jueves, 23 de octubre de 2025

DEL POEMA DE CADA DÍA. HOY, MUSEO DE PÉRDIDAS, DE VALERIA CORREA FIZ

 







MUSEO DE PÉRDIDAS




Pude retenerte en el espejo,


te acuno


sin pestañear.


Muerte (escribo muerte y tiemblo), como un vaso de agua te derramarás


hacia


lo


que


más quiero


mañana.


No puedo impedírtelo, pero alguien dijo que escribir


es una forma de plegaria.




VALERIA CORREA FIZ (1971)

poetisa argentina
























DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY JUEVES, 23 DE OCTUBRE DE 2025

 



























miércoles, 22 de octubre de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY MIÉRCOLES, 22 DE OCTUBRE DE 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles, de octubre de 2025. El insulto excita al algoritmo y los nuevos magnates hacen caja con nuestros conflictos, urge usar las palabras no como arma, sino como argamasa, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy. En la segunda, un archivo del blog de enero de 2020, se hablaba de si la democracias tenía fecha de caducidad, y que, frente al capitalismo estadounidense, capaz de producir riqueza, pero con inequidad, y al modelo chino, la Unión Europea e Iberoamérica debería seguir apostando en serio por un crecimiento con equidad. El poema del día, en la tercera está escrito por un joven poeta español y comienza con estos versos: No tienen que decir:/Mi más sentido pésame./Comparto tu dolor./Siempre es triste perder a quien se quiere. Y la cuarta y última son las viñetas de humor. Volveremos a vernos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos, y como decía Sócrates: ἡμεῖς ἀπιοῦμεν. HArendt




















DE LOS DIENTES DEL ODIO

 






El insulto excita al algoritmo y los nuevos magnates hacen caja con nuestros conflictos. Urge usar las palabras no como arma, sino como argamasa, escribe en El País [Los dientes del odio 19/10/2025] la escritora Irene Vallejo. Decían que el mejor señuelo para atrapar atención es el sexo, comienza diciendo Vallejo. Hoy las redes sociales han demostrado que el odio es mucho más adictivo, más orgiástico, más contagioso, más irresistible. El insulto excita al algoritmo y los nuevos magnates hacen caja con nuestros conflictos. El extremismo calculado vende. La furia está bien financiada. Por eso, la temperatura de los discursos se está calentando aún más deprisa que el clima.

Un buen enemigo es el mejor abono para cultivar identidad. Azuzar el rencor frente al adversario enardece a las propias huestes y robustece la sensación de pertenencia. Merced a una lógica perversa, si divides, multiplicas tu protagonismo. El odio viejísimo —pero muy trabajador— goza de envidiable buena forma. Podría parecer una pasión simple y visceral, pero procede de nuestras heridas más hondas; se gesta en el recuerdo de los desprecios sufridos, de los abandonos y las ilusiones perdidas. La misma etimología habla de dolor: la raíz indoeuropea od está presente en “odio” y en “odontólogo”. Según una hipótesis, odiar sería como un dolor de muelas anímico, pero también podría asociarse al gesto de enseñar ferozmente los dientes.

En la historia universal de la hostilidad y las dentelladas, fue pionero el profeta persa Zaratustra —en griego Zoroastro–, que vivió hace más de dos mil quinientos años. Según la tradición, sus sacerdotes, los magos, visitaron al niño Jesús en el portal: magu era el término que los babilonios daban a los sabios iniciados en el zoroastrismo. Nietzsche lo reintrodujo en el imaginario occidental al convertirlo en portavoz de su propia filosofía. Por lo que sabemos, Zaratustra fue el primero en afirmar que la vida era una batalla extrema entre el bien y el mal, donde nos acecha el archienemigo, llamado Angra Mainyu o Ahrimán, un espíritu destructivo y perverso —que hoy da nombre a villanos de series y videojuegos—. Acusaba a Ahrimán de propagar calumnias y falsedades: era la encarnación de la mentira. Así nació el chivo expiatorio para todo. Desde entonces, cuando concluimos que nuestros adversarios están poseídos por un impulso maligno, ya no hay necesidad de preguntarse por sus razones o sus corazones. La división del mundo entre amigos y enemigos ha hecho que a lo largo de milenios gente perfectamente amable en privado combatiese a otros, los castigase y los sometiera al terror sin conocerlos ni reconocer su humanidad. Por eso, tal vez el único antídoto sea escuchar: puedes elegir ejercitar o el odio o el oído.

Según esta visión del mundo, el estado natural sería el enfrentamiento y, en su lógica, cualquier catástrofe desataría todos los conflictos latentes. Rebecca Solnit dedicó su ensayo Un paraíso en el infierno a reflexionar sobre las reacciones humanas ante cataclismos como terremotos, inundaciones o huracanes: “En muchos desastres nuestra forma de actuar depende de que pensemos que nuestros vecinos y conciudadanos son una amenaza mayor que los estragos provocados por la catástrofe o, por el contrario, un bien mayor que los bienes materiales en las casas y en las tiendas de los alrededores”. Lo que creemos define nuestro comportamiento. Solnit documenta un hecho inquietante: suelen cometer las acciones más terribles quienes están convencidos de que los demás van a comportarse despiadadamente y se plantean la disyuntiva entre devorar o ser devorados. El egoísmo por naturaleza actúa como coartada.

El historiador Rutger Bregman ha estudiado el efecto de la novela El señor de las moscas en el imaginario colectivo. Su autor, William Golding, inventó la trama en 1951. Un grupo de niños supervivientes de un accidente aéreo se descubren solos en una isla desierta, sin adultos. Al principio organizan una democracia y toman todas las decisiones por votación. Eligen como líder a Ralph, un chico atlético, responsable y carismático. Cuando un barco los rescata meses más tarde, tres chavales han sido asesinados y la isla es un páramo humeante. La violencia ha arrasado con el compañerismo. Ralph llora por el fin de la inocencia, por las ilusiones devastadas, por la crueldad que anida en el corazón humano. En la estela de Auschwitz y la Segunda Guerra Mundial, el público estaba predispuesto a aceptar el concepto del mal intrínseco e ineludible. El mismo Golding, excombatiente alcohólico, atormentado y depresivo, conocía el sufrimiento. La novela es una proyección de miedos compartidos.

La aventura relatada en el libro es una ficción: nunca sucedió. Sin embargo, un hecho muy similar ocurrió en 1965. Tras un naufragio, seis chicos entre 13 y 16 años sobrevivieron quince meses en un islote rocoso del Pacífico. Al terminar la odisea, el capitán que los rescató contó que los chicos habían creado una pequeña comuna con un huerto, troncos huecos para almacenar agua de lluvia, un gimnasio con curiosas pesas y gallineros, “todo ello gracias a su trabajo manual, una vieja hoja de cuchillo y mucha determinación”. Mientras los personajes imaginarios de El señor de las moscas batallaban por adueñarse del fuego, los jóvenes de la experiencia vivida se organizaron para mantener la hoguera ardiendo durante más de un año. A veces discutían, pero lo resolvieron sin herirse. Uno de ellos fabricó una guitarra con un trozo de madera flotante, media cáscara de coco y seis alambres de acero rescatados de su barco naufragado, y solía tocar para levantarles el ánimo. Cuando uno de ellos resbaló, cayó por un acantilado y quedó herido, inmovilizaron su pierna con palos y lo cuidaron. En la verdadera historia, los chicos confiaron y colaboraron. Tristemente, el libro de Golding es lectura obligatoria escolar, mientras el episodio auténtico pasó desapercibido. Nos impacta más la realidad de los miedos que la realidad de los hechos. Resulta más persuasivo el cuento de terror, donde cualquier parecido con la solidaridad es pura coincidencia. El odio y la destrucción venden más que la colaboración.

Piensa mal y lo extenderás. La hostilidad, como la confianza, es una dinámica contagiosa. Ciertos líderes políticos refuerzan su poder personal espoleando la cólera: nos regañan como a niños porque no odiamos lo suficiente. Los autoritarismos triunfan cuando acatamos las coordenadas de sus ejes del mal. Fabricar enemigos es uno de los sectores económicos más rentables y con mayor demanda. Las vísceras cotizan en bolsa. El oficio de comentarista furibundo vive un momento dulce. Los magnates de las redes sociales aman nuestras fobias: atizan rencores que nos mantienen absorbidos, crispados y cautivos. Moldean el resentimiento con mensajes que masajean nuestros victimismos y transforman el enfado en capital. Los inversores en el ramo de la furia recogen beneficios. Tu rabia es su riqueza. Las explosiones de enojo, el previsible y sereno crecimiento del negocio. Tu insomnio febril arrulla sus sueños.

El círculo se estrecha, ya no basta recelar del otro. Los algoritmos buscan cebarse en nuestras inseguridades. La publicidad se filtra por las grietas de nuestra autoestima: nos empuja a odiar lo que somos para vendernos soluciones individualistas y perfecciones envasadas, desde la cirugía plástica a la autosuperación. Al final, necesitamos creer en nosotros mismos para creer en los demás. Frente a los accionistas de la ira, podemos fortalecer los vínculos y decidir que confiamos en nuestros vecinos. Urge usar las palabras no como arma, sino como argamasa: cultivar el debate frente al combate. No podemos permitirnos tener más odios que ideas. Irene Vallejo es filóloga y escritora, Premio Nacional de Ensayo de 2020 por El infinito en un junco (Siruela).


DEL ARCHIVO DEL BLOG. ¿TIENE LA DEMOCRACIA FECHA DE CADUCIDAD? PUBLICADO EL 06/01/2020

 










¿Tiene la democracia fecha de caducidad?, se pregunta la profesora Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, añadiendo a continuación que, frente al capitalismo estadounidense, capaz de producir riqueza, pero con inequidad, y al modelo chino, la Unión Europea e Iberoamérica debería seguir apostando en serio por un crecimiento con equidad. 

"Desde hace algunos años -comienza diciendo Cortina- el mundo académico inunda las librerías y plataformas con títulos inquietantes, que auguran un mal futuro a la democracia. Contra la democracia (Brennan), Cómo mueren las democracias (Levitsky y Ziblatt) o El pueblo contra la democracia (Mounk) son algunos de ellos y todos convienen en alertar sobre una posible defunción de la democracia como episodio último de una historia que empezó a mediados del siglo pasado. Tras las dos guerras mundiales se generó un amplio consenso acerca de la superioridad de la democracia sobre cualquier otra forma de gobierno, consenso que no hizo sino reforzarse desde los años setenta al hilo de lo que Huntington ha llamado la tercera ola de la democratización. Pero en el cambio de siglo empezó a producirse una recesión, que, según Diamond, consistiría en que se congela el número de nuevas democracias, disminuye la calidad de las democracias en algunos de los países emergentes como democráticos, dando paso a nuevas formas de autoritarismo, y decrece la calidad democrática incluso en los países tradicionalmente democráticos.

El índice de calidad de la democracia de The Economist 2018 arroja datos poco alentadores como los siguientes: de los 167 países analizados, 20 son democracias plenas, 55 son democracias imperfectas, 39 son regímenes híbridos y 53 son países autoritarios. De donde se sigue que el 43% de los países son democracias defectuosas y sólo el 5% de la humanidad vive en democracias plenas. Por si faltara poco, estudios como la Encuesta Mundial de Valores descubren un aumento del número de ciudadanos que da por bueno tener “un líder fuerte, que no moleste con Parlamentos o elecciones”, un Gobierno autoritario y expertos no elegidos, incluso están dispuestos a aceptar un Gobierno militar y a no respetar las normas democráticas. El afán de seguridad sería entonces un signo de los nuevos tiempos.

De todo ello se suele extraer un diagnóstico, ya generalizado: la democracia puede morir, y no por golpes de Estado, sino por depauperación y degradación silenciosas. Si en 1996 Linz y Stepan apuntaban que la estabilidad de la democracia liberal se ha debido en gran parte a su habilidad para persuadir a los votantes de sus ventajas, de que es “el único juego de la ciudad”, sucedería ahora que hay más juegos en competencia y la democracia ha perdido su atractivo. Pero ¿es verdad esto?

Evidentemente, la respuesta debe darse en cada contexto y en cada país, y en el caso de España no es así. Y no sólo porque es una democracia plena, en la que se respetan los derechos civiles y políticos, sino también porque el conjunto de la ciudadanía no cuestiona el valor de la democracia como forma de organización política. Lo que ocurre, sin embargo, es que aumenta la desafección hacia la política por dos razones al menos: porque no satisface las expectativas legítimas de la ciudadanía y porque los partidos políticos no merecen confianza. El problema es de credibilidad de la política existente, no de legitimidad del sistema. ¿Qué hacer?

Como primera providencia, mantener los pilares básicos de la democracia liberal, es decir, el imperio de la ley, la separación de poderes y las elecciones regulares desde el marco de un Estado constitucional de derecho. Pero también fortalecer los pilares del Estado social de derecho, de ese Estado de justicia, que protege los derechos civiles y políticos, pero también los económicos, sociales y culturales. Ciertamente, la democracia es sólo una forma de régimen político, y no una doctrina de salvación que pretende absorber la vida toda, pero está obligada a sentar las bases de lo justo que conforman lo que, a mi juicio, es una democracia liberal-social. Ésta sí que sería una democracia atractiva y estable, capaz de atender a las expectativas legítimas de los ciudadanos.

Frente al capitalismo estadounidense de corte neoliberal, capaz de producir riqueza, pero con inequidad, frente al capitalismo comunista chino, que se desentiende de los derechos humanos, la Unión Europea e Iberoamérica deben seguir apostando en serio por la economía social de mercado, por el crecimiento con equidad, que era —y es— la clave de la justicia y de la cohesión social. La atención cuidadosa a inmigrantes pobres y refugiados va de suyo, ayudando a erradicar las causas de los desplazamientos en los países de origen.

Según el barómetro del CIS del pasado mes de septiembre, si la primera preocupación de los españoles es el paro, la segunda son los políticos, los partidos y la política, que no parecen ocuparse de los intereses de la ciudadanía. Este problema, agudo en nuestro país, preocupa también en otros, hasta el punto de que están teniendo éxito los políticos virtuales. Recordemos cómo Michihito Matsuda, un robot ginoide, se presentó en abril de 2018 a las elecciones municipales de Tama New Town, en Japón, y quedó en un honroso tercer puesto en la segunda vuelta. ¿El secreto de su éxito? Según su creador, Matsumoto, el algoritmo podría sustituir las debilidades emocionales de los seres humanos, causa de malas decisiones políticas, corrupción, nepotismo y conflictos, por un análisis objetivo de datos sobre las opiniones, expectativas y preferencias ciudadanas. El sesgo emocional y motivacional de los seres humanos (el autointerés y la maximización del beneficio) les estaría arrastrando a la extinción; una inteligencia artificial sin rasgos emocionales sería capaz de predecir hechos y consecuencias y aplicar políticas basadas en el bien común.

Realmente, la medida parece atractiva en tiempos de política emotivista y polarizada si no fuera porque el hecho de que Michihito carezca de emociones no garantiza que sus decisiones estén exentas de sesgos. La ha creado una persona con un bagaje emocional que sin duda le ha traspasado sus sesgos; con el agravante de que averiguar la trazabilidad de sus decisiones es bien difícil, si no imposible. Pero sobre todo hay una pregunta crucial: ¿consiste la democracia en que un preferidor racional, contando con el cúmulo de big data y con un potente algoritmo matemático tome una decisión imparcial? ¿O la democracia debe ser un ejercicio de personas que expresan a través de ella su autonomía, participando en la vida pública y eligiendo representantes que se comprometen a buscar el bien común y a rendir cuentas?

Bien pensado, los políticos virtuales deberían valer para ciudadanas virtuales como Sophia, otro robot ginoide, que en 2017 obtuvo la ciudadanía saudí entre grandes protestas, dada la situación de las mujeres en el país. Sophia, igual que Michihito, carece de emociones y por eso ninguna de las dos nos sirve como gobernante y ciudadana de una sociedad democrática, sino sólo como ayuda en la toma de decisiones. La vida política humana necesita personas, hechas de razón y emociones, capaces de justicia y compasión.

Desde ellas es necesario que los gobernantes asuman su modesto papel de facilitadores de la vida pública, que los partidos dejen de ser agencias de colocación y presenten propuestas diferenciadas de lo que de verdad creen que quieren y pueden hacer para servir a la ciudadanía y que lo cumplan, que no viajen todos hacia los caladeros de votos con palabras vacías. Si pedimos a la inteligencia artificial que sea confiable, más aún hay que exigírselo a la política, que también tiene una ética". Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













DEL POEMA DE CADA DÍA. HOY, LOS NIÑOS NO VEN FÉRETROS, DE OMAR FONALLOSA

 







LOS NIÑOS NO VEN FÉRETROS




No tienen que decir:


Mi más sentido pésame.


Comparto tu dolor.


Siempre es triste perder a quien se quiere.


 


Los niños se divierten; quieren tener un perro;


ven a los Reyes Magos; no perdonan un postre.


 


Quien ha crecido


no entiende –pero acepta–


que todo es pasajero:


los ataúdes, nuevos dormitorios


que viajan al espacio,


a un cielo, a la nada.


 


Para ellos toda muerte


no es más que vida nueva que se ignora.


 


Los niños no ven féretros.


Seamos niños.




OMAR FONOLLOSA (2000)

poeta español
























DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY MIÉRCOLES, 22 DE OCTUBRE DE 2025

 






























martes, 21 de octubre de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY MARTES, 21 DE OCTUBRE DE 2025

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes, 21 de octubre de 2025. Es el tiempo de los monstruos, y ya no debemos elegir entre derecha e izquierda, sino, como en época de Gramsci, entre democracia y autocracia, se dice en la primera de las entradas del blog de hoy. En la segunda, un archivo del blog de septiembre de 2022, se hablaba del fracaso como escuela de democracia. En la tercera, el poema del día es de una joven poetisa española y comienza con estos versos: El bien es una estrella o una isla/sin puentes con el mal,/y el camino es amargo/por el mundo dormido. Y la cuarta y última son las viñetas de humor. Volveremos a vernos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos, y como decía Sócrates: ἡμεῖς ἀπιοῦμεν. HArendt











DE LA ELECCIÓN ENTRE DEMOCRACIA O AUTOCRACIA

 






Es el tiempo de los monstruos. Ya no debemos elegir entre derecha e izquierda, sino, como en época de Gramsci, entre democracia y autocracia, comenta en El País el escritor Javier Cercas. La frase se ha citado muchas veces, casi siempre mal; pero, como a menudo sucede, mal citada la frase es mejor que bien citada, porque el tiempo y el uso la han pulido, comienza diciendo Cercas. La escribió Antonio Gramsci en 1930, en la cárcel fascista de Turi, cuando el autoritarismo se cernía sobre Europa tras el estallido económico de 1929. “El viejo mundo está muriendo”, dice. “El nuevo tarda en aparecer. En ese claroscuro nacen los monstruos” (El original es pálido y prolijo; literalmente: “En ese interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”). ¿Vivimos como Gramsci el tiempo de los monstruos?

No lo sé. Lo que sí sé es que, al concluir el siglo XX, el mundo parecía avanzar en todos los frentes hacia la democracia; esta era ya the only game in town y todo indicaba que el orden global iba a regirse por ella: Francis Fukuyama lo llamó el fin de la historia. Veinticinco años después, ese optimismo se ha evaporado y, sobre todo tras el estallido económico de 2008, el mundo parece avanzar en todos los frentes hacia el autoritarismo. Estados Unidos, hasta hace poco pilar de la democracia occidental, ha caído en manos de un delincuente que descree de ella; pero el mayor peligro no es Donald Trump, que carece de ideología (su única ideología son su ego y sus negocios): el mayor peligro es su vicepresidente, J. D. Vance, y la corte de oligarcas de Silicon Valley que lo rodea, empezando por Peter Thiel, fundador de Paypal junto a Elon Musk, libertario radical y ultraconservador cristiano, consejero y amigo de Vance (éste lo considera: “Probablemente el hombre más inteligente que yo haya conocido”). Thiel sí es un ideólogo, y, como ha estudiado Bernard Perret, su pensamiento parte de la convicción una y otra vez reafirmada de que los valores de la Ilustración —la igualdad, la democracia, la confianza en el Estado de derecho— son mentiras basadas en el escamoteo de verdades fundamentales sobre la naturaleza humana y la violencia. Thiel no engaña a nadie: “Yo no creo que la libertad y la democracia sean compatibles”. En el polo opuesto del mundo, la fe en la democracia es más precaria todavía. No se trata solo de que China sea una autocracia de hierro; se trata de que considera que la autocracia es superior a la democracia y de que hay que revertir el orden planetario instaurado por los vencedores de la II Guerra Mundial hasta que resulte seguro para regímenes autoritarios como el suyo o como los de las grandes potencias del llamado sur global, de las que se considera líder; y con razón: basta repasar la lista de mandatarios presentes en el intimidante desfile militar con que a principios de septiembre Xi Jinping celebró en la plaza de Tiananmén los 80 años de la victoria china sobre Japón (Vladímir Putin destacaba entre ellos). Así las cosas, con uno de los dos grandes poderes mundiales inclinado peligrosamente hacia la autocracia y el otro instalado orgullosamente en ella, el último gran bastión de la democracia debería ser Europa. Pero, por una parte, Europa está desunida, debilitada y amenazada: desunida por su propia estupidez, debilitada por la deslealtad de Washington y amenazada por Rusia (mientras escribo estas líneas, Rusia y Bielorrusia llevan a cabo unas maniobras militares, llamadas Zapad, como las que precedieron a varias de las recientes invasiones rusas de países vecinos, incluida la de Ucrania en 2022; días antes del inicio de las maniobras, 19 drones de combate rusos atacaron Polonia: la primera vez en la historia que un miembro de la OTAN es agredido por un rival). Por otra parte, se ha desencadenado en el continente entero una ola autoritaria que, respaldada a la vez por Estados Unidos y Rusia, parece por momentos un tsunami: un tsunami que debilita todavía más Europa y amenaza con llevarse la UE por delante.

¿Nuestro tiempo es el tiempo de los monstruos? Si lo es —y, a juzgar por lo anterior, nada indica que no lo sea—, ya no debemos elegir entre derecha e izquierda, sino, como en época de Gramsci, entre democracia y autocracia. Y, como en época de Gramsci, la disyuntiva está clara: o nos unimos frente a los monstruos o los monstruos nos devorarán. Javier Cercas es escritor y miembro de la Real Academia Española.













DEL ARCHIVO DEL BLOG. DEL FRACASO COMO ESCUELA DE DEMOCRACIA. PUBLICADO EL 11/09/2022

 






La democracia consiste en fracasar, dice el escritor Sergio del Molino en El País [07/09/2022]. Ante un malentendido, las personas elegantes suelen decir “me he explicado mal”; como los amantes que, al abandonar a su pareja, subrayan “no eres tú, soy yo”, o el editor que rechaza un manuscrito que pondera magnífico, casi una obra maestra, pero no encaja en la línea editori[al. Casi todas estas personas elegantes creen que la culpa es del otro, pero le conceden la dignidad de la retirada. La política no gasta estas delicadezas. En el mejor de los casos, cuando un gobernante se envaina una ley o pierde unos comicios recurre al “no me he explicado bien”, pero a poco que se caliente dirá que el pueblo ha votado mal. Desagradecido, ignorante, alienado por los poderes oscuros, gañán y embrutecido, el pueblo (o la gente, como se dice ahora) se resiste a ser salvado por expertos en Antonio Gramsci y directores de departamentos de estudios culturales, que no entienden qué ha podido fallar en sus teorías tan elocuentes.

El presidente chileno, Gabriel Boric, ha sido mucho más autocrítico que sus compañeros de viaje, y parece haber entendido algo que a los activistas más contumaces les parece inverosímil: que la democracia consiste en fracasar. No en perder, que es lo que ha hecho el Gobierno de Chile. Fracasar es otra cosa. El fracaso requiere una predisposición a la impureza y a reconocer el derecho a la existencia del otro. Exige renunciar a los ideales y a los programas de máximos para trabajar en el ingrato campo de lo posible. Quien no es capaz de aceptar la imperfección del mundo escribirá cartas muy bellas a los Reyes Magos, pero muy malas constituciones.

Los otros son una lata. No el infierno, como decía el filósofo francés, pero sí una molestia. Las cosas serían más fáciles si todos se parecieran a nosotros y soñaran con el mismo mañana. En nuestra vida individual podemos elegir a los amigos y hasta renegar de nuestra familia, para fabricarnos un mundo a nuestro gusto, pero los países democráticos no son clubes privados que seleccionan a sus miembros. Ningún grupo político puede ignorar a una parte de la sociedad, por muy antipática que le caiga. Los ciudadanos de una nación no tienen que quererse, incluso tienen derecho a odiarse, aunque reconociéndose siempre el mismo derecho a habitarla. Una buena Constitución es aquella que dice que el único triunfo del todo es el fracaso de las partes. Si Boric y sus aliados no renuncian a vencer de antemano, perderán siempre, y esa enseñanza sirve para todos los países.