. Para empezar: lo que WikiTribune intenta crear ya existe y se llama periodismo de calidad. Dicho de otra manera: ningún consumidor de información periodística mínimamente sofisticado necesita un proyecto de esta índole. Porque, sean cuales sean las virtudes futuras de WikiTribune, parece difícil esperar que sobrepujen a las de un Financial Times, un The Economist o un The New York Times. Y lo mismo cabe decir de las cabeceras nacionales correspondientes. Se alegará que todos ellos padecen algún tipo de inclinación ideológica, de manera que el atractivo de WikiTribune acaso podría radicar en su mayor vocación de objetividad. Pero ya nos enseñó Giovanni Sartori que la mejor esfera pública no se define por la abundancia de medios de comunicación «objetivos», sino por la existencia de una pluralidad de medios que, compitiendo entre sí, ofrecen al ciudadano la oportunidad de formarse una opinión sin que ninguno de ellos pueda reclamar el monopolio de la verdad pública. Pero el auténtico lector de periódicos ya sabe esto y sabe, también, que no puede depender de un solo medio de información. Así que la Red, para él, proporciona recursos adicionales en lugar de sustraer alguno de los preexistentes: junto a sus suscripciones habituales, puede consultar nuevos medios, por no hablar de la facilidad con que puede tener acceso a medios extranjeros de todo tipo. No me refiero únicamente al consumo digital y gratuito, sino también, por ejemplo, a las suscripciones a través de la tableta. Que estas no hayan aumentado en proporción al número de nuevos «consumidores de noticias» dice ya mucho sobre la naturaleza de estos últimos.

También parece difícil que el lector tradicional, acostumbrado a su diario de referencia, que ha podido abandonar el papel para consultarlo online, pueda sentirse atraído por este producto. En la abdicación de este último lector y en la de quienes estaban llamados a ser sus herederos generacionales, por cierto, radica la causa del debilitamiento de los medios clásicos: hablo del típico lector diario de un periódico tradicional que ahora se sienta frente al ordenador en vez de bajar al quiosco. Ese lector cree, equivocándose, que lee la realidad como antes; pero no lo hace, porque no lee el periódico del mismo modo. Que ahora los grandes medios se vean obligados a buscar donde sea lectores de todo tipo trae causa de la deserción de sus viejos fieles; fieles que, con ello, demuestran ser lectores menos sólidos de lo previsto.

Así que, dejando al margen la novedad que representa la colaboración entre periodistas y usuarios ‒que constituye el rasgo diferencial de WikiTribune‒, se diría que Wales está intentando captar al público menos sofisticado. Es decir: al lector accidental de noticias que constituye la gran novedad del proceso de digitalización. Es éste un aspecto central de la nueva opinión pública que, sin embargo, no recibe la atención que merece. Parte del shock que hemos experimentado en este terreno durante los últimos años tiene que ver con el modo en que Internet ha revelado las preferencias, opiniones y maneras del gran público: huimos horrorizados de una sección de comentarios debido al tono bronco y las faltas de ortografía, nos quedamos perplejos ante la lista de las noticias más leídas en los diarios de referencia, presenciamos con el ánimo encogido una disputa en las redes sociales. Pero no sabríamos nada de esto si los ciudadanos no se hubieran conectado masivamente, esto es, si la conectividad no se hubiera convertido ella misma en un entretenimiento. La consecuencia es que se ha multiplicado el número de ciudadanos que se encuentran conectados al flujo de noticias, aunque lo esté de una manera inevitablemente superficial. El oscuro secreto de los estudios que aseguran que cada vez son más los ciudadanos que consumen noticias a través de las redes está en la forma en que se consumen esas noticias. De hecho, no es un asunto sobre el que sea fácil obtener información: impera, en este terreno, un cierto triunfalismo conforme al cual el acceso del usuario a la información es mucho más relevante que la relación que entabla con ella.

En el muy citado informe del Reuters Institute publicado en 2016, por ejemplo, no encontramos precisiones sobre cuántos artículos, reportajes y piezas de opinión leen los usuarios, ni el grado de dificultad de las mismas: se asume que el digital consumer está conectado y eso basta. Pero no basta: la diferencia no está entre el lector analógico y el lector digital, sino entre tipos de lector, y la digitalización está difuminando las diferencias entre ambos. Un reciente estudio del Pew Research Center sobre los hábitos del público norteamericano, por ejemplo, señalaba que solo un 26% de los consumidores de noticias hacen clic sobre los enlaces, algo quizá poco sorprendente si averiguamos que hasta un 55% de ellos se topan con las noticias cuando se conectan a Internet para hacer otra cosa. Y, de acuerdo con una encuesta realizada hace unos años en Estados Unidos por encargo de Microsoft y entre usuarios de Internet Explorer, sólo el 4% de los internautas resultó ser «consumidor activo de noticias», entendiéndose como tal ‒¡ojo!‒ aquel que ha leído al menos diez piezas informativas y dos artículos de opinión a lo largo de un período de tres meses. Si se elimina la exigencia de leer dos artículos de opinión, el porcentaje asciende al 14% (por desgracia, anoté estos datos en su momento sin quedarme con el enlace). Un informe elaborado para Ofcom en 2014 venía a reconocer que los datos disponibles no permitían contestar a preguntas cualitativas sobre el usuario digital; por ejemplo, acerca del tipo de información consumida o el detenimiento con que se consume. Si hay más o mejores datos, yo no los he encontrado.

Que la naturaleza del público esté cambiando, en suma, se debe en gran medida a la incorporación a la esfera pública de un tipo de usuario que se solapa con los anteriores: ahora todos estamos juntos, y a la vez separados, en un mismo espacio cacofónico cuyo sonido ambiente mezcla la música sinfónica con el ruido blanco y la canción de autor. Salvo inesperada sorpresa, un proyecto como WikiTribune ‒al igual que sucede con las webs que asumen heroicamente la tarea de comprobar la verosimilitud de las promesas electorales o el grado de cumplimiento de los programas electorales‒ tendrá una importancia marginal en el proceso de formación de la opinión pública, y servirá antes como recurso para periodistas que como refugio experto para lectores desencantados. De ahí que fenómenos como las fake news, las cámaras de resonancia derivadas de la exposición selectiva a las noticias o la creación de comunidades de afines que comparten noticias entre sí, puedan llegar a ser preocupantes para la democracia. Porque el riesgo no está en que el lector sofisticado llegue a creerse que el papa Francisco apoya a Donald Trump; el problema es que lo creen muchos usuarios hiperconectados que se relacionan superficialmente con el proceso informativo. En realidad, no podía ser de otra manera: el público de masas no iba a cambiar de naturaleza sólo porque apareciesen los medios digitales. Aunque ese mismo público esté más convencido que nunca, gracias al hecho mismo de la conectividad digital, de que tiene toda la información que necesita para formarse ‒¡y expresar!‒ una opinión. Deseemos suerte, en fin, a Jimmy Wales.



Orson Welles en la película "Ciudadano Kane" (1941)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 4105
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[Humor en cápsulas] Para hoy sábado, 16 de diciembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






Entrada núm. 4104
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 15 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] Los enemigos de la Constitución





¿Quiénes son los verdaderos enemigos de la Constitución?, se pregunta en El País el profesor Fernando Rey, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid y consejero de Educación en la comunidad autónoma de Castilla y León. El independentismo catalán no es la enfermedad, sino el síntoma más grave de la pérdida de ilusión en algo que nos una en España. La confianza entre ciudadanos y sus representantes se ha roto.

La Constitución roza los 40 años, la edad del demonio meridiano contra el que proviene el salmo 91, comienza diciendo el profesor Rey. El azote que devasta en las horas centrales del día, las de mayor calor, cuando uno está más débil. En la tradición monacal, a esa hora se produce el peor ataque: la acedía, la tentación por la que el monje se vuelve perezoso y descuidado… y pierde la esperanza. España vive una crisis de acedía democrática, de pérdida de ilusión en algo que nos una; es un tiempo de echar las culpas siempre al otro, de pereza e incluso de crispación para convivir. El independentismo catalán no es la enfermedad, sólo el síntoma actual más grave.

El constitucionalismo se enfrenta en todo el mundo a poderosos enemigos culturales. La realidad económica es tan cruda y la política tan frustrante porque sabemos que el futuro puede ser peor que el presente. Ahora, la división política más profunda está entre quienes aceptan esta verdad incómoda como punto de partida del análisis y la de quienes no la aceptan y se instalan, por ignorancia o por cinismo, en la pos-verdad, es decir, quienes eligen creer mentiras. Evidentemente, a partir de la realidad se pueden configurar diferentes políticas, pero la cuestión política central hoy es la de enfrentar o no la áspera realidad. Juan de Mairena observó: “Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto le reporta alguna utilidad; por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino”.

Los dos principales enemigos culturales del constitucionalismo democrático (y lo son porque están instaladas dentro del sistema y no enfrente como el comunismo o el fundamentalismo) son dos corrientes de pensamiento que se sitúan confortablemente en la mentira: el populismo y el nacionalismo independentista. Ambas tienen bastante en común. De hecho, algunos populismos (los del centro y norte de Europa) son también nacionalistas y de derechas; y algunos populismos nacionalistas son de izquierda (ERC, CUP, etcétera).

Populistas y nacionalistas inventan la comunidad ideal (el pueblo, los catalanes, los vascos, etcétera) oprimida y saqueada por otros (España, la casta). No es casual que desde posiciones populistas se hable, incluso, de “fraternidad”, pero sólo entre los miembros del grupo de las víctimas llamado a redimirse por el nuevo movimiento. Algo así hizo Robespierre cuando acuñó el concepto contemporáneo de “fraternité” a fin de establecer el servicio militar obligatorio (el pueblo en armas) frente a la monarquía absoluta y los aristócratas (la casta del momento).

Nacionalistas y populistas dividen profundamente porque crean sus respectivos enemigos: habría españoles buenos y malos; o incluso habría españoles que no son españoles. No celebran el día de la Constitución porque el significado profundo e inicial de nuestra Constitución, de cualquier Constitución, es la de crear la comunidad política, el Estado español: artículo primero, apartado segundo, la soberanía nacional reside en el pueblo español. Nacionalistas y populistas niegan la existencia de este pueblo español: impugnan el “nosotros”, que es la cuestión constitucional central.

Nacionalistas y populistas coinciden en inventar imaginarios emocionales pero intelectualmente falsos sobre el presente y sobre la historia, por supuesto, reinventada a propia conveniencia. Historias y no historia. De ahí su éxito. Populistas y nacionalistas prometen imposibles ilusionantes; son un destello de luz en medio de la oscuridad más tenebrosa: la independencia o el ascenso al poder de los “puros” arreglará, per se, todos los problemas. Demagogos “tropicalizando” el constitucionalismo en medio de un pueblo cabreado. El bosque abrasado por el calor y la llama en el momento oportuno.

Pero nacionalistas y populistas no son los únicos enemigos. Citaré en estrados otros dos: el pensamiento de izquierdas que considera que la Constitución es una hija (quizá no deseada, pero hija) del franquismo y que remite la auténtica legitimidad democrática a la República. Y, por supuesto, los casos de corrupción y su aparente laxo manejo. Todo esto hace que se haya roto la confianza entre los ciudadanos y sus representantes. Sobre todo entre los jóvenes. La juventud es el problema político fundamental de nuestro país.

Hace falta reformar en profundidad nuestra Constitución, pero no se dan las condiciones porque hemos perdido por el camino el ingrediente previo y principal, que sí tenían los constituyentes de 1978: el espíritu de concordia: “Con-cor”, un solo corazón. Algo que va más allá del consenso, que es un método inteligente de resolver problemas: elegimos no lo tuyo ni lo mío, pero sí algo que podamos admitir ambos. El consenso es el punto de llegada de la reforma y la concordia, el punto de partida. Es el deseo de vivir unidos con un proyecto de convivencia en común. Justo lo que niegan los enemigos de la Constitución.

La única buena noticia es que, a pesar de nacionalistas, populistas, corruptos y republicanos historicistas, la vieja Constitución resiste. Que se lo pregunten a los indepes. Hay que reformarla, pero ¿por dónde empezar? Un grupo de colegas ha presentado unas ideas interesantes. Pero me parece que la cuestión primordial ahora ya no es traer al redil constitucional a los independentistas. Eso es imposible. Jamás se contentarán con menos de lo que pretenden. Y, además, consolida una evolución de nuestro Estado territorial que premia a los más ricos (con cupos fiscales que incrementan la insolidaridad) y a los que peor se portan (los independentistas). Estos tendrán que aprender a convivir con su deseo frustrado; como lo hace el tercio de españoles, por ejemplo, que según el CIS querrían abolir por completo las autonomías (una suma de gente superior a todos los indepes sumados, y creciendo, aunque no hagan ruido… por ahora).

En este contexto, la primera reforma a acometer es, creo, la del sistema electoral del Congreso para evitar depender tanto en las políticas estatales de los partidos nacionalistas autonómicos. Esquerra, la ex-Convergencia, PNV y Bildu, con el 6,6% de los votos nacionales, tienen 24 escaños vitales. Hay que encontrar una fórmula electoral que deje de privilegiarlos. Eso tenía sentido en 1978 pero no en 2018. Estos partidos ya tendrían el Senado (y mejor si es tipo alemán) para obtener representación y participar en la toma de decisiones estatales.


Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 4103
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[Humor en cápsulas] Para hoy viernes, 15 de diciembre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción.

En la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos en Canarias7, El Mundo, El País y La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






Entrada núm. 4100
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)